HOMBRE EVANGÉLICO
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SUMARIO: I. El hombre evangélico y el tiempo de la Iglesia: 1. Evangelismo mendicante o la regla del evangelio; 2. Evangelismo de ruptura; 3. ¿Ley o Evangelio?: 4. El hombre evangélico, conciencia de la Iglesia - II. La espiritualidad del hombre evangélico: 1. En los orígenes; 2. El hombre evangélico en la Iglesia; 3. El hombre evangélico en el mundo: 4. Las tentaciones del hombre evangélico: utopia e integrismo.


"Aunque la Iglesia, por virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel a su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al Espíritu de Dios. Sabe también la Iglesia que aun hoy día es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros aquienes está confiado el Evangelio. Dejando a un lado el juicio que la historia emita sobre estas deficiencias, debemos, sin embargo, tener conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para que no dañen a la difusión del Evangelio" (GS 43).

El hombre evangélico es la conciencia de la Iglesia peregrinante en la historia: siempre atento a la distancia entre el "ya" y el "todavía no" en el crecimiento del creyente y de la comunidad eclesial hacia la estatura perfecta de Cristo. No es que el hombre evangélico se aflrme como realidad absoluta y antitética frente a la Iglesia de la historia (ello negaría historicidad a su misma recuperación y legitimidad a su tradición cristiana); sin embargo, se expresa en la Iglesia y entre sus multiformes funciones, en momentos de gracia que, al mismo tiempo que denuncian el compromiso presente, manifiestan el ansia y el anhelo del cumplimiento de la ley perfecta de Cristo, que es el Evangelio. Y el Evangelio, invocado y no escuchado, interpretado y traicionado, olvidado y redescubierto, hace su propia historia en la historia de la Iglesia, estableciendo —y juzgando— relaciones cada vez más conscientemente cristianas entre la gracia y el pecado, la conversión y el testimonio, los ministerios y la santidad, la autoridad y los carismas, la palabra y el sacramento, la Iglesia y el mundo.

I. El hombre evangélico y el tiempo de la Iglesia

1. EVANGELISMO MENDICANTE O LA REGLA DEL EVANGELIO - El puñado de compañeros que la experiencia evangélica había reunido en torno a Francisco de Asís causó estupor tanto en la Iglesia como en la sociedad civil de su época. La pobreza rigurosa en la persona y en la comunidad (fraternitas) sorprendía a la sociedad europea del bajo medioevo en pleno auge urbano y en frenética expansión comercial. La renuncia a la propiedad y el libre peregrinar al servicio de la proclamación y del testimonio de la "buena noticia" sonaba a estridente novedad frente a las formas tradicionales de vida religiosa, cuyas venerables reglas y fundaciones presentaban el carácter fundamental de "estabilidad'. El recurso a unos pocos pasajes evangélicos (Mt 10,7-14: el discurso de la misión apostólica; 19,21: "Si quieres ser perfecto..."; Lc 9,23: "El que quiera seguirme...") como ideales de la vida debía parecer demasiado frágil a las autoridades religiosas para constituir un estatuto organizado de iglesia (status, religio, ordo). Además, aconsejaba una actitud inerme y hasta sumisa; en cambio, los conflictos de la cristiandad de la época entre cohesión interna y enemigos exteriores, entre ortodoxia y contestación cátara y valdense, entre soberanía papal y autonomía de los príncipes terrenos, parecían dar la razón a una reforma bajo el signo de la fuerza: fuerza del universalismo geográfico de la fe, de la uniformidad y cohesión de sus propias instituciones, de las solidaridades de vasallaje de censo y de armas. Y no faltaban éxitos, desde Gregorio VII (1073-1085) a Inocencio III (1198-1216), en apoyo de este tipo de reforma: desde las luchas de investidura hasta el reflorecimiento de la espiritualidad monástica; desde la contención de la amenaza musulmana hasta la extinción del foco albigense. Francisco, por otra parte, da la impresión de apelar demasiado alto para poder esperar de forma realista una evolución feliz de la propia causa en medio de las vicisitudes terrenas: "El Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio" (secundum formam sancti evangelii) Y a pesar suyo debe redactar una regla (lex regulae, cuando se le había manifestado como realidad categórica y suficiente el Evangelio (lex evangelii): la primera regla en 1221 y la segunda en 1223, aprobada definitivamente por el papa Honorio III (la Regla II "bullata"). La fraternitas se había transformado en religio (orden religiosa). Y, sin embargo, Francisco no renuncia a sorprender: "La regla y vida de los hermanos menores es ésta: guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo". Con esas palabras empieza la Regla II.

Casi al mismo tiempo, Domingo de Guzmán tiene una experiencia espiritual semejante en Languedoc. Entre el radicalismo de la contestación cátara y la intervención de los legados pontificios montando cabalgaduras armadas y enjaezadas (el caballo era del miles, es decir, del noble o grande de la tierra). Domingo intuye que el mensaje de la Iglesia de Cristo sólo es tal como objeto de predicación, irreducible a cualquier otro poder que no sea el de la Palabra y el de su persuasión. Y la palabra es corroborada por "signos y virtudes" cuando el apóstol le devuelve su integridad original y se hace devoto siervo de ella. Igual que los apóstoles de Jesús. "Los envió de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les ordenó que, aparte de un bastón, no tomasen para el camino cosa alguna: ni pan, ni alforja, ni dinero guardado en la faja..." (Mc 6,7-8; cf Mt 10). El ministerio del Evangelio evoca al apóstol, la "vida apostólica". O bien la vida según el estilo y el ejemplo de los apóstoles'. Domingo —escriben los primeros discípulos y biógrafos— nos enseñó la "regla apostólica", es decir, "que no tuviéramos posesiones, que no usáramos cabalgadura, que peregrinásemos a pie sin llevar oro ni plata y que anunciáramos el Evangelio, realizando la salvación de los hombres y conformándonos con el simple alimento, según Lc 10,7..."

El hombre apostólico coincide con el hombre evangélico. Las dos expresiones se superponen y se intercambian en los textos del evangelismo medieval. Lo mismo que las categorías bíblico-teológicas que inspiran la conducta y la espiritualidad del hombre evangélico: la "ley nueva", la "ley del Evangelio" y la "ley del Espíritu". Paralelamente —y esto es muy significativo—, entre las fuentes de la espiritualidad cristiana se registra una orientación colectiva de la meditación bíblica en favor de los "libros evangélicos y apostólicos" (evangelici et apostolici libri: cf PL 189, 731 B) y, específicamente, de los pasajes que definen el estatuto religioso y la espiritualidad del apóstol (Mt 10), la pobreza en testimonio de la Palabra (Mc 6,7-13; Lc 9,1-6) y el espíritu de la Iglesia primitiva (He 2,44-47; 4,32-35), añadiendo las cartas de san Pablo'. Los mismos textos se repiten sin pausa y sin regateo en la literatura del hombre evangélico medieval.

2. EVANGELISMO DE RUPTURA - En realidad, el movimiento de reforma en clave evangélico-mendicante había tenido precursores y había experimentado tribulaciones. Roberto d'Arbrissel (+ 1117) encabeza el movimiento de los pobres de Cristo (Pauperes Christi), una multitud móvil e inquieta entre la crisis del feudo y las lisonjas de la economía urbana, e inaugura, no sin resistencia, la predicación itinerante en el seno de un ambiente eclesial que todavía estaba intensamente anquilosado en la rigidez de la estructura feudal'. El retorno a la pobreza evangélica y la crítica a la Iglesia de la época inflama la predicación de Pedro de Bruis (1132 ca.) y del monje Enrique de Losanna (1116-1134) en el sur de Francia, mientras la apelación a "obedecer a Dios antes que a los hombres", reflejada en He 5,29, para reivindicar el derecho a la libre predicación contra las prohibiciones eclesiásticas, delata ya la fragilidad de una inspiración evangélica ingenuamente proclive al rechazo de la historicidad sacramental de la fe. Así también el evangelismo de Pedro Valdo (convertido en 1173) y de los valdenses, si bien su conciencia de la renovación evangélica es bastante más consistente. Un discípulo de Valdo, Durando de Huesca, retornado a la Iglesia católica, no renunciará a la inspiración evangélica inicial. Su experiencia coincide cronológica y geográficamente con la de Domingo de Guzmán. Durando nos ha transmitido incluso, en una felicísima fórmula, toda la tensión del cristiano y de la Iglesia en estado de reforma evangélica: "Nosotros decimos que es nueva nuestra forma de vida porque está corroborada por el Nuevo Testamento; nuestra fe y nuestras obras se apoyan, efectivamente, en motivaciones evangélicas (evangelicis rationibus fulciuntur)"

Por lo demás, se debe recordar que los papas de la reforma gregoriana habían dado prueba de audacia teológica al confirmar una pastoral orientada a sustraer los ministerios sacramentales al homagium servil. El presbítero diocesano ansioso de una mayor perfección puede abandonar legítimamente el "cuidado" de la parroquia y entrar en el monasterio a pesar de la prohibición de su obispo. La ley interior del Espíritu es la ley del hombre justo, y contra ella no hay espacio para ninguna otra ley". En los ss. XIII y xiv se apropiarán de este tema algunas corrientes evangélico-espirituales (franciscanismo joaquimita, espirituales, hermanos del espíritu libre, hermanitos...); pero la impaciencia frente a la ley de la historicidad y temporalidad de la fe cristiana (a la que acompañará —preciso es decirlo— la persecución política) llevará a tales movimientos a exacerbar el formidable teologúmeno evangélico hacia propuestas asociales y utópicas.

3. ¿LEY O EVANGELIO? - Cuando la reforma imponga el cisma a una iglesia lenta en reevangelizarse, los valores de la espiritualidad evangélica (imitación de Cristo.), de los apóstoles, predicación de la Palabra y pobreza de vida, libertad interior e independencia frente a los poderosos de la tierra, frutos del Espíritu...) no llegarán a recomponerse, ni siquiera dialécticamente, dentro de la totalidad orgánica y multiforme de la Iglesia en auge histórico. La subalternación de los ministerios, la integración de los dones, la variedad de los carismas que concurren a hacer de la Iglesia la única esposa fiel del Señor, se orientan exasperadamente hacia oposiciones inconciliables, hacia laceraciones insanables: sacramento y palabra, historicidad y santidad, tradición e inteligencia de la Biblia, magisterio y corresponsabilidad, ley y Evangelio... "Ley y Evangelio" será precisamente el tema, y casi el tópico literario por excelencia, de la teología y de la espiritualidad de las iglesias evangélicas, especialmente la luterana: Gesetz und Evangelium, donde las disyunciones están presentes no para testimoniar la pluralidad orgánica de las coordenadas cristianas, sino para afirmar la exclusión y la inconciliabilidad. Toda ley provoca el pecado y la condena: el Evangelio, sólo el Evangelio, en la soledad semántica de su palabra, produce justificación". Las iglesias evangélicas dan testimonio en todo caso —al menos con la protesta y la ruptura— de una comunión de los discípulos de Cristo que no puede establecerse y restablecerse sino en una convergencia real de todos hacia el Cristo total del Evangelio. El primer paso es la "conversión".

Pero la verdadera ruptura estaba, además de en la conciencia confesional, en las cosas mismas: fin de la soberanía territorial de la cristiandad, nacimiento y autonomía de las unidades nacionales, difusión —con el humanismo y con el renacimiento— de una nueva cultura, a la que en gran parte se mantuvo ajena la Iglesia. La alteridad del mundo, desde el pensamiento a las costumbres, postula la evangelización. Los discípulos de Cristo no supieron escrutar las nuevas fronteras de la fe.

Por su parte, el antiguo evangelismo medieval había cedido a la hipoteca del radicalismo apocalíptico al entrecruzarse el joaquinismo con sectores extremos del franciscanismo: espirituales, hermanitos, apostólicos. El literalismo bíblico, por una parte, había hipostatizado los modelos históricos de pobreza apostólica, congelándolos, y, por otra, se había refugiado en la utopía apocalíptica". Mientras, la reforma de las órdenes religiosas dentro de la obediencia eclesiástica adoptaba, entre el s. xtv y xv, el esquema del "retorno a la observancia de la regla primitiva" con preferencia al impulso de la reinterpretación, en el hoy del creyente, de la lex evangelii.

4. EL HOMBRE EVANGÉLICO. CONCIENCIA DE LA IGLESIA - La Iglesia se confronta en el Concilio Vaticano II consigo misma, con el mundo y con el Evangelio. Basta recorrer un índice sistemático de los documentos conciliares y seguir filológicamente las novedades de lenguaje, de actitud, de espiritualidad, de argumentación teológica, para convencerse de que el hombre evangélico replantea sus propias instancias en la comunidad de los creyentes: desde el modelo de iglesia y del uso de sus ministerios hasta la promoción de los dones libres del Espíritu: desde la solidaridad con el más débil hasta la escucha de los signos de los tiempos; desde la fidelidad a los propios orígenes hasta el reconocimiento de los dones de los "demás", ya sean o no creyentes. Pero la realidad de la vida había precedido a la formulación. Nuestro siglo, sobre todo desde la primera postguerra, registra muchos acontecimientos en los que el Espíritu suele renovar la comunidad de los creyentes. Piénsese en el nuevo fervor del acto de la evangelización: no tanto en sus dimensiones estadísticas, cuanto en la reorientación evangélica de sus motivaciones y de su praxis (la misión, por ejemplo, de cara al Islam experimenta, gracias a Massignon, una "revolución" de perspectiva que indudablemente lleva el signo del Espíritu). Surgen y se desarrollan "institutos religiosos" de estructura laica, desconocidos en la tradición de la Iglesia, a la vez que toman nuevo impulso y nueva dimensión las antiguas órdenes contemplativas. Pero ante todo se afirma una espiritualidad cada vez más intensamente evangélica, que suscita, por ejemplo, los Hermanos y Hermanas de Jesús, el movimiento de la Obra de María, la reevangelización del ministerio presbiteral mediante las "misiones" de París y de Francia (curas obreros), el servicio a los países subdesarrollados y sistemáticamente oprimidos (Voluntariado: >Antinomias espirituales VI). El movimiento ecuménico, la reforma litúrgica y la renovación bíblica transmiten sangre nueva a la Iglesia de Dios y le dan una conciencia más rigurosa de sus propios orígenes.

El Vat. II se abre al signo de una carga interior que no deja entrever ya los impedimentos católicos para restablecer la autoridad de los profetas y evangelistas: "Y vino un hombre llamado Juan...".

Hasta la breve historia que nos separa del Concilio está salpicada de vicisitudes nada extrañas al hombre evangélico: desde las "comunidades de base" [ >Comunidad de vida VII. 2] hasta la corresponsabilidad eclesial del laicado [>Laico]; desde la contestación política de la fe hasta la solidaridad con los movimientos de liberación; desde la recualificación del ministerio jerárquico [>Ministerio pastoral] hasta la ola de los >"carismáticos"... Vicisitudes todas ellas que, si no siempre llegan a expresarse en total coherencia cristiana y en integración orgánica con funciones y dones, demuestran, sin embargo, el ansia evangélica que interpela la vida de la Iglesia y es un permanente juicio de su fe. E' hombre evangélico, cualquiera que se:, su ministerio y su carisma dentro de la comunidad de los creyentes, sigue angustiando a la conciencia cristiana".

II. La espiritualidad del hombre evangélico

1. EN LOS ORÍGENES - La santidad evangélica alimenta al cristiano en régimen evangélico. "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48). ¡La santidad del Padre celestial! Pero desvelada en el mensaje evangélico; precisamente en lo que constituye la novedad y la unicidad del Evangelio. tanto en relación con otras fases de la revelación bíblica como en relación con experiencias éticas y religiosas extrabíblicas. Luego no una ética cualquiera, no una ética "natural", por admirable que sea su inspiración y su ejercicio. La santidad del hombre evangélico es:

a) Cristocéntrica. Cristo, imagen perfecta del Padre, modelo y medida de la santidad cristiana. Su existencia, su obediencia al Padre, su disponibilidad a la misión, el rigor de su vida y de su coherencia, su resistencia a los poderosos y la simpatía por cuantos se encuentran en situación de fragilidad, la solicitud por el prójimo con riesgo de la vida, su intimidad y abandono al Padre hasta en la soledad de la muerte [>Jesucristo II]. En una palabra, imitación y crecimiento en la estatura perfecta de Cristo; tal es el proyecto y el anhelo del discípulo de Jesús. Sólo el recurso a Jesús de Nazaret legitima la inspiración cristiana de un estilo de vida y el fundamento de una ética evangélica. Al mismo tiempo, el recurso al Evangelio es el juicio de última instancia tanto de la conducta del creyente como de la Iglesia.

b) Espiritual, es decir, animada y dirigida por el Espíritu. El Espíritu Santo, el "Espíritu de Cristo" (1 Pe 1,11), garante de la misión del Hijo (Jn 16,13), se constituye en norma interior del creyente y de la Iglesia en el tiempo que va desde la ascensión al retorno final de Cristo. El Espíritu produce los frutos de toda santificación en el corazón del discípulo de Jesús (Col 3,12; Gál 5,22; Rom 6,22) y dirige sus acciones "como conviene a los santos" (Ef 5.3). El Espíritu da siempre una ulterior comprensión de la Palabra en el transcurso de la historia de la fe; "guía a la verdad completa" (Jn 16,3); ilustra los acontecimientos, las situaciones y los actos que el tiempo de la fe somete incesantemente al juicio evangélico. El Espíritu, además, produce en el corazón del creyente la filiación divina, la santidad de las obras, la libertad del cristiano. Es de alguna forma la gracia interior del cristiano y de la Iglesia, la ley misma del Evangelio'. [>Hombre espiritual; >Hijos de Dios; >Libertad cristiana].

e) Eclesial. La comunidad de los discípulos es el lugar en que acontece el nacimiento y el crecimiento del hombre en Cristo. Nada aborrece más el hombre evangélico que el negarse a la comunión con la ekklesía (la comunidad de los llamados), sustancia de su propia sustancia; lo mismo que aspira ardientemente y coopera a hacer de la Iglesia una esposa radiante, sin mancha ni arruga, digna del Señor Jesús (cf Ef 5,25-27). Mediante la Iglesia y en la Iglesia, el hombre evangélico toca los orígenes de su propia vida: en la meditación y comprensión de la Palabra, de la que es fiduciaria y portadora la comunidad; en la celebración de la eucaristía y de los "misterios cristianos", donde la liturgia realiza la mediación salvífica de Cristo sacerdote; en el amor a los hermanos, con los que construye como piedras vivas "el edificio espiritual y el sacerdocio santo para ofrecer víctimas espirituales" (1 Pe 2,5).

2. EL HOMBRE EVANGÉLICO EN LA IGLESIA - La espiritualidad del Evangelio no se instaura contra ningún ministerio, aunque la composición multiforme de la Iglesia permita al hombre evangélico transcurrir de miembro a miembro, suscitando gracias diversas en función dialéctica: ora de modelo, ora de juicio, ora de comunión, ora de profecía, ora de soporte o de denuncia. Lo cierto es que todos los miembros, cada uno en su propio ministerio, están llamados a la misma santidad [>Santo]. Todo bautizado asume de hecho el papel de hombre evangélico, de conciencia crítica de la fe, de lectura evangélica de las premoniciones de los tiempos: los pastores al servicio del poder ministerial, afirmando su autoridad directiva sin transgredir el límite sacramental; los esposos, cultivando un amor humano abierto a las dimensiones de la caridad de Cristo; el ciudadano, cualquiera que sea su papel o profesión en la ciudad humana, colaborando en la construcción de una sociedad digna de la vocación humana; el religioso, prefigurando en la alegría y libertad de espíritu la transformación total en Cristo (cf LG cap. V). Toda la Iglesia confirma la vocación evangélica cuando es consciente de sus propias debilidades, dadas sus "aflicciones internas o externas" (LG 8); cuando se dispone a realizar y manifestar una continua conversión (UR 7-8), a proclamar y proclamarse a sí misma la palabra que salva, a vivir un estado de permanente reforma (renovatio: cf LG 4; 8; GS 43; UR 4), a evangelizar y a evangelizarse, a santificar y a santificarse.

3. EL HOMBRE EVANGÉLICO EN EL MUNDO - La reevangelización de la espiritualidad cristiana confiere una nueva perspectiva a las relaciones entre cristiano y no cristiano, creyente y no creyente, Iglesia y mundo.

a) Los signos de los tiempos. El discípulo de Cristo en estado de evangelismo está vocacionalmente inclinado a "escrutar los signos de los tiempos y a interpretarlos a la luz del Evangelio" (GS 4). El fiel discípulo del Evangelio no tiene ciudadelas que defender ni privilegios que conservar. Peregrino del mundo, es solidario con la historia del hombre. Y, entre las vicisitudes del hombre y de la sociedad, vigila las ocasiones inéditas de gracia que interpelan a la Palabra, que invocan un testimonio y que, eventualmente, contestan los compromisos.

b) El diálogo con el mundo. La apertura al "otro", el respeto de la diversidad como el reconocimiento de los dones ajenos, es un rasgo característico de la espiritualidad evangélica. Guiado por el Espíritu, que muchas veces precede al apóstol, el hombre evangélico, lejos de reivindicar derechos de propiedad sobre la revelación divina, siente inclinación a la escucha común de la Palabra, que discurre libremente en la historia de todos los hombres; anhela llegar al sentido pleno del mensaje, compartiendo con honestidad y sinceridad el compromiso con quien extrae alimento espiritual de otras tradiciones u otras historias de fe; está, en fin, abierto a cooperar con el no creyente, sabiendo que todo el que toma a pecho "el culto de los valores del hombre" está participando ya, aunque sea de modo incipiente, en el proyecto del reino de Dios (GS 92-93). Proyecto que el hombre evangélico no desdeña comprender y analizar en sus fases de crecimiento, en sus componentes terrenos y en sus conflictos, recurriendo a las disciplinas humanas autónomas; pero al que confiere una animación y una perspectiva —el espíritu de las bienaventuranzas— que maduran para el reino de Dios (GS 72). Y cuando los conflictos de la ciudad terrena desaconsejan una diplomática equidistancia, el hombre evangélico toma partido por el débil, el impotente y el desvalido (GS 71).

c) Entre Iglesia y mundo. Ciudadano de ambas ciudades, la de la fe y la política, el cristiano se pone bajo la guía del Evangelio (GS 43). Mas no es fácil —todo hay que decirlo— para el hombre evangélico reconciliarse con el mundo. Una larga tradición espiritual de intensas notas individualistas y anacoréticas (la fuga del mundo) nutre todavía sentimientos de malestar ancestral entre santidad cristiana y corresponsabilidad mundana. Por lo demás, unas desafortunadas hipótesis históricas sobre las relaciones entre Iglesia y sociedad civil han disuadido al hombre espiritual de una mezcla en la que se encontraba o mentalmente desprovisto o evangélicamente comprometido. Y, sin embargo, es con idéntico titulo ciudadano de la Iglesia y ciudadano del mundo. Ninguna espiritualidad cristiana se desarrolla allí donde la ciudad del hombre no haya dado lenguaje, sentimientos y valores al catecúmeno; ninguna fidelidad al Evangelio es posible allí donde el catecúmeno no impone la conversión a su patrimonio cultural.

Presencia y conversión son los dos polos que mantienen al cristiano en los límites de la ciudad del hombre". Y la sociedad civil tiene necesidad, igual que la eclesial, de testimonio y de denuncia, de guía y de contestación [>Contestación profética], de misericordia y de audacia.

4. LAS TENTACIONES DEL HOMBRE EVANGÉLICO: UTOPIA E INTEGRISMO - Hablemos, para concluir, de dos tentaciones típicas del hombre evangélico; los movimientos evangélicos del pasado y las más recientes contestaciones eclesiales podrían ilustrar sus constantes.

1. Un arrebato idealizador que transfiere al Evangelio la totalidad y la rapidez de la conversión propia y ajena; un rigor que hace fermentar a veces un optimismo desencantado, bien por permanecer impertérrito ante lo pesado del presente o porque se satisface con escrutar los últimos tiempos; una lectura de la palabra de Dios que retrocede para restaurar modelos idénticos a la "Iglesia primitiva" en lugar de reinventar la fidelidad evangélica en las ocasiones nuevas de la Iglesia en crecimiento; una actitud acompañada y corroborada por un literalismo bíblico sin posibilidad de historia; una actitud que se vuelve, en fin, socialmente ineficaz, ya sea por la resistencia a la historicidad de la fe, ya por la fácil marginación a que se presta.

2. El convencimiento de que el Evangelio contiene ya en sus términos literarios la respuesta a cualquier angustia del hombre en el tiempo. Se subestima en este caso, y hasta se ignora, la contribución de las conquistas profanas y del saber humano. La conquista evangélica se presenta como absoluta frente a lo específico de los hechos socioculturales y como una alternativa frente a lo complejo de los elementos y mecanismos que presiden las grandes formaciones históricas y sus conflictos, siendo así que, por el contrario, la comprensión de estos elementos precede y condiciona el acto de evangelización, igual que la simpatía hacia el hombre precede a la encarnación.

La teología y la espiritualidad del Vat. q (véase sobre todo GS, LG, AA, NA), recuperada la ciudadanía eclesial y civil de la vida cristiana, exhortan:

a) A prestar atención a la naturaleza histórico-evolutiva de la comprensión de la Palabra, así como de las formas en las que se expresan de vez en cuando las virtualidades evangélicas de la vocación cristiana.

b) A tomar buena nota de la consistencia y autonomía de las cosas humanas y de sus procesos; a encontrar al hombre en su ciudad. La cultura y la forma de la ciudad proveen la palabra a la proclamación y la estructura a la encarnación. Son a un tiempo preparaciones evangélicas y términos de evangelización; lugar en el que se despliega la lógica de la fe cristiana entre encarnación y transfiguración, presencia y trascendencia, conversión y comunión.

El hombre evangélico, benigno y crítico al mismo tiempo con su estado y el de los demás, reafirma fehaciente y eficazmente los propósitos de su propia vocación: transformar al hombre en imagen perfecta del Padre según la medida de Cristo, hacer que crezca la Iglesia como edificio espiritual agradable a Dios y como esposa radiante del Señor y que se construya la ciudad terrena sin maldad ni engaños, donde Dios pueda hacer en el tiempo de los hombres un solo pueblo de muchos pueblos, recapitulándolo todo en Cristo Jesús.

G. E. Panella

BIBL.—Véase la correspondiente a las voces Hombre espiritual e Hijos de Dios.