HOMBRE ESPIRITUAL
DicEs
 

SUMARIO: I. Prólogo a la historia humana - II. El hombre en la concepción bíblica - III. Acción del Espíritu Santo en la historia humana salvifica - IV. La obra espiritual de Jesucristo - V. De hombre carnal a hombre espiritual - VI. La norma como principio de espiritualización - VII. El hombre espiritual - VIll. Toda actividad humana se hace espiritual - IX. El hombre espiritual como imagen de Dios.


I. Prólogo a la historia humana

Si se quiere indicar el sentido espiritual, innato en la vida del hombre, es preciso remontarse a los acontecimientos que preceden y originan la existencia humana. Mas por tratarse de acontecimientos que fundamentan la historia humana y la preceden, sólo pueden bosquejarse de una manera mítica, es decir, cual narración de una realidad auténtica tras repensarla con imaginativa intuición; cual acontecimiento real reconstruido luego a partir de datos sólo verificables en sus consecuencias actuales; cual acontecimiento únicamente cognoscible a través de lo que con posterioridad ha ocurrido o de lo que pueda tener lugar en el futuro. El mito se cuenta porque es capaz de fundamentar el presente en sus elementos constitutivos, pero no como tina experiencia que haya controlado el narrador en el momento de su realización. Si no se recordaran estos acontecimientos prehistóricos, no se podría comprender la situación actual del universo ni se podría intuir, ni siquiera genéricamente, el punto en que desemboca la historia humana. Por todo ello, el acontecimiento prehistórico puede y debe narrarse; pero en dependencia de las experiencias actuales, según las conjeturas probables recabadas de la cultura presente, en conexión con las posibles previsiones sobre el futuro de la existencia humana y haciendo uso sobre todo de las indicaciones que ofrece la revelación. En semejante narración se integran y están presentes a la vez datos de fe junto con formas míticas, experiencias históricas, reflexiones culturales actuales y perspectivas proféticas escatológicas.

¿En qué medida estamos hoy día capacitados para indicar los acontecimientos que han precedido y causado la presente historia humana? ¿Qué sentido confieren a la existencia terrena? Si tienen capacidad de• orientar la experiencia humana, ¿hacia qué forma definitiva?

El Padre creó en el Verbo, mediante el Espíritu, el primer hombre, el cual desde el principio recibió la misión de expresar la perfección suprema, a la que estaba llamada la creación entera. Y este primer hombre es la humanidad asumida por el Verbo, Cristo Señor. El, en su configuración perfecta, precede a cualquier otra criatura y anuncia su forma definitiva: en su ser personal está esculpido el plan divino sobre toda la creación (Col 1,26; Ef 1,11-12); constituye el principio y el término de lo creado. "Yo soy el alfa y la omega, el principio y el fin" (Ap 21,6). El Padre se sirvió de Cristo para crear todas las cosas existentes: "Todo fue creado por él y para él, él mismo existe antes que todas las cosas y todas ellas en él subsisten" (Col 1,16-17; In 1,3). El Padre eligió a Cristo como intermediario para continuar su creación (In 5,17) y llevarle a su completa perfección. "Para recapitular todas las cosas en Cristo, las de los cielos y las de la tierra" (Ef 1,10).

Dios Padre, mediante la obra maestra de la humanización del Verbo, destinaba la creación a ser un reflejo de las relaciones divinas intratrinitarias, una manifestación externa de la generación del Verbo por parte del Padre en el Espíritu.

El Verbo, asistiendo a la creación y teniendo que llevarla a su término, había sido constituido primicia de la creación perfecta; había asumido una humanidad ya hecha espíritu, una realidad creatural habitada para vivir junto a Dios y en Dios. Cristo era desde el comienzo una carne pneumatizada; era el Señor hecho espíritu viviente en la vida caritativa divina, destinado a hacer a todo hombre partícipe de su propia filiación divina.

Mientras el Cristo Espíritu es anterior a toda realidad temporal, Adán y Eva fueron creados dentro de la dimensión del tiempo. No fueron puestos en la perfección de Cristo ni en su situación terminal. En comparación con el Verbo, hombre-pneumatizado, Adán "era todavía un niño (nepios)", es decir, "fue creado ser intermedio (mésos), ni del todo mortal ni absolutamente inmortal, sino capaz (dektikós) de lo uno y lo otro"'. Adán es el primer hombre llamado a inaugurar en la humanidad la participación en la vida divina caritativa propia de Cristo, pero mediante una realización progresiva en la historia. Tiene la misión de pneumatizarse, es decir, llegar a saber convivir junto a Dios Padre, a compartir su vida divina caritativa y establecerse en la existencia de la Santísima Trinidad. "Dios transportó a Adán desde la tierra de la que había sido sacado al paraíso y le dio un principio de progreso (aphormén prokopés), en virtud del cual pudiera desarrollarse y llegar a la perfección (au.xónón kai téleios), e incluso a ser proclamado dios y llegar al cielo en posesión de la inmortalidad"4. De manera que el hombre por su vocación está "llamado a ser dios" ¿Qué camino debía tomar Adán para hacerse un hombre nuevo, totalmente espiritual, capaz de habitar en el interior de la existencia divina, expresión viva de una creación llegada a su término perfectivo? Debía uniformarse con Cristo, dejarse transformar en él, convivir dentro de su espíritu de caridad, formar como una vida única con la suya. Adán debía orientarse a Cristo como la meta de toda la creación, como la obra maestra consumada y consumadora del universo, como el proyecto divino concretizado ya en sí mismo. No solamente "el Verbo es la mano de Dios que actúa sobre el hombre", sino que, con vistas al Verbo humanizado, "Dios creó las esencias de los seres". "Hemos recibido el pensamiento con el fin de conocer a Cristo; el deseo, con el fin de correr hacia él; la memoria, con el fin de recordarlo. El era el modelo de todas las criaturas, con el fin de poder uniformarnos con Dios".

Adán y Eva aceptan la grandiosa oferta de "ser como Dios no conociendo la muerte" (Gén 3,4-5), pero descartando la vía intermedia de su propia dependencia de Cristo Señor; exigen autonomía para elevarse hacia la existencia a la manera divina. Pecado caracterizado por la pretensión de saber remontarse a la intimidad divina sin confiarse a Cristo; pecado de poder morar en Dios por sí solos, como personas humanas, y no como miembros del Cristo integral.

Los hombres, emigrantes en la tierra, tenían necesidad de ser liberados de su pecado y, al mismo tiempo, de ser auxiliados para remontarse hacia la vida espiritual bienaventurada, a la que estaban destinados desde el comienzo. ¿Quién los habría redimido, y a la vez, los habría hecho partícipes de la vida caritativa de Dios? Ellos, en la experiencia de su estado pecaminoso, se habían olvidado de que la única salvación estaba en Cristo Señor; de que sólo con él y en él podían hacerse partícipes del inmenso amor de Dios; de que únicamente el Verbo humanizado podía llevar a su término a toda la creación, recapitulándola para gloria del Padre celestial. Dios, en su inmensa misericordia, reveló e hizo posible en la plenitud de los tiempos su proyecto primitivo. El "nos hizo conocer su plan secreto, que llevó a cabo después, en la plenitud de los tiempos, al recapitular todas las cosas en Cristo'''.

II. El hombre en la concepción bíblica

La mentalidad hebrea bíblica tiende a considerar las realidades como un conjunto globalmente unitario, como un todo universal único, simple y no descomponible. Incluso cuando describe al hombre, lo presenta no como una persona autónoma de suyo, sino integrado en la realidad cósmico-política en un diálogo religioso con Dios, orientado totalmente a convivir con su Creador. El hombre se realiza y se cualifica de manera originaria cuando se mantiene en alianza con su Señor a través de la totalidad comunitaria, cuando camina peregrino con el universo creado en busca del "rostro de Dios" (Sal 105,4).

Los términos que indican normalmente en nuestro lenguaje corriente los distintos componentes del ser humano (como, por ejemplo, alma, carne, corazón) designan en el lenguaje bíblico unas situaciones vividas por todo el yo en relación con Yahvé. Por esta tendencia suya a mirar la realidad con una perspectiva global indivisible, la palabra revelada confunde el aspecto fisiológico con el aspecto psíquico del hombre; describe las cosas con la maravilla y el encanto del niño que se detiene en lo particular, considerándolo como la totalidad. Se expresa de manera análoga el sentido popular, que indica a las cosas o a las personas a través de su aspecto singular (el rubio por los colores del cabello, el bizco por un estrabismo ocular).

¿Cómo describe concretamente la Sagrada Escritura al hombre considerándole de modo integral en relación con su Dios? ¿Con qué términos logra expresar las posibles relaciones vividas por él en relación con Yahvé? ¿Cómo define al hombre? La palabra revelada atestigua que el hombre es carne, es alma, es espíritu. Carne es un término que indica no sólo la parte externa del hombre, que correspondería al elemento biológico o material, sino al ser humano que, relacionado con Dios, aparece mortal, débil y frágil. "Toda carne es hierba, toda su gloria como flor del campo. Se agosta la hierba, la flor se marchita" (Is 40,6-7). El hombre-carne es como una flor silvestre, como el polvo del que se ha extraído, como sombra fugaz. Está relegado a una existencia inestable, efímera y caduca (2 Cor 4,11; Sant 1,10-11; 1 Pe 1,24). Si el hombre-carne muestra tener vida es porque su fragilidad se apoya en la fuerza viva de Dios (Sal 104,29-30). Un yo arreligioso se autodestruiria en su misma prerrogativa de viviente, puesto que su existencia está arraigada, se conserva y profundiza en el don de Dios (Is 42,5; Sal 104,28s; Dt 32,39).

Si el hombre-carne puede esperar el gozo de una vida futura (vida bienaventurada), no es en virtud de un principio inmortal presente en el yo (puesto que el ser humano es totalmente carne mortal), sino por don de Dios misericordioso: porque permanece en contacto con el Omnipotente, que lo aferra con "mano fuerte", porque ha podido inaugurar una intimidad de amistad con un Dios inmensamente bueno, que es fuente de vida. Precisamente porque es carne, el hombre conoce la caída espiritual, se pierde en el pecado, se disipa en la miseria espiritual. El hombre carnal, según san Pablo, es el hombre pecador, dispuesto a dispersarse en mezquindades espirituales (Gál 5,19-21; 1 Cor 3,1-4). Pablo pregunta a los de Corinto: "¿No sois aún carnales y vivís a lo humano?" (1 Cor 3,3).

El hombre es alma. El término alma designa no una entidad espiritual, sino un modo caracterizador de todo el yo: indica el ser humano en cuanto vivo, en cuanto que participa del principio de la vida. El alma (o la vida humana) puede considerarse en relación con la carne mortal o en relación con una existencia inmortal. Puede referirse a un estado terreno frágil y pecaminoso o a una conducta totalmente espiritual. Se encuentra en una situación dialéctica; puede caracterizar a un ser vivo agredido por la muerte eterna o abierto a una vida imperecedera (cf Mc 8,34-37). Es como la vida: una fuerza que puede tener la cualidad de terrena o eterna, humana o divina, fugaz o inmortal.

El hombre es espíritu. Según la mentalidad semítica, el término espíritu no es tanto una perfección existente en Dios cuanto una cualificación perfectiva en relación con el hombre. Por eso, si el hombre tiene vida y bondad moral es porque se lo ha comunicado el Espíritu de Dios (Job 34,14-15; 1 Sam 10,6; Sal 51,12s). El espíritu en el hombre es vida dada por Dios y orientada a él; es existencia originada por Yahvé y vivida según su voluntad; es fuerza que se apodera de todo el hombre y lo dirige a su Señor; es inspiración que hace a los hombres profetas según el plan divino (1 Sam 16,13; Is 6,1s; Jer 1,4s; JI 3,1-2). De esta forma el Espíritu es la potencia de Dios que actúa sobre el hombre: "Sobre él [el Mesías] se posará el Espíritu de Yahvé" (Is 11,2). Bíblicamente, el hombre, al definirse como quien está en coloquio vital con Dios, es verdaderamente hombre en virtud del espíritu de Yahvé (Núm 16,22; 27,16). Sin el espíritu, la existencia humana carecería de su nota esencial más elevada. Cada vez que Dios intenta orientar hacia sí a una persona de manera total y profunda, le comunica un espíritu nuevo (Ez 11,19-20). Este espíritu transforma al yo, armonizándolo con Yahvé, y sabe infundirle una voluntad cooperadora con el impulso del Señor (Prov 1,23; Job 32,8).

Así, el hombre, en todo su ser y en cada fibra, es a la vez carne (ser mortal estancado en la tierra), alma (dinamismo vital difundido en toda la persona) y espíritu (vida unida a su fuente divina). En estos tres términos, reunidos e integrados recíprocamente entre sí, radica la concepción del hombre. Más aún: se puede ver sintetizada en ellos la historia de la andadura humana; se puede comprender la vocación a que está destinado de forma definitiva el género humano. De hecho, el primer hombre, Adán, al principio fue hecho viviente (alma), con posibilidad de hacerse inmortal en el seno de la intimidad divina por virtud del Verbo encarnado (espíritu) o, si se rebelaba, de volverse mortal, reduciéndose al polvo del que había sido sacado (carne). Al pecar vino a ser "un alma terrestre y material sin logos" . Vivió la amarga experiencia de lo que significa equivocar el camino que conduce a ser espíritu; gustó el amargo sabor de una vida carnal.

El naufragio acaecido en el mal, ¿excluyó definitivamente al hombre-carnal de su participación en el espíritu? ¿Está totalmente relegado ya a ser solamente carne? ¿O bien tiene todavía posibilidad de hacerse espíritu? ¿Quién podrá orientarlo en la nueva empresa?

III. Acción del Espíritu Santo en la historia humana salvífica

Se ha indicado que el hombre erró al no aceptar la oferta que le brindaba la providencia divina de hacerse capaz de una vida uniformada con la vida caritativa de Dios. El hombre tuvo así la posibilidad de conocerse como pecador, encerrado en su propio egoísmo. retenido constantemente en amargas situaciones de incomunicabilidad. Sin embargo, el hombre va experimentando también unas amables aperturas a los demás, sabe expresarse como don que se ofrece, se sacrifica por el bien de los hermanos, le gusta olvidarse de su propio provecho por el ajeno y anhela proporcionar alegría a la comunidad. Todo esto es señal de que entre los hombres se ha difundido el Espíritu de Dios, que es amor y don: es testimonio de que existe entre ellos una cierta participación de la vida de relación oblativa subsistente en Dios.

Propiamente, el Espíritu difunde entre los seres humanos las relaciones comunicativas de amor, no como están en Dios, sino como han sido vividas en Cristo (DV 2; AG 4). El Espíritu introdujo primeramente a la humanidad del Señor Jesús en las relaciones comunitarias divinas de la forma más elevada posible a la criatura humana. En cierto modo, el Espíritu disolvió el ser creado del Redentor en la experiencia del amor increado; lo impulsó a una progresiva superación de los estrechos límites creados, de manera que al fin se manifestara como un espíritu resucitado. Por esta experiencia espiritual, Cristo ha personificado la forma más elevada del amor que se entrega, del amor que ofrece la propia vida, del Salvador constituido en gracia para los hombres, del Mesías que ha sabido instalarse para si y para los demás en la intimidad del amor del Padre.

El Espíritu va difundiendo entre los hombres este mismo estado espiritual que comunicó a Cristo; va ofreciéndoles la forma caritativa del Señor Jesús y elevándolos para que sean "hijos en el Hijo"; va suscitando en ellos unas relaciones con Dios según los sentimientos de Jesucristo; va despertando en sus ánimos los afectos que el Señor alimenta con respecto al Padre. La obra del Espíritu no puede separarse de la vida vivida en Cristo, hasta el punto de que san Pablo emplea como totalmente equivalentes las fórmulas "en Cristo" y "en el Espíritu". Solamente en Cristo y a través de Cristo es capaz el Espíritu de hacer comprender cómo Dios es providente, es caridad, es el único verdadero Padre, es aquel que nos ha redimido, el que ha entrado en alianza en nuestra historia. Todo ello está conforme con el proyecto divino, según el cual la perfección de lo creado debe realizarse como una perspectiva que integra a Cristo, como la configuración del Verbo, realizada en modo tal entre los hombres y en el universo creado.

Cuando reflexiona sobre la experiencia espiritual humana, la Sagrada Escritura describe de distintos modos la obra del Espíritu. Entre todos estos atributos, aparecen como más significativos en relación con la historia salvífica los de "dador de vida" y "dador de comunión". Dador de vida y dador de comunión tienen un mismo significado: vida divina dada por el Espíritu, que se traduce en vida de comunión entre las personas en Cristo. El Espíritu genera y difunde vida, santificación, verdad, profecía y milagros, pero como un modo de hacer a las personas comunicables entre sí en Cristo. El lo da todo en Cristo en cuanto que el Señor Jesús es el ser relacional de grado absoluto. Cristo es unión caritativa en virtud del Espíritu que en él habita plenamente.

El Espíritu es comunión e intimidad incluso en el modo de actuar sobre la vida humana. No es adecuado considerar espíritu y ánimo humano como dos entidades extrañas que se encuentran. Como si el hombre espiritual fuera el yo dócil a las sugerencias que el Espíritu dicta desde el exterior. Hombre espiritual es aquel que percibe la fuerza del Espíritu como un componente nuevo de sí mismo; el que vive el devenir pascual en Cristo como una experiencia interiorpropia; el que vive el don de la caridad como una maduración íntima. Este proceso es análogo al que tiene lugar en las relaciones entre intelecto y afectividad, según la concepción de los orientales. Para ellos la inteligencia debe descender al corazón para hallar su propia clarividencia y asumir los sentimientos del hombre en orden a transformarlos. De esta forma expresa el Espíritu su caridad iluminadora en ellos y mediante ellos.

El Espíritu, al comunicar la gracia caritativa a los creyentes, va formando ya desde ahora la nueva existencia de los hombres en el Cristo integral, que está constituido en la tierra por la comunidad eclesial (cf LG 8). Allí donde genera comunión de amor caritativo, el Espíritu construye con este amor alguna realidad en la vida del Señor Jesús, realiza su cuerpo integral, actualiza una dimensión eclesial de Cristo. La Iglesia, en cuanto cuerpo espiritual, no puede ser sino el cuerpo de Cristo. Sus mismos ministerios carismáticos, conferidos por el Espíritu, se conciben únicamente como partes integrantes del cuerpo eclesial del Señor. El espíritu divide a la Iglesia en "órdenes", estableciendo entre ellos una entidad relacional; la enriquece con diversas mansiones, con vocaciones carismáticas, con dones proféticos y ministerios apostólicos (AG 4).

Todo don carismático ofrecido por el Espíritu a cada una de las almas se caracteriza por estar siempre exclusivamente en función del Cristo integral y eclesial. La obra propia del Espíritu es la koinonía (comunión o comunicación); hace participar de la plenitud de Cristo. Por esta koinonía el Espíritu induce a todos y cada uno de los fieles a pensar y actuar como miembros del cuerpo místico, de forma que los unos cuiden de los otros (1 Cor 12,25) y tiendan íntimamente a comportarse "según el todo", a "pensar y querer en el corazón de todos" (Moehler).

En conclusión, la vida según el Espíritu difundida entre los creyentes da testimonio de que Dios se integra cada vez más íntimamente en su obra creada, de que se dedica cada vez con más profundidad a sumergir la vida humana en la divina. Y mediante esta presencia caritativa en la historia humana se ve claramente que el Espíritu es un poder existente en lo íntimo de la vida divina trinitaria, una relación de la que tomarealidad y sentido cualquier otra relación, lugar de intercambio de los deseos divinos y una comunión unitaria entre el Padre y el Hijo, con un amor que se llama Dios.

IV. La obra espiritual de Jesucristo

El Verbo, habiéndose humanizado antes de que comenzara la historia humana y cósmica, se presentaba como Espíritu viviente en la intimidad divina, como obra maestra de toda la creación futura, como modelo del camino terminal de toda la humanidad y como vocación ideal de todos los hombres. Ante la triste desviación pecaminosa de los primeros padres, el Verbo humanizado comprendió la necesidad de abandonar su estado espiritual glorioso y de encarnarse en el estado humano caído. Así podía abrir a los hombres pecadores el nuevo camino para reincorporarse al estado espiritual de participación de la caridad del Padre. Cristo "teniendo (ya) la naturaleza gloriosa de Dios, no consideró como codiciable tesoro el mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la naturaleza de siervo y haciéndose semejante a los hombres" (Flp 2,6-7). De espíritu ya glorioso "se hizo carne" (Jn 1,14). Vivió el limite humano propio de una condición carnal; se presentó como hombre físicamente débil de energías, condicionado por la cultura de su época, capaz de fracasar según el raciocinio humano, sujeto a una maduración progresiva en la afectividad.

La misión redentora del Verbo no se realizó por el hecho de la encarnación. El asumió la carne mortal para pneumatizarla; la aceptó marcada por el pecado con el intento de hacerla "espíritu". Cristo llevó a cabo este tránsito primero en sí mismo, a fin de capacitarse para comunicar una transformación semejante a todos los demás hombres. Venciendo la debilidad de su propia carne, se constituyó en redentor de las debilidades de toda criatura humana; consiguiendo una vida personal nueva, pudo comunicarla a todo viviente (cf GS 22). "Dios, enviando a su propio Hijo en carne semejante a la del pecado y condenando, a causa del pecado, al mismo pecado en la carne, para que la justicia de la Ley se cumpliese en nosotros, los que andamos no según la carne, sino según el espíritu" (Rom 8,3-4; cf 2 Cor 5,21; Gál 3,13).

¿De qué forma hizo Jesús espíritu su propia carne? Mediante el " misterio pascual de su muerte y resurrección. Este misterio no ocurrió solamente al término de su existencia terrena, sino que impregnó, animó y transformó toda su existencia. La vida terrena del Señor estuvo entretejida y penetrada íntimamente por los dos movimientos constitutivos del sentido pascual: vaciamiento-plenitud, humillación (kénosis)-glorificación, esclavitud-libertad, muerte a la carne y vida en el espíritu. No obstante, según las diversas situaciones individuales vividas por Cristo, el mismo misterio pascual revistió características y determinaciones particulares (cf Flp 2,5-11). Es cierto que el Espíritu está presente en Cristo de forma integral desde el comienzo de su encarnación. Concebido por obra del Espíritu Santo (Mt 1,20), Jesús posee el Espíritu como algo propio (Jn 16,14s), por encima de toda medida (Jn 3,34), hasta el punto de manifestarlo mediante toda su actividad (Le 4,14). Y, sin embargo, el Espíritu se ha dado a Cristo sucesivamente en formas nuevas más profundas, hasta el punto de pneumatizar todo su ser carnal.

La vida del Señor expresó, por una parte, un progresivo humanizarse de la carne marcada por la esclavitud de la muerte y el humillante anonadamiento y, por otra parte, crucificó la vida de la carne hasta el punto de encaminarse hacia la participación íntima en la existencia divina trinitaria. La vida nueva según el Espíritu divino se edificó sobre las ruinas de su carne destruida. Para Cristo, la transformación en "espíritu" significó poseer una vida imperecedera y plena, semejante a la de Dios. Fue un saberse expresar en la caridad perfecta que caracteriza la existencia de la Santísima Trinidad. Fue la conquista de un yo que, superando la innata debilidad carnal, se proclamó señor; quiso mostrar que se había uniformado en todo con el Padre celestial, incluso en la profunda intimidad interior. De esta forma, aunque Jesucristo poseía al principio el Espíritu, su yo humano se hizo Espíritu con la resurrección y así se convirtió en "Señor para gloria de Dios Padre" (Flp 2,11; Rom 1,3-4; 2 Tim 2,8; 1 Pe 3,18). Cristo resucitado, transformado en Espíritu en su mismo ser carnal, tiene la capacidad de llamar a toda carne hacia su espíritu; tiene la posibilidad de hacer participar a los demás de su estado de resucitado; tiene la personal habilidad de transformar a todo ser humano en una forma pneumatizada, orientándolo a convivir en su caridad para con el Padre. Cristo resucitado, libre ya de los condicionamientos delimitantes de la carne marcada por el pecado, puede comunicar a todo hombre su gracia salvífica de una forma sacramental, es decir, mediante su humanidad pneumatizada (PO 5). "De sus entrañas [es decir, del seno del Mesías resucitado] manarán ríos de agua viva. Esto lo dijo refiriéndose al Espíritu" (Jn 7,38-39). Pentecostés (es decir, la comunicación de la vida según el Espíritu) tiene lugar cuando termina la cincuentena pascual (He 2,1), es decir, cuando se llega a la plenitud de la pascua de Cristo, según el antiguo simbolismo. "Si la pascua fue el comienzo de la gracia, pentecostés es su coronamiento" (san Agustín). Pentecostés es la misma pascua tomada en un sentido completo, con su fruto, que es el Espíritu.

El Cristo glorioso sigue siendo la cabeza del cuerpo místico eclesial peregrinante en la tierra. Continúa siendo el salvador del pueblo creyente. Este cuerpo integral, extendido por toda la tierra, permanece condicionado por la carne en el devenir pascual, orientado a transformarse en un espíritu totalmente resucitado. La humanidad, que se renueva en el mundo, renueva de forma análoga la encarnación del Verbo, porque es una humanidad que se ofrece a la experiencia pascual para completar el cuerpo de Cristo resucitado.

En el cuerpo místico eclesial, el Espíritu se encuentra en continua gestación (Gál 4,19). Gracia, caridad, carismas, mensaje de verdad evangélica y todos los demás bienes del Espíritu de Cristo en la tierra son factores que se sitúan en el marco de una cierta debilidad y precariedad humana. Cuando el Espíritu del Señor celebra y comunica en la eucaristía la unidad fraterna de la caridad, ésta no se manifiesta con claridad entre los fieles, porque la gracia del Señor en la comunidad eclesial se expresa como gracia del misterio pascual uniformado con las debilidades de la carne. La gracia sacramental y todo don del Espíritu son únicamente un lento evolucionar según el misterio pascual, un resucitar inicial dentro de un estado de carne, un tender a la participación de la vida divina en un estado alienado por el pecado. "Sabemos, efectivamente, que toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente; y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo, porque en la esperanza fuimos salvados" (Rom 8,19-24) [>Hijos de Dios].

V. De hombre carnal a hombre espiritual

El hombre se experimenta a sí mismo inmerso en medio de fuerzas disgregantes, en medio de llamadas contradictorias. con la experiencia de un ser efímero y frágil, pero con la ambición interior de inmortalidad. Se establece una especie de lucha a muerte en la interioridad profunda de su ser, "porque la carne lucha contra el espíritu y el espíritu contra la carne, pues estas cosas están una frente a otra" (Gál 5,17; cf Mt 26,41).

Según los padres de la Iglesia, un conflicto interior indica que los elementos diversos presentes en el hombre no están bien coordinados entre sí. "Tres cosas constituyen al hombre perfecto: la carne, el alma y el Espíritu. Una de estas tres cosas salva y forma, el Espíritu. Otra es salvada y formada, es decir, la carne. Y otra, por fin, se encuentra entre las dos: es el alma, que a veces sigue al Espíritu y emprende su vuelo gracias a él, y a veces se deja persuadir por la carne y cae en las concupiscencias terrenas"". Dar testimonio de que el hombre reúne en sí mismo diversos componentes que lo desgarran en un estado de contradicciones internas significa que el hombre yace en un estado provisional, que está encaminado hacia su consumación, que todavía espera su forma perfecta, y que, en la actualidad, carece de la plenitud de vida que le corresponde.

¿En qué sentido puede completarse el hombre? ¿Cómo podría traducirse en él la culminación de la obra creadora? San Ireneo, meditando en la palabra revelada, explica: el hombre es perfecto cuando su carne es "poseída por el Espíritu". "No pierde la sustancia de la carne" —"como el olivo silvestre injertado en el olivo no cesa de ser árbol"—, sino que la carne adquiere las cualidades del espíritu, se hace incorruptible, se espiritualiza y es capaz de instalarse en el seno de la vida misma de Dios. De este modo se crea una uniformidad interior que se abre en un amor totalmente caritativo, semejante al de Dios".

Conseguir una carne pneumatizada, totalmente comprometida en el objetivo de expresarse en caridad, significa que esta carne va adquiriendo la forma propia de Jesucristo resucitado y que se ha conformado con el cuerpo glorioso del Señor. "La carne, poseída por el espíritu y olvidada de sí misma, asume la calidad del espíritu y se conforma con el Verbo de Dios'. El Espíritu transforma al yo y lo habilita para asumirlo y expresarlo como por connaturalidad, introduciéndolo en la participación de la nueva vida de la caridad mediante el único camino pascual, que fue recorrido por Cristo (GS 22).

Según el proyecto divino, el Espíritu comple'_a la creación del hombre, no sólo con el beneficio por parte de éste de la vida recorrida por Cristo, sino también integrando a toda persona en la participación del mismo misterio pascual vivido por Jesús (SC 6). Y ésta es la razón por la que Dios nos ha destinado a compartir la grandeza de Cristo resucitado y a hacernos miembros de su cuerpo glorioso (LG 9; GS 32). El plan creador ha sido proyectado por Dios "para manifestar en los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia mediante su bondad para con nosotros en Cristo Jesús" (Ef 2,7; cf Rom 11,33). El hombre está llamado por vocación a hacerse espiritual; se sitúa esencialmente de cara a Cristo resucitado, que es Espíritu del Señor.

Dios no solamente pensó en la perfección creativa con respecto al hombre, integrándolo en el Cristo glorioso, sino que pretendió explicitar su continua obra creativa dentro y mediante la difusión o participación del misterio pascual de Cristo. "Y todos nosotros, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gracia del Señor, nos transformamos en la misma imagen, resultando siempre más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor" (2 Cor 3,18; cf Col 3,10). La continua obra creativa del Padre en beneficio de todos y cada uno de los hombres pone de relieve la cooperación cocreativa del Espíritu con Cristo y en Cristo (Jn 5,17). Santo Tomás precisa correctamente que la gracia que nos trae sacramentalmente el misterio pascual de Cristo es una auténtica recreación de nuestro yo según el Espíritu de Dios".

Dejarse transformar por el Espíritu de Cristo en sentido pascual significa admitir el cambio integral del propio ser: hacerse un hombre nuevo para ser capaz de convivir en la intimidad trinitaria de Dios, pasar del ser carnal al ser espiritual, ser capaces de amar a Dios y a los demás de la misma forma con que ama el Señor y disponerse a adquirir la capacidad de la vida en caridad (cf GS 38; AG 13).

Por esta participación en el misterio pascual de Cristo, la comunidad eclesial primitiva comprobaba que los creyentes estaban ya inundados de forma embrional por el Espíritu. Es la constatación gozosa que aparece en los Hechos de los Apóstoles (2,4; 1,5; 7,55; 13,32; 19.26; 11,4-8; etc.). Es este Espíritu quien nos une íntimamente con el cuerpo glorioso del Señor (1 Cor 6,17); este Espíritu es quien da testimonio de que somos hijos de Dios (Rom 8,16); este Espíritu es quien nos ha convencido para que no seamos ya hombres carnales, sino espirituales (Rom 8,9; 1 Cor 3,1-4); este Espíritu es quien ha infundido en nuestros corazones el mismo amor de Dios (Rom 5,5); este Espíritu es el que crea la unión de paz entre los hermanos (Gál 5,21); este Espíritu es quien nos autoriza a vivir en libre espontaneidad de amor por encima de los vínculos legales (Gál 5,18); este Espíritu es quien nos hace vivir ya para Dios en Cristo (Rom 6,10; 1 Pe 4,6), y este Espíritu es quien nos hace merecer la vida eterna (Gál 6,8).

Sin embargo, el Espíritu de Cristo no se comunica personalmente al creyente en este mundo hasta el punto de transformarlo por completo en Cristo y pneumatizarlo. En este mundo el hombre no está todavía resucitado en forma integral. Tan sólo es un ser que se está ejercitando dentro del camino pascual de Cristo hacia el futuro estado de resurrección. Ha elegido el estado del espíritu, y por eso se empeña en seguir al espíritu como norma (Gál 5,23). Aunque la presencia de lo carnal no permite vivir como hombre espiritual en plenitud y continuidad, "pues no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si lo que no quiero hago, ya no soy yo el que lo hace, sino el pecado que habita en mí" (Rom 7,20).

VI. La norma como principio de espiritualización

La ascesis cristiana se ha descrito algunas veces y se ha programado según unas normas vinculativas y prudenciales detalladas; se han expuesto sus rasgos de acuerdo con un cuadro orgánico de hábitos virtuosos; se ha delineado su evolución a través de esfuerzos continuados prescritos. Cada uno de los actos espirituales se ha valorado basándose en su contenido ético y en su sentido finalista intrínseco. En la práctica, la bondad de las obras y el progreso espiritual se han juzgado en relación con lo que el hombre es en su naturaleza ontológica, en su constitución inalienable de ser creado, en su configuración recibida desde el principio de Dios. Se ha afirmado sintéticamente que la norma concerniente a la vida espiritual debe recabarse fundamentalmente del ser humano personal.

Resulta más apropiado afirmar que la norma subyacente a la vida espiritual cristiana debe recabarse del yo entendido en su evolución según el misterio pascual de Cristo. Por eso se mira al ser humano creado, pero tal como se estructura en su pneumatización progresiva; se tiene en cuenta la entidad ontológica humana, pero en tanto en cuanto debe realizarse según el espíritu; se observa al hombre, pero en tanto en cuanto tiende a uniformarse con Cristo resucitado. Esto significa que la ascesis debe inscribirse normativamente en reglamentos cada vez más espirituales.

Semejante criterio brota de la historia salvífica en su actuación; se justifica en el cuerpo místico en progresiva realización; se funda en el yo que se abandona a la evolución según el dinamismo pascual; se especifica en el hecho de que el creyente se transforma cada vez más en el espíritu del Señor, y se caracteriza por una vida personal llamada a convivir cada vez más con la caridad, expresión de la vida trinitaria que se actúa en el amor. Transformarse en sentido pascual caritativo significa reconocerse hombres con una vocación espiritual, o sea llamados a dejarse guiar íntimamente por el espíritu de Cristo.

Al decir de santo Tomás, la vida espiritual evangélica no se circunscribe a unas virtudes formuladas según la ley natural. ¿Cuál es la norma fundamental de la ascesis cristiana? Es la misma "gracia del Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe que obra mediante la caridad. Los hombres obtienen esta gracia a través del Hijo de Dios encarnado, cuya humanidad fue la primera en colmarse de la gracia, que después fue derramada sobre nosotros" (S. Th., 1-II. q. 108, a. 1; cf Jn 1,16-17). ¿Habrá que pensar entonces que en la vida espiritual nos basamos en un criterio exterior al hombre? ¿Habrá que indagar sobre la gracia del Espíritu, entendida como realidad objetiva claramente distinta de la vida humana? Observa santo Tomás: "Puesto que la gracia del Espíritu Santo es como un hábito interior infundido en nosotros, que nos inclina a obrar rectamente. nos hace realizar rectamente las cosas que convienen a la gracia y evitar lo que repugna a la gracia" (Ib, ad 2). En otras palabras, para santo Tomás, la norma espiritual debe tomarse de la experiencia de cuantos viven según el Espíritu (cf GS 38). El primero a quien hay que mirar es a Cristo en su vida y sus enseñanzas. El se hizo Espíritu por haber vivido y realizado el acontecer pascual en su realidad fontal. Secundariamente, se debe tomar la norma espiritual de la experiencia de la comunidad eclesial, porque ella está unida a Cristo y se manifiesta como el lugar privilegiado en el que actúa hoy el Espíritu (cf GS 42). Por último, la norma espiritual hay que saber leerla en la experiencia de cada alma, en la medida en que ésta se abre a la gracia del Espíritu del Señor y en la proporción en que ha sabido injertarse en el misterio pascual de Cristo, comunicado sacramentalmente en la Iglesia (cf DH 3).

[>Cristocentrismo; >Jesucristo; >Iglesia II; >Experiencia cristiana; >Modelos espirituales].

Mientras que en la experiencia y en la palabra de Cristo podemos captar la norma en su formulación utópica perfecta; mientras que en la experiencia de la Iglesia puede leerse la norma adaptada a la maduración del pueblo de Dios según una época salvífica determinada, en la experiencia de cada alma en particular se manifiesta la norma según el camino espiritual recorrido por ella. La norma formulada según la experiencia de Cristo resucitado es definitiva y siempre nueva, porque está por encima de nuestra capacidad actual de bien. La norma inscrita en la experiencia eclesial es auténtica para los fieles, aunque puede formularse e inculturarse de modos parcialmente provisionales. La norma obtenida de la experiencia personal debe confrontarse siempre e integrarse en la de Cristo y en la de la Iglesia. En la historia de la espiritualidad, la experiencia de Cristo ha sido siempre fundamental e insustituible; la experiencia eclesial ha tenido una presencia constante, aunque alcanzó su pleno esplendor en la Iglesia primitiva, según la narración que ofrecen los Hechos de los Apóstoles. En cambio, la experiencia de cada alma en particular se ha estudiado ampliamente en la vida de los santos y en el ejercicio de la dirección espiritual. Como quiera que cada individuo puede participar únicamente en modalidades imperfectas del misterio pascual de Cristo, tiene el deber de no establecerse de una manera permanente en la norma que percibe como exigida por su propia experiencia. Debe considerar la exigencia normativa personal como algo provisorio y ha de intentar mejorar su vida de forma que aflore en ella una gracia normativa más auténtica del Espíritu. El fiel no sólo está sujeto a la norma espiritual y es dirigido por ella, sino que también es espejo responsable de la misma; en la medida en que pasa de un vivir según la carne a un vivir caritativo según el espíritu, hace posible la manifestación en su propia existencia de una norma más conforme con la gracia del Espíritu de Cristo. El vivir en Cristo resucitado no se presenta como un elemento extraño a la regla de la ascesis ni es el presupuesto indispensable de su consciente formulación en orden a su posible conocimiento personal convincente.

La vida según el espíritu es totalmente nueva en sí misma. En su forma integral es propia de Cristo resucitado y de una exigencia humana escatológica. En la vida actual no sólo es irrealizable, sino que ni siquiera puede formularse en una clara normatividad; el futuro escatológico no puede expresarse en la cultura presente. Cualquier expresión normativa, incluso espiritual, es siempre y solamente indicativa de una realidad actualmente experimentable.

En concreto, ¿qué significa en la actualidad eclesial una normatividad según el espíritu? Indica sobre todo y ante todo el deber de comportarse como "hijos en el Hijo" (Gál 4,6-7), como engendrados por el amor del Padre (1 Jn 4,7), como llamados a ser imagen del Verbo encarnado (Rom 8,29), como comprometidos a vivir en nosotros mismos las relaciones interpersonales existentes en Dios. Y ello porque "Dios es espíritu" (Jn 4,24). "Si nos amamos los unos a los otros, Dios mora en nosotros y su amor en nosotros es perfecto. Por esto conocemos que estamos en él y él en nosotros, porque él nos ha dado su Espíritu" (1 Jn 4,12-13).

Esta norma caritativa según el espíritu, aunque debe expresarse en su inculturación, debe formularse también como provocadora para toda estructuración terrena. La ética espiritual cristiana no reniega de la realidad humana ni pretende expresarse al margen de las formas culturales actuales. Pero, a la vez que acepta expresarse en estas formas culturales, intenta dar testimonio de una necesaria trascendencia y propone también una ruptura con los esquemas humanos existentes. Espiritualidad evangélica inculturada, y no evangelio traducido en ideología, que es propuesta de vida nueva, aunque sea partiendo de la experiencia actual; que infunde valor hacia lo trascendente (2 Cor 5,6), porque ya desde ahora Dios "nos ha dado por arras su Espíritu" (2 Cor 5,5). Una espiritualidad orientada por completo a hacer que percibamos en la actualidad el "anticipo" (2 Cor 1,22; Ef 1,14).

Se comprende que la espiritualidad no debe reducirse primariamente a una enumeración de deberes, a una memorización de leyes o a un catálogo de prescripciones. Debe introducir en una experiencia de Dios, en una docilidad a su Espíritu, en una intimidad en la caridad de Cristo, en una inserción en el acontecimiento salvífico del Señor.

El hombre espiritual, en relación con el juicio moral, se sitúa como el pobre de Yahvé. No es el sujeto que reivindica un criterio moral propio, que sabe por sí mismo lo que es el bien y el mal o que pretende saber juzgar lo que significa la bondad en Dios. No tiene una capacidad moral personal autónoma. El hombre espiritual desea únicamente transformarse en Dios y uniformarse con él para obtener de él el criterio moral y ser de alguna forma espejo del juicio de Dios sobre el bien y el mal. Es consciente de que sólo un estado en cierto modo místico suscita una conciencia recta, porque propone juicios de valor, inspirados en el encuentro con el Señor. Porque cree que el Espíritu actúa en la comunidad eclesial y penetra en lo humano, orientándolo hacia una vida caritativa nueva, se muestra acogedor con lo imprevisto, como ley del espíritu que se manifiesta ulteriormente, como palabra de Dios no revelada aún enteramente y como proyecto no manifestado en su integridad.

VII. El hombre espiritual

En la existencia terrena presente, la vida según el espíritu de Dios en Cristo se nos comunica dentro del acontecer pascual. En la práctica, se reduce a permitir que el ser propio se espiritualice en grados sucesivos, a comportarse cada vez con mayor docilidad a las su-gerencias del Espíritu, a resurgir continuamente como espíritu que se realizará del todo en el tiempo futuro. El cristiano es un hombre espiritual en esperanza. Por eso puntualizaba san Pablo: "Mientras estamos en esta tienda gemimos oprimidos [...], para que la mortalidad sea absorbida por la vida" (2 Cor 5,4). Y, sin embargo, el cristiano está llamado ya desde ahora a anticipar esta realidad espiritual del futuro. Es necesario experimentar y dar testimonio actualmente de lo que significa ser hombre espiritual en contraposición al hombre carnal.

Se es santo y perfecto en la medida en que uno se uniforma y se une a Dios, en la medida en que se hace espíritu (Jn 4,24). Esta adhesión a Dios llevada al extremo de desear hacer un solo espíritu con él, se indica en el lenguaje bíblico en varias modalidades y en grados diferentes. El pueblo de Israel es espiritual y santo porque vive en la alianza con Yahvé (Ex 19,5; Dt 7,6). Los cristianos son santos porque por el bautismo son "templo del Espíritu Santo" (1 Cor 3,16; 6,19), porque son "familiares de Dios" (Ef 2,19-22). Se unen al espíritu del Señor de una forma cada vez más radical mediante la participación de su misterio pascual. "Pero quien se une al Señor es un solo espíritu con él" (1 Cor 6,17).

El alma que se ha unido a Dios formando con él un solo espíritu está capacitada para vivir la misma vida divina. Esta vida divina se llama caridad, "y quien permanece en la caridad permanece en Dios" (Jn 4,16). El cristiano está invitado a vivir en la caridad según el espíritu de Cristo, es decir, de la manera en que Cristo se identificaba con Dios. Pero ¿qué implica una vida de estas características? No es fácil responder de forma exhaustiva, ya que es una existencia que tiene algo de inefable; requiere un ser y un obrar al modo de Dios, superior a nuestra experiencia sensible. Sin embargo, podemos ofrecer alguna indicación, considerando la manera como el mismo Cristo vivió en comunión de amor con el Padre y con los hombres. En un lenguaje a nosotros accesible, diríamos que vive en el Espíritu de Cristo el místico que sabe introducirse y adentrarse en la experiencia intima de Dios; el mártir que se ofrece totalmente para que Dios siga siendo la salvación entre los hombres; el misionero que dispone los ánimos a la luz del Espíritu; el profeta que descubre el plan de Dios en Cristo en los signos de los tiempos; el creyente que tiene fe en la capacidad revolucionaria de la caridad del Señor.

Semejante vida espiritual no se adquiere primariamente por la ascesis o el esfuerzo personal, sino que es don carismático del Espíritu. Un don que el Espíritu comunica al alma, haciéndola participar de la vida pneumática presente en plenitud en Cristo. "Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad y en él estáis llenos vosotros" (Col 2,9s). En la práctica, estar en Cristo significa estar disponible a recibir la vida caritativa que comunica el Espíritu.

¿Cómo obra el Espíritu en el alma? Le confiere hábitos espirituales, impregnando todas las dimensiones conscientes e inconscientes, instintivas y volitivas, racionales y afectivas; la hace obrar como por impulsos interiores profundos, que la adaptan y la hacen dócil a las inspiraciones divinas. El Espíritu transforma y armoniza cada vez más al creyente con sus carismas y lo pneumatiza cada vez más. No actúa nunca con violencia sobre el alma, ni se impone a ella, ni se superpone como una nueva existencia extraña, ni somete a la fuerza. El Espíritu se hace presente en la medida en que el ser humano permite que actúe en su intimidad o que aflore desde su profundidad a modo de instinto interior necesario. Ciertamente, en la actual existencia el Espíritu no es el único principio de vitalidad de la persona, como sucederá en la vida bienaventurada.

Los hábitos espirituales suscitados en el yo por el Espíritu continúan de alguna forma y por algún tiempo, aun cuando el alma se pierda en actitudes pecaminosas. Si bien se trata de una persistencia estructural aparente, puesto que su agente dinámico (es decir, el Espíritu) ha dejado de actuar.

Si la santidad [>Santo] consiste en la unión con Dios secundando a su Espíritu, el deber primordial de la ascesis cristiana estriba en interpretar y vivir con autenticidad lo que sugiere carismáticamente el Espíritu: en permitir al Paráclito que se exprese con riqueza de iniciativas y de gracias a través de todas las facultades de la personalidad propia. Discernimiento y docilidad al Espíritu son las virtudes fundamentales del asceta cristiano. Mediante el ---,discernimiento espiritual, el creyente consigue uniformarse con la voluntad del Padre, captar de forma apropiada la palabra evangélica bajo la guía del Espíritu (Rom 12,2; Ef 4,23-24) y, al mismo tiempo, dar testimonio de que la cristiandad es una comunidad eclesial carismática.

La misma Iglesia se manifiesta como auténtica en la medida en que vive bajo la guía del Espíritu (Rom 8,15-16; Flp 4,15). La exhortación apostólica está llamada a expresarse como discernimiento en el Espíritu y según el Espíritu (Rom 12,1). En virtud de la misión y de la autoridad recibida (2 Cor 5,16s), el apóstol tiene el poder primario de convertirse para saber dar testimonio del evangelio (Rom 12,15; Flp 1,9s; Ef 5,1) entre las cambiantes opciones históricas concretas (Rom 12,2; Ef 5,10), cometido este que se expresa como un carisma, como un don del Espíritu, y como una actividad desempeñada sacramentalmente en el Cristo integral.

La docilidad al Espíritu no es un comportamiento categorial, sino una manera general de comportarse, y debe aparecer como caracterización de la total existencia personal, social o eclesial. No incluye la negación de la propia realidad corpórea [Cuerpo], sino que prescribe asumir todo el yo (alma, cuerpo. mentalidad y afectividad), intentando expresarlo en la perspectiva de la caridad. Para comprenderlo mejor podemos ilustrarlo reflexionando sobre la experiencia espiritual de santa Teresa de Lisieux. La santa carmelita se situó frente a las realidades humanas terrenas en actitud interrogante: contempló lo real como algo que simbólicamente le daba la respuesta del Padre a sus esperanzas espirituales. Interpela incesantemente a las realidades personales, familiares y ambientales para captar la enseñanza espiritual de Dios sobre sí misma, sobre su propia persona y sobre su propia vida. Una capacidad de adhesión a la realidad concreta y cotidiana para captar en ella el sentido profundo de la palabra del Espíritu, como si tal palabra fuera una realidad escondida en las situaciones efímeras concretas. De forma semejante supo santa Teresa unirse y armonizarse integralmente con su carmelo para ser una carmelita auténtica; pero, dentro de esta misma adhesión, desarrolló la libertad interior a fin de poder uniformarse de modo totalmente original con el Espíritu. La vida del carmelo viene a ser releída de una forma personal nueva a la luz de los dones carismáticos. Teresa pone en práctica pequeñas contestaciones para sentirse libre de las ordenanzas institucionales y de los reglamentos, a fin de estar disponible frente al Espíritu. Comparándose con santa Juana de Arco, escribe sobre sí misma: "Esta exigencia, que ya experimentaba la pastorcilla de Lorena, ¿no sacude también a la carmelita de Normandía? ¿Tendrá el valor de hacer las transgresiones necesarias al margen de los caminos ya trillados?".

VIII. Toda actividad humana se hace espiritual

No sólo el ser humano debe estar disponible de cara a su progresiva pneumatización, sino que también toda actividad personal debe orientarse a su forma cada vez más espiritual. A título de ejemplo, podemos preguntarnos qué significa el culto y la oración llevados a cabo de una forma espiritual.

En los comienzos, la revelación prescribe la práctica del culto como obsequio de reconocimiento a Yahvé por sus beneficios salvíficos. A continuación el culto degenera, inspirándose en la vida utilitaria cotidiana: se transforma en una piedad ligada a los ciclos estacionales para obtener la fertilidad del suelo y del ganado. Al intentar someter a Dios a la vida terrena, se convierte en un culto según la carne. Los profetas adoptan una actitud polémica contra este culto, que pretende ofrecer la seguridad de la protección de Dios mediante determinadas actitudes mítico-rituales. Ellos sugieren un culto a Yahvé liberador en medio de un pueblo elegido, comprometido en actividades sociales liberadoras. Debe realizarse una celebración de comunión nupcial entre Dios e Israel: "Entonces te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en la justicia y el derecho, en la benignidad y en el amor; te desposaré conmigo en la fidelidad, y tú conocerás a Yahvé" (Os 2,21-22). El culto se convierte en una práctica de adhesión existencial a Dios; en aprender a vivir según su espíritu. Y esto es lo que pide Jesús: "Pero llega la hora, y es ésta, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así son los adoradores que el Padre quiere" (Jn 4,23).

También la oración la presenta la Palabra revelada como un don del Espíritu para convivir en la vida divina caritativa. "No siendo la oración un arte ni una técnica, no creo que pueda enseñarse, a no ser por el Espíritu Santo; querer dar reglas y prolijos preceptos significaría, a mi entender, un comportamiento más humano que divino. El orante es aquel que se abandona a Dios con docilidad para uniformarse con la alabanza vivida en el seno de la Santísima Trinidad. "No ver sino lo que le agrada a Dios manifestarnos, es decir, no recibir pensamiento alguno fuera de lo que Dios nos comunica; no seguir ninguna luz, sino la que nos viene de él, que es el Padre y la fuente de las verdaderas luces; no adherirnos a ningún conocimiento, sino al que él pone en nosotros'''. Esto significa orar según el espíritu.

En conclusión, una acción (como el culto o la oración) puede llamarse espiritual en tanto en cuanto es un modo de expresar la propia uniformidad o conformidad con Dios; en tanto en cuanto es una manera de dar testimonio de la intimidad con el Padre según el espíritu de Cristo.

IX. El hombre espiritual como imagen de Dios

El hombre es imagen de Dios en la medida en que es introducido en la participación de la, vida divina trinitaria. Esto equivale a decir que el hombre es tanto más imagen de Dios cuanto más se transforma según el Espíritu y cuanto más receptivo es respecto a la caridad otorgada por el Espíritu.

Jesucristo es la única imagen perfecta de Dios Padre, que sabe desvelar su rostro auténtico porque vive en un diálogo ininterrumpido y filial con el Padre; porque instaura en lo humano un reflejo de la comunión trinitaria divina; porque es espejo del amor divino entre los amores humanos; porque impulsa las relaciones interpersonales humanas según el "esse ad" trinitario. Todo esto es lo que se indica en la afirmación de que Cristo es Espíritu resucitado.

Cristo no es sólo imagen perfecta, sino también la única imagen humana verdadera de Dios Padre. Nosotros somos introducidos por el Espíritu a convivir el misterio pascual de Cristo y con Cristo hasta llegar al "conocimiento completo del Hijo de Dios, y a constituir el estado del hombre perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo" (Ef 4,13). Estamos llamados a manifestar la imagen filial de Dios, que es propia de Cristo; por eso estamos llamados a convivir con él, ahora en el cuerpo místico y después en la comunión de los santos, con una repercusión en todo el universo. "Porque la creación está aguardando en anhelante espera la revelación de los hijos de Dios" (Rom 8,19).

"En esta imagen [del Hijo encarnado[ todas las criaturas tienen vida como en su causa y residen en ella según el modo divino. Y también en esta imagen todas las cosas han sido creadas de un modo perfecto, y según el ejemplar de esta imagen se han ordenado las cosas con sabiduría. Por último, es la imagen que todas las cosas tienen de su fin, porque tal imagen se refiere a Dios"'.

Hablar del hombre espiritual como imagen de Dios no resulta fácil para nuestro lenguaje humano. La misma teología adopta un método dialéctico, porque es consciente de que tiene que habérselas con una realidad inefable. Afirma que Dios creó su imagen en el hombre en el momento de la creación y, al mismo tiempo, que va realizando esta imagen de una forma progresiva a través de toda la historia salvifica. Es una imagen reflejada en todo ser humano y, al mismo tiempo, única en dimensión comunitaria con Cristo. Está fijada en su perfección definitiva desde el comienzo en Cristo Señor y, a la vez, admite novedades por la aportación de una humanidad que va surgiendo en Cristo.

El texto sagrado parece afirmar que la imagen divina se va explicitando a través de la actividad cognoscitiva y afectiva del hombre: "Amémonos los unos a los otros, porque el amor es de Dios" (1 Jn 4,7). Donde hay caridad y amor entre los hombres allí está Dios. Esto es ciertamente verdad. Sin embargo, el conocimiento y el amor como humanos oscurecen la figura de Dios y la deforman profundamente. El conocimiento humano no es tanto una unión-comunicación cuanto una apropiación de algo mediante nuestro modo fantástico interior; es un poseer como propio. El conocimiento seria verdadero signo de imagen divina tan sólo si se concibiera según la indicación bíblica: conocer a Dios dejándose conocer por él (Gál 4,8s); conocer en cuanto es penetrar en el proyecto de amor revelado en Jesús; conocer como un abandonarse íntegramente al Señor, dejando que nos transforme; conocer en cuanto se permanece en contemplación de Dios como se revela en Cristo. Se trata de un conocer como conversión, como renovación personal, no reduciendo a Dios a una imagen interior nuestra, sino uniformando nuestra mente con el conocimiento de él en su Espíritu y según su Espíritu (2 Cor 4,16; Ef 3,16).

De semejante forma, el amor humano, aun en el caso de ser oblativo, une con el amado segregándolo de los demás. Quien forma un matrimonio o una familia cree que inicia una comunión auténtica; sin embargo, corre el riesgo de instalarse en un egoísmo de pareja, olvidándose de los demás. Por el contrario, el amor que comunica el Espíritu como imagen de Dios es el que al mismo tiempo ama a uno como si fuera el único amado y, a la vez, ama en él y con él a todos los demás con igual amor indiviso.

Precisamente por esto el hombre está llamado a experimentar el misterio pascual de Cristo; debe morir al conocimiento y al amor humano para aprender a conocer y a amar todas las cosas en Dios mediante el Espíritu de Cristo. Sólo cuando el hombre se convierte de carnal en espiritual sabrá ser imagen de Dios mediante su conocimiento y su amor caritativo. La verdadera imagen de Dios es únicamente el hombre espiritual.

T. Goffi

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