EXPERIENCIA ESPIRITUAL EN LA BIBLIA
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SUMARIO: Introducción - I. El Antiguo Testamento: 1. El punto de partida de la experiencia de Israel; 2. Las tradiciones más antiguas del Pentateuco: a) El estrato Y, b) El estrato E; 3. En la escuela de los profetas: a) La estructura fundamental de la espiritualidad profética, b) Ambientes y métodos de las intervenciones proféticas; 4. La espiritualidad deuteronómica; 5. La experiencia espiritual de los sabios; 6. El exilio y el inmediato postexilio: a) El mensaje de Ezequiel, b) La tradición P y la redacción final del Pentateuco, c) El mensaje del profeta de la consolación y los cantos del Siervo de Yahvé, d) La reflexión de Job, e) La alabanza de Israel; 7. Las últimas voces: a) El interrogante de Qohelet, b) La respuesta del libro de la Sabiduría, c) La espiritualidad de los textos apocalípticos; 8. Las estructuras de la experiencia espiritual veterotestamentaria: síntesis: a) La fidelidad a la historia, b) La memoria, c) La tendencia hacia el futuro mesiánico, d) La fidelidad a los orígenes y la apertura a lo nuevo, e) La coralidad,,f) Asimilación y diálogo, g) Dios, h) El hombre, i) La tentación de la idolatría - II. El Nuevo Testamento: 1. La experiencia espiritual originaria: Cristo y los discípulos que le siguen: a) Jesús de Nazaret, hombre religioso y solidario, b) La experiencia de los discípulos que siguen a Jesús, c) Verdadera y falsa búsqueda de Dios; 2. Las comunidades sinópticas: a) El evangelio de Marcos, b) El evangelio de Mateo, c) La obra de Lucas; 3. La experiencia espiritual de Pablo: a) "Ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mi", b) "La justicia de Dios mediante la fe", c) "¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?", d) "Estaremos siempre con el Señor", e) "Estoy crucificado con Cristo", J) "Cuando soy débil, entonces soy fuerte", g) "La manifestación del Espíritu para el bien común", h) "El Espíritu de Dios habita en vosotros"; 4. La experiencia espiritual según san Juan: a) "Yo soy verdadero pan", b) El hombre frente a la revelación, c) El itinerario del discípulo, d) La comunidad, el mundo y el Espíritu; 5. Las estructuras de la experiencia espiritual neotestamentaria: síntesis: a) Cristo, revelador de Dios, b) El camino de Cristo, e) Jesús, verdadero hombre, d) El Hijo encarnado, igual y distinto del Padre y del Espíritu, e) Tensiones en la historia y en la persona de Jesús. f) La salvación es "gracia".

 

Introducción

La experiencia espiritual en la Biblia!, se centra esencialmente en la relación con Dios; sin embargo, se convierte en generadora de relaciones entre loa hombres y en criterio de lectura de loé acontecimientos. La pregunta fundar mental que recorre toda la Biblia desdé un extremo al otro es: ¿Cómo y dóndé encuentro al Señor y cómo puedo discernir su voluntad? Mas, junto a está pregunta (o mejor, dentro de ella) hay una segunda: ¿Quién es el hombre? (Sal 8). La experiencia espiritual bíblica es teológica y antropológica a la vez.

Para trazar, aunque sea a grandes rasgos, la experiencia religiosa bíblica no es suficiente describir estáticamente la relación del hombre con Dios, con suá semejantes y con la historia. Para captar lo específico de la espiritualidad bítblica no basta indicar sus estructuras; es indispensable ver su crecimiento, cómo se ha formado y bajo el impulso de qué factores, cuáles son sus constantes y sus variantes. Por consiguiente, hay que indicar, por una parte, los factores que han originado, estimulado y exigido la experiencia espiritual del hombre bíblico, y, por otra, observar las expresiones concretas (sujetas siempre a las condiciones históricas y, por ende, provisionales) en las que paulatinamente se fue configurando.

Concretamente, por lo que se refiere al AT, vamos a describir la experiencia espiritual tal como se configuró en las diversas tradiciones, que son verdaderas y auténticas corrientes espirituales (tradiciones históricas, proféticas, sapienciales), teniendo en cuenta, en la medida de lo posible, las diversas etapas de la historia de Israel, de suerte que se vea la incidencia de los acontecimientos y de las situaciones. Pasando al NT, es importante poner en claro la relación de continuidad/novedad con la experiencia del AT y la relación, a menudo polémica, con la espiritualidad ambiental (judía y pagana). De la revelación de Jesús y de la experiencia del grupo de los discípulos que estuvieron en comunión con él nacieron las diversas comunidades, las cuales vivieron con tonos originales la experiencia espiritual común: las comunidades sinópticas, paulinas y joaneas. Nos interesa observar cómo se introduce la originalidad de cada comunidad en el esfuerzo por vivir la propia experiencia espiritual en situaciones precisas: comunidades de contexto judaico, judaico-pagano y helenístico; comunidades que viven en situación de persecución y de marginación; comunidades que chocan con las primeras herejías. Con esto quedan indicados el ámbito, el método y la perspectiva de nuestra exposición. Pero queda también claro que —sobre todo por razones de espacio, aunque no exclusivamente— nuestra exposición será fragmentaria y episódica, si bien no hasta el punto de impedirnos percibir las estructuras básicas que definen la experiencia espiritual bíblica.

I. El Antiguo Testamento

1. EL PUNTO DE PARTIDA DE LA EXPERIENCIA DE ISRAEL - Antes de pasar al estudio de las diversas corrientes en las que se expresa la experiencia espiritual de Israel, creemos metodológicamente correcto reconstruir, siquiera sea de modo necesariamente sucinto, lo que podríamos llamar el "núcleo base" (originario y subyacente a todas las configuraciones sucesivas) de tal experiencia. El camino mejor es partir concretamente de algunos textos importantes y representativos. Son textos que se consideran como "compendios" de la experiencia de Israel (textos con los que se enfrentaron todas las generaciones de israelitas) y, a la vez, como vehículos de su transmisión.

Como puede fácilmente comprobarse, cuando Israel se interroga por el contenido de su fe, responde las más de las veces con relatos y frases informativas. Desde luego existen en la Biblia afirmaciones sobre Dios, el mundo, la existencia humana y el fin de la vida. Interrogantes que forman parte todos ellos de la antigua sabiduría oriental, en la que también Israel se inspiró ampliamente. Pero la orientación profunda, típica y original del pensamiento hebreo parece ser otra: comprender una serie de acontecimientos históricos promovidos por Dios en medio del pueblo. Tanto es así, que la Biblia es ante todo un conjunto de libros históricos y de relatos. Hay fórmulas breves, nacidas en un ambiente litúrgico, y que expresan la fe común; como, por ejemplo, Núm 23,22; 24,8; Ex 20,2; Dt 5,6; Jue 6,13; Sam 4,8. Recuerdan el acontecimiento histórico del éxodo: "Yahvé nos sacó de Egipto". Pero también hay textos amplios y representativos.

El primer texto es el cántico de victoria de Ex 15. Es un himno antiguo dispuesto en coros alternos; un coro ensalza el poder divino y el otro relata la acción de Dios en la historia. Las palabras del coro de alabanza suponen las del coro que relata; la celebración nace de una experiencia histórica. El himno se refiere a un acontecimiento preciso (el hecho del éxodo), pero a la vez lo supera; relata una historia abierta, una historia que prosigue. El hecho acaecido es entendido como promesa, anticipo y modelo del futuro comportamiento de Dios. En el gesto divino que salva a los israelitas y condena al faraón se descubre la estructura constante de la acción de Dios —un Dios que libera, salva y castiga—, la cual proporciona la clave para leer la historia y anticipar, en esperanza y en la celebración litúrgica, su conclusión. Lo más importante para nosotros es esto: Israel experimenta a Dios en la historia (en ella descubre los atributos de Dios y el estilo de su acción), y es en un acontecimiento central de su historia, y no fuera de ella o en el mito, donde encuentra Israel la clave para interpretar los acontecimientos acaecidos antes y los acontecimientos que seguirán ocurriendo después.

El segundo texto importante y representativo es el c. 24 de Josué. Los cinco libros de Moisés están como contenidos en miniatura en este gran credo que Israel escucha en Siquén, centro de la confederación de las tribus llegadas a la tierra prometida. Es un formulario de renovación de la alianza. En la primera parte (vv. 2-13) se enumeran las intervenciones divinas: los patriarcas, la liberación de Egipto y el desierto, la tierra prometida. En la segunda parte (vv. 14-24), resuena la respuesta del pueblo. Como puede verse, la estructura de la experiencia de fe es siempre la misma: en la historia es donde Israel reconoce a su Dios.

El tercer texto es el conocido pasaje de Dt 26,4-10. Dentro de un marco ritual —que describe el rito de la ofrenda de las primicias— se encuentra un dato inesperado, a saber: los vv. 5-9, que no son una oración dirigida al Señor, como sería de esperar, sino un relato, una historia en la que se habla del Señor en tercera persona. Sólo al final (v. 10 a) se encuentra la fórmula esperada: "Y ahora aquí traigo las primicias de los frutos de la tierra que Yahvé me ha dado". El israelita piadoso al ofrecer las primicias era invitado a hacer una profesión de fe, a recitar un credo que consistía en el relato de una historia. Una historia que pone de manifiesto la gratuita benevolencia de Dios, que guió a su pueblo de la esclavitud a la libertad, del desierto a la tierra. La experiencia de Israel ha de alimentarse de este recuerdo, y en ese recuerdo debe encontrar la certeza de que la palabra de Dios es fiel.

En un estudio muy interesante, W. Zimmerli' analiza la fórmula "y sabréis que yo soy Yahvé", particularmente presente en Ez (por ejemplo, 7, 2-4; 25,3-5; 37,1ss), pero igualmente en otras tradiciones, en contextos diversos, como los llamados proféticos, los textos narrativos, oraciones y parénesis. Es indiscutiblemente una fórmula que expresa en sustancia los rasgos comunes, continuamente reproducidos, de la experiencia espiritual de Israel. Pues bien, la primera cosa que llama la atención es que la fórmula aparece siempre al final de contextos en los que se relata la actuación de Dios. El conocimiento del Señor va precedido de su acción en la historia. Aún más: no solamente el conocimiento de Dios se deriva del encuentro con la acción de Dios en la historia, sino que es el fin al que tiende la acción de Dios. "La acción de Dios no se realiza por sí misma, sino que tiene por fin al hombre. Debe penetrar en el hombre, debe moverlo al conocimiento de Dios'''. Además, algunos pasajes (por ejemplo, Jer 23,14, donde la fórmula de conocimiento va unida a "con todo el corazón y con toda el alma") nos advierten que por conocimiento no hemos de entender un hecho simplemente intelectual, sino un conocimiento que comprende al hombre en su totalidad. Por tanto, "la primera condición para tener el conocimiento de Yahvé es que preceda la acción de Yahvé". La Biblia no da pie a un conocimiento que de alguna manera surgiera de la meditación del hombre replegado en sí mismo o del análisis del mundo.

Pero aquí es importante una precisión: "Las acciones de Yahvé no tienen vida sólo en aquella hora determinada en que acaecieron, para caer luego en el olvido... La parénesis veterotestamentaria insiste una y otra vez en el deber de transmitir con el relato este obrar de Yahvé". La experiencia de Israel, histórica, se alimenta del recuerdo y de la tradición y revive sobre todo en la liturgia. El núcleo base de la experiencia de Israel nos parece que queda así suficientemente trazado.

2. LAS TRADICIONES MÁS ANTIGUAS DEL PENTATEUCO - Es opinión común que los estratos más antiguos del Pentateue son el yahvista (= Y) y el elohista (=E).

a) El estrato Y. Al estrato Y se le hace remontar a la época de David o de Salomón (obviamente, con un cierta margen para reelaboraciones y adiciones posteriores); se ambienta en Palestina meridional y refleja los intereses de la monarquía en su apogeo. El texto base para comprender la perspectiva del Y es Gén 12,1-3, definido por algunos como el kerigma del Y; sirve de transición entre el ciclo de los orígenes y el de los patriarcas. Encontramos ya en él las características más originales de la experiencia espiritual de Israel: la iniciativa libre y gratuita de Dios, la fe que exige, la misión que confía. La llamada de Abrahán es una elección; Yahvé, el Dios vivo que se inserta en la vida dé Abrahán y la cambia. Su palabra es orden y promesa y exige obediencia y confianza. Yahvé es un Dios de gracia, y su llamada es predilección; pero es también el Dios de todos y su horizonte se abre a la universalidad: "Por tu descendencia serán benditas todas las naciones de la tierra". El esquema es: universalidad-Israel-universalidad. La llamada de Abrahán (Israel) es sobre la base de la universalidad (la prehistoria) y se abre a la universalidad.

Mas para comprender la experiencia espiritual del Y es mejor aún leer Gén 2-3. Se ve cómo la fe ilumina concretamente la existencia histórica del hombre y se convierte en un modo de interpretar la vida'. En este relato laten algunas preguntas: ¿Por qué el hombre y la mujer se sienten así atraídos el uno hacia el otro? (2,24). ¿Por qué la serpiente se arrastra y la aversión entre el hombre y la serpiente es tan engañosa e implacable? (3,14). ¿Por qué la mujer es traicionada y envilecida precisamente en su maternidad y en su adhesión al hombre? (3,16). ¿Por qué el hombre se ve decepcionado en su trabajo y en el dominio del mundo, que, sin embargo, le pertenece? (3,17-18). Pero detrás de estos interrogantes particulares se entrevé una pregunta de fondo: ¿Cómo se explica la existencia del hombre, tan torturada y cargada de contradicción? La pregunta sobre la existencia que formula el Y debe situarse en una experiencia religiosa particular, que no sólo encamina hacia una solución original, sino que antes incluso plantea el interrogante de modo original: si Dios es fiel en favor del hombre (como lo ha manifestado la experiencia del éxodo), ¿por qué la contradicción? ¿Por qué parece prevalecer la injusticia? ¿Por qué la muerte? En una palabra: Israel vive un desgarramiento religioso más que humano; por una parte, la fe en un Dios liberador; por otra, la experiencia histórica que parece desmentirla. Frente a las múltiples contradicciones que marcan la historia, no hay que echar la culpa a Dios, dice el Y, sino al hombre. El mal tiene un origen en la libertad, no un origen teológico. No se oculta la importancia de semejante respuesta, que no tiene sólo un valor teológico (poner a salvo la bondad de Dios), sino también un valor antropológico: induce al hombre a considerarse responsable de su historia y del mal que en ella existe y a no descargar en otra parte la responsabilidad.

Puede ser útil ahora confrontar la respuesta bíblica con la respuesta de la mitología. Nos referimos a los textos babilónicos de sobra conocidos: el Enuma Elis, la epopeya del Gilgamés y el poema de Atrahasis. Tanto en el mito como en la Biblia (muchos materiales expresivos son comunes), la reflexión está al servicio de una comprensión de la existencia. Pero en el mito, la muerte y la contradicción son casualidad o destino, voluntad absurda de los dioses. La explicación del desgarramiento del hombre está arriba, en la esfera de los dioses, más allá del tiempo y de la historia. Para la Biblia, en cambio, la explicación hay que buscarla en la historia. En la espiritualidad del Y están presentes como elementos esenciales la libertad, la responsabilidad frente a Dios y la decisión, por la cual el hombre se hace responsable de su destino.

Para el Y la realidad y la historia del hombre no se comprenden simplemente reconstruyendo las líneas del plan de Dios, que, no obstante, persisten. La experiencia que el hombre vive concretamente está marcada por el pecado y por la contradicción. En el hombre existe el plan de Dios y la posibilidad de rechazarlo. La serpiente sugiere que Dios tiene intenciones envidiosas; es la concepción, antiquísima y universalmente difundida, de la envidia de los dioses. El pecado consiste precisamente en creer a Dios envidioso (da una orden para salvar su dominio sobre el hombre más que para liberar al hombre) y, por consiguiente, en sustraerse a su plan y constituirse en medida del bien y del mal: decidir por propia cuenta, no por obediencia. Pero justamente este "hacerse Dios" es lo que crea el desorden en el hombre y la contradicción en la historia. Al alejarse de un plan para el cual fue pensado y querer obrar por sí mismo, el hombre se aliena. El Y experimenta lo radical del pecado; se ha dado cuenta de que el mal está inserto en las relaciones fundamentales del hombre y corroe el ser humano en sus fibras más íntimas (en la relación hombre-mujer, entre hombres, en el progreso técnico, en la sociedad). Pero, junto a la invasión del mal, el Y experimenta la obstinación de la misericordia de Dios. Por eso el Y, a pesar de todo, rebosa esperanza. El hombre se obstina en el pecado, cae y recae en él. Pero Dios no es menos obstinado en volver a comenzar desde el principio.

b) El estrato E. El E, que poseemos de modo mucho más fragmentario que el Y, se sitúa en el reino del norte (se remonta, pues. a una época posterior a la división del reino de Salomón). A diferencia del Y, no ve el instrumento de salvación en la monarquía, sino más bien en los profetas (los grandes personajes, como Abrahán y Moisés, a los que llama justamente profetas), cuya crítica de la monarquía y del sacerdocio refleja. El E no ofrece historia alguna de los orígenes; está lejos de la amplia visión histórico-salvífica del Y. Se limita a las tradiciones nacionales de Israel.

Para distinguir la experiencia espiritual de que es portador E, nos parece importante hacer dos indicaciones.

La primera es la viva conciencia del pecado. El E está convencido de que Israel traiciona continuamente las expectativas de Dios; y no sólo tras algún tiempo, sino inmediatamente después de estipulada la alianza. El E no cuenta el pecado original de la humanidad como el Y (se centra, según hemos dicho, en la historia de Israel); pero conoce otro gran pecado de los orígenes: el episodio del becerro de oro (Ex 32). El relato subraya lo pronto que Israel traicionó (y sigue traicionando) las promesas del pacto: "Pondréis en práctica todas las palabras dichas por Yahvé". Así se ve, como ya en el Y, que la fidelidad de Dios es gracia. Pero se ve también la gran tentación de toda la experiencia de Israel: no la de abandonar a Yahvé y su prerrogativa de pueblo elegido, sino más bien la de aprovecharse de todo eso y manejarlo a su manera: explotar la presencia de Dios en provecho de los propios planes.

Surge una pregunta: ¿Cómo se comporta Dios frente al mal, que parece anular su plan de salvación? Desde luego, Dios no puede ignorarlo, y lo castiga. Sin embargo, una respuesta más profunda, aunque todavía parcial, podemos encontrarla en la historia de José (que es una sección muy importante en la obra del E). Se lee en Gén 50,20: "Ciertamente, vosotros os portasteis mal conmigo, pero Dios lo encaminó a bien, para hacer ver lo que hoy estamos viendo, para mantener en vida a un gran pueblo". El poder del Señor puede incluso sacar provecho de la mala acción del hombre para llevar a cabo su salvación.

La segunda indicación es la sensibilidad moral del E. Subraya vigorosamente las exigencias del Señor y, por tanto, el lado moral de la vida religiosa. Israel, mediante la alianza, es colocado aparte por el Señor, lo cual incluye una posición y una misión particulares. Yahvé es el Señor, y su dominio se expresa en la ley, mientras que la fidelidad del pueblo se manifiesta en su observancia. No es ciertamente una casualidad que pertenezca al estrato E del Pentateuco la redacción del decálogo que se encuentra en Ex 20,1-21. En Ex 20,1ss se advierte la misma estructura de los formularios de los tratados de alianza que los soberanos persas e hititas estipulaban con sus vasallos. Yahvé se presenta como el Señor de Israel, enumera los beneficios realizados en su favor ("te he sacado de la casa de la esclavitud"), afirma el vínculo ("yo soy tu Dios, tú eres mi pueblo"), enumera las leyes e indica el premio y el castigo.

Pero son tres las observaciones que mayormente nos interesan: Primera, el Dios de Israel se revela como el Dios de la vida; está interesado en la vida cotidiana, en las relaciones entre los hombres, en la comunidad; no sólo se interesa por el culto y los ritos. Segundo, el Dios de Israel es el Dios de la interioridad, no de la exterioridad. Quiere al hombre entero. A las palabras y a los actos han de corresponder la sinceridad y la fidelidad del corazón. Tercero, la ley está en relación con el gesto salvador y liberador de Dios. La ley no es imposición de un tirano o simplemente de un amo. Es la voluntad de un Dios salvador, que ha sido el primero en realizar actos de salvación. La observancia de la ley es la respuesta a un Dios que ha sido el primero en hacer algo. De esta manera está ya claro que Israel no debe observar las leyes de Dios por utilitarismo, sino como consecuencia de una posición en la que, por gracia de Dios, ha venido a encontrarse. Israel debe hacer que se vea lo que ha llegada a ser por elección gratuita.

3. EN LA ESCUELA DE LOS PROFETAS - El profetismo es, sin lugar a dudas, uno de los fenómenos más originales de la experiencia bíblica. No pudiéndolo exponer con detalle, nos contentamos con bosquejar la estructura fundamental de la espiritualidad de los profetas (la vemos como una forma vibrante de la espiritualidad del pueblo. entero, tal y como ésta debiera haber sido) y los principales ambientes (y métodos) de sus intervenciones

a) La estructura fundamental de la espiritualidad profética. Frecuentemente se ha pensado en los profetas como en anticipadores del futuro o, según otros, como en portadores de novedades, hasta el punto de proclamarlos como los verdaderos creadores de la religión hebrea. Nadie duda de que los profetas profundizaron la fe judía y de que, en consecuencia, las antiguas tradiciones se interpretaron sucesivamente a la luz de su experiencia. Pero concebir a los profetas ante todo como anticipadores del futuro o portadores de novedades significa traicionar su originalidad más profunda. Un erudito como N. Lohfink ha podido escribir, no sin una cierta paradoja: "Los profetas no son innovadores, sino más bien los defensores de lo antiguo; son, en el verdadero sentido de la palabra, conservadores".

Interesa responder cuanto antes a esta pregunta: ¿Quién es el profeta y de dónde saca la fuerza crítica de su mensaje? Los profetas son, ante todo, hombres de Dios. El Señor no es un objeto de su reflexión y de sus palabras, sino una persona viva con la que entran en comunión; en nombre del Señor y por orden suya hablan.

Los profetas son hombres de fe. No sólo predicaron la fe, sino que la vivieron. Vale la pena indicar al menos dos posturas típicas de su modo de vivir la fe. Los profetas viven una existencia signo, verifican en sí mismos y ejemplifican los primeros el mensaje que anuncian. Para ello aceptan el aislamiento y la soledad, vivir la experiencia del pueblo de Dios perseguido, que sufre, que es puesto a prueba. Además los profetas viven aquel tipo de fe, dificilísimo a veces, que consiste en creer en la validez de la propia misión a pesar de las reiteradas experiencias del fracaso. No pierden nunca la esperanza. Es típico a este respecto el profeta Jeremías. Su libro está sembrado de confesiones que nos revelan la intimidad de su espiritualidad. Es una lectura preciosa, que nos da a conocer los sufrimientos, las desilusiones y las crisis de un auténtico hombre de fe. Jeremías amaba la paz y la tranquilidad; hubiera deseado tener con todos relaciones serenas y abiertas. Sin embargo, Dios le llamó a anunciar una palabra juzgadora, la cual suscitaba divisiones y contiendas, soledad. Por esto sorprendemos muchas veces al profeta interrogándose sobre su vocación y lamentándose con su Dios (20,7ss). Pero la soledad, la calumnia y el sufrimiento no son el único dolor de Jeremías. El amaba profundamente a su pueblo; por eso la tragedia de su pueblo se convierte en un ulterior sufrimiento (8,21; 14,17; 15,18). Sin embargo, junto a esto encontramos también otras confidencias: las de la alegría y la esperanza recobrada: "Mas tú, Yahvé, me conoces a mí, me ves, pruebas mi corazón y ves que está contigo" (12,3). "Tú eres mi esperanza" (17,14). Como todos los profetas, aun en medio del sufrimiento, la desilusión y el rechazo, Jeremías experimentó en su interior el milagro de la esperanza y de la serenidad.

El profeta, ya lo hemos dicho, no es el que anticipa el futuro. Es más bien el que sabe leer en la trama de los acontecimientos el plan de Dios, el que sabe descubrir los signos de los tiempos e interpretar el sentido religioso de los hechos. Los profetas están atentos a todos los acontecimientos de la vida política nacional e internacional, social y religiosa. Pero no se limitan a describir los hechos; los miden por la fidelidad a la alianza (podríamos decir que los confrontan con la experiencia religiosa que viene del pasado) y los juzgan basándose en su capacidad de conducir hacia el futuro prometido por Dios. No se contentan con hacer crónica; tras la crónica descubren la historia, el plan de Dios. Los profetas, las más de las veces, analizan la situación muy diversamente a como lo hacen los demás. Los políticos del tiempo de Amós en sus análisis políticos veían el peligro en el ansia de dominio de los ejércitos vecinos y en la debilidad de los propios. Por eso buscaban la salvación en alianzas humanas.

También buscaban la salvación en la obediencia a Dios, en la oración y en el culto; pero el Dios al que se dirigían lo concebían como garante de su éxito. Amós, en cambio, hace un análisis de la situación desde la óptica de la alianza y del significado del pueblo de Dios. Para el profeta, la ruina viene de la traición a la alianza, y no de otra cosa; por eso la salvación está en la conversión.

Existe una tercera característica del profeta: vive atento a recuperar el mensaje religioso en toda su pureza originaria, se esfuerza por reconducir la religión a sus fuentes primitivas. Por eso el profeta reacciona contra las interpretaciones acomodaticias y las añadiduras falsificadoras que paulatinamente se van haciendo; reconduce la fe a su centro profundo y desconcertante. De esta manera, el profeta termina siendo inquietante; mas no porque cree ideas nuevas, sino porque sabe escuchar de nuevo la palabra perenne de Dios.

b) Ambientes y métodos de las intervenciones proféticas. Queda dicha que las situaciones en que se encontraron los profetas fueron todas muy difíciles. Con todas las matizaciones y con sus innumerables diferencias, los profetas se encontraron todos ante el mismo problema: Israel no está ya en el desierto ni es nómada, sino que se ha convertido en un pueblo sedentario y vive en una situación nueva, de bienestar. ¿Cómo vivir la fe en esta situación nueva, llena de bienestar y de tentaciones? Además, Israel se ha convertido en un Estado y ha de hacer una política; pero ¿qué política? Frente a este problema, las respuestas de los profetas, dentro de su innegable variedad, obedecieron todas a un esquema común: un esfuerzo de fidelidad tanto al germen originario de la alianza como al tiempo presente.

Los profetas mantienen en pie la esperanza de Israel; le fuerzan a mirar adelante. Le quitan al pueblo la seguridad que poco a poco se construye y no le dejan convertirse en un pueblo sedentario. Le abren al futuro mesiánico. Mas ¿de dónde proviene esa fuerza crítica? ¿A qué sectores se dirige?

La denuncia de los profetas parte siempre de la fe. No parte de una crítica del hombre y de la sociedad, sino de una consideración sobre Dios y sobre su plan de salvación. En su conciencia y en el mensaje prevalece la dimensión vertical; su interés está en defender en el mundo el espacio de Dios. Y precisamente por esto son capaces de descubrir las contradicciones de los hombres. La crítica de los profetas nace de una convicción precisa: el Dios que liberó a Israel de Egipto es un Dios que ha aceptado la historia y se ha insertado en ella para realizar un plan que es suyo y que está más allá de todas las concretizaciones a que llega el hombre (es un plan que no se deja aprisionar por ninguna ley, institución u ordenamiento). Esto induce al profeta a relativizar los valores y a luchar contra todo lo que quiere imponerse como absoluto y definitivo. Sólo Dios es absoluto. Es la lucha de los profetas contra la idolatría. Siempre reaccionaron contra toda forma de idolatría, no sólo religiosa, sino también política. Siempre reaccionaron, por ejemplo, contra la tendencia política y religiosa a la vez de absolutizar al pueblo y al templo (como si fueran cosas necesarias para Dios): pueblo y templo, repiten los profetas, pueden muy bien ser dispersados.

Los profetas fueron críticos con la política de Israel. Según ellos, el camino de la salvación pasa por la fidelidad al Señor, no por otras alianzas. Según Isaías, por ejemplo, la fe y la incredulidad son los dos factores, positivo y negativo, de la historia; la fe como fuerza activa y la incredulidad como principio de ruina. Para Isaías, ésta es la ley que explica el declinar y el encumbramiento de la civilización, en particular de Israel. Naturalmente, por fe no se entiende una espera pasiva de la intervención de Dios, sino una confianza activa en su proyecto.

Los profetas son críticos con la sociedad de Israel. Las páginas en que denuncian la injusticia exasperante de su tiempo son especialmente fuertes e incisivas. Mas lo importante es entender que su criterio de justicia —con el que juzgan su tiempo y denuncian sus contradicciones— no está tomado del hombre o del sistema vigente, sino de Dios. Los profetas parten de una experiencia religiosa.

Finalmente, los profetas critican el culto. El culto hebraico se desenvuelve en el cuadro de la alianza. Aquí radica su novedad. En el culto se renueva la alianza, la cual es simultáneamente la alianza del pueblo con Dios y de las tribus entre sí; tiene una dimensión religiosa y otra política. Por eso el culto, además de su aspecto de adoración, tiene el de conversión y de misión. Es interesante a este respecto una comparación entre el profetismo bíblico y el profetismo babilónico. Los profetas babilónicos presentan en nombre de Dios mandamientos que se refieren siempre, o casi siempre, al sector cultual. Su Dios está interesado en las ofrendas del pueblo y en la satisfacción de los propios privilegios. Los profetas bíblicos, en cambio, proclaman y exigen la soberanía de Dios sobre toda la vida y el cumplimiento incondicional del derecho y de la justicia.

Para intuir algo de la profunda espiritualidad a que los profetas llevaron a Israel, citemos una vez más el ejemplo de Jeremías. A pesar del lúcido análisis que hace del pecado. presente en todo el organismo de Israel, queda siempre para Jeremías una posibilidad de encontrar al Señor. Sólo que los antiguos valores religiosos a los que Israel daba mucha importancia —como el templo, Jerusalén, la dinastía de David— no bastan ya. Lo que cuenta es ofrecer entero al Señor el propio corazón. Yahvé no es prisionero de un territorio, de una estructura, de una práctica religiosa. Se lo puede encontrar en todas partes, a condición de descender al fondo del propio corazón. La conversión de que habla Jeremías no es una simple sumisión exterior a las exigencias de Dios. No es tampoco la sola adhesión sincera a una doctrina o a prácticas puntualmente satisfechas. Es una transformación profunda de todo el ser. Por eso la religión de Jeremías se considera una religión interior y personal. Interior, porque a las palabras y a las acciones debe responder la fidelidad y la sinceridad del corazón. Personal, porque Yahvé no se liga a Israel en su conjunto, sino que busca a cada individuo, uno por uno; personal, porque tanto la comunidad como el individuo han de dar a Dios no alguna cosa, sino a sí mismos. Jeremías sabe muy bien que esta conversión del corazón es imposible para el hombre. Es un milagro que sólo Dios puede realizar. Pero es un milagro que se puede esperar, porque no se trata ya de que Dios salve al templo y la nación se adapte a la salvación que quiere el hombre, sino de que, por el contrario, el hombre se deje modelar y conducir por Dios a donde El quiera.

Con frecuencia los profetas lanzan palabras de amenaza; pero se trata siempre de una amenaza que nace de la justicia y que no desmiente la fidelidad de Dios y su obstinada solidaridad. Lo que provoca la amenaza es siempre la infidelidad del pueblo: la práctica de la injusticia (Amas), el abandono de Dios por las divinidades extranjeras (Oseas, Jeremías), la práctica de una política sin fe (Isaías), la violación del sábado y la práctica de la violencia (Ez 20,12.21: 22). Las amenazas de los profetas van siempre precedidas de la invitación a la conversión. Los profetas saben que a Dios no le gusta castigar; en cierto sentido es un deber de justicia que cumple con dolor (Jer 12,7-8; 45,3). En todo caso, Dios no destruye, no castiga nunca definitivamente; salva un "resto", con el cual vuelve a comenzar desde el principio. La historia de la salvación está siempre abierta".

4. LA ESPIRITUALIDAD DEUTERONÓMICA - El libro del Dt es la consolidación de una corriente de espiritualidad —llamada justamente deuteronómica— que tuvo su origen en el reino del norte, pero que dio sus mejores frutos en tiempos de la reforma religiosa de tosías. Recoge las tradiciones mosaicas para actualizarlas y reinterpreta la historia del pueblo —desde la muerte de Moisés al destierro--- siguiendo un criterio fundamental único. a saber: el de la fidelidad religiosa. El tema central del Dt es simple y se repite constantemente: ¿cómo reformular la alianza y la ley hoy y hacer del éxodo un hecho contemporáneo? Este esfuerzo de actualización se mueve en tres líneas.

Primera: El Dt actualiza el acontecimiento del éxodo, situándolo en un contexto litúrgico y parenético. Los discursos y los relatos del Dt revelan claramente el estilo de la proclamación litúrgica y de la parénesis. Las palabras de Moisés son directas y conmueven al oyente. El "tú" y el "vosotros" se oyen continuamente. Los acontecimientos no son pasado, sino un hoy. El hoy es una palabra frecuentísima en el libro.

Segunda: El Dt actualiza la alianza redescubriendo, por encima de la casuística y de las prescripciones legislativas, el núcleo central de la ley, la lógica de fondo que da valor a todo y a la que hay que ajustar toda prescripción. Para el Dt este núcleo central es la ley del amor (cf 10.12-11.17). El núcleo central de la espiritualidad deuteronómica es así de claro. Esta espiritualidad está hecha de una escucha atenta ("Escucha, Israel...") y de un amor sin compromisos y de un servicio: "Ahora, pues, Israel, ¿qué es lo que te pide Yahvé, tu Dios, sino que le temas, sigas sus caminos, le ames, sirvas a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, guardes los mandamientos de Yahvé, sus leyes, que hoy te prescribo yo, para que seas feliz?" (10,12-13). Israel pertenece totalmente a su Señor. El Dt no habla nunca simplemente de Yahvé, sino siempre (o casi siempre) de Yahvé tu Dios, vuestro Dios, nuestro Dios. Esta entrega total al servicio del Señor nace, según el Dt, sobre la base de un amor de Dios, que ha obrado el primero. La espiritualidad deuteronómica tiene un sentido muy destacado de la gracia. Israel no fue elegido entre los otros pueblos debido a alguna cualidad particular: "Yahvé se fijó en vosotros y os eligió no por ser el pueblo más numeroso entre todos..." (7,7). La elección de Yahvé es pura gracia: "Mira: de Yahvé, tu Dios, son los cielos, aun los más altos, la tierra y cuanto en ella se encuentra. Sin embargo, sólo con tus padres se ligó, y esto por amor: y después de ellos eligió a su descendencia, a vosotros mismos, entre todas las naciones, hasta el día de hoy" (10,14-15). La pertenencia total al Señor, que surge de la gracia, se prolonga en un servicio a los hombres: "Yahvé, vuestro Dios, es el Dios de los dioses y Señor de los señores, el Dios grande. fuerte y temible, que no admite acepción de personas ni se deja comprar con regalos. Hace justicia al huérfano y a la viuda, ama al extranjero, suministrándole pan y vestido. Amad también vosotros al extranjero, ya que extranjeros fuisteis en la tierra de Egipto" (10, 17-19). La estructura de la espiritualidad deuteronómica (y, evidentemente, de la Biblia entera) es ahora muy clara; de la raíz de la gracia brotan el servicio al Señor y la justicia entre los hombres. Finalmente, hay que decir que, por supuesto, la gracia no anula la responsabilidad. Y éste es el sentido del motivo de las bendiciones y de las maldiciones, de la vida y de la muerte que a menudo subraya el Dt. Tal motivo evidencia la situación de profunda seriedad con que Israel ha sido conducido por la gracia de Dios. Ciertamente, ahora Israel posee el don de Dios, pero a él le corresponde querer mantenerlo.

Tercera: El Dt actualiza la alianza, pensándola y reformulándola a la luz del nuevo contexto (religioso, social y político) en que Israel viene a encontrarse. Se esfuerza en adaptar el monoteísmo judío (que proclama al Dios de la historia) al nuevo contexto agrícola (que conlleva la tentación del culto a los dioses cananeos de la fecundidad). Se esfuerza en repensar los mandamientos a la luz de las nuevas estructuras (Israel no es ya un pueblo nómada, sino sedentario; no es ya una confederación de tribus, sino un Estado). Reconsidera la espiritualidad de la fe y de la dependencia de Dios, de la pobreza a la luz de la nueva situación de bienestar y de seguridad (8,1-20). También desde este punto de vista puede definirse como brillante el resultado de la reflexión deuteronómica. Según el Dt, que explicita intuiciones ya presentes antes, la experiencia del desierto, experiencia de nomadismo y de pobreza, tiene un valor teológico fundamental, es una lección que Israel debe aprender y no olvidar nunca. Fue, por ejemplo, una educación en la dependencia de Dios. En la pobreza del desierto, Israel se sintió incapaz de valerse por sí mismo y necesitado de Dios. Por tanto, tiempo de educación en la fe y de verificación; por una parte, Israel experimentó su propia insuficiencia y, por otra, la presencia de la ayuda de Dios; aprendió que "no sólo de pan vive el hombre, sino de cuanto procede de la boca de Yahvé" (Dt 8,3). Es una lección que se debe tener presente sobre todo en una situación de bienestar. Dos, en efecto, son los peligros del bienestar: el olvido de Dios y la autosuficiencia. Frente a estos peligros, concluye el Dt, es importante revivir la experiencia del desierto; fue el momento de la verdad.

5. LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL DE LOS SABIOS - La reflexión sapiencial es muy antigua y acompañó toda la experiencia de Israel. Sin su aportación, la aventura espiritual de Israel hubiera sido muy diversa. Se distingue de las experiencias hasta ahora descritas por algunas características propias, de método y de intereses, que configuran la reflexión sapiencial como una expresión original. Con ella la espiritualidad de Israel entra en diálogo con la razón y con la experiencia, así como con el patrimonio cultural común a los pueblos vecinos.

Es muy interesante observar que en la Biblia se da, junto a la escucha clara de la palabra, la escucha de las cosas, del hombre, de la historia, de la experiencia y de la razón. Todo esto aparece con particular evidencia precisamente en la reflexión sapiencial. En su esfuerzo por conocer y apropiarse el mundo, los sabios no ponen su confianza directamente en la revelación (aunque son creyentes convencidos), sino en la razón, la experiencia y el diálogo. Su método es diverso al de los profetas; no descienden de la palabra a la vida, reflexionando sobre los hechos realizados por Yahvé dentro de Israel. Se esfuerzan más bien en leer el mundo, la historia y la experiencia. La sabiduría considera el mundo como una realidad profana, sin velos míticos; es posible adueñarse de sus misterios de manera racional y científica.

Dos son los elementos que caracterizan la estructura sapiencial y su método: considerar al hombre, ante todo, no como hijo de Israel, sino como hombre (en el orden de la creación), y considerarlo como hombre que debe dirigir su vida con la observación y la experiencia (no siempre de manera inmediata ni apelando únicamente a la revelación). Probablemente existió una cierta oposición entre sabios y profetas. Isaías (3,1-3; 5,21; 10,13; 19,11; 29,13-15; 30,1) y más tarde Jeremías (4,22; 8,8; 9,22; 49,7; 50,35) se mostraron algo recelosos frente a la sabiduría. No la rechazaban por principio, pero sí les causaba cierta inquietud. Y se comprende; la sabiduría procede por vía de experiencia y de búsqueda; en cambio, la profecía es escucha de la revelación.

a) Los sabios manifiestan una clara intención de universalidad. Intentan construir una común plataforma sapiencial en torno a la cual poder unirse todos los hombres de buena voluntad. Los sabios tienden a un diálogo que va más allá de los confines de Israel. Y casi nunca se imponen por una disposición autoritativa ni con imperativos apodícticos, sino más bien con el convencimiento, con el consejo y la motivación; la sabiduría busca el consenso. El sabio se esfuerza en asimilar la cultura circundante e introducirla en la propia espiritualidad, sin traicionar por ello la propia originalidad y fe. El sabio intenta expresar la fe judía en un lenguaje accesible a las culturas circundantes. Realiza la experiencia de llegar a Dios en una dimensión más amplia que la Torá. El sabio no reflexiona preferentemente sobre la historia de Yahvé con Israel, sino sobre temas que hoy llamaríamos profanos, como la profesión, la convivencia, la sociedad y la política. Y se mueve abiertamente dentro del horizonte de la creación, siendo su teología una teología de la creación. Su meta es la conquista del mundo para el hombre; no le basta el conocimiento del mundo ni la búsqueda de competencia profesional; busca también una dimensión política y una visión ética. El sabio está convencido de que el hombre tiene una esfera de autonomía en el ámbito de la creación. Todo esto podría parecer a primera vista extraño a la fe y a la experiencia espiritual. En realidad no es así. También los sabios son auténticos educadores de la fe. Sugieren comportamientos que parecen quedarse más acá de la alianza; se contentan, por lo general, con sugerencias relativas al buen sentido y a saber vivir, pero este humanismo suyo tiene como meta, en su globalidad, crear un tipo de hombre apto para las opciones y los compromisos de la alianza; pretende crear las disposiciones favorables al diálogo con Dios. ¿Las virtudes más inculcadas? La fuerza y el valor, el dominio de sí, la libertad interior, la fidelidad, la prudencia; virtudes todas ellas necesarias para que el hombre sea hombre y para que sea maleable en manos de Dios.

b) Toda la tradición sapiencial de Israel se esfuerza por conseguir que convivan Dios y sabiduría, fe y razón. Como se ve, es una experiencia profundamente religiosa. Se intenta echar puentes entre revelación y experiencia. Pero, naturalmente, existe interacción entre fe y experiencia, y en esto está la novedad y la profundidad de la aventura espiritual de la sabiduría judía. La fe relativiza la experiencia, la invita a una trascendencia; a su vez, la experiencia discute el dogmatismo. En otras palabras, los sabios consiguieron que la investigación sobre la existencia se abriera a la revelación; por el camino de la experiencia se encontraron con zonas de misterio que sólo Dios puede iluminar. Escucharon la realidad profana y la siguieron en su dinamismo; pero se percataron de que este dinamismo es en sí religioso, viene de Dios y refleja su sabiduría. Tropezaron con el misterio y lo reconocieron; pensemos, por ejemplo, en Prov 30,1-6. Se diría incluso que una de las tareas de los sabios fue la de demoler las falsas seguridades, no importa que se funden en pretensiones teológicas o racionales. Comprendieron al fin que la sabiduría del hombre —toda experiencia— viene de Dios; que no es algo que sube de abajo, sino que baja de arriba; que es un don que hay que acoger y, por tanto, una palabra a escuchar en actitud de disponibilidad, de obediencia, de silencio, y también a leer y escuchar, porque la palabra de Dios se encuentra inserta también en la creación y en la experiencia del hombre, por lo cual debe ser escrutada desde la perenne conciencia de que se trata de una palabra que viene de Dios. En efecto, el sabio (y ello es un rasgo importantísimo de su espiritualidad) no considera su búsqueda —aun cuando procede por vía racional y de experiencia—como una "prueba de fuerza", sino como una interpretación auténtica, una escucha, el descubrimiento de un orden que es preciso descifrar y que se considera salvífico. Es una actitud profundamente religiosa, en la que están en juego, además de la inteligencia, la apertura del corazón, la libertad de espíritu, el rigor moral. La verdadera sabiduría hace consciente de que la búsqueda debe terminar en el silencio (ante Dios y ante el misterio de la existencia) y, a la vez, hace percatarse de que el silencio no está reñido con una sana búsqueda. La espiritualidad de los sabios supone la superación de la idea de que Dios se manifiesta en el mundo solamente a través de prodigios y de la historia de la salvación. No sólo en la revelación, sino también en la creación está diseminada la sabiduría de Dios. La espiritualidad de los sabios se mueve en una íntima tensión: procede con la convicción de que el mundo está en todo subordinado a Dios, pero esta subordinación no impide la búsqueda. El orden del mundo viene de Dios; la inteligencia y la experiencia son luz de Dios.

Los sabios andan en busca de un orden, de un plan en la historia del mundo y, por lo mismo, de una regla de vida. El mundo y la historia se caracterizan por la multiplicidad y la fragmentariedad; por la casualidad, se diría. ¿Todo ocurre por casualidad o existe un orden del que fiarse? Nada sucede por casualidad, nada ocurre sin sentido, concluye la antigua reflexión sapiencial; y el fundamento del orden es el principio de retribución: el que obra bien consigue el bien, el que obra mal consigue el mal. Este es el punto más delicado de la antigua reflexión sapiencial: que corre el riesgo de aprisionar la acción de Dios dentro de un esquema simplista. Pero estos riesgos fueron felizmente superados (como veremos en Job y Qohelet), ya que en la base de la espiritualidad sapiencial está el rigor moral, la voluntad de leer las cosas como son, la procedencia otorgada a la realidad sobre el esquema ideológico.

6. El EXILIO Y EL INMEDIATO POSTEXILlO - En la lógica de la historia de Israel parecía un absurdo la eventualidad de un exilio. Hubiera sido la destrucción de todo el plan salvífico de Dios, iniciado durante el éxodo con innumerables prodigios; hubiera sido un mentís a todas las promesas de Dios (y Dios no puede desdecirse): la promesa de la tierra, el juramento de fidelidad a la casa de David, la estabilidad del templo. Pues bien, todo esto que parecía absurdo, que parecía fuera de la lógica de Dios, sucedió. Por encima de cualquier otra desventura, el exilio planteó, pues, un problema teológico, un problema de fe: ¿Es todavía el Señor el Dios salvador? ¿Es todavía fiel a sus promesas?".

Para responder a este interrogante, Israel reconsideró toda su fe, su tradición, su legislación, su historia. Todos los libros del AT dejan ver —unos más, otros menos— este ingente trabajo de reconsideración. Lo que parecía absurdo, lo que parecía el fin de la fe constituyó de este modo un gran salto hacia adelante de la misma fe. El exilio —y acaso más la situación de tensión que siguió a la vuelta a la patria— hizo que Israel tomara conciencia del verdadero rostro de Dios; le obligó a recuperar la verdadera idea de Dios y, por consiguiente, la verdadera idea de pueblo elegido y de esperanza mesiánica. Se trató de una formulación teológica que llegaba al corazón de la espiritualidad de Israel. Tomemos algunas muestras de esta grandiosa maduración espiritual en el mensaje del profeta Ezequiel, en la tradición sacerdotal (=P) y en la redacción final del Pentateuco, en el Deuteroisaías y en el libro de Job.

a) El mensaje de Ezequiel. Ezequiel desarrolló su ministerio profético entre los desterrados, en Babilonia, del 592 al 570 aproximadamente. El 16 de marzo del 598, Jerusalén capituló ante el ejército de Nabucodonosor. El joven rey Joachín, la reina madre, los altos oficiales y los ciudadanos más importantes fueron deportados a Babilonia. Entre ellos se encontraba Ezequiel.

Ezequiel vive, pues, en el destierro, en Babilonia. El contexto en que se encuentra está cargado de problemas. Por ejemplo: los exiliados mantenían una inalterable confianza en los destinos gloriosos del pueblo elegido; Jerusalén no será destruida, pensaban; el destierro terminará y podremos volver de nuevo a la tierra prometida; Dios castiga, pero es fiel; así lo ha hecho siempre.

Podría parecer una actitud de fe; pero era una adhesión al pasado y una ilusión. Cuando más tarde, en el 586, Jerusalén y el templo fueron destruidos, comprendieron entonces todos que la esperanza de un retorno rápido era ilusión. En ese momento surgió otro peligro: el desaliento y la desconfianza en las promesas de Dios. ¿Se acuerda todavía el Señor de su pueblo? ¿Es posible todavía esperar? Pero había otra cosa: los hebreos, en Palestina, estaban habituados a manifestar su vida religiosa ofreciendo sacrificios en el templo y celebrando la liturgia; ahora, en Babilonia, se encontraron de pronto privados de todas estas posibilidades. Finalmente, hay que añadir el sufrimiento de sentirse extraños y desarraigados. Muchos intentaron resolver la dificultad integrándose en el nuevo ambiente, aceptando su cultura, las formas sociales y, fatalmente, también las religiosas. Muchos perdieron la fe; otros, en cambio, tuvieron el valor de permanecer fieles a su religión y a su identidad; ellos constituyeron el "resto" de Israel, señal de Dios entre las naciones.

En la situación descrita, Ezequiel se fijó como primer cometido orientar definitivamente los espíritus de los deportados hacia el futuro, liberándoles de la tentación de volver atrás. Para ello fue demoliendo, una tras otra, todas las ilusiones de los deportados. Ante todo, el mito de Jerusalén: Dios no está ligado a Jerusalén; y luego, el mito de la dinastía de David: Dios hizo la promesa a David y a su descendencia, pero la promesa de Dios no está nunca rígidamente ligada a una descendencia carnal; finalmente, última ilusión, el templo: la suerte de Yahvé no está ligada a un templo de piedra, no está ligada a ninguna institución. Todo se ha hundido, pero no se debe llorar. Al morir la mujer del profeta, oye que le prohíben llevar luto: "Y habéis de hacer como he hecho yo: no os cubriréis la barba, no comeréis pan de luto. Llevaréis vuestro turbante a la cabeza y las sandalias en los pies; no os lamentaréis ni lloraréis" (24,22-23). Es un gesto simbólico. Es justo que el mundo viejo desaparezca; no merece las lágrimas de nadie. El Señor quiere reconstruir sobre ruinas; quiere construir con materiales nuevos. Como todos los profetas, también Ezequiel anunció muchas palabras de desventura, las cuales, sin embargo, no pretendían destruir la esperanza de Israel, sino las ilusiones del pueblo. La verdadera esperanza se apoya en Dios, no en las ilusiones. Sólo después de haber demolido las ilusiones es posible hablar de esperanza. Un terreno purificado de las ilusiones y de las nostalgias es el único apropiado para que pueda germinar de nuevo la esperanza en Dios. Las seguridades del hombre se han hundido todas; entonces precisamente surge inquebrantable la fidelidad de Dios. Yahvé establecerá una alianza nueva. En ella empeñará todo su amor y toda su potencia creadora. Para arrancar al hombre a la infidelidad y al pecado, el espíritu de Dios repetirá aquel gesto transformador, gratuito y salvífico que se manifestó en la creación y en el éxodo (36,22-28).

b) La tradición P y la redacción final del Pentateuco. El estrato P del Pentateuco se considera, en su composición final, el estrato más reciente (se piensa en la época exílica); sin embargo, recoge materiales antiquísimos, probablemente pertenecientes a las tradiciones ligadas al templo de Jerusalén. P es una reelaboración de las antiguas tradiciones de Israel, no para transformarlas, sino para deducir con mayor claridad su significado religioso y para encontrar en ellas una respuesta a los interrogantes suscitados por la situación en que se encuentra Israel. Al ambiente de P y a sus intereses se debe también sustancialmente la redacción final de todo el Pentateuco.

¿Qué ambiente? En parte, lo hemos descrito ya [>supra, a], pero creemos que vale la pena insistir en ello. Israel vive una situación inédita. Sin templo y sin liturgia, ¿cómo permanecer fiel a la religión de los padres? ¿Se puede tener aún confianza en el Dios de los padres, ahora que las promesas parecen todas desmentidas? No se olvide que para los antiguos una victoria sobre un pueblo era la victoria del propio dios frente al dios del pueblo vencido. ¿Es ahora más fuerte el dios Marduk que Yahvé? Además, Babilonia no era solamente el centro de un vasto imperio, sino también el centro de una vida cultual muy viva y de una liturgia fascinante. Al pueblo de Israel, disperso y tentado, P le dirige un vigoroso mensaje de esperanza, una invitación a la confianza en la palabra de Dios, una proclamación de la soberanía única de Yahvé.

Ante todo, una solemne proclamación del señorío de Dios y de la fidelidad de su palabra. La perspectiva dominante en el relato de la creación (Gén 1,1 - 2,4a) no es el origen de las cosas, sino la afirmación de un Dios ordenador, que es el origen de todas las criaturas, que las guía y les confiere sentido. Todo cuanto existe se encuentra bajo el dominio de Dios. Cada una de las obras de la creación se relata según un formulario fijo, que pone de relieve la correspondencia entre las órdenes de Dios y su cumplimiento. El autor está convencido de que la salvación del hombre consiste en la correcta ejecución de las órdenes divinas, y por eso muestra que la obediencia está ya anclada en el cosmos; es una ley de la existencia, no simplemente del hombre. Pero léase también el relato de Gén 17. P presenta la vocación de Abrahán en una reducción teológica extrema. En los vv. 1-14 es únicamente Dios quien habla; de Abrahan, ni palabra; sólo un gesto de adoración (v. 3). Puede decirse que todo el relato consiste en el discurso de Dios, solemne, minucioso, como si resonara en un espacio vacío.

Así como Y había condensado lo esencial de su mensaje en Gén 12,1-3 (Abrahán fuente de bendición para todos los pueblos), así P parece condensar su motivo central en Gén 1,28, motivo que resuena luego como un estribillo en los puntos estratégicos de su narración (Gén 9,1-7; 17,2-6; 17,16; 17,20; 28,3-4; 47,27; 48,3-4; Ex 1,7). El mensaje es claro: la vida viene de Dios, de su bendición. No está en manos del hombre ni en manos del dios Marduk. La vida pende de la bendición de Dios, e Israel es el heredero de esa bendición. Es una invitación a la confianza. Tanto más que la alianza —otra idea que subraya P— no está condicionada por la respuesta del hombre, sino únicamente por la palabra de Dios. La maldad de los hombres trajo el caos al mundo (diluvio); pero Dios "se acordó", y su palabra restauró el orden (Gén 8,1). Su alianza es ahora estable y sin arrepentimiento. Dios solamente se comprometió con Noé, sus hijos y sus descendientes: Gén 9,1-17. Es un compromiso gratuito y perpetuo. También en Gén 17,2-3 es Dios quien enuncia el pacto. No se sigue la fórmula de los tratados, la fórmula del pacto entre dos. Todo está establecido por Dios. El hombre debe aceptar y adorar (v. 3). La promesa de Dios —que radica, pues, en su palabra y no en el comportamiento del hombre— no puede dejar de ser fiel. Aunque sea una promesa que no sigue nuestros caminos.

La historia de Abrahán leída en el contexto del exilio resulta a este respecto altamente iluminadora. La palabra de Dios impulsó a Abrahán a una opción radical. El lo abandonó todo confiando en la palabra de su Señor. Pero los años pasan, los hijos no llegan, las promesas de Dios, aquellas promesas por las que lo había arriesgado todo, parecen alejarse cada vez más. Dios no tiene prisa en mantener sus promesas. El sacrificio de Isaac nos conduce al núcleo de esta experiencia. Dios no sólo no parece no darse prisa en mantener la promesa, sino que incluso parece desmentirla (tal es justamente la experiencia del destierro). Dios le había prometido a Abrahán una descendencia, y ahora le pide el hijo. El Dios de la salvación es misterioso; sus caminos no son los nuestros.

En el contexto de la situación del exilio comprendemos también otro interés de P: su insistencia en algunas prescripciones (que inserta constantemente en cuadros narrativos): la ley del sábado (Gén 2,1-3), la prohibición de ciertos alimentos (Gén 9,4-6), la obligación de la circuncisión (Gén 17,10-14), la prohibición de los matrimonios mixtos (Gén 28,1-9). Estas prescripciones no son el compromiso del hombre que merece el pacto, sino el signo del hombre que lo acepta y decide vivir a su sombra. En el destierro se convierten en el signo de identidad del creyente, en el signo del valor de su fe y de su voluntad de pertenecer al pueblo de Dios.

c) El mensaje del profeta de la consolación y los cantos del Siervo de Yahvé. También a los exiliados de Babilonia un profeta desconocido (llamado el profeta de la consolación o Deuteroisaías) no vacila en repetirles palabras de consuelo y de esperanza. Se diría que los textos bíblicos de esperanza nacieron todos en contextos de fracaso humano. Is 54,5-14 medita sobre Dios que es justo (y por eso castiga a su pueblo), pero cuya fidelidad triunfa sobre su misma justicia: "Sólo por un momento te había abandonado, pero con inmensa piedad te recojo de nuevo". El Dios justo es tan fiel a su plan de salvación, que no falta ni aunque falte Israel a su parte. E Is 55,1-11 subraya la eficacia indiscutible de la palabra de Dios: es como la lluvia que no se va sin haber fecundado la tierra. Es en esta palabra en la que hay que apoyarse, y no en otras.

Mas sobre todo nos interesan los cantos del Siervo de Yahvé: Is 42,1ss; 49,1-6; 50,4-9; 53,1-12. La figura del Siervo, elegido por Dios para una misión de salvación, es en ciertos aspectos desconocida. ¿Quién es el Siervo? Une cosa es cierta: es una figura al mismo tiempo individual y comunitaria; los dos aspectos se entrelazan entre sí y los textos escapan a menudo a nuestro deseo de distinguir. El Siervo es el pueblo de Israel, es el resto fiel de Israel, es el mesías. El pensamiento puede oscilar entre un aspecto y otro (o, mejor, referirse a ambos simultáneamente), porque la vocación-misión del pueblo de Dios la hallamos cumplida en el mesías y la vocación del mesías revive en la comunidad. Los diversos temas están unidos por un hilo profundo; en ellos se hace presente el plan mismo de Dios, que se desarrolla siguiendo la misma lógica.

Como siempre, es importante reconstruir el tiempo en que hay que situar tales cantos. El momento más apropiado nos parece el de la crisis postexílica. La vuelta de Israel de Babilonia, aunque cantada y exaltada como un nuevo éxodo, fue de hecho una desilusión. En este contexto de desilusión —y, por tanto, preñado de nuevos interrogantes atañentes a la fidelidad de Dios y a la eficacia de su amor— se sitúan los cantos del Siervo con su mensaje de esperanza, de invitación a la fidelidad a la palabra de Dios, pero sobre todo con la reflexión sobre el significado salvífico de la persecución vivida por los profetas (por ejemplo, Jeremías) o por el "resto" de Israel (que, fiándose de la palabra de Dios, volvió a la patria y, precisamente por esta su fidelidad, se encuentra incómodo y desencantado). La respuesta es: sólo a través de un sufrimiento purificador (sufrimiento que los justos, o sea el pueblo elegido, padecen tomando sobre sí la suerte de los otros) es como llega la salvación para todos. En este contexto de pensamiento, lógicamente no se piensa ya en el mesías (y en su comunidad) como en un rey glorioso, sino mas bien como en un profeta que padece. El mesías será el gran justo paciente.

d) La reflexión de Job. El fascinante e importantísimo libro de Job no es fácil de entender. Comienza con un prólogo (cc. 1-2) y termina con un epílogo (42,7-12); ambos están en prosa. Entre prólogo y epílogo se inserta una amplia sección poética. Para comprender el luminoso problema que el libro aborda son indispensables dos premisas. Primera: no basta leer el libro en clave individual; es preciso leerlo más bien en clave comunitaria. No es simplemente un individuo el que se interroga por el sentido de su propio sufrimiento, sino la comunidad la que se interroga por el significado de su propia elección. Segunda: la parte central del libro, la poética, que para nuestro tema es indudablemente la más interesante, se sitúa en el postexilio, en esa situación que ya hemos descrito [ supra, 6, a] y que formula dramáticamente el gran interrogante sobre Dios: ¿Qué significado tiene el amor de Dios, su elección, cuando compruebo que el pueblo de Dios, el pueblo amado, es perseguido y sufre? La experiencia de Job no es una experiencia aislada. Reflexiones sobre el sufrimiento del justo se encuentran en Egipto y en Babilonia. Job es el eco de una reflexión y de una inquietud que van más allá de la cultura hebraica. Pero el autor hebreo ha encuadrado el tema en el contexto de la alianza, poniendo de manifiesto todo su alcance teológico, que pone en tela de juicio, repitámoslo, no sólo la fe del particular, sino la misma razón de ser del pueblo de Dios, y solicita una profunda revisión del modo de concebir a Dios y su plan de salvación. Tanta es la fuerza crítica del problema —a saber, un justo que sufre—, que toda la teología tradicional lo rechaza; se rechaza el dato de experiencia porque parece negar la fe. Esta es, 'sustancialmente, la postura de los amigos de Job; partiendo de un dato de fe indiscutible (Dios es justo), deducían que era imposible que un inocente se viese herido por la enfermedad; de lo contrario, ¿cómo se podría afirmar todavía que Dios es justo?

Muy otra es, en cambio, la posición de Job (en la cual nos parece descubrir el núcleo más profundo de la espiritualidad bíblica). Fuera de los dos primeros capítulos, Job no es ya el modelo de paciencia, sino el modelo del creyente que tropieza con el misterio de Dios. Su dolor nace de la fe; no está ya seguro de Dios y ve desvanecerse su propia seguridad teológica. Se encuentra presa de un dolor injusto, que no puede reducirse al pecado y al castigo; un dolor que parece desmentir el amor de Dios, amor que, sin embargo, se sigue afirmando. Job se ve así forzado a perder la fe o a creer en un Dios diverso. De este modo su sufrimiento (más ampliamente, podríase hablar de la historia y de sus contradicciones) no desmiente el amor de Dios, sino que revela su misterio; y el descubrimiento de este misterio, lo mismo que su aceptación, son parte esencial de la auténtica espiritualidad. Sólo así puede decirse que se ha encontrado a Dios: "De oídas ya te conocía, pero ahora te han visto mis ojos" (42,5). En la experiencia de Job encontramos la reacción del verdadero creyente contra el intento de racionalizar el misterio de la existencia. Es preciso aceptar el misterio, vivirlo confiando en el Dios vivo, que está por encima de cualquier intento de solución; la confianza, para mantenerse, no necesita negar la experiencia, la cual, por su parte, ha de leerse lúcidamente y aceptarse con valentía.

A nadie se le escapa, creemos, la importancia y la modernidad de la experiencia de Job. Partiendo de una lectura sin prejuicios de la historia, recoge todos los mentís con que puede encontrarse una cierta (y difundida) espiritualidad. La salida es simple: o un Dios diverso o el ateísmo. En definitiva, se trata de un problema de relaciones, y vale la pena precisarlo de nuevo: Job es inocente y, sin embargo, sufre, y Dios es justo. ¿Cómo armonizar ambas afirmaciones? Si seguimos pensando que la justicia del hombre es la medida de la de Dios, entonces sólo queda sitio para el ateísmo, a menos que se acepte la mentira de los amigos, que se obstinan en no mirar de frente la historia. Pero lo que ha cambiado es el punto de partida: la justicia de Dios es distinta de la del hombre. La verdadera espiritualidad se nutre del misterio, no se esfuerza en eliminarlo.

e) La alabanza de Israel. El salterio, compuesto a lo largo de toda la historia de Israel, traduce en oración las vicisitudes del pueblo de Dios. Podemos decir que tenemos en él todo el AT en forma de oración y de meditación. Por eso es un lugar privilegiado para observar la espiritualidad bíblica.

En los salmos no encontramos solamente recuerdos y referencias a la historia de la salvación (es decir, no son simplemente relatos poéticos de las proezas de Dios), sino que encontramos en ellos la reacción del ánimo y las resonancias que estas proezas divinas suscitaron. Son, pues, historia rezada y vivida, gesto de Dios y respuesta del hombre. Los salmos hablan de Dios, del hombre, de la salvación, de la retribución. Por desgracia, no podemos indicar todos los diversos géneros de los salmos ni mencionar todos los temas de cada género [ Salmos]. Por eso nos limitamos a algunas referencias en torno a los temas de los "himnos de alabanza" y a los "salmos de súplica".

Los himnos de alabanza recogen los hechos salvíficos, las grandes proezas de Dios (creación. salvación y providencia), y se sirven de ellos como motivo para alabar y dar gracias a Dios, como medios para descubrir su rostro y su amor, como fundamento de confianza en cualquier situación. Los himnos son una oración que nace del recuerdo. Un tema frecuente es la alabanza del Dios salvador. La experiencia del Dios vivo matiza todas las cosas. Las gestas del éxodo son las que sobre todo educaron a Israel en la oración; las encontramos en los salmos con innumerables variantes. Hicieron de la oración de Israel una manifestación de alabanza, alegría y reconocimiento; la impregnaron de confianza inquebrantable. Más aún: enseñaron a Israel a apelar a aquel amor divino del que son ellas justamente signos y garantía. Un segundo motivo es el de la creación: la alabanza y la maravilla. por ejemplo, frente a la variedad, la sabiduría y la belleza de las obras de Dios, en particular el hombre (Sal 8). Mas también cuando observa la naturaleza se siente el israelita movido a leerla a la luz de sus experiencias históricas; en el fenómeno del huracán, por ejemplo, no ve sólo la potencia de Dios, sino también el rostro del Dios salvador, que pone su poder al servicio de un plan de predilección; por eso la reacción del ánimo no es sólo el temor, sino la confianza (cf al respecto el Sal 29)". Tercer motivo: Israel descubre su propia vocación misionera reflexionando a la vez sobre el misterio de la elección y sobre el hecho de que este Dios que escoge es el Dios de la creación, el Dios de todos. Israel es escogido entre todos para alabar a Dios en nombre de todos.

Los salmos de súplica nos hacen penetrar en la vida del hombre y del pueblo, cuyos temores, penas, luchas y esperanzas entrevemos. Son la oración del hombre envuelto en el dolor, perseguido por los enemigos, que se dirige a Dios desde el fondo del corazón y de él solo espera ayuda. Muchos son los temas que desarrollan: el sufrimiento, el pecado, el pobre, la muerte, la confianza en Dios. Son motivos perennes. Pero quizá valga la pena penetrar más en el fondo del ánimo de estos salmistas y descubrir su espiritualidad. Generalmente están dominados por los intereses de Dios más que por los propios: le piden que intervenga por su gloria; parece que su preocupación es la gloria de Dios, no su salvación personal. Se sienten siempre, a pesar de todo, unidos a Dios; no se les ocurre alejarse de Dios o negar su bondad y su sabiduría. A este respecto son altamente iluminadores los llamados salmos del "justo paciente" (Sal 22; 31; 42-43; 69). Son oraciones de hombres que experimentan el sufrimiento injusto, escarnecidos y perseguidos por su fidelidad al Señor. Se lamentan, suplican y sienten toda la amargura del "silencio de Dios". Pero, al mismo tiempo, experimentan una confianza inquebrantable.

L.os salmos presentan una situación concreta (individual o colectiva) y personal, pero la sitúan instintivamente en la historia de la salvación; la resuelven y la interpretan a la luz de los gestos de Dios. Israel no conoce otro criterio de interpretación.

7. LAS ÚLTIMAS VOCES - En los últimos siglos antes de Cristo no vuelven a oírse ya las voces de los grandes profetas de antaño. Pero la aventura espiritual de Israel está muy lejos de haberse cerrado. Forzados a resumir, nos detenemos en el Qohelet, en el libro de la Sabiduría y en el de Daniel.

a) El interrogante de Qohelet. El libro de Qohelet (o Eclesiastés), escrito probablemente en la segunda mitad del siglo constituye sin duda una lectura desconcertante. Por eso la tradición corre el riesgo de descuidarlo. En realidad, los interrogantes que formula y las inquietudes que suscita son el paso obligado hacia una auténtica experiencia espiritual. El interrogante que constituye el tema central de su exposición ("¿Qué sentido tiene la vida?") se formula en un contexto teológico y espiritual preciso. La reflexión profética había rechazado ya la solución de la retribución colectiva: véase Jer 31,29-30 y Ez 18. Los dos profetas habían comprendido muy bien que no se puede resolver el problema de Dios y el del mal presente en el mundo recurriendo a una especie de responsabilidad colectiva. A su vez, la reflexión sapiencia) había rechazado el ingenuo optimismo de los antiguos sabios, que consideraban el bien y el mal justamente repartidos, según la conducta de cada uno. Contra esta concepción se había alzado ya el libro de Job. Qohelet va más lejos. Job da a entender que una vida rica de bienestar y de éxito merece la pena vivirse. En cambio, Qohelet se pregunta: ¿De qué sirve? Entre la creencia de que la justicia se dará en la tierra, cosa que se rechaza, y la creencia de que la justicia vendrá después de la muerte, lo que todavía no se vislumbra, la fe pasa por una crisis. Qohelet es un libro de crisis. Sabe demoler con mucha eficacia la síntesis teológica y humana que se había construido la fe de Israel; pero no está en condiciones de edificar una síntesis nueva. Por otra parte, su negación resulta indispensable para llegar a una nueva síntesis.

En una premisa densa y fascinante (1,4-18), Qohelet demuestra que el hombre y la historia se mueven en redondo, dentro de un círculo que no consiguen romper. Todo vuelve al punto de partida, como el movimiento del sol, del viento y del agua de los ríos. El afanarse del hombre es un girar sobre sí mismo, un hacer y deshacer. Qohelet está convencido de que el hombre no puede romper el círculo en que se encuentra encerrado. No consigue hallarle una explicación, entender su mecanismo y su secreto. Ni siquiera consigue franquearlo con su actividad creadora, que no llega a conclusión, sino que se ve remitida una y otra vez al punto de partida; el mundo nuevo que el hombre se esfuerza en construir se le va continuamente de las manos, y así cada generación se ve forzada a comenzar desde el principio. De esta manera Qohelet contesta violentamente la esperanza mesiánica de Israel. El mesianismo de los profetas es terrestre y la novedad que ellos prometen no sobrepasa la existencia mundana. Mas, entonces, ¿cómo se puede hablar verdaderamente de novedad? Siempre se topará con el límite de la muerte; el ojo del hombre no se saciará nunca de ver ni el oído de oír; por más que el hombre busque, se le seguirá escapando el sentido de la totalidad. Qohelet no es un escéptico, un incrédulo o un decepcionado; es más bien un hombre lúcido.

El bien y el mal no están repartidos según un criterio aceptable, prosigue Qohelet, y sabiduría y necedad no son tratadas como merecen. No salen las cuentas (contrariamente a lo que afirmaba con ingenuidad la sabiduría tradicional). Y si aquí y allá parecen salir es como por casualidad. Pero la existencia humana es vanidad, sobre todo porque choca con el límite insalvable de la muerte, que hiere doblemente al hombre y anula su esfuerzo. Arranca al hombre de todas las realizaciones que penosamente se ha construido. Y el que tengan la misma suerte el necio y el sabio va contra la innegable superioridad de la sabiduría, constituyendo una auténtica befa para el sabio, que tanto se ha esforzado para sustraerse a la necedad. Así pues, la muerte cuestiona radicalmente la vida.

Naturalmente, para comprender esta reflexión de Qohelet sobre la muerte hay que tener presente que él ve la muerte como sus contemporáneos, o sea sin la claridad de una positiva existencia ultraterrena; los muertos permanecen en el sheol, donde poseen una existencia sombría, sin distinción entre buenos y malos. Sobre esto nuestro autor es muy preciso, e incluso irónico, frente a quienes (como, por ejemplo, los egipcios o los griegos) pretendían asegurar la inmortalidad (3,19-21). Si la existencia está amenazada por la muerte y amargada por la humillación infligida a la sabiduría y, en todo caso, no responde a las profundas aspiraciones del hombre, entonces "no hay más felicidad para el hombre que comer y beber y gozar él mismo del producto de su trabajo" (2,24). Esta constatación aparece otras cinco veces a lo largo del libro (3,12-13; 3,22; 5,17-19; 8,15; 9,7-9).

Muchos son, pues, los motivos por los que la fatiga de vivir se le antoja al hombre sin provecho. Mas, pensándolo bien, en cierto sentido es vanidad por esencia; en efecto (aun prescindiendo de los casos desgraciados, que sin duda existen, y de las muchas amenazas provenientes del exterior), no se ve cómo pueda quedar satisfecho el deseo del hombre: es un deseo abierto, infinito, mientras que la realidad de la existencia es la que es: inferior. ¿Por qué Dios —he aquí la pregunta que no se puede esquivar— ha hecho al hombre así, desequilibrado, con un principio de totalidad y de duración que luego queda insatisfecho? La pregunta es teológica y pone en tela de juicio a Dios. La sucesiva reflexión bíblica habrá de volver sobre ella. Por su parte, Qohelet se la hace; pero es discreto, casi evasivo, a la hora de responder; lo cual muestra su profunda religiosidad. Responde: "Así hace Dios que se le tema" (3,14). Respuesta breve, casi evasiva, desproporcionada, se diría, a la amplitud de la pregunta; pero importante y esencial para comprender la espiritualidad y la religiosidad de Qohelet (y también para comprender sus límites). Temer a Dios significa ser consciente de los propios límites. Significa tener confianza en él a pesar de todo. Significa aceptar la situación serena y lúcidamente y aferrarse al don de Dios siempre que se presente.

Después de esta reflexión de Qohelet, se ofrecen tres posibilidades. La de negar la experiencia histórica, es decir, la validez del análisis de Qohelet, con tal de salvar aquella síntesis teológica y cultural que la tradición afirmaba; es la posición de los amigos de Job y de tantos que en todas las épocas se les parecen. Se niega la realidad, contradictoria e inquietante, con tal de salvar el propio esquema, en el que se cree encontrar claridad y orden. Es ésta una espiritualidad fundada en la mentira. O bien —y es la segunda posibilidad— negar que en la existencia haya valores que luego sean desmentidos por la realidad; en este caso el absurdo se elimina afirmando una ausencia general de sentido; es la solución atea. O, finalmente, resolver el problema de la existencia superando el escollo de la muerte: es la solución que encontrará la sucesiva reflexión bíblica, pero que Qohelet no está aún en condiciones de ver. Qohelet rechaza las dos primeras posibilidades, impugnando, por tanto, la síntesis tradicional, aunque sin poder elaborar una nueva. Tampoco lo intenta, y en ello precisamente está su valor. No elimina uno u otro aspecto de la experiencia para hacer, cueste lo que cueste, una síntesis. Renuncia a una síntesis, mas conserva (si bien es incapaz de armonizarlos) todos aquellos elementos que luego habrán de permitirla. Y esto nos parece una actitud constante de la auténtica espiritualidad bíblica.

b) La respuesta del libro de la Sabiduría. Según Qohelet, pues, la muerte representa el jaque radical a la existencia del hombre. El libro de la Sabiduría —libro que se sitúa en los umbrales del NT— parece llevar (idealmente) la reflexión de Qohelet a sus últimas consecuencias; o, mejor, lee las palabras de Qohelet con los ojos del impío, sacando todas las consecuencias de ello, pero para terminar invirtiéndolas".

El libro de la Sabiduría conoce la concepción materialista de la vida, que encuentra su justificación en la negación del más allá y en la negación consiguiente del principio de retribución. En realidad, afirma el libro, Dios creó al hombre para la inmortalidad (2,21-23). Contrariamente a las apariencias, Dios es fiel y no abandona al justo en la muerte ni lo iguala con el necio. La muerte no decepciona la esperanza de los justos, sino que la confirma (3,4). No se trata, obviamente, de una mera supervivencia, sino de una comunión con la vida de Dios (15,3), prolongación de aquella amistad con la sabiduría que ya aquí el discípulo se ha esforzado por establecer (3,9). Se puede hablar de una doble muerte: la física, a la que también los justos están sujetos, pero que se ve como tránsito de una existencia atormentada a una vida con Dios (2,19; 3,9; 5,15); y la muerte eterna, la del impío, que se identifica con la separación definitiva de Dios (2,24).

Puede preguntarse aquí cómo surgió esta iluminación que, en definitiva, salvó toda la experiencia espiritual de Israel. La originalidad del libro de la Sabiduría estriba en haber conseguido unir dos experiencias: la sapiencial (que reflexionó sobre el hombre y puso al desnudo las aporías) y la histórico-profética, testigo de una historia de continua fidelidad de Dios. La conclusión: Dios es fiel y no puede abandonar al hombre; no puede haberlo creado sediento de vida para luego decepcionarlo; no puede invitarle a la sabiduría para luego traicionarle.

Naturalmente, tampoco esta conjunción surgió de improviso. Fue preparada por la experiencia de algunos hombres piadosos, que, por una parte, experimentaron la injusticia de la existencia y sintieron la tentación de la desconfianza, y, por otra, tuvieron una fe inquebrantable en la fidelidad de Dios y, a despecho de todo, le dieron crédito; así algunos salmos (73; 17; 49; 16). La intuición de la supervivencia se vio también facilitada por la experiencia de los mártires (2 Mac 7,9; 12,43-45; 14,46): ¿Es posible que Dios abandone a la muerte a quienes mueren por ser fieles a su ley? Y también se vio facilitada (lo cual no se debe sobreestimar, pero tampoco subestimar) por el encuentro con el pensamiento griego, que desde hacía ya tiempo había elaborado la idea de la inmortalidad.

Ahora podemos entender cómo del encuentro de las dos experiencias (por una parte, la promesa del Dios vivo y. por otra, la muerte que parece desmentirla) surgió, primero, el escándalo de la muerte y, luego, la esperanza frente a la muerte. Esperanza que tiene dos características fundamentales. No se apoya en razonamientos humanos ni se la deduce del hombre mismo, sino que pende toda ella de la fidelidad de Dios; es religiosa: la victoria sobre la muerte está asegurada por la promesa de Dios; a partir de Dios se comprende la necesidad de que la muerte sea vencida. Además, la esperanza de Israel es concreta y global; abarca a todo el hombre y la creación entera; Israel no habla de inmortalidad, sino de resurrección.

e) La espiritualidad de los textos apocalípticos. Al final del postexilio se desarrolla en el judaísmo una vasta literatura a la que se da el nombre de apocalíptica. La obra maestra bíblica de esta literatura es el libro de Daniel. Es literatura (y, más profundamente, espiritualidad) para un tiempo de crisis. Son tiempos difíciles, de persecución, y la apocalíptica quiere ser un mensaje de consuelo: al fin de los tiempos (y estos tiempos están próximos) tendrá lugar el juicio por la intervención de Dios y se invertirán las situaciones.

La experiencia espiritual de la apocalíptica se alimenta, por una parte, de un radical pesimismo frente al mundo presente y a las posibilidades del hombre, y, por otra, de una absoluta confianza en las posibilidades de Dios.

Detrás hay una filosofía de la historia bien precisa, que hunde sus raíces en la concepción de los profetas. Ningún acontecimiento se debe al azar. Todo está previsto y acaece en el momento establecido. Los acontecimientos de la historia, en contra de las apariencias, están ordenados y guiados por Dios de forma que preparan el advenimiento de su reino. Existe en la historia un plan que puede escapar a los superficiales, pero no a los verdaderos creyentes.

La espiritualidad apocalíptica tiene un sentido muy vivo de la trascendencia de Dios. El controla toda la historia con su iniciativa. Este sentido de la trascendencia se expresa muy acertadamente también a nivel literario: a Dios se le describe de modo aproximativo, a tientas.

Como es fácil intuir, también los apocalípticos se preocupan de responder a los interrogantes que formula a la fe la acción de Dios en el mundo. Conscientes del contratiempo que el reino de Dios encuentra en la historia, proyectan la solución al final, más allá de la historia. En esta clara conciencia de un destino que va más allá de la historia estriba su mérito; pero lleva también inherente una tentación (ausente en la apocalíptica bíblica, pero presente en otras partes), a saber: la de abandonar el mundo presente, irremediablemente corrompido, a su destino, y esperar mediante la fe y la observancia rigurosa de la ley aquel mundo nuevo que sólo Dios puede crear.

8. LAS ESTRUCTURAS DE LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL VETEROTESTAMENTARIA: SÍNTEsis - Queremos ahora, para concluir nuestra lectura del AT, intentar recoger en síntesis (completándola también con aspectos que nuestra lectura demasiado rápida ha dejado en la sombra) las principales estructuras que forman como la osamenta constante de la espiritualidad bíblica.

a) La fidelidad a la historia. Ante todo, y ya se ha visto con claridad, hay un principio básico que lo sustenta todo: la convicción de la presencia salvífica de Dios en la historia. Israel coloca en el centro de su fe una "historia de salvación", lo cual significa la persuasión de que Dios obra en el mundo histórico de manera y en formas humanas, compartiendo la relatividad de la existencia; de que el hombre encuentra a Dios y su don de salvación dentro de la historia, y no fuera de ella; de que la historia no es sólo el lugar en que insertarse para servir a Dios, sino antes ya el lugar en que insertarse para conocerlo: la historia es lugar de revelación (>Creyente II].

De aquí una primera estructura de la espiritualidad bíblica: la obstinada fidelidad a la historia. Más que de un contenido, se trata de un método. A diferencia del pensamiento mítico (que parte de lo que es típico, esquemático y general, y absorbe en ello los hechos particulares), el hombre bíblico parte de lo que es singular y concreto. Sólo después (pero nunca a costa de renegar de la originalidad de los hechos particulares) intenta analizar los hechos y ver sus constantes. No se trata de un procedimiento de lo general a lo particular (de forma que la fe pueda encontrar siempre un cómodo refugio en principios generales), sino de lo particular a lo general. La precedencia corresponde a lo que es, a lo singular, aunque esto cuestione la fe. No se debe nunca sacrificar lo concreto al esquema. Es una indicación metodológica de gran importancia.

Obviamente, los acontecimientos particulares tienen implicaciones universales; de lo contrario, no tendrían sentido. Dios se revela en un momento particular de la historia y, sin embargo, se revela como el Señor de toda la historia: "la universalidad está implicada en lo particular". Pero esta universalidad no se transforma nunca en principios abstractos y generales. La particularidad permanece irrenunciable: en ella es donde se capta un sentido universal. El que vive y comprende el momento histórico de Dios no se convierte en filósofo que reconoce principios y esquemas, sino que está llamado a ser testigo que recuerda y relata ante todos los demás. El AT orienta la fe a cuanto acaece en el mundo y la fuerza a permanecer anclada en los acontecimientos, cualesquiera que sean; anclada en la historia, aun cuando los acontecimientos parezcan desmentir de modo flagrante la concepción religiosa que Israel tenía de la historia misma.

Así, la experiencia espiritual de Israel, precisamente porque está anclada en lo concreto de la historia, permanece siempre abierta al desafio y a la amenaza de los acontecimientos. El hombre bíblico está implicado en la historia y no esquiva el conflicto que la historia significa para la fe. La experiencia espiritual se confronta con todos los hechos históricos: "con los que hablan de la providencia divina, pero también con los que parecen negar la presencia de Dios'. En todos los casos el hombre bíblico se niega no sólo a desesperar de Dios, sino también a "separarlo de la historia y buscar refugio en el misticismo o en la fuga del mundo'.

b) La memoria. Inmerso en una historia que en su mayor parte aparece fragmentaria, sin dirección y sin sentido, también Israel —como todos los demás pueblos— anda en busca de una dirección, de una seguridad y de una explicación. Mas todo esto no lo busca fuera del tiempo, sino dentro de la historia. En otras palabras, Israel lee su propia historia presente y se abre al futuro proyectando- luz desde algunos hechos de Dios particularmente reveladores; por ejemplo, los hechos de los orígenes, de los patriarcas y del éxodo.

Con esto queremos aclarar una segunda gran estructura de la espiritualidad bíblica, a saber: la memoria. No sería ciertamente difícil recordar aquí toda una serie de acontecimientos que Israel conservó constantemente en la memoria para descifrar, a partir de ellos, los caminos de Dios". Y esto no sólo respecto a la historia particular propia, sino también respecto a la historia universal entera; en su propia experiencia particular, Israel está convencido de encontrar una clave interpretativa de la historia entera. No se trata de una memoria abstracta, sino de un enlace con el pasado, en el cual Dios mostró su potencia salvadora, en la convicción de que todavía hoy el Señor salva de la misma manera y en la persuasión de que un día la salvación alcanzará su plenitud.

Pero aquí hemos de precisar que Israel no recuerda simplemente las proezas de Dios, sino las proezas narradas con palabras y fijadas en signos. Las proezas de Dios permanecerían mudas sin las palabras que las explican y sin los signos que acreditan las palabras explicativas. Se comprende entonces que la liturgia desarrollara una función fundamental: las fiestas, el sábado y los actos litúrgicos son memoriales. La vida de Israel está tejida de "señales" que transmiten la experiencia espiritual (la liturgia, el templo, las fiestas, las leyes). En la liturgia se recuerda y se actualiza; los hechos del pasado, recordados e interpretados, se vuelven contemporáneos e interpelan al pueblo. La memoria se convierte en un hoy.

c) La tendencia hacia el futuro mesiánico. Israel relee continuamente la palabra y su propia experiencia pasada y vuelve sobre ellas. Existe una convicción como base de esta relectura: la palabra de Dios permanece, a pesar de todos los acontecimientos que parecen desmentirla, firme y válida. Esta fidelidad de Dios es un segundo principio básico de la espiritualidad de Israel, que hay que colocar junto al primero, que hemos indicado al principio [ supra, a], a saber: la firme convicción de que Dios obra en la historia. Convencido de que la palabra de Dios es firme, Israel no sólo vuelve a ella y la actualiza, sino que frente a los hechos que la desmienten la purifica y la proyecta en el futuro. "Es asombroso comprobar —escribe G. von Rad "— cómo Israel no dejó caer al suelo ninguna promesa, permitiendo de ese modo que las promesas de Yahvé tomaran proporciones inmensas; y cómo también, sin preocupación alguna por los límites de las posibilidades divinas de cumplimiento, transmitió todo lo que hasta entonces no se había cumplido, sumándolo al debe de su Dios".

Tenemos con esto la tercera gran estructura de la espiritualidad bíblica: la tendencia hacia el futuro mesiánico. No se comprendería la experiencia de Israel sin esta apertura al futuro. El hombre bíblico no cree solamente en una presencia de Dios en la historia, sino que está convencido de que la historia está abierta y que todavía no ha desvelado del todo su sentido. Israel está convencido de que la explicación de la historia llegará más adelante. La experiencia presente es fragmentaria, es una explicación "de vez por vez"; la unidad vendrá más adelante, la síntesis se encuentra en el futuro. No resulta difícil construir el mecanismo de esta experiencia espiritual. La constante comprobación de una diferencia entre la promesa de Dios (amplia) y la dura realidad de la historia (siempre decepcionante), en lugar de hacer discutible la fidelidad de Dios y la verdad de su palabra, empujó a Israel a purificar la promesa, a diferirla y a apoyarla en Dios. La esperanza de Israel en el futuro es un hecho teológico; nace únicamente de la convicción de la fidelidad de Dios, no de la confianza del hombre o de valoraciones optimistas de los acontecimientos. En el choque entre palabra e historia, Israel se preocupó ante todo de poner a seguro la fidelidad de Dios, aunque sin faltar —hay que repetirlo— al deber de aceptar lúcida y lealmente la realidad de los hechos. En efecto, Israel no cayó en la tentación de introducir elementos extraños y acomodaticios en estos acontecimientos que ponen en cuestión la palabra (como, en cambio, hacían los amigos de Job, que se obstinaban en considerar a éste un pecador), sino que prefiere afirmar el carácter misterioso de la fidelidad de Dios y buscar hacia adelante el sentido que ahora se escapa. La proyección hacia el futuro es lo que le permite a Israel unir la convicción de la fidelidad de Dios y la lealtad a la historia, hacer, en definitiva, una lectura religiosa de la historia sin alejarse de la historia misma.

d) La fidelidad a los orígenes y la apertura a lo nuevo. La proyección hacia el futuro induce al hombre bíblico a vivir un equilibrio no fácil entre memoria y novedad; el Dios que viene es fiel Y. por eso, está en continuidad con el pasado; pero Dios no se repite, y de ahí que su venida sea al mismo tiempo nueva". Tenemos aquí una cuarta estructura de la experiencia espiritual bíblica: fidelidad a los orígenes y apertura a lo nuevo. Podríamos hablar, en cierto sentido, de "espiritualidad nómada". "Apenas se ha adaptado Israel a ellos (nuevos períodos o situaciones), es sobresaltado una vez más con el anuncio de nuevos acontecimientos, y es sacado fuera de las ideas a las que acababa de habituarse..."". Esto distingue de modo radical la mentalidad hebrea de la mentalidad griega; los griegos concebían el mundo como un cosmos, es decir, como un complejo armónico y coherente, regido por leyes inmutables; en cambio, los judíos lo consideraban un acontecimiento en manos de Dios. Esto hace que las respectivas búsquedas espirituales sean totalmente diferentes; el griego se orienta sobre todo a descubrir las leyes de las cosas y a adaptarse a ellas; quiere respetar un orden fijo, ya dado; en cambio, para el judío entrar en el orden de las cosas significa buscar la voluntad de Dios, siempre libre e imprevisible; lo que hay que hacer es dirigir un plan todavía en desarrollo; la cuestión no está, pues, en mantener y repetir un orden fijo, sino más bien en seguir y prolongar una dirección. Al hebreo se le piden fidelidad e intuiciones, memoria y novedad. Sobre todo se le pide la superación de la nostalgia: "No os acordéis de antaño, de lo pasado no os cuidéis" (Is 43,16-21). Existe un apego al pasado, incluso al pasado de Dios, que cierra los ojos a la liberación de Dios, que hoy está germinando de nuevo: "Mirad, yo voy a hacer una cosa nueva; ya despunta, ¿no lo notáis?".

e) La coralidad. La experiencia espiritual de Israel se desarrolló dentro de una historia, una historia concreta y real, cotidiana. Mas con una precisión: dentro de esta historia hay acontecimientos significativos, verdaderos puntos de referencia y claves de lectura. Algo análogo hay que decir a propósito de otra estructura de la espiritualidad bíblica: la coralidad. La experiencia bíblica es coral y tiene lugar dentro de una comunidad; mas en esta coralidad hay testigos que se convierten en puntos de referencia; por ejemplo, los profetas; pero también los sacerdotes y los sabios.

f) Asimilación y diálogo. Finalmente, una última tendencia —que parece también una estructura constante— es la adhesión estrecha al patrimonio originario y a la vez, partiendo de él, una sorprendente capacidad de asimilación y de diálogo. Las páginas bíblicas, incluso las más importantes, manifiestan una vasta comunión cultural, existencial y expresiva con los problemas y con las ideas de los pueblos vecinos; pero, al mismo tiempo, manifiestan una profunda originalidad. Es un dato constante: una profunda solidaridad con el ambiente y, juntamente, la presencia de un elemento irreductible a él.

Hemos destacado dos principios básicos, a partir de los cuales se configuró la expresión espiritual de Israel: la convicción de que Dios obra en la historia y la convicción de la absoluta fidelidad de su palabra. Sobre la base de estas dos convicciones se han distinguido algunas estructuras sustentadoras [>a-f]. Pero se trata de estructuras formales más que de contenido. Indican ante todo un método. Si, en cambio, queremos pasar más explícitamente al contenido (y sin pretensión de agotarlo), resulta obligado detenerse en dos puntos básicos: Dios y el hombre.

g) Dios. Israel tuvo la experiencia de que Dios está presente y actúa en la historia; pero también experimentó, y dramáticamente, su ausencia. Con ello Israel se encontró metido en el "misterio" de Dios. La experiencia espiritual de Israel no se presenta como un esfuerzo penoso por arrancar a Dios de su misterio; al contrario, se diría que es un esfuerzo por resistir a la tentación de eliminar el misterio. "Dios se oculta tanto como se manifiesta". Junto a las profesiones de fe: "Dios está con nosotros", "Dios nos sacó de Egipto" —profesiones que reaparecen en todas las épocas y bajo todas las formas—. está la pregunta por el abandono: ¿Dónde está Dios? ¿Qué hace Dios? La acción de Dios es desconcertante: te libera y luego parece abandonarte (Ex 14,11: 16,3; 17.3; Núm 11,4-6; 11.31-34). En Jue 6,13 encontramos, no sin sorpresa, el artículo fundamental de la fe, a la vez recordado y puesto en discusión.

Las ausencias de Dios no se explican siempre y simplemente como fruto del pecado y, por tanto, como un castigo. Obedecen a una pedagogía de Dios, son una "prueba", el camino obligado para llegar al verdadero Dios. Profetas y salmistas repiten que Dios se oculta para "hacerse encontrar". Mas, a pesar de estas explicaciones, ante estas ausencias de Dios es cuando Israel siente perennemente la tentación de buscar otras presencias y otros apoyos: de buscar un Dios más programable, menos inquietante.

En el misterio de Dios (no es el misterio de Dios en sí, sino el misterio de Dios en la historia, el misterio de su acción salvífica) hay tensiones —podríamos decir contradicciones dialécticas– que podemos sintetizar así: Dios es trascendente y, sin embargo, está implicado en la historia; es el protagonista de la historia y, sin embargo, la historia está en manos de la libertad del hombre; es el Señor de la historia y, sin embargo, en la historia existe el mal; actúa a favor del hombre y, sin embargo, no se deja instrumentalizar por el hombre. Como ya hemos dicho, la Biblia reconoce y expresa estas antinomias, pero no las resuelve. Más bien las defiende: Deshace los intentos de solución. No arranca a Dios de su misterio. El hombre bíblico rechaza un Dios que sea Señor sin implicaciones, separado de la historia y que exija de sus fieles un alejamiento parecido. Hay mucho ímpetu y mucho misticismo en la espiritualidad bíblica; pero nunca se busca el encuentro con un Dios que rechace la historia y el mundo. El hombre bíblico se opone a un Señor implicado en la historia y que la trascienda sin dejar espacio para la libertad y el mal. El hombre bíblico rechaza un Dios que —precisamente por dejar espacio a la libertad y al mundo— no sea ya el protagonista y el Señor de la historia. Al creyente, testigo de Dios, no se le permite defender i Dios despojándolo de su implicación en la historia; defenderlo calumniando al hombre (como los amigos de Job) o defenderlo refugiándose en una historia pasada (transfigurada) o, más simplemente, en una historia general y abstracta. Por todo esto la búsqueda de Dios no es un esfuerzo de conocimiento especulativo y ni siquiera fundamentalmente una búsqueda de Dios en sí, sino más bien una búsqueda de Dios en relación con nosotros y dentro de la vida concreta.

h) El hombre. Dios, para Israel, está presente en la historia de los individuos, del pueblo y de los demás pueblos; en una palabra, dirige la historia. Esta fe podría llevar a disminuir o negar la parte del hombre. Mas no es así. Precisamente dentro de un marco teocéntrico es donde afirma Israel el primado del hombre. El hombre bíblico no llegó a afirmar la grandeza del hombre observando concretamente al hombre y su capacidad de dominar la naturaleza, su diferencia con las cosas y su superioridad respecto a ellas. La experiencia bíblica es religiosa: captó la grandeza del hombre, de todo hombre, reflexionando sobre el comportamiento de Dios, sobre su amor, sobre su alianza. Y, al final, comprendió que la existencia del hombre será rescatada de la vanidad y de la muerte partiendo no de los componentes del hombre, sino de la fidelidad de Dios. Todo esto es significativo. La experiencia bíblica repite que el reconocimiento del señorío de Dios no es a costa del sentido del hombre, sino que constituye su fundamento. Dios y el hombre están vinculados: se salvan o se pierden juntos.

i) La tentación de la idolatría. Estas consideraciones sobre Dios y sobre el hombre no estarían completas si no dijésemos una palabra sobre la constante tentación a que Israel se vio siempre expuesto, a saber: la idolatría. Toda la historia bíblica es una lucha contra esta tentación. Los profetas ilustraron ampliamente la importancia y la exigencia del monoteísmo e ironizaron a propósito del culto de los ídolos (por ejemplo, Is 44), y Sab (13,1-10) mostró la estupidez de la idolatría: el hombre confunde a las criaturas con el Creador.

Mas a nosotros nos interesa dar con la raíz de la idolatría. Los pecados contra Dios son muchos y variados, pero la raíz que los provoca es la misma. Este análisis se remonta a los profetas. Las transgresiones son muchas y diversas, pero en la raíz hay siempre un germen de idolatría: la desconfianza en Dios (la convicción de que Dios se nos opone), la búsqueda de la seguridad fuera de la palabra de Dios, el deseo de independencia, son los tres componentes de la idolatría. Por lo demás, el pecado no es simplemente un rechazo de Dios (concretamente, sustraerse a su plan); Dios, una vez rechazado, es sustituido siempre por algo que se considera más importante y más seguro que él. Y esto es idolatría. Permuta que, según ironiza la Biblia, resulta insensata y obtusa. Escribe Jeremías (2,13): "Me han abandonado a mí, la fuente de agua viva, para excavarse aljibes, aljibes agrietados, que no retienen agua". También la experiencia bíblica habla de renuncia, pero no se trata de renuncia al mundo y a sí mismo para conseguir lo absoluto; es una renuncia de otro género. Israel debe renunciar a un proyecto de vida propio para aceptar el de Dios. Existe una idolatría abierta, clara (el abandono del monoteísmo para seguir a los ídolos extranjeros), y existe una idolatría más sutil, pero no menos importante (degradar a Yahvé al nivel de los ídolos), que puede encontrarse también dentro de Israel. La idolatría, en otras palabras, no consiste sólo y ante todo en abandonar a Yahvé, único Dios, por una pluralidad de dioses; no es sólo cuestión de monoteísmo; es cuestión de tipo de Dios. Idolatría es creer en un Dios diverso de Yahvé o reducir a Yahvé a un Dios diverso. En el desierto el pueblo se hizo un becerro de oro (Ex 32): "Haznos un dios que vaya delante de nosotros", es decir, un dios instrumentalizado y manipulable, al servicio de Israel. Ambas formas de idolatría son esencialmente iguales: tanto negando a Dios como degradándolo se termina erigiendo "ídolos mudos" en valores supremos, a los cuales el hombre se sacrifica él mismo y sacrifica a los demás. Como puede vislumbrarse, la pérdida de Dios es siempre, de una forma u otra, también una pérdida del hombre.

II. El Nuevo Testamento

1. LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL ORIGINARIA: CRISTO Y LOS DISCIPULOS QUE LE SIGUEN - La experiencia espiritual originaria, arquetípica, es la de Cristo y los primeros discípulos que le siguen. En concreto, creo que son tres los caminos que hay que recorrer para reconstruirla: la experiencia espiritual del hombre Jesús, la experiencia de los discípulos que le siguen, el choque entre Jesús (mensaje y praxis) y el ambiente religioso en que vivió. No es fácil construir esta experiencia originaria; y ello por dos motivos: por la índole única de la persona de Jesús y por la dificultad de alcanzar —a través de los evangelios, que son testimonios de fe— la historia. No obstante, a pesar del carácter único de su persona y, por tanto, de la imposibilidad de que lleguemos al fondo de su experiencia espiritual, Jesús es con todo un hombre real, que se expresó en palabras y gestos; dejó traslucir algo de sí. Por eso, a pesar de la reconocida dificultad del problema relativo al Cristo histórico, sigue siendo cierto que los testigos de la fe intentaron comunicarnos la realidad sustancial de los acontecimientos. Y es igualmente claro que tales testimonios, por encima de las múltiples diferencias debidas a situaciones comunitarias diversas, nos transfieren afirmaciones constantes y comunes. Para nuestro fin son suficientes. Nos fiamos de las comunidades cristianas y de la convergencia de su testimonio.

a) Jesús de Nazaret, hombre religioso y solidario. No es fácil definir a Jesús no sólo en su divinidad, sino incluso en su fisonomía humana. No es un hombre común, por lo que faltan esquemas apropiados para definirlo. Ya al comienzo de su ministerio (Mc 121ss), ante sus primeros discursos y sus primeros actos, las multitudes se interrogaban: ¿Qué significa todo esto? La respuesta es que Jesús enseña con autoridad (no como los escribas) y que su enseñanza es nueva. Es una novedad cualitativa, no cronológica. Más adelante, hacia el final de su ministerio en Galilea (Mc 8,27-28), la multitud definirá a Jesús recurriendo a conocidas figuras del pasado: Juan Bautista, Elías, un profeta. Con esto la gente de algún modo percibe la grandeza de Jesús, pero no su profunda originalidad. No se puede expresar el significado de Cristo acudiendo a esquemas interpretativos ya conocidos. No se puede encerrar a Jesús dentro de un saber ya dado. ¿En qué consiste su originalidad? ¿De dónde proviene?

aa) Jesús, hombre lúcido. Una cosa salta en seguida a la vista al leer las numerosas controversias en que Jesús se vio envuelto: que él va siempre al fondo de los problemas. Así a propósito del sábado, de lo puro e impuro, del tributo al César y de otras cosas. Ante cualquier pregunta, Jesús intenta llevar a los que le interrogan a una visión nueva del problema. No se deja encerrar dentro de los términos estrechos desde los que se le plantea una cuestión. Se muestra convencido de que hay algo más al fondo, que es preciso recuperar; algo que renueva los problemas desde sus fundamentos. Esta lucidez de Jesús, que hace percatarse del verdadero fondo de las cosas, es ya un motivo que lo hace diverso, no catalogable. La multitud se da cuenta de ello y, como observa Marcos, queda sorprendida ante él (12,17), y "ya nadie se atrevía a preguntarle más" (12,34), y "lo escuchaba con agrado" (12,37). La comprobación que hemos hecho replantea la pregunta: ¿En qué consiste la originalidad de Jesús y de dónde proviene?

bb) Jesús, hombre religioso. Aquí está la raíz de su originalidad; Jesús habla de Dios y sólo de Dios. Saca de su profunda comunión con el Padre los criterios de su propia acción y los juicios de sus valoraciones. Valora las cosas a partir de Dios. Para penetrar, aunque sea un poco, en este profundo misterio de la espiritualidad del hombre Jesús, destaquemos tres aspectos:

Primero: En todo lo que hace —incluso y en especial en aquellas cosas que desconciertan a sus contemporáneos— Jesús únicamente pretende revelar el rostro del Padre, su actitud hacia el hombre, su amor. La praxis de Jesús es una búsqueda constante de los oprimidos, de los pecadores, de los marginados de todas clases; habla con ellos, entra en polémica con los fariseos y escribas a causa de ellos, se sienta en su mesa. ¿Por qué? Está muy claro que los criterios de su actitud Jesús no los deduce, digamos, de un análisis de la sociedad o del hombre. Los deduce de un análisis del comportamiento de Dios. Su procedimiento es religioso: ¿Quién es Dios y cuál es su plan sobre el hombre? Este es el dato de partida: el Padre ama a cada hombre. A partir de ahí, Jesús concluye que toda marginación es un pecado religioso. La praxis misericordiosa de Jesús encuentra su explicación en una experiencia religiosa. Así está particularmente claro en las parábolas de la misericordia, de Lc 15: en la praxis misericordiosa de Jesús, explican las parábolas, se hace presente la misericordia del Padre, se revela el verdadero rostro de Dios, que ama a los pecadores y los espera como un padre: Dios goza con su vuelta y quiere que sea compartida su alegría.

Segundo: Jesús es un hombre de profunda oración. Sobre esto el evangelio es muy discreto; no obstante, sabemos que Jesús oró en el bautismo, antes de elegir a los doce, en Cafarnaúm, después de un día lleno de trabajo, en Getsemaní, en la cruz. Los momentos cruciales de su vida los explica con una oración, personal y solitaria, al Padre. La oración de Jesús expresa ante todo su conciencia de estar unido al Padre; es su comunión con el Padre la que aflora a su conciencia y se traduce en coloquio. Mas también es verdad que la oración de Jesús expresa su atención al plan de Dios y a la palabra. En la oración, según puede verse en el huerto de Getsemaní, Jesús vuelve a encontrar el valor y la nitidez de su propia elección (Mc 14,26). La oración de Jesús expresa, finalmente, su soledad, su nostalgia. Jesús es consciente de su filiación divina, misterio único, original, irrepetible. Por eso se retira a orar solo. No le basta hablar con los hombres, ni tampoco morir por los hermanos. Siente una soledad que sólo el Padre puede colmar, una riqueza que sólo el Padre puede entender y compartir. La oración expresa la soledad del Hijo enviado por el Padre y en camino hacia el Padre.

Tercero: La profunda religiosidad de Jesús se expresa en su obediencia incondicional a la voluntad del Padre; una obediencia tan radical, que podemos llamarla "transparencia". En todo cuanto hace y dice se ajusta a la voluntad del Padre, siendo así su imagen perfecta: su exacta transparencia. Leemos en el evangelio de Juan (4,34): "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y completar su obra". Es ésta una de las afirmaciones más importantes para entender la espiritualidad de Jesús, a saber: su relación con Dios y el modo de entender su propia existencia. Jesús mantiene un esfuerzo continuo por una total obediencia. No vino a decir palabras propias, originales, capaces de permitirle alardear de sí mismo; vino a decir únicamente las palabras del Padre.

cc) Jesús, hombre para los otros. Además de hombre lúcido y religioso, Jesús es un hombre lanzado a donarse. Proyecta la existencia en términos de donación, no de posesión. Consciente de ser mesías e hijo de Dios, no se coloca fuera de la historia de los hombres: se solidariza con ella y la asume. Por ejemplo, entra en el movimiento penitencial de su pueblo (bautismo del Jordán); se ve envuelto en la lucha entre el bien y el Mal, caracterizadora de la historia humana (tentaciones); dice que ha venido no para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate de muchos (Mc 10,45; cf 14,24). La palabra "rescate" evoca la solidaridad más radical: la actitud del pariente que, frente al consanguíneo que cae en esclavitud, no se refugia en el desinterés ni se distancia, sino que se siente envuelto y solidario, hasta el punto de reemplazarle.

dd) El camino de la cruz. Aquí es donde encaja y cobra sentido el camino de la cruz. Jesús previó la pasión y muerte no simplemente como la desembocadura lógica, inevitable y previsible de lo que hacía y decía y de la reacción que suscitaba, sino como voluntad de Dios. Los gestos y palabras de la última cena (Mc 14,22-25) —partir el pan y condividir el vino, la referencia a la antigua alianza (Ex 24,8) y al siervo de Yahvé (Is 53)— manifiestan que Jesús vio su muerte como una obediencia total al Padre (una fidelidad a su querer hasta la muerte, un abandono total en sus manos) y un don incondicional a los hombres. Así Jesús murió como había vivido, manteniendo hasta el fin las actitudes que le guiaron durante toda su existencia (la obediencia incondicional al Padre, la solidaridad con los pecadores, la entrega sin reservas al amor). De este modo la cruz se convierte en la revelación última de la originalidad de Jesús (y del rostro del Padre, que él justamente intenta revelar) y, por lo mismo, en la revelación de la estructura base de toda espiritualidad cristiana: la apertura al Padre (obediencia y transparencia) y la apertura a los hermanos (don y solidaridad).

Queda una última observación. Jesús vivió la pasión y la cruz sin sustraerse a la debilidad y oscuridad típicas del hombre. Léase de nuevo el episodio de Getsemaní, especialmente en la redacción de Mc (14,32-42). Jesús hace propia la experiencia del hombre (Mc parece hablar incluso de "desorientación"), del hombre que se debate solo frente a un Dios que habla de amor y liberación, pero que a veces se asemeja a un muro de silencio y abandono. Jesús recitó en la cruz el Sal 22, la oración acongojada de un justo que se siente abandonado por su Dios. Sin embargo, junto al abandono, la soledad y la turbación encontramos la serenidad, la paciencia y la confianza, la majestad, rasgos que también los relatos de la pasión ponen de relieve. Así pues, la experiencia de la cruz tiene como dos caras y está alimentada por dos raíces: la oscuridad y la serenidad.

b) La experiencia de los discípulos que siguen a Jesús". Ante Jesús surgía la pregunta: ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? No es fácil responder, porque se da como un desconcierto. Por una parte, la pretensión de Jesús de haber sido enviado por Dios (y las señales que la manifiestan); por otra, la realidad fenoménica (tan humana, cotidiana), que parece desmentirla; así ocurrió en Nazaret (Mc 6,1ss) y a los judíos de la sinagoga de Cafarnaúm (Jn 6,41-42). Por una parte, la afirmación de que el reino ha llegado; por otra, el fracaso de la cruz. Todo esto nos introduce en el itinerario recorrido por los discípulos llamados por Jesús a seguirle.

Los discípulos siguieron a Jesús en sus viajes, recibieron de él una enseñanza particular y le interrogaron; hicieron vida común con él. Todo esto entraba en lo normal; todo rabí estaba rodeado de un grupo de discípulos que le seguían. Pero, por encima de esta ambientación común, la relación que une al discípulo con Jesús es original. La llamada de Jesús (Mc 1,16-20) exige prontitud de decisión, desprendimiento y participación. El elemento central es seguir, que supone una llamada y una adhesión personal. Aquí radica el núcleo de la originalidad del discipulado evangélico. Normalmente es el discípulo el que va en busca del rabí célebre, atraído por su fama y deseoso de posesionarse de su doctrina; en el evangelio es Jesús quien llama. Normalmente, el discípulo busca la doctrina del rabí, no su persona; en el evangelio, en cambio, ocupa el primer plano la persona de Jesús, no su doctrina. Normalmente, la condición de discípulo es una situación transitoria: el discípulo frecuenta a un maestro para llegar a ser a su vez maestro; nada de esto hay en el evangelio: ser discípulo es una condición permanente.

El discípulo de Jesús, llamado a vivir una experiencia original de discipulado, es invitado a recorrer el mismo itinerario del maestro, es decir, el camino de la cruz [>Cruz II]. Para esto se le pide una profunda y radical conversión: Mc 8,27-35. No basta confesar abiertamente, como Pedro, el mesianismo de Jesús para ser discípulo; hay que compartir su estrategia. También el discípulo puede correr el riesgo de caer en la lógica de los hombres, atribuyendo a Jesús un carácter mesiánico derivado de "la carne y de la sangre": un mesianismo según los hombres, de acuerdo con el esquema de grandeza que sueñan los hombres. El discípulo, por el contrario, debe "negarse a sí mismo" (Mc 8,34), invirtiendo la imagen de mesíes que se ha fabricado y cambiando desde su raíz la esperanza que ha fomentado. Es una conversión radical y que con razón puede llamarse "teológica". Tanto más que el discípulo debe también él entrar en el camino de la cruz: su camino es como el del maestro, enderezado a la cruz. Concretamente, el discípulo debe, a su vez, proyectar su existencia en términos de donación: "El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que pierda su vida la salvará" (Mc 8,35).

Los discípulos cuando comenzaron a seguir a Jesús tenían ideas equivocadas sobre él y sobre su mesianismo; lo concebían sustancialmente del mismo modo que la multitud, prisioneros como ésta de impacientes esperanzas. Así lo demuestra, hasta el final, todo el curso de los evangelios. Sin embargo, a diferencia de la multitud y a pesar de su falta de comprensión, permanecieron sierra, pre junto al maestro. Esto significa que había en ellos una adhesión personal a Jesús más profunda que el proyecto que se habían forjado. Aquí, en esta adhesión apasionada a inquebrantable al Señor, es donde radica la esencia de la espiritualidad cristiana [>Seguimiento II].

e) Verdadera y falsa búsqueda de Dios. Jesús vivió, enseñó y actuó (y fue rechazado) en una sociedad altamente religiosa. Pero existe también una falsa búsqueda de Dios, y existe igualmente la incredulidad del creyente. Contra esta falsa búsqueda dirigen, Jesús primero y la comunidad primitiva después, gran parte de su denuncia, no sólo desenmascarando las múltiples formas en que se expresa esta falsa religiosidad, sino también poniendo al desnudo y con lucidez sus móviles y sus raíces ocultas. El tema es amplio y, como de costumbre, nos vemos precisados a elegir. Pero antes una observación. El evangelio describe la falsa búsqueda de Dios encarnado en situaciones y personas de su tiempo Se trata de realidades históricas, que, no obstante, constituyen el tipo: tales como, por ejemplo, el fariseo o el escriba, la multitud, los mismos discípulos

En el evangelio de Mc (7,1-23) encontramos una fuerte polémica contra la espiritualidad farisaica. Indudablemente es una página enrevesada; pero algunos aspectos aparecen inmediatamente claros y son importantes, creo, no sólo para conocer las deficiencias que oscurecían la espiritualidad judaica del tiempo de Cristo, sino para conocer algunas de las principales desviaciones que pueden reproducirse (como una perenne enfermedad del espíritu) incluso en la misma espiritualidad cristiana. Tenemos una primera afirmación: hay que distinguir mandamiento de Dios y tradiciones de los hombres (7,8-13). El primero es perenne; las segundas, provisionales. Una segunda afirmación: Jesús rechaza la distinción entre puro e impuro (7,19 b), entre una esfera religiosa, separada, en la que Dios está presente, y una esfera ordinaria, cotidiana, de la que está ausente. Lo que hemos de hacer no es desembarazarnos de lo cotidiano para encontrar a Dios en otra parte, sino purificarnos del pecado para encontrar a Dios en la vida. Una tercera afirmación: la condena decidida de una casuística refinada e hipócrita que termina desvaneciendo la ley a la que pretende servir(7,10-12). Pero el elemento esencial de toda esta polémica lo constituye la pequeña parábola de Jesús: no es lo que entra en el hombre lo que contamina, sino lo que sale del corazón (7,15). Con esta pequeña parábola afirma Jesús la moral del corazón y no sólo de las acciones. Es el hombre el que debe estar en orden; sólo de un hombre ordenado proceden acciones morales. El corazón ha de estar limpio si se quiere comprender la voluntad de Dios; voluntad que no es simple letra escrita, que no es repetitiva. Hay que crearse una situación interior capaz de conocer a Dios, al verdadero Dios, y de leer de nuevo la voluntad de Dios.

Detrás de esta polémica hay una advertencia fundamental, como una convicción de fondo: todas las desviaciones espirituales nacen siempre de no conocer bien a Dios. No se trata simplemente de desviaciones morales, sino de una concepción teológica incorrecta. De una mala concepción de Dios nace la ceguera ante el verdadero Dios y ante su voluntad. No faltan ejemplos, pero es suficiente uno: el conflicto entre Jesús y los fariseos sobre la observancia del sábado. La tradición sinóptica recuerda dos enfrentamientos entre Jesús y los fariseos, originados el primero, porque los discípulos habían arrancado espigas (y Lc precisa "desgranándolas con las manos": 6,1) en día de sábado (Mc 2,23-28; Mt 12,1-8; Le 6,1-5), y el segundo, porque Jesús había curado, también en sábado, a un enfermo que no se encontraba en grave peligro de vida (Mc 3,1-6; Mt 12,9-14; Lc 6,6-11). El pensamiento de Jesús se resume en una frase: el sábado es para el hombre, no el hombre para el sábado (Mc 2,27). Frases como éstas se pueden encontrar también en el judaísmo. Por ejemplo, se nos transmite un dicho de R. Shimon b. Mensaya: "El sábado se os ha confiado a vosotros, no vosotros al sábado". Pero este dicho tenía valor solamente en caso de peligro inminente de vida. Y así se admitía también en día de sábado salvar la vida con la fuga, ayudar a un hombre en peligro, o a una parturienta, o en caso de incendio. Pero el cuadro teológico y moral dentro del cual se mueven estos dichos es completamente diverso al de Jesús. Constituyen una excepción a la regla. En cambio, para Jesús lo que cambia es la regla; y ello porque ha renovado la visión de Dios y del honor que le es debido. En efecto, la proclamación de Jesús no es una acusación a secas del formulismo de los fariseos; es sobre todo una acusación contra su modo de concebir a Dios y de honrarle. Partiendo del principio obvio de que Dios es superior al hombre, los fariseos concluían que el honor de Dios debía preferirse (obviamente, con las excepciones graves del caso) a la salvación del hombre; como si pudiera concebirse un honor de Dios (de un Dios que es amor) fuera de la salvación del hombre. La dureza de corazón de los fariseos (Mc 3,5) no se resuelve, pues, con una simple conversión moral; se precisa una conversión teológica. Hay que cambiar el modo de concebir a Dios y su gloria. Análogamente se interpretan los otros conflictos de Jesús en torno a la ley y, más en general, el escándalo que suscitó su práctica de la misericordia.

2. LAS COMUNIDADES SINÓPTICAS - a) El evangelio de Marcos". Marcos escribe su evangelio —hacia los años 70— para una comunidad de origen pagano y que vive en un mundo pagano. Es un evangelio de iniciación, y esto explica su concisión. Se concentra en unos cuantos interrogantes fundamentales: ¿Quién es Jesús? ¿Dónde y cómo está presente su reino y cuáles son las leyes de su desarrollo? ¿Quién es el discípulo?

aa) Para responder a estos interrogantes, Mc lleva progresivamente al lector a la comprensión del sentido de la cruz; toda la exposición gira en torno a este centro. No se excluye que el evangelista mantuviera una polémica con cierta tendencia que insistiría demasiado en los aspectos gloriosos (como, por ejemplo, los milagros) de Cristo. Advierte el peligro de ello: una cristología de la gloria en menoscabo de la cruz reproduciría dentro de la comunidad cristiana el equívoco judío, a saber: una búsqueda de Dios que rechaza su presencia en el crucificado. Para Mc es la cruz lo que separa la verdadera de la falsa búsqueda de Dios (8,27ss). El verdadero discípulo es el centurión, el cual a los pies de la cruz reconoce al hijo de Dios en la muerte (15,39); no solamente en los milagros, sino en "aquella" muerte, al descubrir en la obstinación del amor y en la solidaridad más radical la presencia salvífica de Dios. Con esto Mc muestra que entiende la pasión no simplemente como un gesto realizado por Cristo para nuestra salvación, sino como un gesto que revela los rasgos más característicos de la epifanía divina.

La exposición de Mc pasa continuamente de la cruz al discípulo, invitándole a creer en el camino de la cruz y a recorrerlo. Ya no se puede seguir otros caminos, si se quiere tener una auténtica experiencia de Dios. En concreto, recorrer el camino de la cruz significa negarse a sí mismo (o sea, proyectar la existencia no ya en términos de conservación, sino de don: 8,35), vivir la solidaridad más radical en el matrimonio (10, lss), acoger a los pequeños (9,37), vender los bienes y distribuirlos a los pobres (10,21), servir (10,45).

Naturalmente, el camino de la cruz está indisolublemente unido a la resurrección. Si el don de sí permaneciese inútil y vencido, no sería "alegre nueva"; pero lo es, porque al don de sí se le ha prometido la victoria de Dios. Seguir a Cristo no es perderse (ésta es la raíz de todos los miedos del discípulo), sino reencontrarse. Al discípulo se le ha prometido el céntuplo "ya en este mundo" (10,28-31).

bb) Las parábolas (c. 4) nos dan el primer contenido importante que encontramos en el evangelio de Mc. Quieren responder a un interrogante de profundo interés para la experiencia espiritual cristiana: ¿Por qué la palabra de Dios (primero la de Jesús, y ahora la que resuena en el anuncio de la Iglesia) parece malgastada, débil y contradicha, acogida por pocos y rechazada por muchos? El evangelista responde, en primer lugar, citando a Is 6,9-10; luego, haciéndonos reflexionar sobre tres parábolas; y, finalmente, relatándonos el milagro de la tempestad. Que la palabra de Dios esté sujeta a contradicción no debe extrañarnos. Entra en el plan de Dios, según lo había dicho ya Isaías. La palabra de Dios, precisamente por ser de Dios, es juicio: luz para quien tiene un corazón limpio y tiniebla para quien tiene un corazón ciego. Luego aceptación y rechazo dependen del corazón del hombre (los diversos terrenos de la parábola del sembrador). Precisamente por ser de Dios, su palabra no quiere ser clara a toda costa; corre el riesgo de la libertad. Pero la parábola del sembrador no se limita a enseñar que el reino de Dios prevé el rechazo. Es ante todo una invitación a la confianza. Es cierto que la semilla es rechazada en muchas partes, pero es igualmente cierto que en alguna da fruto, y en abundancia. También la parábola de la semilla que crece por sí misma es una invitación a la esperanza. La palabra existe y crece; crece ciertamente sobrepasando las resistencias de los hombres. Y la parábola del grano de mostaza nos recuerda que el reino sigue la ley de las apariencias humildes y pequeñas, no de lo grandioso. Así pues, a pesar del mentís de las apariencias, la palabra del reino está presente y operante. El discípulo no se ve eximido de las dificultades y de la persecución; en esto no hay cambio alguno. Pero el discípulo debe confiar en la presencia de su Señor. El milagro de la tempestad muestra el poder de la presencia de Dios e invita al discípulo a tener confianza ante las dificultades, aun ante las más desesperadas.

cc) El evangelio de Mc (c. 13) toca otro punto —esencial y delicado— de la experiencia espiritual neotestamentaria: la espera del Señor y el sentido del tiempo presente. En el centro de todo el discurso tenemos la afirmación —tradicional e irrenunciable— de la certeza de la vuelta del hijo del hombre. Despojados del lenguaje figurado, he aquí los elementos que constituyen su contenido: el triunfo del hijo del hombre, que ahora en la historia parece desmentido, será visible a todos; el juicio, la reunión de los elegidos en la gran familia de Dios. Se precisa que la vuelta del hijo del hombre "en poder y majestad" no significa en modo alguno que Dios abandone al final el camino del amor para sustituirlo precisamente por el del poder. Si así fuera, la cruz no sería ya el centro del plan de la salvación. Significa, por el contrario, que al final se manifestará todo el poder victorioso encerrado en la cruz.

El discurso está acompasado por frases que afirman que la venida del Señor está cercana (vv. 29.30.36) y por otras que, por el contrario, parecen presentarla lejana (vv. 7.10). Con esta aparente contradicción quiere Mc explicar el verdadero sentido de la vigilancia cristiana (vv. 5.9.23.33.35.37): ni impaciencia ni mundanización. Es, pues, una doble vigilancia: contra las ideas de los exaltados y las especulaciones de los falsos profetas, por una parte, y contra el relajamiento de quien se mundaniza, por otra.

b) El evangelio de Mateo. Es probable que el evangelio de Mateo se escribiera en el decenio que va del 70 al 80 d.C. Estamos en una comunidad judeocristiana que vive en los alrededores de Palestina. En aquellos años el judaísmo, perdida su propia consistencia territorial y política después de la catástrofe del año 70, se estrechó en torno a la ley y a una renovada ortodoxia. Esto le plantea a la comunidad de Mt un interrogante: ¿Cuál es la originalidad cristiana frente a la renovación de la ortodoxia judía? He ahí por qué el evangelista desarrolla todo su relato a través de un constante debate y enfrentamiento con la justicia de los escribas y de los fariseos, poniendo de relieve, por una parte, la originalidad de la justicia cristiana y, por otra, su plena conformidad con las Escrituras.

Jesús inaugura su enseñanza en el monte y proclama la nueva ley del reino: cc. 5-7. Es el nuevo Moisés. La lectura del discurso de la montaña muestra con claridad la preocupación que hemos señalado; a diferencia de Lc, el cual se concentra en lo esencial (las bienaventuranzas y la ley de la caridad), Mt se enfrenta con la justicia de los escribas y fariseos y muestra que la de los discípulos es superior (5,20): "Si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos". Mt no piensa en una superioridad cuantitativa o en una mayor minuciosidad (más ayunos, más limosnas, más oración), sino en una superioridad cualitativa.

Jesús recupera el centro de la voluntad de Dios afirmando el primado de la caridad. Todo ha de leerse a la luz de este centro y todo ha de valorarse en base al mismo. En este sentido, la afirmación más importante la encontramos en 5,48: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto". No es una perfección cualquiera, sino la perfección del amor y del perdón ("Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen"); a imitación de Dios, el cual hace surgir el sol sobre buenos y malos. He ahí, pues, una primera razón por la que puede proclamarse "superior" la justicia del discípulo; la reducción de los preceptos es un centro simple y claro y, al mismo tiempo, rico en movimiento.

Al invitar a tomar postura entre Dios y el dinero ("Nadie puede ser esclavo de dos señores"), Mt indica en la liberación del afán y en la serenidad el segundo signo de la justicia del discípulo. El verbo afanarse (estar angustiado, lleno de ansia, de agitación) se repite con insistencia: 6,24-34. El afán es el signo del pagano; la serenidad es el signo del discípulo. La confianza en el Padre no libra de empeño, jamás exento de seriedad y urgencia; pero hace serena su obligación. El apego al dinero, el eterno adversario de Dios, es idolatría y un mentís radical a la paternidad de Dios.

No sintiéndose seguro a la sombra de la palabra del Padre, el hombre busca su propia seguridad en el dinero. Mas es, al mismo tiempo, antihumanismo: al buscar la seguridad donde no se la puede encontrar ("los ladrones roban y la polilla corroe"), el pagano siente ansia y afán.

Existe una tercera contraseña de la justicia del verdadero discípulo: lo esencial de la vida cristiana no es confesar a Cristo con palabras (7,21-23: "No todo el que me dice ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos"). Escuchar la palabra y ponerla en práctica es construir sobre roca. Escuchar la palabra y no ponerla en práctica es construir sobre arena. Sobre este tema vuelve Mt en la escena del juicio, construida toda ella en torno a la contraposición entre "hacer" y "no hacer". La escena es la conclusión de un amplio discurso sobre la vigilancia, es decir, sobre cómo el cristiano debe comprometerse en el tiempo presente en espera de la vuelta del Señor. La parábola de los talentos (25,14-30) explica que vigilar significa, en concreto, pasar de las palabras a los hechos; y la escena del juicio (25,31-46) precisa que los hechos sobre los cuales seremos juzgados se reducen al amor. En el juicio se manifestará la verdadera identidad del hombre, la cual, por lo demás, conoce ya desde ahora el creyente: sólo el amor a los hermanos es lo que da al hombre consistencia y salvación; sólo en el amor a los hermanos se encuentra concretamente al Señor.

Para nuestro propósito es, finalmente, importante recordar que Mt está interesado sobre todo en una pregunta: ¿Dónde y cómo puedo encontrar al Señor? Este interés preciso (que expresa el ansia más profunda de todo creyente) abre y cierra su evangelio; al principio, Jesús es llamado el "Dios con nosotros" (1,23), y, al final, se citan las solemnes palabras de Jesús (28,20): "Yo estoy con vosotros todos los días". Luego el Señor no ha partido, sino que se ha quedado. Es siempre el Dios con nosotros. Mas ¿cuáles son los lugares concretos y los objetivos de su presencia? Mt no vacila en responder: la comunidad reunida en su nombre (18,20), la celebración del pan y del vino (26,26), los apóstoles que anuncian su palabra (28,20), los misioneros necesitados de hospitalidad (10, 40) los hermanos pobres y marginados (25,31).

e) La obra de Lucas". Como lo afirma él mismo en el prólogo (1,1-4), Lucas se aprestó a escribir su obra, valorándolo todo personalmente, con espíritu crítico, remontándose a los orígenes. Se impuso esta dura tarea con un fin preciso: convencer al carísimo Teófilo de que las enseñanzas que había recibido en la catequesis de la comunidad eran sólidas y creíbles. Nos encontramos después de los años 70 y ya comienzan a infiltrarse las primeras novedades. Es importante mostrar que la catequesis debe seguir fundándose en los elementos seguros que provienen de la tradición apostólica, y no en las opiniones de los hombres. Por otra parte, como lo evidencia el relato de Lc, fidelidad no es repetición: nuestro evangelista bebe en la tradición de Mc y en otras, pero las reelabora, actualizándolas conforme a las exigencias de su tiempo. Así consiguió un equilibrio nada fácil entre tradición y presente, fidelidad y renovación.

La historia de Jesús es un acontecimiento real acaecido entre nosotros, no un mito. Bajo ciertos aspectos, es una historia como las otras, objeto de investigaciones y de testimonio ocular. Los términos que usa Lc en su prólogo lo expresan con claridad. Pero, al mismo tiempo, es una historia diversa, salvífica, realizada por Dios y, en cierto sentido, perennemente contemporánea. En la comunidad creyente los acontecimientos de Jesús se vuelven vivos, actuales y salvíficos; se vuelven evangelio hoy, historia de salvación que ocurre "entre nosotros". Por esto Lc puede hablar de acontecimientos ocurridos entre nosotros, a pesar de ser realidad acontecida dentro del pueblo judío. Y por el mismo motivo escribe él, en continuidad con la historia de Jesús, la historia de la Iglesia (Hechos de los Apóstoles), pues la verdadera historia de la Iglesia es también, en dependencia de la historia de Jesús, evangelio, historia de salvación, lugar donde se actúan los planes de Dios. Dentro de este cuadro —el tiempo de la Iglesia continúa el tiempo de Jesús— es donde deben entenderse los aspectos más concretos y originales (que por razones de brevedad reducimos a tres) de la experiencia de Lucas.

Primero: radicalidad y cotidianidad. Por una parte, Lc no pierde ocasión de subrayar lo radical de las exigencias de Jesús, pues nadie recalca como él la intransigencia de las palabras de Jesús sobre el desprendimiento, sobre la pobreza y el peligro de las riquezas, sobre la fraternidad y el compartir; y, por otra, nadie como Lc se dedica tanto a descubrir las exigencias evangélicas en el hecho cotidiano: la cruz hay que llevarla cada día y la invitación es para todos (9,23). Las exigencias de Jesús se insertan en una existencia normal, lo cual no significa privarlas de su radicalidad, sino, al contrario, comprender que también en la vida cotidiana son posibles las opciones radicales. Modelo de este carácter radical y cotidiano es Jesús en su praxis de liberación (4,14-30) y de gozosa misericordia (c. 15), sobre todo en el momento de la pasión, en la que se presenta como el modelo del mártir cristiano.

Segundo: el tiempo de la Iglesia es tiempo de testimonio. En el centro de su doble obra —como clausura del evangelio (24,50-53) y comienzo de los Hechos (1,9-11)—, Lucas coloca el relato de la ascensión. Es la conclusión del "camino" de Jesús (hacia el Padre) y el comienzo del "camino" de la Iglesia (hacia la universalidad). En cuanto al primer aspecto, la subida de Jesús al Padre no es una partida, sino un modo nuevo de estar presente. Cristo retira su presencia visible para estar presente en la fe, en la palabra que le anuncia, en la comunión fraterna, en la fracción del pan, en el Espíritu. En cuanto al segundo aspecto, se dice que la misión de la Iglesia es una tarea de testimonio (He 1,8; cf Lc 24,47-48). El testimonio está presente en todas las tradiciones neotestamentarias (es el centro de la espiritualidad cristiana); pero Lucas le atribuye algunos relieves particulares, que enumeramos brevemente. La primera característica es la universalidad: no hay lugares en los que Cristo no deba ser testimoniado (He 1,8). Otra es el camino de la cruz, de la persecución, según lo muestra el episodio del mártir Esteban, que se relata siguiendo la pauta de la pasión de Jesús (He 7,54-60). Tercera: el testimonio se actúa en la escucha común de la palabra y en el culto, y particularmente en la comunión fraterna. Para Lucas, el signo visible de la realidad de la resurrección de Cristo y de su fuerza de renovación es, ante todo, la fraternidad (He 2,44-45; 4,34-35). Finalmente, el testimonio se traduce en un compromiso concreto en la historia, sin evasiones y sin impaciencias escatológicas: "Varones galileos, ¿a qué seguís mirando al cielo?" (He1,11). La parusía no es inmediata y, en todo caso, no justifica evasiones. El testimonio de Cristo recorre los caminos del mundo y sabe que la historia que continúa es tiempo de salvación, rico en posibilidades. El reino está ya aquí, en medio de nosotros (Le 17,21).

Tercero: la experiencia del Espíritu. Es sabido que Lucas, más que Mc y Mt, está atento a la presencia del Espíritu Para Lucas, la experiencia cristiana es fiel en la medida en que obedece al Espíritu. La primera tarea del Espíritu es ser elemento de continuidad entre la experiencia de Jesús y la experiencia cristiana. Obviamente hay también otros factores de continuidad: las Escrituras, el recuerdo de las palabras de Jesús, los apóstoles, las instituciones. Mas, por encima de todo, está el Espíritu. Si el tiempo de la Iglesia representa —para todas las generaciones— el hoy de la salvación es precisamente porque está presente el Espíritu. El es quien hace que la palabra que hoy resuena en la Iglesia sea palabra de Dios, como la palabra de Jesús; palabra decisiva y urgente, a la cual no es lícito sustraerse. Se comprende por qué, según Lucas, el don prometido a la oración insistente y confiada es el Espíritu (Le 11,13). El Espíritu se da a la comunidad congregada en oración (He 11,13), la abre a la universalidad y le imprime un impulso misionero, le da valor para proponerse, pero no la sustrae a las contradicciones; ante las manifestaciones del Espíritu, unos piensan en la presencia de Dios y otros en extravagancias de espíritus exaltados. El Espíritu guía a la comunidad y a los apóstoles en sus opciones; pero se trata siempre de opciones que ocurren en una dirección constante y precisa: la universalidad (He, 10), la libertad del evangelio (He 15), la caridad y la unidad.

3. LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL DE PABLO - La figura de Pablo, su actividad, su predicación, su sólida reflexión teológica y su riquísima experiencia espiritual dominan todo el cristianismo primitivo. A diferencia de los evangelios, Pablo no relata la vida de Jesús, sino que la supone. Tiene todo su interés centrado en captar su sentido y sus consecuencias para la vida; en otras palabras, en traducirla en experiencia espiritual. Ciertamente, no podemos hacernos la ilusión de comprender plenamente, y en todos sus detalles, la experiencia de Pablo. Creemos, sin embargo, intuir que —en su inasible riqueza de direcciones y de temas— se alimenta, al menos principalmente, de una sola fuente (la cruz-resurrección de Cristo), de la cual deriva Pablo el principio que constituye la clave de bóveda de su concepción de la existencia: la salvación-gracia. Estas dos raíces —la cruz y la gracia— son, pensamos, las estructuras que sostienen toda la construcción paulina y explican y reducen a unidad las múltiples direcciones de su pensamiento y de su compleja experiencia espiritual.

"Ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí" (Gál 2,20). La primera cosa que sorprende al leer sus cartas es que Pablo habla continuamente de Cristo y solamente de Cristo. No tiene otro interés. Muerte y vida, cárcel y libertad, todo se considera en relación a Cristo y al provecho del evangelio (Flp 1,18), y el objeto de su esperanza es estar siempre con el Señor (1 Tes 4,17). En Cristo es donde Dios comunica su caridad (Rom 8,35-39), la libertad (Gál 2,4), la paz (Flp 4,7), el conocimiento (Ef 4,21) y la fuerza (Ef 6,10). Es preciso, pues, "permanecer" en Cristo. Lo cual no significa simplemente tomar a Cristo como modelo, sino permitir que se convierta en el principal protagonista de nuestra existencia (Gál 2,20) [>Jesucristo II].

b) "La justicia de Dios mediante la fe" (Flp 3,9). Todo profeta queda "marcado" para toda la vida por su experiencia de vocación. Esto mismo vale para Pablo. En diversas ocasiones alude a su encuentro con el Señor crucificado y resucitado en el camino de Damasco: Gál 1,13-17; 1 Cor 15,8-10; Flp 3,7-14; 1 Tim 1,12-17. En todos estos pasajes, aun dentro de la variedad de los detalles, se vislumbran con claridad algunas líneas constantes que forman el núcleo de la experiencia cristiana de Pablo, de la cual deriva él lo que llama "su evangelio". Pablo está convencido de que en su encuentro con el Señor quedó claro el sentido central e irrenunciable de la muerte y resurrección de Jesús: una muerte por nosotros. Y, en consecuencia, está convencido de que en la misma experiencia quedó clara la lógica constante que guía la historia entera de la salvación: el amor gratuito de Dios.

Pablo experimentó en sí mismo un cambio radical: de las tinieblas a la luz, de perseguidor a discípulo, de pecador a creyente. Mas no se trata de un tránsito en el orden moral (de la maldad a la honestidad), sino de un paso en el orden teológico: de una concepción de la salvación a otra, de un modo de comprenderse a sí mismo a otro, de la justicia propia a la justicia que viene de Dios. Pablo no abandona la miseria interior, sino su orgullo: "El hombre no se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo" (Gál 2,16). En otras palabras, Pablo experimentó que la salvación es gracia. La gracia es el centro del evangelio, el único modo correcto de entender la cruz y la resurrección de Jesús: "Si la justicia se obtiene por la ley, entonces Cristo murió en vano" (Gál 2,21) y "ha sido anulado el escándalo de la cruz" (Gál 5,11). Tal es el criterio que guía la nueva existencia. Y es asimismo el tema que Pablo defiende e inculca en todas sus cartas. Lo defiende contra los judaizantes, que ponían su confianza en las obras religiosas, y contra los griegos, que la ponían en su sabiduría.

Afirmar que la salvación está en la fe y no en las obras no significa descomprometer al hombre, sino excluir la suficiencia del hombre. Vivir la fe significa al mismo tiempo dos cosas: reconocer la radical insuficiencia propia (somos incapaces de salvarnos solos) y la riqueza infinita de la misericordia divina (Cristo es nuestra salvación).

Este motivo de la gracia, lo repetimos, es el principio arquitectónico que preside toda la construcción paulina; es el principio, rico en posibles variaciones, que permite a la reflexión de Pablo abarcar todas las situaciones de la fe y a la vez reducirlas a unidad.

c) "¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?" (Rom 7,24). Pablo vivió profundamente la experiencia de la impotencia del hombre frente al pecado (experiencia indispensable para abrirse a la gracia) y analizó con gran lucidez la insuficiencia de la ley como camino de salvación.

Es obligado referirse a Rom 7-8. El c. 7 puede leerse (es una primera opción que comparten diversos exegetas) en clave de experiencia personal, o bien (una segunda posibilidad, preferida por otros) a la luz de la historia salvífica. En cualquier caso, tanto las vicisitudes personales del hombre como la historia salvífica entera se asemejan para Pablo "a una perenne sucesión de extravíos, hasta tanto no se llegue a la luz de Cristo". La historia muestra que el hombre "intenta en vano realizar aquella unidad que Dios le ha asignado"". Lejos de Cristo "no encuentra ya su camino, dominado como está por la carne, que frustra incluso las aspiraciones de la mente; el hombre ni siquiera comprende el valor de la que aparecía como la sólida roca de la ley".

En este cuadro se contrapone —en el c. 8— la claridad de la situación en que viene a encontrarse el hombre "en Cristo Jesús" (8,1) y bajo el influjo del Espíritu (8,1-4). El hombre no se libera del pecado con el auxilio de la ley —camino ilusorio—, sino únicamente con la fe en Cristo y el don del Espíritu. El concepto de ley es amplio; significa cualquier elemento en que el hombre, incapaz de confiar únicamente en Cristo, se apoya en busca de salvación. Es un intento al que subyace una sutil idolatría. La tentación de actuar por sí solo no es exclusiva del pagano, sino también del creyente, como es el judío. La observancia fanática y severa de los mandamientos y de las prescripciones puede ser una de sus manifestaciones. Se trata, de cualquier modo, de una autosuficiencia que encuentra su expresión en el vanagloriarse. Es un movimiento de abajo arriba; el hombre quiere subir a Dios (como el primer Adán). Ahora bien, la salvación es un movimiento de arriba abajo: la gracia (cf el himno cristológico de Flp 2,6-11). Es propio del judío vanagloriarse de la ley (Rom 2,17-23), lo mismo que es propio del pagano vanagloriarse de la sabiduría (1 Cor 1,29-31). La consecuencia de esta vanagloria del hombre es el ansia. El hombre que quiere salvarse con sus propios recursos cae inevitablemente en el ansia de triunfar; para Pablo, la alegría y la libertad son posibles únicamente si el hombre renuncia a toda confianza en sí mismo para confiar en Cristo.

d) "Estaremos siempre con el Señor" (1 Tes 4,17). Pablo, especialmente en el primer momento de su reflexión, acentúa la perspectiva escatológica, como lo atestiguan las cartas a los Tesalonicenses. Su mirada está dirigida al "día del Señor". Pero incluso luego, cuando su interés parece desplazarse más hacia las realidades ya presentes de la existencia cristiana, nunca falta esta perspectiva. Así lo prueba un importante pasaje como 1 Cor 15.

La visión escatológica de Pablo está presidida por dos convicciones. La primera es la solidaridad entre la muerte-resurrección de Cristo y la nuestra, convicción ya presente en 1 Tes 4,14 y sobre la que se vuelve reiteradamente en 1 Cor 15; la esperanza de Pablo es, pues, religiosa y se apoya en la cruz-resurrección de Cristo, y no en otra cosa. La segunda es la unidad del hombre: todo el hombre (e igualmente el cosmos con él: Rom 8,19-22) está llamado al encuentro definitivo con Cristo. Si Pablo mantiene viva en sus comunidades la orientación escatológica, es porque está convencido de que la espera del Señor pertenece al núcleo de la experiencia espiritual cristiana y no a su periferia. Está convencido de que la mirada hacia el futuro ilumina el tiempo de la Iglesia, sugiriéndole las actitudes que debe adoptar ahora. A este propósito, las indicaciones paulinas siguen principalmente tres directrices: la vigilancia, la esperanza y el sentido de la gracia. El día del Señor vendrá de improviso, como un ladrón, y esto requiere vigilancia, una actitud de constante "alerta", lo cual, sin embargo, no exime en modo alguno del trabajo y del compromiso histórico (1 Tes 5,1ss). La diferencia entre el pagano y el cristiano es la esperanza gozosa (1 Tes 4,13) de que "estaremos siempre con el Señor". La descripción que hace Pablo de los acontecimientos finales de la historia (2 Tes 2,3-12 y 1 Cor 1) muestra con claridad —por encima del lenguaje apocalíptico— que la historia está rescatada por Cristo, no por el hombre: es gracia.

La visión escatológica le permite a Pablo, finalmente, situar en su debido puesto (sin disminuirla ni sobrevalorarla) la realidad ya presente de la salvación. El grupo de Corinto, al que se dirige Pablo en 1 Cor 15, era probablemente un grupo carismático que anulaba el futuro con el entusiasmo de la experiencia pneumática presente. Cautivos del entusiasmo (e ilusionados por la abundancia de los dones del Espíritu que experimentaban), los carismáticos de Corinto pensaban que tenían ya, en el Espíritu, la plena transformación". Pablo no comparte su parecer. La experiencia espiritual presente, aunque muy rica ya en dones, es simplemente un anticipo; sólo así tiene sentido. Si fuese lo definitivo, resultaría decepcionante. En efecto, quedan todavía la muerte y el pecado. Sólo cuando todo esto haya sido vencido, se podrá hablar de salvación definitiva y del pleno señorío de Cristo.

Pablo sabe muy bien que la alegre nueva del hombre renovado por Cristo parece continuamente desmentida por la experiencia cotidiana. El bautismo nos ha hecho morir y resucitar con Cristo, nos ha renovado en la raíz: elcristiano es un salvado. Sin embargo, el cristiano está todavía sometido al viejo mundo, empeñado en una dura lucha, desgarrado. La comunidad cristiana puede siempre volver a caer en la esclavitud de las obras, o bien, por el contrario, confundir la libertad de Cristo con la licencia (Cristo, en cambio, nos ha liberado de la esclavitud para hacernos disponibles al amor: Gál 5,13). Hay que preguntarse á qué se reduce la novedad de Dios que se nos ha entregado como don en el bautismo. Los cc. 6-8 de Rom reflexionan sobre este problema. Es siempre el problema del "misterio del reino de Dios en la historia", sobre el que también reflexionan los sinópticos; sólo que Pablo parece expresarlo a nivel de la existencia del individuo. La respuesta de Pablo concuerda con la tradición: se nos ha dado el Espíritu y estamos ya renovados; sin embargo, hemos de luchar todavía y esperar '•. El cristiano está ya en condiciones de saborear la libertad, la redención y la perfección, pero debe seguir conquistándolas. En cualquier caso, hay ya en el hombre una inversión de tendencia, y esto es un hecho nuevo.

e) "Estoy crucificado con Cristo" (Gál 2,19). Pablo se esfuerza en imitar a Cristo bajo el punto de vista de la humildad, el servicio y el don (Flp 2,6-11), pero sobre todo en su misterio de muerte y resurrección". Expresiones relativas a la muerte-resurrección se encuentran diseminadas por todo el epistolario; todas tienen como centro el gran texto de Rom 6,1-11 y poseen siempre —en el fondo— la experiencia bautismal56. Morir y resucitar con Cristo es una ley que abarca todo el ámbito de la experiencia cristiana. Encontramos, en efecto, los verbos bautismales en el pasado (y en este caso se refieren a aquel radical "morir y resucitar con Cristo", que se ha realizado para nosotros en el bautismo), en el imperativo (y entonces se refieren al morir y resucitar cotidiano, que representa el imperativo moral de todo bautizado) y en el futuro (la plenitud escatológica).

La fidelidad a la muerte-resurrección —o, lo que es igual, al bautismo se vive ante todo en el plano moral como lucha contra el pecado, como liberación de una existencia orientada a uno mismo y como aceptación de una existencia abierta a Dios.

Además del plano propiamente moral, la cruz-resurrección guía e interpreta la existencia también en el plano

de los acontecimientos y de las vicisitudes en que el cristiano y la comunidad se ven envueltos; vicisitudes de pobreza, de donación, de incomodidad apostólica, de persecución. Para Pablo, por ejemplo, es normal que su existencia apostólica sea el lugar en que puede actuarse de nuevo y transparentarse la muerte-resurrección de Cristo; su existencia es tal, que puede decir que está "crucificado con Cristo" (Gál 2,19; cf 2 Cor 4,10-18): "El mundo está crucificado para mí y yo para el mundo" (Gál 6,14).

Mas no sólo experiencia de cruz, sino también, a la vez, de resurrección. Para Pablo la resurrección no está sólo presente como espera, como premio final, sino que ya ahora está anticipada (aunque sin anular la tendencia escatológica) como fuerza operante, como renovación, consuelo y alegría, victoria sobre el pecado y difusión del evangelio. Pablo experimenta en su existencia perseguida —simultáneamente— los dos lados del misterio pascual: "Atribulados en todo, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; desechados, pero no aniquilados" (2 Cor 4,8-9).

f) "Cuando soy débil, entonces soy fuerte" (2 Cor 12,10). El hecho de que Pablo colocara en el centro de su meditación y de su experiencia espiritual la cruz-resurrección (la misma intuición de la salvación-gracia no es otra cosa para Pablo que deducción obligada y obvia de ella) le lleva a otras intuiciones de gran interés en el plano de la espiritualidad.

La cruz es "sabiduría" y "método": cf 1 Cor 1,17 - 2,6. Juzgada por los judíos y griegos necedad y locura, es en realidad "poder y sabiduría de Dios". Los judíos, habituados a pensar las manifestaciones de Dios según el esquema de los prodigios del éxodo, esperaban un Dios poderoso y victorioso, definitivo, exento del rechazo. La debilidad de la cruz les parecía un camino completamente extraño al plan de Dios, un escándalo. Los griegos estaban habituados a valorar en términos de competitividad, de afirmación de sí y de genialidad. A ellos la muerte de Jesús en cruz, su obstinado amor y su doctrina les parecieron supresión de la originalidad personal, falta de genialidad, insulsez. En cambio, para los creyentes —es decir, para quienes saben que el crucificado ha resucitado y han experimentado la fuerza de su espíritu—, justamente en la debilidad de la cruz se les manifiesta en todo su esplendor la sabiduría de Dios. Pablp no piensa sólo en la cruz de Jesús, sino también en la predicación hecha en la Iglesia, en la cual el camino de la cruz debe actuarse de continuo.

Para el apóstol la cruz no es solamente objeto de anuncio, sino también método. La predicación —y esto vale para la existencia cristiana entera— debe obedecer a la lógica de la cruz; en otras palabras, no debe buscar apoyos extraños para evitar la necedad de la cruz, no debe buscar "discursos persuasivos de sabiduría". La tentación de los corintios (y, en general, de todo creyente) es sustraerse a la debilidad del camino de Dios, buscando otros caminos. Se va buscando argumentos convincentes de poder (como los judíos) para hacer eficaz el anuncio, o se lo adapta a la sabiduría de los hombres (como los griegos) para hacerlo más inteligible; en uno y otro caso se huye de la debilidad de la cruz. Pues bien, solamente en la plena aceptación de esa debilidad puede manifestarse la fuerza demostrativa del Espíritu.

En un texto ejemplar (2 Cor 12,7-10} —fruto de su experiencia apostólica interpretada a la luz de la cruz y la resurrección—, Pablo afirma que el poder de Dios está presente en la debilidad. Precisamente por no ser fundamento humano y por destruir toda confianza en cualquier fundamento humano, la debilidad es lugar del poder de Dios. En la debilidad del hombre es donde la acción de Dios puede manifestar el rostro de su gracia, "para que nadie se gloríe delante de Dios" (1 Cor 1,29). El discípulo no debe "gloriarse" de otra cosa que de la cruz del Señor Jesús (Gil 6,14).

g) "La manifestación del Espíritu se da para el bien común" (1 Cor 12,7). Ante una comunidad rica en dones del Espíritu (pero fascinada también por la búsqueda de sí), Pablo llama la atención sobre la caridad y la edificación común. La caridad es amor a Cristo antes que amor entre nosotros, lleva a acuerdos dinámicos y de conversión, no estáticos ni de instalación. Nace sobre la base de la gracia y se traduce en servicio: lo que has recibido gratuitamente no puedes retenerlo para ti, no puedes aprovecharlo para afirmarte a ti mismo; ha de convertirse en servicio.

La visión de Pablo es diversa de la de los corintios, porque, como siempre, se mueve en el horizonte de la cruz y de la gracia. En los carismas más fascinantes y extraordinarios —los que preferían los corintios— ve él la presencia provisional y terrena del Espíritu; pasarán con este mundo (1 Cor 13). La verdadera presencia del Espíritu, en cierto sentido eterna y definitiva, está en la caridad y en la edificación. Entre los rasgos principales de la epifanía de Dios no figura lo extraordinario (que puede disimular afirmaciones personales o, en todo caso, distraer de la edificación común), sino el servicio, la hospitalidad y el amor. En el fondo se sigue hablando de la cruz: la epifanía de Dios está en el don y en el servicio, no en la afirmación de uno mismo ] Caridad].

h) "El Espíritu de Dios habita en vosotros" (Rom 8,9). La espiritualidad paulina está dominada toda ella por la experiencia del Espíritu, lo cual se ha visto ya en estos apuntes. En todo caso, queremos concluir este corto esbozo enumerando algunos de los principales temas ligados a la experiencia del Espíritu.

El Espíritu nos comunica la filiación divina y nos da conciencia de ella (Rom 8,14-16): el primer signo del Espíritu es la nueva relación, franca y confiada, con Dios. El Espíritu nos libera de la esclavitud y nos transfiere a la libertad (Gál 5,18); el segundo signo del Espíritu es el sentido de la gracia. El Espíritu es "prenda" (Rom 8,23), anticipo del mundo nuevo y la fuerza que arrastra la realidad presente hacia la plenitud de Dios; el tercer signo del Espíritu es la alegría del presente y, a la vez, una profunda insatisfacción. El Espíritu es la nueva ley: la ley de Cristo está escrita en los corazones (Gál 6,2; cf 1 Cor 9,21) y el Espíritu empuja luego a comprenderla (Gál 5,22-25; Rom 8,1-4.14-17). Para el hombre dominado por el pecado la ley es una esclavitud; no sólo por ser impotente ante sus órdenes, sino, sobre todo, por percibirla como extraña a si mismo: la ley de Dios prescribe el amor, y el pecado le arrastra en dirección opuesta. Mas para el hombre que está bajo el Espíritu todo es diverso: se le ha dado el dinamismo del amor, y la ley no le resulta ya esclavitud, sino libertad [ Hombre espiritual].

4. LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL SEGÚN SAN JUAN - Juan escribe su evangelio hacia finales del siglo I. Escribe un evangelio muy distinto a los otros tres que le han precedido, lo que se explica por el hecho de escribirlo en un tiempo diverso, que requería una presentación diversa de la figura de Jesús. Los problemas de su tiempo podemos reducirlos a tres. Ante todo, comienza una forma de filosofía gnóstica que —con su tendencia al dualismo (la contraposición entre la esfera de lo divino y de lo humano, del espíritu y de la carne)— se negaba a aceptar la encarnación real del Hijo de Dios. De la misma matriz nacía la tendencia a concebir la salvación en términos de mero conocimiento, de evasión, y no de fe, de amor y de implicación. En segundo lugar, el tiempo de Jn asiste a una viva polémica con la sinagoga. El punto fuerte del judaísmo era la ley de Moisés, entendida como la manifestación última y definitiva de la voluntad de Dios. A la ley se la llamaba vida, luz, sabiduría de Dios, que había bajado a vivir entre los hombres. En semejante contexto de pensamiento no había sitio para Cristo. Finalmente, la comunidad de Jn vivía en una situación de diáspora, de persecución, de marginación y de rechazo, sintiéndose extraña al mundo.

Frente a esta compleja situación, Jn adopta una actitud a la vez de aceptación y de impugnación. Acepta las provocaciones que le vienen de su mundo y por eso reinterpreta de modo nuevo la vida de Jesús; pero rechaza el mundo -que le rodea, y lo hace exponiendo el núcleo tradicional de la fe, a saber: el Verbo hecho hombre, la historia de Jesús de Nazaret. A la gnosis opone la realidad de la encarnación en toda su condición paradójica, y recuerda que la salvación se nos da mediante la fe y el amor en un compromiso real con la historia de los hombres. Frente al judaísmo afirma que Jesús es la manifestación verdadera y última de Dios. Al mundo y a su orgullo político les opone la cruz como único camino de salvación.

a) "Yo soy el pan verdadero" .(Jn 6,35.48.51.58) Para describir la experiencia espiritual de Jn (aunque sea de modo sucinto y dejando completamente a un lado —excepto en alusiones muy fugaces— las cartas y el apocalipsis), conviene partir del núcleo de esta experiencia, es decir, de la cristología. Para ello disponemos de un texto denso y compendiado que con toda intención (así lo creemos) recoge los rasgos más salientes de la figura de Jesús, de sus vicisitudes y de su significado salvífico: el prólogo (1,1-18). Queremos sintetizar su significado en cinco asertos.

Primero: El prólogo afirma que la Palabra (que más adelante asumirá el nombre histórico de Jesús: 1,17) existe desde siempre, pasando luego a precisar su posición respecto a Dios (1,1). Es un primer punto de gran interés. Comúnmente, las versiones suenan así: "Y el Verbo estaba junto a Dios". Pero se puede traducir mucho mejor: "El Verbo estaba cerca y vuelto al Padre" ". En su estructura íntima, en su ser más profundo, el Verbo está en actitud de escucha y de obediencia, vuelto enteramente al Padre. Al hacerse hombre seguirá manteniendo su actitud. He aquí por qué en todo el cuarto evangelio se describe a Cristo como el obediente, como la transparencia del Padre (4,34). Jesús parece anular radicalmente su propia voluntad en una obediencia total. Mas precisamente en esta obediencia encuentra su libertad y su consistencia de Hijo.

Segundo: El prólogo tiene su centro literario y teológico en el v. 14: "Y el Verbo se hizo carne". Este es el punto que resultaba problemático. Los judíos no terminaban de entender que la palabra última y definitiva de Dios hubiese aparecido en la debilidad del acontecimiento de Jesús. En cuanto a las comunidades helenísticas, les costaba aceptar la plena humanidad del Hijo de Dios, considerada lugar indigno de lo divino. Frente a ellos, Jn afirma valientemente que el Verbo se ha hecho carne, significando carne no simplemente hombre, sino hombre en su fragilidad, devenir, impotencia y parentesco con las demás criaturas. Tal es el hecho central en el que hay que creer para salvarse: "Todo espíritu que confiesa a Jesús, el Cristo venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús no es de Dios" (1 Jn 4,2s). El que se niega a admitir que el Hijo ha asumido plenamente la naturaleza humana puede parecer, en apariencia, respetuoso con Dios, pero en realidad anula su capacidad de amor y de alianza.

Tercero: El prólogo continúa: "Y nosotros vimos su gloria" (1,14b). No basta proclamar que la Palabra de Dios se ha hecho carne, que el Hijo se ha hecho hombre; es preciso afirmar que en su persona y en su historia (justamente la historia que a muchos les pareció indigna de Dios) está presente la "gloria". Jesús es la revelación de Dios, pero una revelación que tiene lugar en la carne, es decir, de una forma velada; los hombres esperan siempre una presencia de Dios visiblemente gloriosa, una luminosa transparencia a través de la cual contemplar directamente lo divino; en cambio, en Cristo la gloria de Dios está como escondida, captable sólo a través de signos, y exige del hombre capacidad de lectura. Al escuchar la afirmación de Jesús "Yo soy el pan bajado del cielo", los judíos murmuraban: "¿No es éste Jesús, el hijo de José?" (6,41-42), No consiguen convencerse del origen divino de Jesús. He aquí el desconcierto de la encarnación, que nace del contraste entre la pretensión de Cristo y su realidad histórica. Está en juego la teología entera: el modo de concebir a Dios, su manifestación, su capacidad de inserción en la historia.

Cuarto: En Jesús y en los sucesos de su vida se ha manifestado la "gloria". ¿Qué significa esto? Gloria es una palabra que bíblicamente indica la manifestación de Dios: una manifestación espléndida y salvífica. La historia entera de Jesús es una manifestación de Dios, pero el gran momento en que apareció la gloria en su plenitud es, según Jn, la cruz, indicada a menudo en su evangelio como "elevación" y "glorificación". Puede parecer paradójico (¿cómo puede decirse que la cruz es glorificación?), pero todo se vuelve claro si recordamos que Dios es amor y, por tanto, su manifestación está allí donde aparece el amor. En la cruz es donde el amor de Dios apareció con toda su esplendorosa profundidad y con toda su obstinación: en la cruz es donde apareció la "gracia y verdad".

Quinto: La conclusión del prólogo (1,17-18) contiene un último aserto importante: Dios se revela en Jesús, y solamente en Jesús. Es una afirmación polémica. El v. 17 es polémico frente a los judíos y a su excesiva exaltación de la ley: no la ley, sino Jesús es la palabra última y definitiva de Dios. El v. 18 prolonga la polémica, referida ya a toda otra pretensión de salvación. El evangelista afirma la radical invisibilidad de Dios: el esfuerzo del hombre, sus investigaciones filosóficas y religiosas no están en condiciones de arrancar a Dios de su condición invisible. Sólo el Hijo de Dios, precisamente porque viene de Dios, es capaz de levantar el velo. Las investigaciones del hombre, aun las más válidas, son preparación e inicio, pero de ningún modo conclusión: su vocación íntima es abrirse a Cristo. A lo largo del relato evangélico se encuentran diversas y solemnes afirmaciones, importantes y reveladoras, que orientan la fe hacia una persona antes y más que hacia una doctrina. Y manifiestan una vena polémica: la luz verdadera soy yo, el pan soy yo y no otros. Jesús quiere distinguirse de las ofertas parciales o falsas de luz, de pan, de vida. Jesús dice cuál es su pretensión: descubrirle al hombre el sentido profundo de por qué busca la luz, el pan o la vida, es decir, la salvación. Al decir "yo soy la luz", "yo soy el pan", Jesús afirma que él es lo que los hombres verdaderamente buscan. Van en busca de luz, de agua, de pan: pero, en el fondo —lo sepan o no—, van en busca de Dios y de su palabra.

Fácilmente se comprende que las indicaciones que el prólogo nos ha ofrecido no describen solamente las estructuras de la persona de Jesús y lo que él significa para nosotros, sino también las estructuras fundamentales de la experiencia espiritual de Juan: una existencia guiada por la obediencia más radical al Padre, hasta hacerse transparencia de su palabra y de su rostro; una existencia que acepta hasta las últimas consecuencias la encarnación y que, por ello, busca a Dios en lo concreto de la historia, rechazando todo dualismo y toda evasión; una vida empleada en el servicio y el amor, en la convicción de que el camino de la cruz es el camino de,la gloria; un rechazo de todas las propuestas de liberación y de salvación del hombre para abrirse únicamente al plan de salvación revelado por Cristo.

El cuadro cristológico que hemos trazado (comprendidas las estructuras espirituales que de inmediato derivan de él) es, sin lugar a dudas, el cuadro fundamental, de partida, de la experiencia de Juan. Pero existen otros aspectos que hay que tomar en consideración: el hombre frente a la revelación de Dios; el itinerario del discípulo; la comunidad, el mundo y el Espíritu.

b) El hombre frente a la revelación. Se suele señalar como hilo conductor del cuarto evangelio la progresiva revelación de Cristo y, paralelamente, la progresiva manifestación de la fe y de la incredulidad. Los episodios están dispuestos uno tras otro de modo que formen un crescendo: Cristo revela cada vez más claramente su misterio, y los hombres revelan cada vez más su incredulidad. Jn considera al hombre exclusivamente dentro de este drama. La opción en contra o a favor de la luz es lo que califica decisivamente al hombre, situándolo en la luz o en las tinieblas, entre los hijos de Dios o entre los hijos del diablo (c. 8).

La manifestación de Jesús tuvo lugar mediante signos y palabras (cc. 6; 9; 11; 13); el signo subraya plásticamente la palabra y la palabra explica el signo. La manifestación de Dios en Cristo (y en la historia) es "enigmática" (en la carne), a modo de parábola; es una manifestación que hay que descifrar, y sus posibles lecturas son dos: la carnal y la espiritual, la que se detiene en las apariencias y la que desciende a lo profundo. Frente a esta revelación de Cristo, el hombre no comprende, queda prisionero de la primera lectura y no sabe pasar a la segunda; las objeciones de los oyentes de Jesús, que interrumpen con frecuencia sus discursos, así lo demuestran. El hombre, por ejemplo Nicodemo (c. 3) y los galileos (c. 6), pretende pasar directamente del signo a la fe; pero hay que pasar a través de la palabra. que regenera e impide leer los signos de Jesús dentro de un saber ya dado. Además, el hombre pretende aprisionar el don de Dios dentro de sus propias expectativas. Cuando la samaritana intuye algo del misterio de Jesús, lo interpreta al momento según la medida de sus propias preocupaciones (4,15). Lo mismo los galileos: buscan su pan, no el pan de Jesús (6,26). El hecho es que la revelación de Cristo exige "conversión". En los cc. 3-4 desfilan ante Jesús tres personajes representativos (de mundos diversos): el judío Nicodemo, una mujer samaritana, un pagano. Esos tres mundos, si quieren acoger a Jesús, deben abrirse y abandonar su propia seguridad religiosa y su propia búsqueda de Dios.

En conclusión: Juan subraya la impotencia del hombre abandonado a sí mismo, totalmente incapaz de comprender. Tampoco los discípulos comprenden; piensan en el alimento terreno y no sospechan en Jesús la presencia de otra hambre y de otra búsqueda (4,33). El hombre debe "nacer de nuevo y de lo alto" (3.3); este paso sólo Dios puede realizarlo (ante el mismo el hombre es tan impotente como ante su propio nacimiento); este paso renueva al hombre desde su raíz. Para Jn también la conversión es totalmente gracia: "Nadie puede venir a mí si no le fuere dado por el Padre" (6,65).

La realidad que se trata de comprender es diversamente formulada a lo largo del evangelio. Es la "gloria" oculta en la "carne" (1,14), formulación cristológica que sirve de base a todo un modo nuevo de entender la epifanía de Dios. Es el amor de Dios aparecido en la cruz (3,16), formulación que implica la comprensión del misterio de la cruz, entendido como "exaltación" y "glorificación"; en otras palabras, se trata de comprender que la cruz es vida. Es el misterio del amor de Dios, que a veces parece abandonar al hombre. Con esta última afirmación enlaza el episodio de Lázaro (c. 11). En torno a la enfermedad y a la muerte de Lázaro se desarrollan dos diálogos: uno entre Jesús y sus discípulos, otro entre Jesús y las hermanas de Lázaro. El primer diálogo, el único que aquí nos interesa, arranca del comportamiento desconcertante de Cristo, que ama a Lázaro y, sin embargo, lo deja morir. Con su comportamiento Jesús quiere indicar que la muerte y el sufrimiento no son un signo del abandono de Dios, sino que entran en un plan de salvación y de amor. Es el misterio del camino de Cristo (la cruz), pero al mismo tiempo el misterio de la existencia del hombre.

c) El itinerario del discípulo. No abrigamos la pretensión de trazar enteramente el camino de fe del discípulo tal como aparece en el cuarto evangelio. Nos basta, a título de ejemplo, algunos aspectos significativos. En el relato de 1,33-51, el primer encuentro de los discípulos con el Señor no se describe como una vocación, sino más bien como un descubrimiento del misterio de Jesús. He aquí los rasgos característicos del discipulado. Discípulo es el que acepta el testimonio, sigue, busca, va, ve, mora y se hace testigo a su vez. El prólogo —para expresar la respuesta del hombre al don de Dios— había usado ya tres expresiones: reconocer (1,10), acoger (1,11) y "hemos visto" (1,14). En sustancia, el discipulado (o el seguimiento) se caracteriza ante todo por el ver. En el vocabulario de Juan "ver" es posible dentro de un nosotros, como lo muestra la expresión en plural del prólogo. Es un ver comunitario, que se realiza dentro de una comunidad que lucha contra el pecado y vive el seguimiento, fiel a la tradición apostólica. Ver, en segundo lugar, no es la contemplación intelectual y mística de tipo platónico, ni siquiera la contemplación a través de la ascética y la fuga de lo terreno de tipo gnóstico, sino un ver histórico, un ver lo que ocurre. Y es, finalmente, un ver penetrante, un ir más allá de la realidad fenoménica para captar la realidad profunda que oculta la carne; es un alcanzar el misterio de la persona de Jesús. El discipulado se caracteriza luego por el verbo permanecer (1,38-39), o sea por una comunidad de vida y de destino con el maestro, por una profunda comunión con él. Finalmente, el discipulado se caracteriza por el testimonio. En el uso de Jn, el término conserva todo su fondo originario jurídico procesual. El testimonio se desarrolla dentro de un conflicto, entre Cristo, por una parte, y el mundo, por otra. El anuncio de Jesús se opone a la lógica mundana y a sus valoraciones, y suscita consensos y rechazos (por parte del mundo, que no se reconoce en él y se siente amenazado). El testigo está implicado en todo esto. El testimonio exige disponibilidad al don de sí.

En la sinagoga de Cafarnaúm, la incredulidad envuelve al mismo círculo de los discípulos (6,60): "murmuran" exactamente igual que los judíos (6,61; cf 6,41.43). Pero junto a los discípulos que "se vuelven atrás" (6,66) tenemos la confesión de Pedro y los doce, que se quedan (6,67-69). La palabra realizó la crisis decisiva: puso al desnudo la incredulidad y la verdadera fe. La respuesta del discípulo expresa una adhesión personal a Cristo, un amor indiscutible; se diría fruto de confianza antes que de comprensión: "Creer y conocer" (6,69) es, en efecto, una sucesión de dos verbos ciertamente no casual.

En el c. 20 Juan no se muestra sólo interesado en la resurrección de Jesús, sino también —y acaso más— en el itinerario de fe de los discípulos. La resurrección-ascensión no es el principio de la ausencia de Jesús, sino el comienzo de su presencia en el Espíritu más verdadera y profunda. ¿Cuáles son los signos de esta presencia y cuáles las condiciones para reconocerla? Las huellas de la presencia del resucitado se aclaran a la luz de las Escrituras (20.9) y a condición de que el discípulo salga de su tristeza y de la nostalgia del pasado (20,11-18). El evangelio ha subrayado muchas veces el miedo del hombre: tenemos el miedo de la multitud, que no se atreve a hablar en público de Jesús (7,13), el miedo a las autoridades por parte de los padres del ciego (9,22), el miedo de los notables a ser expulsados de la sinagoga (12,42). Es un miedo que encuentra complicidad en el corazón del hombre, excesivamente preocupado de sí. Pues bien, el discípulo debe sacudirse de encima este miedo, haciéndose disponible a la alegría de los dones del Señor ya presentes (la paz, el Espíritu y el perdón de los pecados) y abrirse a la misión. Una misión sin confines (universalidad); una misión que prolonga la que el Hijo ha recibido del Padre; una misión, pues, que se desarrolla en la obediencia (no se lleva a uno mismo, sino la verdad de Cristo) y en la propia entrega. La esencia de esta misión es la liberación del pecado y la renovación en el espíritu.

Sobre todo, el discípulo debe creer en el testimonio de quien "ha visto al Señor". Es lo que nos enseña el episodio de Tomás (20,24-29), que abre la historia de Jesús en el tiempo de la Iglesia. Es discípulo quien, superada la duda y la pretensión de ver, acepta el testimonio autorizado de quien ha visto. En tiempo de Jesús. visión y fe iban acopladas; pero ahora, en el tiempo de la Iglesia, no se debe pretender ya la visión; basta el testimonio apostólico. Lo cual no significa que ahora se le cierre al creyente toda experiencia personal de Cristo resucitado. Muy al contrario. Se le ha ofrecido la experiencia de la alegría, de la paz, del perdón de los pecados, de la presencia del Espíritu. La historia de Jesús se transmite mediante el testimonio, como una memoria perenne que debe relatarse fielmente. En cambio, la comunión con Jesús es un hecho siempre contemporáneo y abierto, por tanto, a la experiencia directa y personal de todos los que se abren a la fe.

d) La comunidad, el mundo y el Espíritu. Los discursos de despedida (cc.13-17) sobreentienden un doble contexto existencial: la partida de Jesús (por tanto, el tiempo de la Iglesia, su consistencia, sus problemas y sus interrogantes) y el odio del mundo, la persecución, la incredulidad que perdura. En este doble contexto, que caracteriza el modo como Juan describe el tiempo de la Iglesia y que corresponde ciertamente a la experiencia que vivía su comunidad, se comprenden ante todo los dos cometidos fundamentales asignados a la presencia del Espíritu en la comunidad: la enseñanza y la asistencia en su enfrentamiento con el mundo (14,15-18; 14,25-26; 15,26-27; 16,7-15)80.

La enseñanza de que habla Jn se realiza justamente mediante el Espíritu, pero en contacto con la experiencia y la vida de la Iglesia postpascual. El Espíritu que enseña no es un hecho privado ni separado de la experiencia comunitaria. Hay que precisar asimismo que la enseñanza del Espíritu no es una enseñanza nueva respecto a la de Jesús; el Espíritu es el garante de la tradición. Mas la memoria (16,26), de la que el Espíritu es garante y portador, no es repetitiva. Por esto se dice "os guiará a la verdad completa" (16,13). Se trata de una enseñanza fiel a la memoria de Jesús; pero a la vez profundizada; actualizada, poseída no ya desde fuera, sino desde dentro; no de oídas, sino por experiencia personal. Se dice también que el Espíritu "anunciará las cosas futuras" (16,13). Esto no significa que el Espíritu va a desvelar la crónica del futuro, sino que ayudará a la comunidad a leer la historia presente a la luz de su conclusión, o sea a la luz de la historia de Jesús, que es la manifestación del futuro. Este es el tema principal del Apocalipsis. En conclusión: el Espíritu conduce a la comunidad a la plenitud de la comprensión de la verdad de Cristo. No sólo a la verdad de Cristo, sino a la verdad que es Cristo; y esto de acuerdo con todo el evangelio y con el significado exacto de "Espíritu de verdad" y "verdad".

El tiempo de la Iglesia, según puede comprobarse, no es para Jn un tiempo pobre, sino rico. Cuando él escribía existía la tentación de concebir el tiempo de la Iglesia como un tiempo pobre, un tiempo que no es ya el de la encarnación, pero tampoco el de la parusía. Jn subraya que el tiempo de la Iglesia es rico; los bienes futuros están ya anticipados y la presencia del Espíritu permite comprender a Cristo más profundamente que antes.

Existe un segundo cometido del Espíritu: el testimonio. Frente a la hostilidad del mundo, los discípulos estarán expuestos a la duda, al escándalo y al desaliento; el Espíritu les ayudará y les explicará su condición afortunada de estar con Cristo. Y confundirá al mundo, es decir, mostrará a los discípulos el error del mundo, su vanidad, su inconsistencia. Les fortalecerá en su desobediencia del mundo.

En el tiempo de la Iglesia —ante la hostilidad del mundo y en espera de la vuelta del Señor—, la primera obligación del discípulo es "permanecer" con Jesús, como el sarmiento permanece unido a la vid (15,1-17). Tarea primera y esencial, so pena de total esterilidad. Mas ¿qué significa "permanecer" en Cristo? La perícopa que hemos citado no deja lugar a dudas. A través de una serie de pasajes acompasados por el verbo "permanecer" (v. 4.7.9.10.12) se concluye que "permanecer" significa "amarse los unos a los otros". La mística de Juan es sumamente concreta. Amándose recíprocamente, y no de otra manera, es como se experimenta a Dios y se vive la fidelidad de su mensaje: "Jamás ha visto nadie a Dios. Si nos amamos los unos a los otros, Dios mora en nosotros" (1 Jn 4,12).

Como conclusión invitamos a la lectura de 1 Jn 1,1-4. Es un pasaje que no sólo sirve de prólogo a la primera carta, sino que es una síntesis de toda la experiencia espiritual de Jn. El apóstol quiere contar "lo que ha visto, oído y tocado"; se trata, pues, de un hecho ocurrido, objeto de escucha y de visión. Mas este hecho ocurrido ha sido captado en la fe ("hemos contemplado") y penetrado profundamente hasta descubrir en él la presencia del "Verbo de la vida". El encuentro con el misterio de Cristo es algo contagioso; el que tiene la experiencia de él no puede retenerlo para sí, sino que debe testimoniarlo ("damos testimonio de ella"). El misterio que se comprende y testimonia (oculto en el hecho histórico y en nuestra experiencia) es la "comunión": la comunión entre el Padre y el Hijo y la comunión nuestra con Dios y entre nosotros. Es al mismo tiempo el misterio de Dios y del hombre: no sólo una realidad conocida, sino experimentada; no sólo una esperanza futura, sino una realidad ya presente y poseída. Todo esto está comprendido en el rico significado de la expresión de Juan: "La vida eterna, que estaba junto al Padre y se nos ha manifestado".

5. LAS ESTRUCTURAS DE LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL NEOTESTAMENTARIA: SÍNTESIS - Al término de nuestra lectura del NT es necesario —como lo hemos hecho para el ATrecoger en un cuadro sintético las principales indicaciones señaladas. Nos prometemos dos ventajas: mostrar la continuidad con la experiencia de Israel y la profunda unidad, a pesar de sus diversas expresiones, de la experiencia del NT.

La experiencia espiritual neotestamentaria, cualquiera que sea el ángulo desde el que se contemple, dice referencia a Jesucristo. Cristo es el camino obligado para comprender a Dios, para comprenderse a sí mismo, para comprender la comunidad y la historia. Tan cierto es esto, que las confesiones de fe del NT, expresión de la fe común de las iglesias, son todas cristológicas. Se celebra el camino que Cristo recorrió, la estructura de su persona (hombre y Dios), su estructura de Hijo en relación con el Padre y el Espíritu (Trinidad). Dentro de estas tres coordenadas es donde el discípulo debe comprender su búsqueda de Dios y su búsqueda de la salvación, y por eso queremos recoger dentro de ellas todas las indicaciones que en nuestra lectura hemos hallado.

a) Cristo, revelador de Dios. Un antiguo himno litúrgico de la primera comunidad cristiana (Col 1,15-20; cf Jn 1,18) define a Cristo "imagen de Dios invisible". El es quien, en su persona y en su historia, ha hecho visible y cercano al Dios invisible. La invisibilidad de Dios ha desaparecido con la aparición histórica de Jesús de Nazaret. La afirmación del antiguo himno litúrgico es una respuesta para los hombres que buscan a Dios y no le encuentran: Dios no es ya invisible y lejano; ha salido de su invisibilidad y en Cristo ha venido a nuestro encuentro. Pero la misma afirmación puede leerse también inversamente, es decir, como respuesta polémica para cuantos (hombres, filosofías, planes de salvación) pretenden haber llegado a Dios y alcanzado el sentido último de las cosas: Cristo es el único revelador de Dios. El solo es la verdadera historia de la presencia de Dios entre los hombres.

Todo esto es un "escándalo" para la razón, ya que la relación con lo Absoluto se hace depender de un acontecimiento histórico. Mas este escándalo, la espiritualidad cristiana, lejos de atenuarlo, lo ha custodiado celosamente y lo ha afirmado de continuo. Para el hombre del NT, Dios puede alcanzarse en lugares históricos, y no de otra manera, como a base de descender a lo profundo de uno mismo y de apartarse del mundo para contemplar directamente lo divino; se llega a Dios en la comunidad reunida, en la aceptación de la palabra, en el gesto de fraternidad, en la fracción del pan, en el seguimiento, lugares todos ellos históricos, concretos y objetivos. La experiencia de Dios —observa agudamente H. U. von Balthasar— es "realista, humana y comunitaria".

b) El camino de Cristo. Léase como texto típico Flp 2,8-11. En este antiguo himno litúrgico, probablemente prepaulino, se describe ante todo el camino que recorrió el Hijo (su condición junto a Dios, su venida entre los hombres, la vida obediente, la cruz, la exaltación). Pero, dentro del camino recorrido por Cristo, destacan las estructuras de su persona: El es en la condición de Dios y en todo semejante a los hombres, siervo y Señor. En este doble par de antítesis se encierra el misterio de Jesús, pero también la paradoja de la vida cristiana. Es importante, para nuestro propósito, observar con atención el modo de pensar de este himno, caracterizado por dos momentos, que constituyen otras tantas estructuras de la experiencia espiritual neotestamentaria.

Primero: La reflexión parte de una historia concreta, la que Cristo vivió. El movimiento va, por así decirlo, de abajo arriba, no de arriba abajo. Se da aquí una gran consonancia con la experiencia religiosa del AT. Los títulos Dios y hombre, siervo y Señor, se entienden en el sentido que aparece concretamente en la historia vivida por Cristo. A la pregunta "¿Quién es Jesús?", los primeros cristianos respondían contando una historia. Únicamente a partir de la historia de Jesús se comprenden su personalidad, su divinidad y su humanidad, lo que él significa para nosotros. Este partir de la historia es un método constante de la experiencia cristiana. La fe no se vive huyendo de las situaciones concretas, sino dentro de las situaciones concretas y dejándose cuestionar por ellas. El evangelio denuncia con fuerza la actitud adoptada por el fariseo frente a la praxis de Jesús (Mc 3,2ss: Jn 9). El fariseo no es leal, hace trampas. Niega la evidencia de los hechos para salvar su ideología. El discípulo, en cambio, debe asumir una franca aceptación de la historia. Esta franca aceptación de la historia requiere (además de rigor, lucidez y lealtad) paciencia y coraje.

Segundo: En la historia de Jesús hay un centro, del cual es necesario partir si se quiere comprenderla correctamente. El centro es la cruz-resurrección. La maravilla que el himno quiere comunicarnos no reside simplemente en el hecho de que Dios ha decidido hacerse hombre, sino en el hecho de que —habiendo decidido hacerse hombre—, en lugar de tomar una condición humana en consonancia con su condición divina (por tanto, una humanidad fuera de nuestra historia, sustraída a la caducidad, a las necesidades, a la muerte), prefirió una condición humana en todo y por todo semejante a la nuestra; prefirió llevar una vida obediente y crucificada. El centro de la espiritualidad cristiana no es simplemente la encarnación, sino sus modalidades concretas e históricas. El Hijo de Dios entró en el mundo escogiendo la solidaridad y el compartir, asumiendo el peso de la historia de los hombres. Es claro, entonces, que el discípulo debe, a su vez, entrar en el mundo, sufrir, participar, compartir y hacerse cargo del peso de la historia de los hombres. La regla del discípulo es el "perderse para encontrarse" del evangelio.

c) Jesús, verdadero hombre. En la persona de Jesús (hombre y Dios) se realizó plenamente la alianza entre Dios y el hombre; el Hijo de Dios no rechazó nada de lo que es humano, sino que lo asumió e introdujo en su persona (Jesús es verdadero hombre).

Así pues, la encarnación nos dice que los hombres y su historia tienen un gran valor, porque han entrado en el mundo de Dios. La historia del hombre no está ya sujeta a la vanidad, sino que en Cristo ha entrado en el mundo de Dios y se abre a una gran esperanza. La encarnación rechaza todo dualismo. En Jesús ha aparecido un Dios que es "nuestra paz", que "de ambos pueblos hizo uno, derribando el muro medianero de separación" (Ef 2,14-16). En el mundo antiguo se hablaba de dos zonas, el mundo terrestre y el mundo celeste, y se hablaba de un mundo divisorio, de un recinto que señalaba el confín insalvable entre la zona de lo divino y de lo humano. En Cristo, el mundo de Dios y el mundo del hombre se han unido y reconciliado. El muro que los oponía se ha venido abajo. El Dios de Jesucristo no es el Dios del dualismo, sino de la alianza, de la asunción de la realidad humana, de la solidaridad con la historia. El Dios de Jesucristo no abandona al mundo a sí mismo ni invita a hacerlo. Frente a este Dios que se define como alianza y solidaridad no hay lugar ya para la tentación gnóstica ni para la tentación apocalíptica (dos esquemas antiguos que en cierto modo parecen revivir en el mundo moderno). La tentación gnóstica: el mundo de abajo no es el mundo de Dios y del Espíritu, el hombre no debe apasionarse por él e intentar transformarlo, y sería absurdo pensar en salvarlo; sencillamente hay que abandonarlo; el espíritu del hombre debe alejarse de su fascinación y librarse de su cautividad y subir a otra parte. Y la tentación apocalíptica: el mundo presente está marcado por el pecado, ha caído tan bajo que ya no es posible salvarlo, ya no es el mundo amado por Dios; es inútil intentar salvarlo; es preferible abandonarlo a su destino, apresurando, si acaso, su muerte; sólo después de la muerte de este mundo Dios nos ofrecerá un mundo nuevo y diverso. La tentación apocalíptica y la tentación gnóstica olvidan la encarnación y la fuerza de esperanza y de solidaridad encerradas en ella. Son dos modos de enfrentarse con el mundo incompatibles con la auténtica experiencia espiritual cristiana: el mundo que ama Dios es éste; el mundo en el cual ha echado la semilla de su salvación es éste.

d) El Hijo encarnado, igual y distinto del Padre y del Espíritu. La persona de Jesús no se agota en la alianza entre la divinidad y la humanidad. El es el Hijo igual y, sin embargo, distinto del Padre y del Espíritu. En Jesús se ha revelado un Dios trino. Tres son, creemos, las principales estructuras espirituales que se derivan del encuentro con el Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Ante todo, la estructura de la obediencia-transparencia: el Hijo lo recibe todo del Padre, y en la aceptación del don del Padre encuentra su propia consistencia; el Hijo está a la escucha del Padre, y en esta obediencia encuentra su propia glorificación y su propia libertad. A su vez, el Espíritu no viene a decir cosas propias, sino a hacer comprender y a recordar las cosas del Hijo. Del Padre desciende, pues, todo el movimiento de acogida y de transparencia, que debe prolongarse en la experiencia del cristiano y de la comunidad.

En segundo lugar, una estructura dialógica, término que nos parece el más apropiado para expresar las nuevas modalidades de experiencia de Dios que el cristiano está llamado a vivir. Un texto particularmente significativo a este respecto es Rom 8,14-17. Su centro es la experiencia del Espíritu, que es posible discernir mediante tres signos: una vida "nueva" (no ya un vivir según la lógica de la carne); una nueva relación con Dios, sentido como Padre; la íntima convicción (a despecho de la poca fe y del mismo pecado) de ser hijos [>Hijos de Dios]. Así pues, el dato esencial es una nueva relación con Dios: el hombre puede dirigirse a Dios franca y confidencialmente; no es ya una relación de esclavitud, sino de libertad; el discípulo puede apropiarse la misma confianza y la misma libertad de Cristo con el Padre. De Cristo se habla en términos de compartir: es el Hijo que no tiene para sí su filiación, sino que la extiende a nosotros; y es el modelo cuyo camino hemos de recorrer. El Padre es aquel de quien todo desciende y al que todo vuelve; el Hijo recibe del Padre y nos da a nosotros, nos abre el camino de una nueva relación. El Espíritu nos revela nuestra nueva situación, la interioriza y nos lleva a convencernos de ella.

De la estructura de Cristo —encarnación y trinidad— brota, finalmente, la estructura de la "comunión" en su doble movimiento de "amor con" (trinidad) y "amor por" (cruz). En esta comunión se sitúa la experiencia del cristiano y de la Iglesia. Hay un momento interno, en el cual nos encontramos con Dios y entre los hermanos (amor con); es un momento de reciprocidad (cf Jn 13,34-35). Y hay un momento misionero, en el cual se muere por todos, en la universalidad, sin pedir nada a cambio (cruz). Pero existe un orden en estos dos momentos (orden que debe ser respetado en la experiencia del cristiano y más aún en la experiencia de la comunidad): del amor recíproco (trinidad) a la misión (cruz) en orden a una comunión mayor (Cristo murió en la cruz para atraer a todos a sí: Jn 12,32).

e) Tensiones en la historia y en la persona de Jesús. En la historia y en la persona de Jesús se encierran "tensiones" (hombre y Dios, siervo y Señor, crucificado y resucitado), que vuelven a presentarse luego en la nueva comprensión que tiene de sí el cristiano. En otras palabras, el misterio de Cristo es el origen de una serie de antinomias características de la experiencia espiritual cristiana, antinomias que no es fácil acentuar justamente (también por esto se dan carismas y vocaciones diferentes), y que no se resuelven, sino que se viven [>Antinomias espirituales]. Al discípulo se le exige la capacidad de vivir una situación dialéctica y una sensibilidad histórica que sepa acentuar cada vez lo que se debe. Vamos a describir tres antinomias, presentes de un modo o de otro en la experiencia de todas las comunidades neotestamentarias.

Primera: continuidad y novedad. El sermón de la montaña (en la versión de Mt) se abre con dos afirmaciones en manifiesto contraste. Por una parte. se afirma: "No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas; no he venido a abolirla, sino a perfeccionarla" (5,17). Por otra, se dice con aire de inexorable ruptura: "Sabéis que se dijo a los antiguos..., pero yo os digo..." (5,21ss). Resolver y comprender este aparente contraste significa no sólo comprender una de las tesis centrales del evangelio de Mt, sino también una de las características más importantes y constantes de la experiencia espiritual de las primeras comunidades cristianas. El mensaje de Jesús está en continuidad con el del AT, porque redescubre su centro y su tensión. Jesús no introduce en su ley novedades tomadas de otra parte, ni hace correcciones basándose en una lógica ajena. Al contrario, recupera la intención profunda de la historia de la salvación y la lleva a cumplimiento. Continuidad, pues, pero continuidad con carácter de novedad. Exige conversión, porque es crítica respecto de los esquemas precedentes, que terminaron aviniéndose; y no repite a secas las palabras antiguas, sino que las cumple. Jesús sabe que el AT es por esencia realidad abierta, principio, promesa; serle fiel significa superarlo y llevarlo a madurez. La tensión entre continuidad y novedad no se limita únicamente a la relación AT y NT; se reproduce en formas nuevas, pero análogas, en la relación entre tradición y contemporaneidad. La conciencia cristiana —como, por lo demás, ya la del antiguo Israel—es fiel a su tradición, pero no repetitiva.

Segunda: cumplimiento y espera. Los primeros cristianos vivieron una doble experiencia, también de algún modo análoga a la experiencia de Israel. Por un lado, la certeza de que el mesías ya ha venido y que su muerte-resurrección constituye el hecho central y decisivo de la historia. Todos los textos del NT transmiten esta convicción y este entusiasmo. Mas, por otro, la comprobación de que, no obstante la muerte y resurrección de Cristo, la historia parece ser la de antes: siguen la injusticia, el pecado, el olvido de Dios; de nuevo parece frustrarse la esperanza. Dentro de esta situación, los cristianos se percataron muy pronto de dos cosas. La primera es que todavía hay lugar para la espera: el que vino en la debilidad de la cruz volverá en el esplendor del poder; la historia tendrá una conclusión y al fin manifestará plenamente la gloria de Jesús, que ahora está oculta. La segunda es que la victoria de Dios está ya presente, pero como a nivel de semilla, oculta, enterrada (cf las parábolas de la semilla: Mt 13). Dentro de esta perspectiva, el NT sugiere dos actitudes fundamentales: el rechazo de toda actitud que se pierda en la curiosidad (sobre el cómo y el cuándo del fin) y que por el ansia de la espera descuide las tareas de este mundo; el rechazo de toda mundanización, alentando la vigilancia, la disponibilidad y la actitud resolutiva.

Desde otro punto de vista, el NT inculca la serenidad y la seriedad. El discípulo advierte el dramatismo de la historia, la urgencia del compromiso, siente el peso de la tentación y conoce el riesgo y la facilidad de la libertad. El creyente es serio. Pero el discípulo sabe también que el Señor ha resucitado, que la muerte está rescatada, que nuestra misma libertad está en las manos de Dios, que la salvación viene de Dios; por todo esto el discípulo permanece sereno.

Tercera: la experiencia de la diáspora. El cristiano vive una última tensión, que se manifiesta sobre todo en los escritos más tardíos: él no pertenece ya al mundo y, sin embargo, es enviado al mundo. Este ser extraño al mundo —especie de diáspora espiritual— no nace únicamente de la hostilidad del mundo, sino de la propia elección y vocación. Nace de la propia originalidad. Hay una doble tentación: evadirse del mundo para conservar la propia originalidad y comprometerse en el mundo hasta perder tal originalidad. También bajo este aspecto la espiritualidad cristiana está llamada a vivir un equilibrio nada fácil. No hay separación de sectores, sino diversidad de origen, es decir, de lógica y de comportamiento. Estar "en el mundo, pero no ser del mundo" significa oponerse a la lógica mundana, renunciar a los valores ilusorios, destructores, como, por ejemplo, el ansia de poseer cada vez más, raíz de toda enajenación (como la llama san Pablo). Se impone la conclusión: el creyente debe asumir el mundo y debe insertarse en él, pero no ha de insertarse sin vigilancia.

f) La salvación es "gracia". Si quisiéramos, además (como se ha hecho para el AT), condensar, a modo de conclusión, los supuestos (o las raíces) de toda la novedad cristiana, destacaríamos un solo punto: la concepción, unanime en el NT, de que la salvación es gracia. La "gracia" cambia de raíz la relación con Dios, entre nosotros y con el mundo, y también la comprensión que el hombre tiene de sí mismo. Es, a la vez, un modo nuevo de hacer teología y antropología.

La gracia cambia de raíz el modo de concebir la relación con Dios, la cual se convierte esencialmente en acogida y en gratitud. Pues no es que el camino del hombre suba a Dios, sino que el camino de Dios desciende hacia el hombre. La obediencia del hombre, su decisión, son respuesta a un don gratuitamente recibido ya. Esto es precisamente el evangelio, la buena nueva que hay que llevar a todos, esperada y deseada: Cristo ha muerto y ha resucitado por nosotros y, por consiguiente, estamos salvados por el amor gratuito de Dios manifestado en la cruz, y no por nuestras obras. Nuestra seguridad se apoya en el amor de Dios, no en nuestra respuesta; por eso es alegre nueva.

La gracia cambia las relaciones dentro de la comunidad, en la cual debe reinar el orden de la donación recíproca (gratuita y desinteresada) y no el de la justicia del tanto-cuanto: Flp 2,1-4.

La gracia cambia las relaciones de la comunidad con el mundo, que deben ser relaciones de servicio y de ningún modo de autoglorificación. La gracia es también la raíz de la universalidad de la misión de la Iglesia, ya sea en el sentido de que la salvación está en la fe y no en las culturas (y, por tanto, todas las culturas pueden abrirse a Cristo y ningún pueblo puede imponer a todos en nombre de Cristo su cultura particular propia), ya sea en el sentido de que caen las barreras entre hombre y hombre, pueblo y pueblo (no hay ya cercanos y lejanos, dignos e indignos, y ello por la sencilla razón de que el amor de Dios es gratuito, no condicionado de ningún modo por las obras de los hombres, por su pertenencia a un pueblo o a otro).

El hombre debe concebirse como don gratuito, como una existencia regalada (o sea, gracia), que no puede, por tanto, permanecer cerrada en sí misma y buscar su sola ventaja, sino que ha de abrirse y hacerse don para todos. De no ocurrir así, el movimiento de Dios quedaría interrumpido y desviado: el amor gratuito que se derrama sobre el hombre sería transformado por el hombre no ya en don, sino en posesión, no ya en servicio, sino en poder. Gracia y servicio son dos realidades correlativas (1 Cor 12,4). Viviendo la gracia en todas sus dimensiones es como se logra la experiencia del Dios de Jesucristo.

B. Maggioni

 

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