ENFERMO/SUFRIMIENTO
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SUMARIO: I. Contexto socio-cultural: 1. La reflexión sobre el sufrimiento; 2. La reacción del hombre hoy - II. La perspectiva bíblico-cristiana: 1. La oferta salvífica del Antiguo Testamento; 2. Jesús y el sufrimiento - III. La espiritualidad cristiana del sufrimiento: 1. La prueba del sufrimiento; 2. La ascesis del éxodo y del misterio pascual; 3. I.a comunidad cristiana y los pacientes - IV. El sacramento de los enfermos.


I. Contexto socio-cultural

1. LA REFLEXIÓN SOBRE EL SUFRIMIENTO - Prescindiremos en esta primera parte de la visión bíblico-cristiana. Los primitivos consideraban que las desgracias individuales y cósmicas eran reflejo de poderes sobrehumanos de los que el hombre era víctima, y frente a ellos buscaban protección en ritos mágicos, sin renunciar a defensas personales.

Las culturas judía y griega pusieron de relieve la corresponsabilidad personal. En la época moderna, el marxismo ha denunciado los condicionantes sociales y el psicoanálisis ha analizado los del subconsciente.

La vida del individuo y la convivencia son una lucha continua y esforzada, sostenida durante milenios contra toda forma de sufrimiento, si bien éste persiste adoptando formas nuevas, provocadas por el mismo progreso. La sensibilización social y eclesial, que constituye un indice de promoción humana, agudiza por reflejo los contrastes y exaspera las tensiones. Se renuevan formas de marginación y de opresión hasta las violencias más extremas, en nombre incluso de la promoción social. El poder de los medios de comunicación social y los integralismos ideológicos provocan una onerosa masificación del pensamiento, cuando no se llega a las persecuciones políticas, religiosas o raciales más descaradas. El progreso sanitario ha acabado con las epidemias, ha disminuido la mortalidad infantil y ha hecho posible que un número cada vez mayor de personas llegue a una edad avanzada [Anciano]; pero se encuentra frente a las complicaciones propias de las enfermedades degenerativas, y no raras veces provoca posteriores sufrimientos con las mismas tentativas terapéuticas (las llamadas enfermedades iatrógenas). Instintivamente concebimos la vida como salud y bienestar, y el sufrimiento como un incidente desafortunado, que puede cruzarse en nuestro camino.

La dura realidad de la vida contrasta con esta concepción nuestra de la existencia. Debemos aceptar que la primera causa de sufrimiento está inscrita en nuestro tejido vital, en las potencialidades biológicas y en nuestra conciencia critica, que constituyen las energías de la vitalidad individual y social y, al mismo tiempo, provocan inseguridades y sufrimientos. La potencialidad sexual efectiva es causa de tensión, de placer yde sufrimiento. La evolución social no se realiza sin contrastes violentos, aunque sea condenable la violencia homicida.

De ahí que entre la vida en su fase terrena y el sufrimiento no exista oposición radical, sino que el sufrimiento entra como elemento constitutivo de nuestra existencia. Aceptar la vida significa admitir también la realidad del sufrimiento y de la muerte.

El problema no es cómo no sufrir, sino saber reaccionar ante el sufrimiento y disminuir las causas que lo agravan.

2. LA REACCIÓN DEL HOMBRE HOY - Consideremos al hombre de nuestra cultura europeo-occidental. El que sufre, especialmente si es un enfermo, tiene conciencia del derecho a reivindicar de la sociedad respeto, comprensión y ayuda, y acusa a los demás (el ambiente familiar, las estructuras sociales inadecuadas e injustas, los egoísmos y errores de otros) como causas primarias de sus sufrimientos. Se fatiga analizando su parte de responsabilidad, revisando sus actitudes de reacción y evitando sentirse solamente víctima del sistema y de la incomprensión de los demás.

La mentalidad secularizadora que agudiza la tensión hacia las realizaciones terrenas, el mito del bienestar, la confianza en el poder tecnológico, la creciente sensibilidad psicológica son factores que provocan una mayor alergia a toda forma de sufrimiento y una espera, a veces neurótica, de soluciones inmediatas. No se puede esperar ni se debe sufrir más; el consumismo y el uso excesivo de los fármacos, la repetición obsesiva de los exámenes clínicos, los intentos más temerarios, incluidos los raptos y los secuestros, son un indicio de lo que acabamos de decir. El recurso a la droga. los atropellos y las violencias, incluso homicidas, por motivos políticos o por delincuencia común forman parte de esta mentalidad de liberarse del sufrimiento cuanto antes y como sea.

No faltan, incluso en nuestros paises, los desconfiados, los "cansados de la vida", que oscilan entre un sentido fatalista y el deseo del suicidio; éstos son los pacientes más graves.

En la milenaria lucha del hombre contra el sufrimiento, la reflexión ha profundizado en las causas del mismo y se han multiplicado los medios técnicos; sin embargo, parece que el hombre de hoy es más frágil frente al sufrimiento.

El psicólogo judío Viktor Frankl denuncia una "frustración existencial", que necesariamente se sigue del contraste entre la concepción corriente de la vida y la realidad de la existencia. Mientras nos impregne una mentalidad sobre la vida basada en el placer y en la propia afirmación —quizá identificados con las propias ideas sociales o religiosas— y se contemplen esos valores como absolutos, habremos de experimentar una continua frustración al constatar el progresivo debilitamiento físico y las oscilaciones y contradicciones sociales.

La "logoterapia", o cura médica del alma, que V. Frankl propone consiste en ayudar al sujeto a preguntarse sobre el sentido de su existencia, convenciéndose de que en cualquier situación, por absurda que sea, es posible encontrar un "cometido vital", comenzando por las respuestas más modestas con tal que sean realizables en ese momento.

II. La perspectiva bíblico-cristiana

1. LA OFERTA SALVÍFICA DEL ANTIGUO TESTAMENTO - Yahvé ofrece al hombre, condicionado por culpas y sufrimientos, una alianza salvífica que le ayuda a redimirse y a dar un significado a su propia existencia, cualquiera que sea su situación. Esta es la respuesta fundamental de la Biblia a la realidad de la existencia y del sufrimiento humano.

La respuesta bíblica sobre el comienzo del sufrimiento y de la muerte del hombre está apenas esbozada y es de difícil interpretación. El Génesis reacciona contra las interpretaciones de otros pueblos, que hacían a los hombres víctimas de una misteriosa potencia maléfica o del capricho del destino, y reafirma la existencia de un Dios único que ha dado origen a la realidad cósmica y que es sabio y bueno. El sufrimiento y la muerte no pueden, por lo tanto, ser queridos por él, sino que son consecuencia de una culpa, de una ruptura voluntaria en las relaciones del hombre con Dios. De esta culpa derivan todos los demás desequilibrios, efecto de la presunción y del egoísmo. El apóstol Pablo resume el pensamiento bíblico en esta síntesis dramática: "Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte" (Rom 5,12).

La Biblia establece, pues, una correlación entre pecado, sufrimiento y muerte. Pero no se puede deducir de ella que el pecado constituya la única causa del sufrimiento y de la muerte, como si antes de la culpa el hombre hubiera estado hecho de una estructura fisiológica y psíquica distinta.

La reflexión teológica ha estimado siempre que el pecado supuso una complicación e hirió a la naturaleza humana, pero no la cambió radicalmente. La teología actual ha vuelto a plantear la problemática en torno a la frase del Génesis: "Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás en modo alguno, porque el día en que comieres ciertamente morirás" (Gén 2,17). ¿Era quizá una amenaza de muerte inmediata, conmutada luego por una vida de sufrimiento? (cf Gén 3,14-17). La frase de Pablo, que contrapone al pecado y a la muerte provocada por Adán la gracia y la vida ofrecida por Cristo, tampoco se limita al problema de la muerte biológica, porque ésta sigue dándose después de la redención.

El concilio de Trento ratificó que la muerte es consecuencia del pecado, pero evitó pronunciarse sobre la situación anterior al pecado (DS 1511). El ritual reformado del sacramento de la unción y cura pastoral de los enfermos usa esta expresión en la introducción: "No se puede negar que existe una estrecha relación entre la enfermedad y la condición de pecado en que se encuentra el hombre" (n. 2); y el documento de la Conferencia Episcopal Italiana sobre Evangelización y sacramentos de la penitencia y de la unción de los enfermos precisa lo siguiente: "Según la fe cristiana, la enfermedad tiene su origen no sólo en la finitud de la criatura humana, sino también en la corrupción introducida por el pecado en el mundo" (n. 132).

La catequesis debe tener en cuenta estas clarificaciones, evitando recurrir solamente al pecado original como única causa de nuestro sufrimiento y de la muerte. Semejante planteamiento no está conforme con la Biblia, suscita la idea de un Dios cruel y favorece un sentimiento de indiferencia, como si todo fuera culpa de Adán. Yahvé echa en cara a su pueblo sus reiteradas infidelidades como causa de sus sufrimientos.

Nos parece que del mensaje bíblico se puede deducir una vinculación mayor entre la creación y la redención. Dios Padre no nos ha hecho nacer culpables, sino que ha querido hacernos copartícipes de nuestra maduración salvífica. En este planteamiento de pedagogía activa aplicada a la humanidad entera resultaban previsibles la culpabilidad y un sufrimiento que se hizo más oneroso por la imprudencia, el egoísmo y el odio humanos. Dios puede permitir, en su bondad, todo esto; no solamente para darnos la posibilidad de ser parcialmente artífices de nuestra promoción, sino también porque sabrá dar a cada uno y a la convivencia general una respuesta de salvación. Esta oferta redentora se convierte en don gratuito, porque supera el costo de nuestras fatigas y porque no solamente nos devuelve otra vida, sino que además nos hace "participantes de la naturaleza divina" (2 Pe 1,4).

Esta clarificación bíblica enlaza con la constatación científica de la condición natural de los límites biológicos y psíquicos del hombre y con la percepción de una corresponsabilidad social. Pero subsiste una diferencia. La mentalidad moderna habla de culpabilidad social, mientras que la revelación habla de "pecado". Hay que tomar conciencia de que en el origen de nuestras faltas de madurez personal y de nuestras injusticias sociales está una situación de pecado, una infidelidad a Dios Padre, que se manifiesta en las dificultades y en los egoísmos propios de las relaciones humanas (cf Gén 3,7-19). La terapia salvífica prescrita por la Biblia parte de una conversión a Dios, y de esta comunicación más auténtica, que no se limita a las prácticas rituales (cf la reiterada apelación de los profetas), deberá derivarse una solidaridad fraterna que recomponga la convivencia humana.

El saludo habitual de Israel "shalóm" significa bendición (alianza entre Dios y los hombres); implica seguridad, bienestar y felicidad; es confianza en la paz mesiánica que Yahvé reserva para su día, pero en la que ya nos sentimos comprometidos a colaborar con una respuesta libre y activa.

2. JESÚS Y EL SUFRIMIENTO - A los interrogantes humanos sobre el sufrimiento Dios respondió encarnándose, es decir, aceptando compartir el padecimiento humano.

Nosotros intentamos justificar nuestras carencias frente a Dios y al prójimo con las múltiples dificultades de la existencia, porque cuesta demasiado mantenerse honrados, estar siempre disponibles, tomar partido en favor de los marginados y aceptar la dureza de una enfermedad que se prolonga sin esperanza.

Jesús, para redimirnos, recorrió nuestro camino hasta el final, despojándose de su condición divina, "tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres" (Flp 2,7), compartiendo nuestras decepciones y amarguras, aceptando ser víctima de la incomprensión y del odio; y. en este contexto existencial de dolor, dio pruebas de su fidelidad a Dios y de su amor redentor a los hombres hasta la tortura de la cruz. En esta "kénosis" integró la nueva vitalidad del Espíritu; en el sufrimiento nos dio la prueba de su amor, y en la muerte completó su victoria (cf 1 Cor 15,55); esto es, el misterio pascual de vida y muerte en tensión hacia la resurrección.

Consideramos que Cristo confirió un valor salvífico a todo sufrimiento humano, aun inconsciente, incluyendo el dolor de los niños y de cuantos han perdido conocimiento crítico, siempre que el que sufre no quiera sustraerse culpablemente a esta forma de redención. En el testimonio de la vida de Jesús se insertan sus relaciones de predilección por los que sufren, independientemente de la forma de su sufrimiento: de culpabilidad (la mujer sorprendida en adulterio: Jn 8,1-11), de marginación social y religiosa (la samaritana: Jn 4; la visita a Zaqueo: Le 19,1-10; las curaciones de los endemoniados) y de sufrimiento físico. Las numerosas curaciones de enfermos se insertan como signo de la curación global o redención que él nos ofrece, exigiendo nuestra participación comprometida de fe, y que él mismo realiza gradualmente en la totalidad de nuestra vida, que se extiende más allá de las fronteras terrenas. En la otra vida, glorificada por Cristo resucitado, se verificará la plenitud de la vida, la victoria completa sobre toda forma de sufrimiento: "No habrá más muerte, ni luto, ni clamor, ni pena" (Ap 21,4).

III. La espiritualidad cristiana del sufrimiento

1. LA PRUEBA DEI. SUFRIMIENTO - El sufrimiento es una dura prueba de nuestra madurez humana y cristiana, destruye las pretendidas seguridades, pone en crisis las motivaciones ideales no profundizadas ni asimiladas adecuadamente, estimula una revisión de nuestra forma de ver la vida y de nuestro modo de comprender y de aceptar a Dios. Durante el sufrimiento, la persona se siente tentada a cerrarse en su miedo y a ver solamente su situación; sin darse cuenta puede hacerse demasiado exigente. aunque se niegue a pedir ayuda porque no sabe aceptar sus propios límites; puede volverse insoportable o infantilmente generosa; puede caer en la rebeldía neurótica, que se niega a mirar de frente la realidad o adopta la actitud de víctima.

La misma religiosidad puede ser mal interpretada, cayendo en un dolorismo fatalista. Aceptar la voluntad de Dios significa reaccionar con él ante las debilidades y sufrimientos propios y ajenos y actuar con mayor justicia.

Más frecuente es el interrogante sobre la bondad y la sabiduría de Dios, que permite los sufrimientos, aun los más absurdos. Es la temática del Libro de Job. Sus amigos recurren a la mentalidad corriente: Dios castiga a los malos y premia a los buenos; por lo tanto, el que sufre es culpable. Job comparte la misma mentalidad; pero es consciente de que no es tan culpable, y por eso apela a la justicia misma de Dios. El Señor acepta este proceso de fe, pero invita a Job a que antes demuestre su pretendida competencia para juzgarlo: "¿Dónde estabas tú cuando fundaba yo la tierra?" (Job 38,4).

La comprensión de fe parte de la humildad radical de aceptar nuestra pequeñez frente al misterio de la vida y al misterio más grande de Dios. Debemos abandonar la pretensión de reducir a Dios a nuestros esquemas humanos. El Señor no nos persigue para castigarnos o para premiarnos de inmediato. "Tan altos como el cielo, por encima de la tierra se elevan mis caminos sobre vuestros caminos, y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos" (Is 55,9). En la desconcertante experiencia de un sufrimiento humanamente absurdo, Job llega a revisar su propia fe y a comprender mejor a Dios: "De oídas, ya te conocía, pero ahora te han visto mis ojos" (Job 42,5); es la conclusión de un itinerario espiritual madurado en el sufrimiento. Continúa en pie el misterio de esta existencia humana; incluso lo acepta y se pone en las manos de Dios, seguro de que su presencia le ayudará en la prueba del sufrimiento y éste no quedará vacío de significado.

La crisis provocada por el sufrimiento suscita no raras veces una nueva visiónde la vida, una maduración humana y una espiritualidad que difícilmente se habría alcanzado sin este itinerario de dolor. Así se constata con especial evidencia en la experiencia espiritual de los santos.

Debemos entrenarnos en el sufrimiento como debemos educarnos para vivir, porque la vida implica sufrimiento. Se trata de una educación hecha de coraje, constancia, capacidad de diferir y moderar los propios deseos, sentido de realismo para aceptarse a sí mismo y a los demás con nuestros límites, con nuestros fallos y nuestros pecados. Una educación para la vida que debe iniciarse en los primeros años, rechazando toda forma de exhibiciones y de egoísmo.

La promoción humana y cristiana se balancea en el difícil equilibrio de no arredrarse ante las dificultades, de intentar mejorarse a sí mismo, y la convivencia sin pretender soluciones utópicas, aceptando colaborar en los proyectos a largo plazo de Dios.

El ascetismo medieval, que insistía en las formas de sufrimiento físico provocado voluntariamente, no se debe entender como búsqueda del dolor, sino como forma de entrenamiento. Hoy día el entrenamiento en el sufrimiento preferimos ejercerlo con la madurez de un equilibrio fundamentalmente sereno hasta en las contradicciones más penosas de la existencia, en la capacidad de aceptarnos a nosotros mismos y a los demás y en la convivencia dentro de los límites recíprocos, sin renunciar al valor de un diálogo crítico, de una conversión renovada, y demostrando la capacidad de saber aceptar y apreciar incluso las pequeñas alegrías de la existencia y sobre todo la disponibilidad concreta al encuentro fraterno. Se trata de la "metanoia" evangélica, del "cambio íntimo y radical de todo el hombre", que constituye el itinerario redentor y paciente del penitente cristiano (cf Const. apostólica Paenitemini, 17-2-1966).

En este itinerario penitencial se insertan las posibles incomprensiones eclesiales, que a veces resultan especialmente amargas, como le ocurrió al mismo apóstol Pablo; los conflictos ocurridos incluso entre personas santas, posibles, por tanto, a pesar de las buenas intenciones recíprocas. "Sé carecer de lo necesario y vivir en la abundancia. Estoy enseñado a todas y cada una de estas cosas, a sentirme harto y a tener hambre, a nadar en la abundancia y a experimentar estrecheces. Todo lo puedo en Aquel que me conforta" (Flp 4,12-13). Este pasaje paulino no se ha de interpretar como presunta indiferencia del cristiano frente al placer o al sufrimiento. El cristiano ama la vida como don de Dios e intenta favorecer por sí mismo o mediante los demás la promoción humana; no desprecia los bienes de la tierra, aunque reconoce una jerarquía de valores.

El cristiano cultiva la sensibilidad humana porque su ideal es Cristo, que no se presentó como un superhombre; al contrario, se hizo tan pequeño e indefenso, que llegó hasta huir de los sicarios de Herodes, "despreciado, desecho de la humanidad, hombre de dolores, avezado al sufrimiento" (Is 53,3); no tuvo inconveniente en llorar ante el sepulcro de Lázaro, conoció el miedo y la angustia y se sintió "triste hasta la muerte" (Mc 14,34). No buscó el sufrimiento por sí mismo, sino que, postrándose "rostro a tierra" (Mt 26,39), suplicaba: "¡Abba!, ¡Padre! ¡Todo te es posible! ¡Aparta de mí este cáliz!" (Mc 14,36). ¡Cuánta humanidad se observa en este desahogo de Jesús, a punto de completar el objeto de la encarnación! La ascesis cristiana no es estoicismo. "Pero —añadió Cristo— no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres Tú" (Mc 14,36).

2. LA ASCESIS DEL ÉXODO Y DEL MISTERIO PASCUAI. - La reacción cristiana ante el sufrimiento debe remitirse a la espiritualidad del éxodo. La vida se entiende como peregrinaje hacia la ciudad del Dios vivo; como un éxodo incesante del estado de pecado y de egoísmo, de nuestras presuntas seguridades y de nuestra búsqueda de comodidades, para aceptar las pruebas de la existencia, incluyendo a veces la amargura, la soledad y la aridez del desierto.

El espíritu del éxodo es espíritu de desprendimiento, de valor y de riesgo; es espíritu de solidaridad humana y de confianza en Dios, que camina con nosotros, sin pretender resultados inmediatos, porque largo y misterioso es el camino hasta la tierra prometida. El éxodo constituye también la gran esperanza de una liberación y promoción humana, pero construida en comunión con Yahvé y con su pueblo.

Esta mentalidad del éxodo se opone a los mesianismos exclusivamente terrenos; al mito del fácil bienestar y de la afirmación exhibicionista; a la idolatríade la salud física y del poder, que constituyen, desgraciadamente, el espejismo de una presunta promoción humana, pero que se resuelven realmente en nuevas formas de sufrimiento y de opresión.

El espíritu del éxodo madura en el misterio pascual de Cristo; la vida continúa siendo un paso del pecado, de la pretendida autosuficiencia, del egoísmo, etc., a una vida nueva en Cristo, donde resucitamos a la libertad de una promoción humana que va más allá de los condicionamientos terrenos para abrirse a la plenitud de la otra vida.

Para resucitar es preciso tener el valor de morir, es decir, de aceptar esta existencia terrena, que se desarrolla en un dinamismo de muerte y resurrección, porque nuestras energías vitales son fruto de tensiones toleradas, de reacción confiada y no neurótica, de superación valerosa de nuestros límites. Esta lucha continua adquiere un sentido más amplio, una confianza más cierta, cuando está animada por la fe en el Cristo paciente y glorioso.

No es fácil aceptar a "Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles" (1 Cor 1,23); pero éste es su programa: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mc 8,34). No es Cristo quien ofrece la cruz, sino que la cruz es nuestra, en el sentido de que forma parte del proceso vital y condicionado de esta existencia terrena; pero Cristo da la posibilidad de transformar esta cruz en un acto de oblación a Dios y de amor redentor para uno mismo y para los hermanos, porque "el que pierda su vida por mi causa y por el Evangelio, la salvará" (Mc 8,35). De este modo se cumple la voluntad del Padre, igual que para Jesús en Getsemaní, y el sufrimiento se convierte en manifestación de las "obras de Dios", como ocurrió al ciego de nacimiento (Jn 9,3). Es el misterio del grano de trigo, que parece morir, pero que de esa forma revive (Jn 12,24); es el sufrimiento de la mujer que está a punto de dar a luz, y que se transforma en una alegría que hace olvidar la aflicción (Jn 16,21); es el recuerdo de la Dolorosa, que se hace madre de los vivientes en Cristo resucitado y renueva su cántico de gozoso reconocimiento, "Mi alma glorifica al Señor" (Lc 1,46).

El cristiano no pide ni bienestar ni sufrimiento, ni tranquilidad ni lucha, sino la capacidad de entregarse todos los días a Dios y a los hermanos en testimonio de fe y de amor, cualesquiera que sean las circunstancias en que le toque vivir, convencido de que en todo caso su vida tiene un significado de redención y de resurrección; es el tránsito pascual.

3. LA COMUNIDAD CRISTIANA Y LOS PACIENTES - Jesús precisó su misión aplicándose a sí mismo las palabras de Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió. Me envió a evangelizar a los pobres, a predicar a los cautivos la liberación y a los ciegos la recuperación de la vista, a libertar a los oprimidos" (Lc 4,18). La religión cristiana no es, por lo tanto, un mensaje de resignación o de consuelo, sino un compromiso de promoción global, que se realiza en la fe.

El cristiano participa de la lucha del hombre contra toda forma de sufrimiento, pero con la mentalidad y con la perspectiva de Cristo. Las comunidades cristianas se han distinguido siempre por una atención concreta hacia los que sufren, desde las primeras instituciones hospitalarias hasta las múltiples obras caritativas llevadas a cabo a lo largo de los siglos. Ver a Cristo en el hombre que pasa hambre, en el abandonado y en el encarcelado ha sido el programa evangélico (cf Mt 25,31-40) que ha animado este testimonio cristiano singular, único en la historia por su continuidad, por la variedad de formas y por la cantidad de ejemplos heroicos.

No han faltado los fallos por condescendencia con los centros de poder político o económico, por falta de perspectivas sociológicas. Forman parte de los límites y las culpas de la convivencia. Se acusa a las religiones de haber dormido la conciencia crítica de los marginados y de los que sufren en general con la resignación a la voluntad de Dios y con la esperanza de compensaciones en la otra vida. Se trata de denuncias que carecen a veces de un análisis sereno y profundo de las diversas causas sociales concomitantes, aunque estimulan a una continua revisión y conversión para activar con mayor fidelidad evangélica y con mayor sensibilidad social el compromiso de liberación y de promoción humana y cristiana.

Señalemos algunas orientaciones que deben animar el testimonio de fe y caridad de las comunidades cristianas. Evítese toda forma de paternalismo y de beneficencia; ayudar a quien sufre esun deber de justicia social y de coherencia cristiana. San Camilo rechazaba el agradecimiento de los enfermos que sanaba porque consideraba un deber curar a Cristo en ellos, y para él habría sido como pretender que Cristo le diera las gracias por haberle ofrecido la posibilidad de servirlo; es la diaconía evangélica.

La conversión evangélica tiene su punto de partida en "el corazón de los hombres" (Mc 7,21), es decir, en su responsabilidad individual. "¿Dónde está tu hermano Abel?"; ésa es la pregunta que continuamente nos dirige el Señor y que no debemos escamotear con la excusa de que no somos su "guardián" (Gén 4,9). El cristiano es aquel que siente el deber de acercarse al otro (cf la parábola del buen samaritano: Le 10,25-37). Es la fidelidad a Dios lo que ha ayudado a los santos a ser fieles al hombre hasta jugarse incluso su propia vida y sufrir incomprensiones y calumnias, como lo recuerda Pablo de sí mismo cuando escribe a los corintios (1 Cor 4,10-13).

Algunas veces incluso ciertas personas comprometidas en la solidaridad social se olvidan de quienes conviven con ellas. Es el peligro del dinamismo, que no facilita la espiritualidad interior y puede hacernos incapaces de dedicar un poco de tiempo a escuchar a Dios y a quien está a nuestro lado.

Además de los gestos individuales, es preciso constituir comunidades locales de caridad que encuentren su propia "koinonía" en la reflexión comunitaria sobre la forma de concretizar el amor de Cristo en los hermanos. Cada uno ha de ofrecerse según sus disponibilidades, sus aptitudes, sus carismas, intentando hacer partícipes a los demás de sus propias experiencias para fomentar una verificación común. Esto debería llevarse a cabo a nivel de grupos, entre las diversas organizaciones o institutos eclesiales, evitando la reiterada tentación de aislamiento, de competencia o de nivelación total, porque son diversas las actitudes personales, son diversos los carismas, pero todos contribuimos a la edificación del único cuerpo de Cristo (cf Rom 12,3-8).

Debemos corresponsabilizar a quien sufre, cualquiera que sea su tara moral o física, para su propia liberación y su propia promoción. Esto es seguir el plan salvífico de Dios, que exige nuestra respuesta personal. No debemos ocupar el puesto que les corresponde a los interesados, sino ayudarles a encontrar en sí mismos la fuerza de reaccionar, aunque sea asegurándoles que estaremos a su lado. A veces algunas formas de ayuda favorecen la inercia y no son un estímulo para la reflexión crítica en orden a una reacción personal y social.

No aceptemos concepciones psicológicas que todo lo hacen depender de los determinismos del subconsciente, y rechacemos las hipótesis sociológicas que todo lo atribuyen a condicionamientos de las estructuras sociales. Pero tengamos en cuenta que no se trata de convertir primero a las personas y cambiar después las estructuras, porque la persona se resiente de sus propios límites psíquicos, del ambiente familiar y social; por eso ayudar a la liberación de una persona significa analizar sus diversos condicionamientos y estudiar las posibilidades de eliminarlos.

De ahí se sigue que una acción caritativa implica la adquisición de los datos psicológicos y sociológicos, análisis e intuiciones que provoquen la discusión y la revisión de las estructuras con el valor de formular denuncias oportunas contra las diversas formas de opresión e injusticia, de estrangulamiento de la libertad de conciencia, reaccionando ante las formas vejatorias, de tortura o de extorsión económica, cualquiera que sea la motivación aducida.

Jesús comparó el reino de los cielos a la levadura, que debe hacer fermentar la masa de harina (cf Mt 13,33). Se trata de una invitación a no encerrarnos en nosotros mismos y a colaborar con quienes "estiman los valores humanos", aunque "no reconozcan al autor del mundo" (Tercer Sínodo de los Obispos, 1971, 1II). En esta colaboración para la promoción del hombre, los cristianos, y en especial los seglares, se deben sentir comprometidos valorando la peculiaridad de su contribución de fe, es decir, de su visión de la vida, y defendiendo la libertad de las iniciativas sin buscar situaciones de privilegio o de especulación que hagan ambiguo su testimonio (documento citado).

En el esfuerzo contra el sufrimiento se necesita una serie de ayudas de emergencia, como son las programaciones de reformas a medio y largo plazo con posibilidades de intentos diversos. No confundamos la ortodoxia con las aplicaciones sociológicas, que varían según las situaciones y según un legítimo pluralismo; sin embargo, la fe debe abarcar todas las formas de reacción contra el sufrimiento (cf Octogesima adveniens 4).

IV. El sacramento de los enfermos

El enfermo, por su debilidad psicofísica, se encuentra normalmente con mayor dificultad para reaccionar ante el sufrimiento. Por otra parte, el enfermo presenta de una forma visible en su propia carne los límites humanos, al igual que su curación representa un signo de liberación.

En este contexto se considera la sagrada unción de los enfermos como el sacramento que despierta en el enfermo la reflexión cristiana sobre toda forma de sufrimiento.

"¿Enferma alguno de vosotros? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia" (Sant 5,14). La frase del apóstol evidencia dos aspectos. Ante todo, se dirige al enfermo en sentido genérico. Esta acepción del término bíblico se inserta en el concepto moderno más extenso de enfermedad, incluyendo las perturbaciones psíquicas, que son enfermedades típicas del hombre. El ritual habla de "salud gravemente comprometida" (Introducción, 8), en el sentido de que no se trata de un malestar pasajero, sino de una situación que preocupa seriamente al enfermo.

El otro aspecto recordado por el apóstol Santiago es la invitación dirigida al enfermo a que pida él mismo la intervención de la Iglesia. Esta corresponsabilización del enfermo le ayuda a salir de su propio aislamiento, a tener el coraje de afrontar la realidad e intentar reaccionar pidiendo la ayuda de Dios y de la comunidad de fe para que su situación penosa se convierta en momento de revisión de vida, de espiritualidad más íntima y de testimonio valeroso, a pesar de las comprensibles oscilaciones de confianza y de depresión que experimentará en sí mismo.

Los presbíteros, prosigue el apóstol, "oren por él, ungiéndolo con el óleo en nombre del Señor. La oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le restablecerá y le serán perdonados los pecados que hubiere cometido" (Sant 5,14-15).

El gesto de la unción, que se hace "ungiendo con un poco de aceite la frente y las manos del enfermo" (Ritual, introducción, 23), tiene un significado bíblico y psicológico muy particular.

Para los hebreos, el aceite, que penetra en el cuerpo, confería vigor, agilidad y belleza y era signo de consagración, a la vez que servía simplemente para curar las heridas (recuérdese el gesto del buen samaritano: Lc 10,34). A estos significados se añade que la unción se convierte para los cristianos en signo de la penetración del Espíritu Santo. Todos estos significados están presentes en la unción del enfermo, donde se repite el gesto de unción del bautismo y de la confirmación para que el Espíritu Santo descienda y renueve la purificación y la consagración del enfermo, atenúe sus sufrimientos y vigorice su espíritu.

Incluso desde el punto de vista psicológico, este inclinarse sobre el enfermo para ungirlo manifiesta un gesto de cercanía y de preocupación. "Este sacramento —precisa el Ritual— confiere al enfermo la gracia del Espíritu Santo; el hombre en su totalidad recibe ayuda para su salvación y se siente confortado por la confianza en Dios" (Introducción, 6). Es el sacramento de la esperanza cristiana.

La Biblia no distingue entre efectos espirituales y corporales; todo sacramento es una oferta global de salvación, según las diversas exigencias de la persona. El sacramento de los enfermos remite de manera más expresiva a este carácter global de la salvación, aunque siempre pertenezcan a la soberana y misteriosa libertad de Dios las modalidades de la respuesta.

El sacramento de la unción no es el sacramento de la muerte o de la curación: es el sacramento que hace que el enfermo sienta cercanos a Cristo y a la comunidad cristiana para ayudarle en su "lucha contra la enfermedad" y en su "testimonio cristiano" (Ritual, introducción, 3). No se ofrece al enfermo una invitación a la simple resignación o un intento de consolación, sino la gracia del Espíritu Santo orientada a reavivar la virtud cristiana de la paciencia, que significa capacidad de resistencia y fe renovada en el misterio pascual.

Siempre que sea posible, la unción sagrada debe ofrecerse pronto al enfermo y se le debe administrar en una celebración en la que esté presente la comunidad local, por lo menos mediante los familiares, los amigos y algunas de las personas que lo asisten sanitariamente.

Como todos los sacramentos, también la unción de los enfermos, lejos de constituir un momento litúrgico aislado, debe ser signo de la coparticipación sensible y cristiana, que nos une con los que sufren y con Cristo paciente y glorioso.

G. Davanzo

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