CONVERSIÓN
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SUMARIO: I. Conversión antropológica - II. Conversión de los paganos - III. Conversión del cristiano - IV. Conversión en la acción pastoral - V. Conversión a la vida mística.


El término "conversión" es polivalente; se usa en múltiples acepciones. En sentido general indica cambio de vida; dejar el comportamiento habitual de antes para emprender otro nuevo; prescindir de la búsqueda egoísta de uno mismo para ponerse al servicio del Señor. Conversión es toda decisión o innovación que de alguna manera nos acerca o nos conforma más con la vida divina.

Al implicar la conversión el abandono del modo anterior de vida para adentrarse en una experiencia nueva, incluye la penitencia como momento irrenunciable de ella (cf He 8,22; 2 Cor 12,21; Ap 2,21). Aquí, sin embargo, se prescinde de toda referencia a la penitencia, porque ha sido ya tratada explícitamente en otra parte [>Penitente].

El término conversión no goza de preferencias, ya que no gusta a la cultura dominante; no es, pues, una palabra de moda. Hoy todos quieren ser autónomos, saber disponer libre y responsablemente de sí mismos, ser creativos con iniciativa propia. Convertirse suscita la impresión de encerrarse en un comportamiento obligado, siguiendo con una adhesión de fe a un maestro, expresando fidelidad a sus prescripciones religiosas, aceptando ciegamente dictámenes magisteriales, viviendo por lo general con un espíritu religiosamente pietista.

Es preciso recordar que la conversión no dice relación a un momento particular de la propia existencia. Aunque se puede tomar una decisión repentina capaz de innovar del todo el propio comportamiento habitual, tal decisión por lo regular no se inscribe en un espacio restringido de tiempo. Una conversión auténtica se va estructurando dentro de un fluir continuo y se profundiza a trechos sucesivos.

1. Conversión antropológica

Quien observa la evolución de la persona humana, quien examina su maduración, observa que está llamada a una conversión lenta, pero fundamental. La persona debe saber superar su actitud inicial de amor captativo, volcado enteramente en sí mismo, y pasar a un amor oblativo, que se expresa en el servicio de los demás. El yo, que se asoma a la vida como encerrado en la ambición de poseer personas y cosas para su propia ventaja, debe convertirse al don de sí en favor de la comunidad.

Hacerse adulto en la capacidad afectiva significa recibir un perfeccionamiento creativo ulterior, haber adquirido un nuevo don de vida de parte de Dios. Los modos de vida humana brotan de Dios como de su fuente (1 Jn 4,16). Un ser creado puede crecer en el amor al estar capacitado para acercarse a una mayor conformidad con la vida divina. El que madura hacia un amor oblativo demuestra que ha sido objeto del amor creador del Señor.

Existen dos modos de crecer en la capacidad de amar: uno, en el plano humano afectivo; otro, en el orden sobrenatural caritativo. Dios promueve la capacidad humana de amar de los individuos no con una intervención directa e inmediata, sino sirviéndose de la trama de las relaciones interpersonales existentes entre los hombres. Las personas que por ser adultas saben amar con un amor oblativo (como los padres, por vocación) son los cooperadores naturales de Dios en la promoción de los otros dentro del plano afectivo. La conversión antropológica afectiva, aunque en última instancia de Dios, es una práctica ascética confiada a los hombres y generada por ellos. En este caso, uno se convierte a un amor más alto por su disponibilidad personal, que se integra en las relaciones comunitarias.

La maduración personal en la caridad tiene lugar de modo diferente. Es ésta una capacidad de amar que participa de la existente entre las Personas divinas. Se trata de una conversión no dentro de la capacidad antropológica ordinaria, sino en una perspectiva de vida sobrenatural. La conversión al amor caritativo la despierta directamente el Espíritu: "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por obra del Espíritu Santo, que nos ha sido dado" (Rom 5,5). Para adquirir la conversión a la caridad es preciso un encuentro personal con el Espíritu de Cristo. Es verdad que también en este caso somos introducidos en la caridad por mediación de la comunidad de los creyentes, pero en cuanto vemos transparentarse en ellos la Trinidad. Emile van Broeckhoven, sacerdote obrero, rezaba: "Señor, hazme conocer la verdadera intimidad del otro, aquella tierra inexplorada que es Dios en nosotros".

Por el hecho de ser toda conversión al amor un don de Dios ofrecido con la colaboración de los hermanos, tenemos el deber de ejercitar ese amor entre los hermanos como respuesta al don recibido de Dios. En todo acto de amor al otro realizamos a la vez un cierto encuentro con el Señor; implícitamente testimoniamos en él el reconocimiento por su don; nos manifestamos como convertidos al amor por su gracia. Nuestra relación con Dios a través de los hermanos se hace más intima cada vez que somos gratificados con una ulterior capacidad de amor caritativo.

II. Conversión de los paganos

Todo hombre está llamado a convertirse a Dios, a unirse a él con fe y amor, a establecer con él un coloquio de intimidad. Pero no es posible encontrar a Dios si él mismo no viene a nuestro encuentro. Poder conocerle y amarle es un don del Espíritu. El profeta Jeremías suplicaba: "Reclámanos a ti, oh Yahvé, y nos convertiremos" (Lam 5,21).

El don de la fe, que nos pone en comunicación con Dios, se puede ofrecer en grados diversos. La Palabra recuerda algunos modos principales del don de la conversión a Dios. La vacuidad humana crea ruptura entre nosotros y Dios. "Dice en su corazón el insensato: No existe Dios" (Sal 14,1; 53,1). La primera conversión se verifica al admitir la existencia de la divinidad, quizá imaginada según una concepción idolátrica: un dios hecho a la medida de la miseria humana. Mediante una conversión más auténtica, el hombre pasa de la idolatría a una afirmación monoteísta de Dios: una adoración racional de Dios percibido como creador y medida reguladora de todo el universo. La creación exige que el hombre se muestre razonable elevándose a su Creador (Sab 13). "Toda la tierra se prosterne ante ti y te cante" (Sal 66,4).

La revelación ofreció a los patriarcas la posibilidad de un encuentro más íntimo con Dios; invitó a convivir en alianza con él. A través de Abrahán, todos los pueblos son llamados a esta conversión (Gén 12,3; 22,18), aun cuando Dios no pretendió realizar semejante vocación universal más que con la venida entre nosotros de su Mesías (Is 11,10-12; Jer 3,17; Sof 2,11). Sin embargo, aun antes de la venida del Mesías todos los pueblos tenían la posibilidad de reconocer a Yahvé como sumamente omnipotente en sus obras maravillosas (Sal 47,2s; 138,4s).

En el NT, Jesús, de hecho, anuncia la nueva alianza con Dios Padre sólo a los israelitas (Mt 10,6; 15,24; Mc 7,27); manda a sus discípulos que hagan prosélitos entre todos los pueblos (Mt 28,19). El Espíritu de Cristo resucitado lleva a la Iglesia entre los gentiles para acogerlos filialmente, según las enseñanzas evangélicas (Mt 21,43; 22,7-10; Jn 10,15). La comunidad cristiana es iniciada en su catolicidad mediante experiencias bastante ejemplares (v. gr., bautismo de Cornelio, He 10, y de los paganos de Antioquía, He 11,20s), lo mismo que a través de declaraciones programáticas solemnes (concilio de los apóstoles en Jerusalén, He 15). Pablo, en particular, tiene la misión de "abrir los ojos" de los gentiles, "para que pasen de las tinieblas a la luz" (He 26,18).

En la historia salvifica sucesiva, la Iglesia continuó con formas apostólicas nuevas la misión de convertir a los paganos a la nueva alianza. Al presente, la Iglesia vive su condición misionera católica testimoniando respeto a toda creencia religiosa (AG 13), invitando a todos los pueblos que llegan a la fe cristiana a inculturar la propia experiencia evangélica dentro de su propia civilización (AG 21). Considera que los mismos creyentes de otras religiones "no pocas veces reflejan destellos de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres" (NA 2). Por eso intenta comprender y proponer sus propias verdades y sus propios valores integrándolos en una visión comparativa con las otras religiones, aunque sin renunciar al intento de hacer crecer todo lo que hay de bueno en las otras religiones, estimando que sólo en su seno, en el Espíritu de Cristo, "los hombres encuentran la plenitud dela vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas" (NA 2). [Para la conversión de miembros de confesiones cristianas no católicas >Ecumenismo espiritual; >Protestantismo].

 

III. Conversión del cristiano

En el antiguo pueblo elegido, la conversión implicaba el alejamiento de la mala vida seguida para atenerse a los dictámenes inculcados por la ley. El judío suplicaba: "Condúcenos, Padre nuestro, a tu torah y llévanos a una completa conversión en tu presencia".

Si el AT sugiere la conversión (shub) sobre todo como cambio del camino desviado seguido, el NT propone la conversión (metanoia) como cambio total del propio modo de pensar y de obrar, como renovación integral del yo. La conversión en el AT (como en san Juan Bautista) se exigía para enderezar una conducta incorrecta (así, por haber pecado de idolatría, por faltas sociales): en el NT se pide para adaptarnos a una alianza de intimidad con Dios. Si para Juan Bautista había que convertirse mediante el bautismo de penitencia, a fin de evitar la ira de Dios (Mc 1,4), para Jesús es necesario convertirse a fin de penetrar en el nuevo reino. Sólo abandonándose a Dios hasta dejarse transformar enteramente por él y permanecer amistosamente abrazado a él, es posible esperar salvarse. "Si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18,3).

El evangelio parte de una perspectiva realista; sabe que respecto al hombre no se puede hablar de conversión a Dios si el hombre no es rescatado del pecado en que yace (Lc 24,47; He 3,19). Pero la conversión evangélica no se limita a superar el estado pecaminoso; es pasar del estado de pecado a una vida del todo nueva. Al decir de san Pablo, esta nueva existencia se caracteriza como un "ser en Cristo", un "morir y resucitar del hombre con Cristo", un "ser una nueva criatura", un "revestirse del hombre nuevo". También san Juan habla de "renacimiento", de un paso de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, del odio al amor, de la mentira a la verdad. Se trata de una conversión no sólo del estado de pecador, sino de la condición humana a la de resucitados según el Espíritu. El móvil de la conversión no es tanto la amenaza de un castigo, cuanto la fascinación de penetrar en la vida del amor trinitario divino. Jesús invita a la conversión no sólo a los publicanos y las prostitutas que permanecen al margen de la comunidad salvífica, sino también a los fariseos y a las personas ricas observantes de la ley. Jesús pone a todo hombre, bueno o delincuente, ante la necesidad de convertirse al reino de Dios: "El que intente salvar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará" (Lc 17,33; Mc 8,35; Mt 10,39).

Esta conversión tan total no puede ser obra del hombre: es una tarea que supone don y gracia. Según la enseñanza bíblica, sólo puede llevarse a cabo como participación del misterio pascual de Cristo. En esta perspectiva se justifica la misma vida eclesial: "Del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo obtienen su eficacia todos los sacramentos y los sacramentales" (SC 61). La conversión se realiza sólo en la fe; se propone como respuesta a la llamada de Dios, como correspondencia a la gracia redentora.

Cuando un hombre ha recibido la gracia de la conversión al Espíritu de Cristo y luego abandona la fe, ¿puede esperar recibir otra vez el don de la conversión? El hagiógrafo afirma: "Si han caído, es imposible renovarlos una segunda vez, llevándolos a la conversión" (Heb 6,6). No afirma que no exista la posibilidad de una segunda conversión. Su propósito es recordar el sentido totalitario, propio de la conversión, y cómo ésta es don gratuito de Dios (Heb 12,17); el arrepentimiento renovado no es fruto de nuestro empeño, sino una gracia. Nadie sabe merecer la vuelta a la fe de la que ha renegado. Pero el retorno a ella es posible porque el deseo de Dios es que "nadie perezca, sino que todos alcancen el arrepentimiento" (2 Pe 3,9).

La conversión es un aspecto que caracteriza la vida cristiana entera. Es un reconocerse pecador, dispuesto a recibir el don de Dios que sana; es secundar la gracia que nos pone en el camino de vuelta a la casa del Padre; es creer que somos hechos capaces de amar de nuevo a Dios con una relación íntima y filial: es sentirse en comunión gozosa con Cristo para realizar juntos la voluntad del Padre; es participar del misterio pascual, que introduce en la vida nueva de los hijos de Dios; es renacer continuamente a una vida resucitada con el Señor.

La vida cristiana es conversión continua. No es sólo purificarse del estado pecaminoso, sino progresar en la vía de la ascesis; es volverse cada vez más pneumático, hasta sentirse comprometido con una opción fundamental en la adquisición de una vida caritativa. Un cristiano se siente peregrino; como un hombre que vive bajo la tienda en condición provisional; como una persona que yace bajo la ley fundamental de la conversión siempre más profunda; como un ser enteramente inserto en la dinámica del misterio pascual de muerte y resurrección.

IV. Conversión en la acción pastoral

La tarea primaria de la pastoral eclesial reside en la evangelización: comprometer al pueblo de Dios a practicar una conversión continuada. A este fin están presentes en la Iglesia el Espíritu, la Palabra y los sacramentos. De hecho, a veces parece que la cura pastoral se limita a favorecer una actitud moral socialmente legalizada. Basta observar cómo se administran los mismos sacramentos, que teológicamente se califican como una iniciación a la conversión cristiana. El bautismo se confiere por lo general a niños; la eucaristía y la confirmación se administran en los años de la primera infancia. La práctica sacramental de la confesión se fija generalmente dentro de las modalidades infantiles en que se la ha practicado inicialmente. La vida sacramental tiende a cristalizar en formalidades canónicas, de acuerdo con prescripciones rubricistas, a nivel de una costumbre religiosa exteriorizada. Falta la experiencia de una conversión continua hacia una iniciación progresivamente mística.

La cura pastoral está llamada a hacer asumir el salto cualitativo de una vida cristiana; a realizar prácticamente una opción evangélica fundamental para la propia existencia. Ser cristiano incluye una conversión, no tanto desdiciéndose de actitudes pecaminosas pasadas, cuanto adquiriendo conciencia de una vida radicalmente nueva. En una sociedad pluralista y secularizada tiene una importancia fundamental ser introducido en la comprensión de la originalidad de la propia fe-caridad vivida, y en testimoniarla.

La pastoral católica ha sido siempre consciente de la necesidad de realizar la mistagogia, no abandonando a lacristiandad a un puro sacramentalismo ni al conformismo legalista eclesiástico. La cura pastoral es una página gloriosa de la Iglesia católica, en la cual ella misma se muestra convertida a la evangelización. Puede recordarse a este respecto el catecumenado; pero, asimismo, todos los demás métodos pastorales de misión popular, de ejercicios espirituales, de retiros, de jornadas de oración sobre la Palabra, de cuaresmas y similares. Hay que hacer mención en particular del neocatecumenado. Todo esto expresa la voluntad eclesial de convertir a los fieles al Señor por la escucha de la Palabra y la acogida de los dones del Espíritu. En la época actual, la pastoral ha intentado individualizar las situaciones que inician una nueva responsabilidad personal, a fin de vincular a ellas un reclamo eficaz a la conversión espiritual renovada; así, al entrar en la pubertad, en el noviazgo, al comenzar la vida profesional, la tercera edad [>Anciano] y otras similares.

V. Conversión a la vida mística

Escribía Clemente Alejandrino: "Me parece que existe una primera conversión del paganismo a la fe; y una segunda, de la fe a la gnosis" (Stromata VII, 10, PG IX, 481 a). La gnosis es el cumplimiento, ya especulativo ya práctico, de la fe. Los espiritualistas han recogido la afirmación de Clemente Alejandrino, insistiendo en el hecho de que el cristiano está llamado a experimentar una segunda conversión. ¿De qué se trata? No existe una respuesta unánime entre los espiritualistas, dado que depende de cómo se conciba la evolución de la vida espiritual. Según unos, la segunda conversión sería el estado proficiente o iluminado del asceta, el estado que reemplaza a la ascesis incipiente purificativa; para otros sería la consagración del sujeto a Dios en el estado religioso o clerical. En general, la segunda conversión indica dedicarse uno por entero a la perfección; la voluntad que, de manera irrevocable, quiere progresar espiritualmente, enfrentándose con cualquier sacrificio; el hecho de buscar únicamente lo que agrada al Señor. El alma no se contenta con permanecer en el hábito de una conducta honestamente buena, ni dentro de una práctica virtuosa mediocre. Ambiciona ponerse en camino espiritualmente experimentando la práctica de lo mejor;intenta avanzar de una manera continua en darse con generosidad al Señor. Para favorecer el paso a esta segunda conversión, las personas religiosas o consagradas recurren a menudo a la práctica del "tercer año de probación", tal como se propone entre los jesuitas (cf Statuta generalia, adnexa Const. Apost. Sedes Sapientiae, 31 de mayo de 1956, art. 51-53) o a la práctica del mes ignaciano de los >Ejercicios espirituales.

La segunda conversión, que hace pasar de una conducta mediocremente buena a otra encaminada a la perfección, puede indicarse con una precisión espiritual más apropiada. Si en la primera conversión el cristiano se capacita para vivir por la gracia en Cristo y para expresarse siguiendo una conducta moralmente honesta, en su segunda conversión no atiende ya al esfuerzo de vivir en armonía con la ley moral; el alma aparece toda inmersa en la experiencia del misterio pascual de Cristo. La palabra del Señor y la participación en su hecho salvlfico se perciben no ya como una realidad de fe ala que prestar adhesión, sino como hecho interior del que uno se siente íntegramente partícipe. Se gusta el misterio del Señor como interiorizado; se entiende la vida cristiana como un carisma presente en la propia intimidad; se capta el sentido del amor caritativo gustado en su novedad. No se trata ya de conocimiento por aprehensión racional, sino por experiencia presente; no se trata de adhesión puramente intelectual al Señor, sino que se le capta viviendo en su misterio pascual. Las verdades evangélicas aparecen en una nueva luz; las acciones espirituales tienen un sentido profundo y nuevo.

Santa Teresita de Lisieux escribe a la madre María de Gonzaga en junio de 1897: "Este año, querida Madre, el buen Dios me ha hecho la gracia de comprender lo que es la caridad". Afirma que ha experimentado una ulterior conversión en la caridad, que consiste en ver concretamente cómo su amor a sus cohermanas es realizado en ella por el mismo Jesús: "Sí, lo siento; cuando soy caritativa, es Jesús solo el que obra en mí; cuanto más unida estoy a él, más amo a todas mis hermanas". Y san Francisco de Asís comienza así su testamento: "El Señor me dio así a mí, hermano Francisco, la gracia de comenzar a hacer penitencia: ... lo que antes me parecía amargo, pronto se me tornó en dulzura de alma y cuerpo". La segunda conversión es una iniciación a la vida mística, por lo cual san Pablo podía afirmar: "Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí" (Gál 2,20).

[Sobre la conversión como "conversión a la unidad de los cristianos" >.Ecumenismo espiritual 111, 1].

T. Goffi

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