CELIBATO Y VIRGINIDAD
DicEs
 

SUMARIO: 1. El celibato en la Escritura: 1. En la economía del AT; 2. En el NT: a) Mt 22,23-33, b) Mi 19,3-12, c) Lc 18,296-30, d) 1 Cor 7 - II. La evolución histórica del celibato y sus imágenes tradicionales: 1. La iglesia apostólica; 2. El s. II de la era cristiana; 3. El s. III; 4. Los ss. IV y V; 5. Desde el Medioevo a nuestros días - 111. Problemática y sensibilidad actuales: 1. El celibato como vocación; 2. El celibato como desprendimiento y abandono; 3. El significado cristológico, eclesial y escatológico del celibato.


El anuncio cristiano del celibato aparece en el Evangelio junto al del matrimonio; celibato y matrimonio son dos posibilidades de vida, diversas pero ambas positivas; son situaciones humanas que el Evangelio asume y convierte en signos de una realidad que las supera: el reino de los cielos que viene; en el celibato y en el matrimonio, el que se pone a seguir al Señor es llamado a amar, es llamado a esperar el reino y anunciarlo. Por desgracia, la terminología corriente relativa al celibato sigue siendo ambigua; se habla también, en efecto, de castidad, de castidad perfecta, de continencia y de virginidad o estado virginal, sobre todo refiriéndose a las religiosas. A nuestro entender, el único término no impropio ni equivoco es el de "celibato", pues la castidad es una ley que se refiere a todos los cristianos,

 

 

incluso los casados, mientras que la virginidad, para el hombre contemporáneo, es un término biológico o sacral, demasiado cargado de significado ascético-religioso: por tanto, usaremos siempre el término celibato, que de suyo evoca un estado que sólo puede definirse por vía negativa: el célibe es el que no está casado. En realidad, se debería tratar simultáneamente, aunque renunciando a la tradicional comparación entre los dos estados, del matrimonio y del celibato cristiano; pero el carácter de esta aportación nos obliga a limitar nuestra atención a los datos relativos meramente al celibato. [Para el otro aspecto /Familia].

1. El celibato en la Escritura

Desde las primeras páginas del Génesis, el amor nupcial entre Adán y Eva, entre el hombre y la mujer, se perfila como el gran misterio, como signo y reflejo de Dios mismo, como la imagen de Dios que forman el hombre (lsh) y la mujer (Isba) juntos, y nunca separadamente (Gén 1,27). En la relación sexual en régimen de nupcialidad, el hombre es asociado al Creador, porque en ella el hombre se convierte en instrumento directo de conservación y prolongación de la creación misma; no existe realidad terrestre más eminente que la sexualidad'; Dios la ha dotado de realeza y bendición; realeza, porque asocia a la criatura con Dios y la hace ser imagen y semejanza suya; bendición, porque ni siquiera el pecado original, ni siquiera el diluvio, cancelaron lo positivo de su ser sexual, el valor de los "dos" que se convierten en una sola carne, en una sola persona (Gén 2,23-24), y tienen la misión de ser fecundos y de multiplicarse (Gén 1,28; 9,1.7). A esta realidad nupcial también Cristo le dio su bendición con su presencia en Caná, y reveló que la nupcialidad humana es imagen de una realidad que la supera: la relación entre Dios y su pueblo. Para hablar seriamente sobre el celibato debemos tomar absolutamente como dato primero esta situación creacional del hombre ordenado a la mujer y de la mujer ordenada al hombre (situación que jamás ha sido cancelada), y partir de ella para ver su dinámica a través de los tiempos de salvación, de los diversos eones.

1. EN LA ECONOMÍA DEL AT - El plan de Dios sobre el hombre, creado macho y hembra, implica la unión heterosexual, monógama e indisoluble; pero, después de la introducción del pecado, el hombre no es ya capaz de permanecer plenamente fiel a este proyecto. No obstante, el sexo, en cuanto espacio de vida, sigue siendo sagrado, porque en él se prolonga el poder creador de Dios y se prepara la descendencia mesiánica. La importancia de la procreación en el AT se explica porque la cadena de las generaciones que van hacia el nacimiento del Mesías (Gén 5; 10; 11,10-32; Mt 1,1-17; Gén 26,24; 35,11) y el hijo Mesías prometido a David (2 Sam 7,11; 23,5) exigen e imponen el matrimonio. A través de la unión sexual, cada hombre y cada mujer contribuyen a la realización de las promesas de Dios sobre la descendencia numerosa. Por esto, Tamar, con tal de tener posteridad, realiza un acto objetivamente reprobable y se convierte en ascendiente del Mesías (Gén 38,14ss; Mt 1,3); y la hija de Jefté, consagrada al sacrificio todavía joven, llora por los montes su virginidad (Jue 11,37). El ideal del israelita es el matrimonio fecundo, señal de la benevolencia de Dios (Sal 127,3-5; 128,1-3); y el celibato resulta tan inconcebible para el hebreo, que el AT ni siquiera tiene un término para expresarlo; tan extraña le es la idea.

El único mérito del celibato era la virginidad en cuanto integridad física de la mujer con vistas al matrimonio; perder la virginidad antes del matrimonio era una abominación que había que reparar; en cualquier caso, el sumo sacerdote sólo podía casarse con una virgen (Lev 21,13s). En esta perspectiva, la esterilidad es signo de maldición divina y ocasión de desprecio (Gén 16,4; 30,1-2; 1 Sam 1,5-18), y la castración estaba absolutamente prohibida; los eunucos son terminantemente excluidos de la comunidad sagrada de Israel (Dt 23,2-4). En esto los hebreos se apartan netamente de las otras religiones del mundo antiguo, en las cuales se practicaba legalmente la castración sexual (véase los cultos de Cibeles, Atis y Artemisa de Efeso) y donde el "hiereus eunouchos" era mirado como persona sagrada, honrado como la virgen, la "parthenos". En cambio, en Israel el castrado se encontraba en una situación inversa, opuesta a lo sagrado, profana de modo irremediable. El matrimonio era obligación moral, y el celibato se consideraba una transgresión de la ley de Dios proclamada en el "creced y multiplicaos" (Gén 1,28).

La doctrina rabínica es fidelísima al mensaje del AT: "El célibe reduce la imagen de Dios"; el que no piensa procrear es como quien derrama sangre; el que no tiene mujer no es verdadero hombre. También Rabbi Simón ben Azaj (ca. 110 d.C.) concuerda con toda la tradición. Como no estaba casado, fue acusado por Rabbi Elazar ben Azaria, y hubo de justificarse ante el tribunal rabínico: "Mi corazón —dijo— está ligado a la Torah; no me queda tiempo para casarme; el mundo pueden llevarlo adelante otros". Sin embargo, enseñaba: "El que no se preocupa de procrear debe ser mirado —ateniéndonos a la Escritura— como alguien que disminuye la imagen de Dios".

En la ordenación que anuncia la ley existe siempre una estrecha relación entre lo religioso y lo sexual; el sexo vivido en el matrimonio sirve para realizar el plan de Dios; hay, pues, una superioridad absoluta del matrimonio respecto al celibato en todo el AT y en el judaísmo. Sin embargo, a pesar de esta afirmación masiva de la teología de Israel, también dentro de la Biblia se registran algunas circunstancias que dan cabida al celibato o a la continencia transitoria o permanente. Para entrar en contacto con Dios se exige un período de continencia (Ex 19,15; 19,21-25; Lev 22,4; 1 Sam 21,5); y los rabinos enseñaban que Moisés, después de la visión de la zarza, no tuvo ya contactos sexuales con su mujer. En estas observaciones no hay repulsa o desprecio de la sexualidad, sino la convicción de que el sexo es en su ejercicio un remedo de lo sagrado y debe cesar cuando se toma contacto con la realidad misma de lo sagrado. Otras mitigaciones de la absoluta superioridad del matrimonio sobre el celibato surgen después del destierro, en el cual se afirma poco a poco el universalismo de la llamada de Dios; así, junto a la rehabilitación del extranjero está la del eunuco (Is 56,3-6), y las tradiciones son releídas en una nueva perspectiva: las mujeres estériles, que reciben la fecundidad como don de Dios, se convierten en tipos de pobres, dependientes de Dios, preparadas para una maternidad no sólo física, sino también espiritual (Gén 16,1; Jue 13,2; 1 Sam 1,5). Entre los protagonistas del AT, la tradición espiritual induce a suponer el celibato de Elías y de Eliseo; pero la Escritura no testimonia nada sobre su estado'. Sólo Jeremías es llamado por Dios mismo a este estado (Jer16,1-4), precisamente para ofrecer con su estado negativo un signo de sentido contrario: él es célibe y permanece tal porque Dios le ha convertido en terror para quienes le rodean (Jer 20,10), en anuncio de mal y de calamidades en tiempos tenebrosos; el único valor positivo del celibato de Jeremías consiste en recordar con su vida de solitario la inminencia del día del Señor y en mostrar así que es un hombre seducido por Yahvé (Jer 20,7). Una sensibilidad diversa de la incomprensión israelita y judía del celibato lo atestigua la secta de los esenios, donde se registra la presencia segura de célibes. Los textos encontrados en Qumran no nos aportan los elementos de su visión espiritual del celibato; sin embargo, podemos deducir que lo practicaban por su condición sacerdotal en situación de servicio continuo y por su constante disponibilidad a la guerra santa, aunque también por su ideal de comunidad vigilante en espera del Mesías'.

2. EN EL NT - No es casualidad encontrar a María, la Virgen Madre, en el confín entre el AT y el NT. En María se da plenamente la descendencia de las nupcias carnales, pero a la vez echa raíces en ella la posteridad espiritual; es madre porque en ella llega a su fin la cadena de las generaciones; es también virgen porque en ella la realidad deja sitio a la figura, inaugurando la plenitud de los tiempos. Con Jesús, su hijo, el hijo de la promesa y de la bendición, concebido del Espíritu Santo, queda desvelado el misterio profundo de las nupcias: el verdadero y único esposo está presente. A la luz de la encarnación, el matrimonio se convierte en signo que remite a las nupcias entre Cristo y su Iglesia (Mt 22,lss; Ef 5,31-32). En la historia del mundo ha resonado ya un grito: "Ya está ahí el esposo; salid a su encuentro" (Mt 25,6); va precedido por el amigo del esposo (Jn 3,29). Jesús viene a su comunidad, que le espera ayunando. El diálogo interpersonal a que invitaba la relación sexual de la economía veterotestamentaria no se detiene ya en sí mismo; es trascendido por el encuentro directo e inmediato con el Señor a solas. El matrimonio no es ya el único camino que conduce al reino de los cielos, sino que en el NT se vislumbra otra posibilidad: la del celibato; por eso los testigos principales del NT que hablan del matrimonio evocan siempre y precisamente el celibato. El teólogo reformado J.-J. von Mimen tiene razón al afirmar: "Por la actitud de la Iglesia frente al problema del sexo y del matrimonio se mide en el plano práctico, en última instancia, la fidelidad de la Iglesia a su Señor'. El problema del matrimonio, y por tanto del celibato, no es periférico, sino que forma parte integrante del anuncio cristiano y es un lugar cristológico por excelencia. Leamos ahora los testimonios neotestamentarios que evocan nuestro tema. Son Mt 22,23-33; Mt 19,3-12; Lc 18,29b-30; 1 Cor 7.

a) Mt 22,23-33. En la controversia de Jesús con los saduceos sobre la relación entre nupcias y mundo de la resurrección, se ve con toda claridad que, a pesar de la reintegración a su sentido originario por el Señor, a pesar de la positividad y la confirmación de la bendición otorgada por Cristo a la sexualidad, ésta pertenece al orden terreno; el sexo es una realidad penúltima, porque se queda más acá de la muerte y no entra en el más allá, en la resurrección. En el reino, el hombre tendrá un cuerpo resucitado y "pneumático", en estrecha continuidad con el que poseía antes; pero los que sean considerados dignos del día de la resurrección serán como ángeles del cielo respecto a la condición sexual vigente en la tierra. Habrá continuidad con la realidad terrestre, pues en caso contrario no se podría hablar de resurrección; pero la continuidad quedará rota en cuanto a la dimensión sexual y su ejercicio, que terminará en todas sus expresiones. Las palabras de Jesús indican que el sexo pertenece sólo al orden terreno y no rebasa la muerte, lo cual se anuncia tomando como base las Escrituras, que los saduceos demuestran ignorar, y la fe, que cree en el poder de Dios. Los que creen en las Escrituras saben por qué cesa la actividad sexual más allá del tiempo y conocen su limitación a las realidades penúltimas, creadas como positivas, pero violadas, aunque luego redimidas por Cristo. Además, el don de la fe lleva a creer que, así como es posible la resurrección por el poder de Dios, también es transitorio y está limitado por Dios el dominio sexual, siempre prepotente, hasta el punto de no poder el hombre sustraerse a él con sus fuerzas. Al que le asombre la limitación puesta a la condición sexual, que se asombre también de la resurrección de los muertos; el sexo cae a este lado del horizonte de la muerte y está en evidente y estrecha relación con ella. El hombre, después de la caída, quedó dominado por el sexo y por la muerte, y para perpetuarse no tenía otra posibilidad que el fruto del vientre, los hijos; mas, una vez vencida la muerte por Cristo, el discípulo puede también vencer el dominio sexual mediante el conocimiento de las Escrituras y el poder de Dios. El texto que nos ocupa no formula un anuncio explícito del celibato, pero establece las premisas para su comprensión cristiana: el celibato es posible en la economía de la resurrección; el matrimonio no es ya una realidad definitiva y absoluta; puede haber razones para renunciar a él.

b) Mt 19,3-12. Un segundo texto referente al celibato aparece ligado a la controversia sobre el divorcio entre Jesús y los fariseos. Mateo introduce tres versículos, sin paralelo en los otros sinópticos (Mc 10,1-12; Mt 19,3-12), que representan el único anuncio claro y explícito sobre el celibato en el seguimiento cristiano. Ante la declaración sobre el matrimonio monogámico según el plan originario de Dios, se registra la reacción de los mismos discípulos de Jesús, que acogen mal este anuncio tan exigente. Tres son, en los evangelios, los rechazos que formulan los discípulos al Señor: el rechazo ante el anuncio de la cruz (Mt 16,22), el rechazo ante el anuncio de la eucaristía (Jn 6,60) y éste, ante el anuncio del matrimonio monogámico. A pocos les es dado comprender el misterio de la cruz, al que está ligado el matrimonio vivido en la fidelidad; pero quienes lo obtienen de Dios perciben también otra posibilidad: no casarse a causa del reino de Dios. Al rechazo de los discípulos responde Jesús con un proverbio sobre el número, de estructura típicamente semítica, con el cual mantiene y completa la doctrina sobre las exigencias del seguimiento. Aduce un argumento "a fortiori", declarando que el régimen monogámico es factible porque existen condiciones más exigentes todavía que las requeridas por él, a saber: las condiciones del celibato. Si es posible vivir el celibato, es posible vivir el matrimonio monogámico fielmente. Jesús, discutido acaso en su celibato por la ideología judía reinante, lo justifica con un motivo religioso; distingue tres categorías de eunucos y proclama que escoger voluntariamente el celibato con vistas al reino de los cielos sólo es posible a quienes Dios les concede entenderlo. Estas palabras del Señor que evocan la castración física son, sin duda, un trauma para la visión judía; pero al mismo tiempo admiten y hacen ver claramente que esta condición lleva al hombre a una situación de violencia (castración) que no está en la línea de la naturaleza; el celibato es una mutilación, una castración, que puede trascender el orden creado y contradecirlo sólo a través de la comprensión otorgada por Dios; en virtud de la energía del reino de los cielos que llega, en virtud de la llamada de Dios, es posible permanecer célibe, lo mismo que se puede permanecer fiel a una sola mujer.

En este texto el celibato encuentra un fundamento bíblico, ya que es anunciado en un evangelio y por Cristo mismo: el celibato es un don de Dios para los que, ante la venida del reino, de tal manera están poseídos por ella que realizan el gesto de la eunouchia: el reino escatológico de Dios está ya en marcha, y algunos no pueden vivir de otro modo. Jesús usa el término eunuco, más fuerte que "ágamos", no desposado, que aparece en las epístolas de Pablo, para acentuar la imposibilidad de casarse y para definir la condición del celibato estable, de la opción definitiva, del no uso de la propia potencia sexual, situación permanente de no-matrimonio vivida por aquellos a quienes Dios ha concedido este don. Su condición negativa de disminuidos respecto a los hermanos se evoca con la imagen de los castrados; pero se afirma con fuerza el carácter positivo de esta opción por el motivo: con vistas a y por el reino de los cielos. El que sea capaz de hacer sitio al don de Dios, que lo haga'.

e) Lc 18,29b-30. Finalmente, hay un tercer y último texto de la tradición evangélica que relativiza el matrimonio y declara la posibilidad de vivir fuera de su régimen, aunque directamente no se habla de celibato (Mt 19,29; Mc 10,29-30; Lc 18,29b-30). A los discípulos, que por boca de Pedro declaran haberlo dejado todo para seguirle, Jesús les anuncia una recompensa en el mundo presente y la vida eterna en el futuro. Este "todo" que el discípulo ha abandonado está representado por la casa, los hermanos, hermanas, padre y madre, hijos y posesiones (Mt y Mc), añadiendo Lucas también la mujer (cf asimismo Mt 10,37-38; Lc 14,26-27).

Es evidente que, en la tradición de Lucas, el matrimonio está subordinado a la importancia del reino y al seguimiento de Jesús por el discípulo; el discípulo debe "odiar" todo lo que supone un obstáculo para el seguimiento, incluso la mujer recién desposada (Lc 14,20), y puede abandonarla por el reino (Lc 18,29). Pero es cierto que aquí Jesús, además de formular el abandono del matrimonio ya ocurrido, invita a la posibilidad de no casarse, permaneciendo en el celibato a causa del evangelio, del reino de Dios y de Jesús mismo. El celibato se contempla, pues, en este texto como abandono de cuanto puede detener al discípulo en la adhesión total a Cristo (cf Lc 14,20). Es verdad que este abandono, al menos temporalmente, lo vivieron los discípulos de la comunidad del Jesús histórico; pero todo discípulo es invitado a él cuando lo exigen las circunstancias. Las palabras de Jesús son un imperativo y una motivación para los que, a causa del servicio apostólico y del amor a él, lo abandonan todo, incluso la posibilidad de casarse o el matrimonio mismo, para vivir en el celibato.

Resumiendo: en los textos evangélicos el celibato aparece siempre al lado del matrimonio y es contemplado (en Mt 22) como anuncio y realización ya desde ahora de la realidad de la resurrección, como vocación y gracia (en Mt 19), como abandono y disponibilidad (en Lc 18), pero siempre con vistas al reino y fundado en las palabras de las Escrituras y en la fe en el poder de Dios.

d) 1 Cor 7. Las enseñanzas de Pablo coinciden con las del evangelio: a quienes les ha llegado la salvación en el estado nupcial, la vía normal es la del matrimonio cristiano, único e indisoluble; mas para algunos existe también el otro camino del celibato, el que Pablo escogió, elogia y propone. En el NT, el misterio del amor encuentra ahora su pleno significado a la luz de los dos estados. En 1 Cor 7 vemos cómo se planteaba la cuestión del matrimonio y del celibato en una iglesia local hacia el año 57 d.C. y las directrices que el Apóstol podía dar. Es harto sabido que en la carta Pablo no expone una teología sistemática y exhaustiva, sino que se limita a responder a las preguntas que le formula la comunidad. Después de intentar resolver los equívocos sobre la sexualidad (6,12-20) según el principio de que el cuerpo no se ha dado para uno mismo como posesión privada, sino para el Señor, y que el Señor es para el cuerpo (6,13), y después de relacionar el problema de la sexualidad con la resurrección (6,14), el Apóstol comienza a hablar sobre los dos estados: a la comunidad de Corinto, tentada de dualismo en su antropología y de encratismo rigorista o ascético en su ética, le recuerda con firmeza que la salvación se obtiene también a través del cuerpo; no se le escapa que el desprecio del cuerpo, llamado a la resurrección, conduce a un ascetismo cínico o al libertinaje. En sintonía con el evangelio, reclama como vía normal y ordinaria para la salvación el matrimonio indisoluble, colocando a su lado la posibilidad del celibato. Los corintios sostenían que "bien le está al hombre no tocar mujer" (7,1); Pablo rechaza este principio entendido como negación del matrimonio; pero al mismo tiempo muestra que posee validez general fuera del vínculo matrimonial, afirmando que conviene que cada uno tenga su propia mujer y que cada mujer tenga su propio marido (7,2 y 3). El elemento sexual, concupiscencia (sin el sentido peyorativo que damos nosotros al término), debe, en efecto, estar subordinado al nuevo régimen cristiano del matrimonio, pero no queda abolido ni negado. El matrimonio constituye un misterio grande, básicamente bueno; misterio que impide que los cónyuges se rehusen uno al otro —como estaban tentados a hacer los corintios (7,3-5)—, a no ser en armonía, de común acuerdo y sólo para orar más profundamente. La sexualidad sigue encontrando en el matrimonio pleno cumplimiento; y el hombre consigue en él una liberación del dominio del sexo, que queda subordinado al régimen cristiano. Sin embargo, Pablo dice estas palabras como concesión, no como mandato; e inmediatamente después expresa su deseo de célibe (o de separado de la mujer y reducido a ser célibe) de que todos sean como él.

A partir del principio de que cada uno permanezca en la condición que Dios le ha asignado (7,17), Pablo invita a los célibes a permanecer tales, a menos que no sepan vivir en continencia; en este caso es mejor casarse que ser presa del poder de la sexualidad. Volviendo al celibato (7,25), se apresura a decir que, respecto a quien es virgen, no tiene ningún mandato del Señor; pero da un consejo como hombre que, por la gracia del Señor, es digno de fe. Las palabras reflejan su perspectiva de cristiano: de una manera general, es mejor no casarse (7,38-40); pero esta decisión se inspira en un don particular de Dios, en un carisma (7,7). Reafirma el valor del matrimonio y funda la legitimidad del celibato no en una orden del Señor, sino en su propia autoridad, de la cual se puede uno fiar (7,25). En la perspectiva paulina, el matrimonio está al lado del celibato; si a veces hay que preferir el matrimonio a la soledad (7,9), sin embargo el celibato relativiza el matrimonio. Pablo declara que, debido a las necesidades presentes, es bueno permanecer célibe (7,26), haciéndose eco con ello de la condición de Jeremías. Puesto que la figura de este mundo pasa (7,31), que cada uno use del mundo como si no lo usase, permaneciendo en el régimen en que se encuentra, según el carisma y el don particular recibido de Dios; matrimonio y celibato pertenecen al orden del Espíritu y, aunque diversos, están unificados por el único Espíritu. A Pablo, sin embargo, no se le oculta que en los últimos tiempos, inaugurados por la resurrección de Cristo, actúa el poder de Dios; casarse no es pecado; sin embargo, estando cercana la hora en que la sexualidad ha de desaparecer, puesto que todo se ha cumplido en Cristo, el creyente puede vivir ya solo, renunciando al matrimonio en orden al trato asiduo con Dios. En el nuevo reino no existirán ya las realidades penúltimas del sexo, de la alegría y el llanto, del hacer o consumar, de la fatiga y el trabajo; ni tampoco existirán ya distinciones de raza y diferencias sociales (7,29-31 y Gál 3,27-29). Pablo formuló su consejo sobre un fondo escatológico, evidenciando que el que está inserto en las estructuras provisionales, destinadas, como el matrimonio, a pasar, no puede eludir las necesidades y las tribulaciones (7,26 y 28) que acompañan el tránsito de este mundo al reino. En este sentido, al principio de Gén 2,18: "No es bueno que el hombre esté solo", Pablo, aunque sin declarar errónea la afirmación creacional, opone en una antítesis claramente perceptible: "Es bueno permanecer así" (célibe o solo) (7,26).

Pablo no es un misógino ni una persona que desprecia el mundo y pretende fundar una hipotética superioridad del celibato sobre el matrimonio: afirma que es necesario prestar atención al estado en que mejor se obedece al Señor, y ve en el celibato algo que lleva a permanecer junto al Señor y servirle sin distracciones, acercando objetivamente al creyente al hombre Jesús, que vivió en su carne la soledad del celibato. Sin embargo, no es tanto la vocación objetiva lo que importa cuanto la obediencia a esta llamada. Mas ¿cuál es el alcance significativo de este don particular que es el celibato? Esencialmente consiste en que algo definitivo ha irrumpido en la evolución de la historia; ese algo es el hecho de la encarnación. En el tiempo que media entre la partida y la vuelta del Hijo del hombre, cualquiera que sea la duración de ese lapso de tiempo, hemos de reconocer que, por haber tomado Dios en Jesucristo rostro humano, el matrimonio no es ya en este mundo el único régimen legítimo. Sigue siendo figura de las relaciones entre Cristo y la Iglesia; pero es figura, no realidad; la distancia que separa el símbolo de la realidad, la unión matrimonial de la condición del reino, se mide por la caducidad de este signo dado por el matrimonio.

Así, mientras el matrimonio es elevado al rango de sacramento, el celibato voluntario no tiene necesidad de sacramento, porque forma parte de los misterios del reino de los cielos y nos hace estar directamente con el Señor. Pablo anuncia aquí el mensaje grande y positivo sobre el celibato, revelándolo como soledad y asiduidad con Dios. El célibe, al decidir estar solo, se libera de una de las estructuras más fundamentales del mundo actual y, en el desconcierto escatológico, podrá ocuparse sólo de las cosas del Señor y de los medios de agradarle (7,32), intentando ser santo de cuerpo y de espíritu (7,34). Al estar unido al Señor sin distracciones (7,35), condición urgente para todos los cristianos, el célibe resulta aventajado, según Pablo, por estar exento de las preocupaciones (7,32) y menos dividido que los casados.

Aquí Pablo no crea en absoluto dos categorías de personas; simplemente percibe con claridad que, en la actual situación vivida por el cristiano, el celibato se presenta como conveniente. Para Pablo, ocuparse de las cosas del Señor significa esencialmente una vigilancia continua del acontecimiento escatológico, sin distraerse y sin pensar en otra cosa que en el Señor. En el celibato, la exclusión del elemento afectivo-sexual hace menor el riesgo de amar a otras cosas junto a Dios y orienta toda la capacidad humana a amarle a él solo directamente; el celibato no es desprecio del amor ni de los sentimientos y los afectos que integran nuestra humanidad, sino su canalización hacia la voluntad de Dios. Tampoco el desprendimiento de las cosas, que es elemento esencial para vivir el celibato con fidelidad al don recibido, significa desprecio y superioridad frente al mundo; es la relativización de todas las cosas ante el Señor, una valoración de todo en relación a Cristo, y debe llevar a amar en él a toda criatura. El celibato es una vida de amor, llena del amor único de Cristo de modo total. Por eso se vive con fidelidad sólo si hay asiduidad con el Señor a través del diálogo continuo en la oración y la escucha de la palabra [/Palabra de Dios]. En la soledad del celibato nos sentimos más fácilmente inducidos a confiarlo todo a Dios, abandonándonos totalmente hasta llegar a una unión sin divisiones con el Señor. Basándose en este principio, el Apóstol define a la viuda que permanece en soledad como persona que ha puesto su esperanza en el Señor y se consagra a la adoración y a la oración día y noche (1 Tim 5,5). En conclusión, Pablo no desprecia el matrimonio; incluso lo defiende frente al ascetismo ilusorio; pero las preferencias del Apóstol van hacia el celibato como estado más conveniente a la situción cristiana, no como medio de una mayor perfección ética.

Los otros textos del Nuevo Testamento que se refieren de modo cierto al celibato son escasos y representan en su mayoría un testimonio sobre la existencia de célibes en la Iglesia a finales del siglo 1. Esto vale para He 21,9 (que recuerda a las cuatro hijas profetisas de Felipe, uno de los siete, y las llama vírgenes) y para Ap 14,4 (que habla de vírgenes que no se han manchado con mujeres y que siguen al Cordero triunfante).

No existen, pues, muchos textos; pero hay claridad y armonía en el anuncio cristiano de la sexualidad, así como en el de la posibilidad del celibato y de su conveniencia en los tiempos escatológicos que vivimos. Es manifiesto que en la historia de la espiritualidad no siempre se ha permanecido fiel a este anuncio del NT; y también que una lectura obediente de este mensaje fuerza hoy ante todo a eliminar de la práctica del celibato o de las reflexiones sobre él muchas perspectivas extrañas y a corregir las ambiguas y peligrosas".

II. La evolución histórica del celibato y sus imágenes tradicionales

Ante todo hay que insistir con energía en que el celibato, antes que un fenómeno religioso, es un fenómeno humano; si el celibato es el estado de quien no pide ser reconocido por el contexto social como comprometido en una pareja, hay que admitir entonces que muchos hombres lo viven por razones diversas. Todos nacen célibes y permanecen tales al menos durante un cierto periodo de su vida; otros mueren en este estado sin haberlo ligado a motivaciones de orden religioso: personas célibes por imposibilidad física o psíquica de contraer matrimonio; célibes ligados a condiciones particulares de vida; célibes por opción personal. Es interesante observar que en Europa, aunque con variantes entre región y región, por el año 1970 la situación respecto al celibato es la reflejada en estos datos estadísticos: los célibes permanentes, o sea los que públicamente no han escogido la vida de pareja para toda su vida, arrojan un porcentaje comprendido entre el 6-10 por 100, mientras que los célibes consagrados en el estado religioso o sacerdotal sólo representan una porción que se estima en torno a valores menores del 1 por 100 de la población total. Quiere esto decir que el celibato, cosa que se olvida con harta frecuencia, es un fenómeno humano más amplio que el celibato religioso. También se puede recordar que el celibato religioso no es un dato exclusivo del cristianismo, sino que fue conocido, como movimiento masivo organizado, ya antes de la era cristiana: en el.-hinduismo de los monjes errantes y en el..-'budismo de los cenobios monásticos. El mismo mundo grecorromano no ignora del todo el celibato, practicado por razones cultuales y filosóficas. En todo caso, el celibato, ya sea como fenómeno humano, ya como fenómeno religioso, se define siempre por aspectos negativos (el célibe es el que no está casado); y la historia de su praxis y de su anuncio dentro del cristianismo se ha caracterizado, indudablemente, por esta dificultad de definirlo en términos positivos. En los comienzos, a partir ya del NT, se definió como estado coexistente con el matrimonio; luego, se admiró y exaltó con algunas comparaciones y, finalmente, consiguió una autonomía y un modo de definirse propios a través de las metáforas, si bien en un proceso con frecuencia ambiguo. Intentemos seguir esta evolución de la reflexión y de la praxis del celibato esforzándonos por leer con objetividad cuanto hay de positivo y criticando y corrigiendo algunas perspectivas extrañas al NT, donde el celibato queda constituido como estado cristiano positivo y posible por el reino de Dios.

1. LA IGLESIA APOSTÓLICA - Ya en tiempos de la Iglesia apostólica, los cristianos vivieron el celibato como un estado positivo y voluntario junto al matrimonio; matrimonio y celibato eran contemplados como situaciones dotadas cada una de un valor propio, y a ambas se las tenía por carismáticas. Quizá la forma cristiana primitiva en la que el celibato encontró un modo de realización fue la del matrimonio "espiritual": hombre y mujer vivían juntos como hermano y hermana en un marco de tipo matrimonial; la primera carta de Pablo a los corintios parece testimoniar la existencia de este uso en aquella iglesia ya en el 57 d.C., reaccionando de modo crítico; en efecto, el Apóstol, aun apreciando el carisma y sabiendo que no existía todavía una estructura comunitaria para las vírgenes —obligadas por la cultura del tiempo a vivir bajo la protección de un hombre espiritual que garantizase también su asistencia económica—, parece afirmar la necesidad de la separación entre las dos estructuras de vida (cf 1 Cor 7); acaso ya entonces resultaba ambiguo y peligroso espiritualmente mezclar marco conyugal y praxis del celibato.

2. EL S. II DE LA ERA CRISTIANA - Sin embargo, hacia finales de siglo I y durante todo el siglo II, creyentes célibes, llamados ascetas, y mujeres núbiles, llamadas vírgenes, viven este estado "en honor de la carne del Señor" (Ignacio de Antioquía H. 107 ca.], Ep. ad Polycarpum, PG 5, 724), y son amonestados a vivirlo sin ufanarse de ello. Su definición no está aún clara en la Iglesia, hasta el punto de que Ignacio, al saludar a estas mujeres, debe recurrir a una fórmula extraña: "Las vírgenes que se llaman viudas" (Ep. ad Smyrnaeos, PG 5, 718); el estado de viudez permanente por motivos espirituales acaso fuera ya una condición definida y reconocida; Pablo atestigua el uso en algunas iglesias de inscribir en catálogos a las "viudas" (cf 1 Tim 5,5-9) que se comprometían a permanecer tales y habían demostrado fe y caridad en el servicio de los hermanos.

Hacia 150, Justino (ca. 100/110-163-167) escribe que hay muchos, hombres y mujeres, que han seguido desde la juventud las enseñanzas de Cristo, que han llegado a los sesenta o setenta años y todavía están incorruptos (Apología 1 15, 6, PG 6, 349). Lo mismo afirma Atenágoras de Atenas en la Súplica por los cristianos, escrita hacia 177, donde habla de la existencia de muchos cristianos, hombres y mujeres, que han envejecido sin casarse, con la esperanza de pertenecer más al Señor; éstos, según el apologista, perseveran en la virginidad y en la castración voluntaria, pues no está permitido a los cristianos otra cosa que permanecer como se ha sido engendrado o perseverar en el matrimonio único, matrimonio encaminado a la procreación de los hijos (Legatio pro Christianis, PG 6, 965). No obstante, ni siquiera en los apologistas del siglo II se llega a definir con una fórmula a los que viven en el celibato. Este hecho no fue totalmente negativo, ya que permitió seguir conservando el equilibrio paulino y contemplar los dos estados, uno junto a otro, como posibilidad cristiana. Hacia el 200, bajo la presión de corrientes espirituales como la gnosis y el encratismo, se comienza a interpretar el celibato como "virginidad" y se inicia el tiempo de las comparaciones con el matrimonio, que llevaron a la apología del celibato, frecuentemente en descrédito e incluso en contra del matrimonio.

Clemente de Alejandría (ca. 150-215) deberá intervenir para defender la santidad del matrimonio "contra aquellos orgullosos que piensan imitar al Señor, el cual no estaba casado ni poseía bienes en este mundo, y por esto se glorían de haber comprendido el evangelio mejor que los demás hombres" (Stromata 3, 6, 1-3, PG 8, 1150). La continencia es virtuosa sólo si se inspira en el amor de Dios. Los que desean permanecer libres del vínculo conyugal y del placer de los alimentos córneos por odio a la carne son definidos por Clemente como abstinentes sin inteligencia. A pesar de ello lograrán poco a poco imponer sus puntos de vista espirituales; la teología oficial posterior los aceptará y se pronunciará en favor de la superioridad objetiva de la virginidad sobre el matrimonio. Entretanto, desaparecen los matrimonios espirituales y las vírgenes "subintroductae". Después del 200 las "virgines Deo devotae" llevarán velo para indicar sus nupcias espirituales con Cristo (Tertuliano, De oratione 22, escrito entre el 200 y el 206, PL 1, 1188). aunque no reciben el reconocimiento de una ordenación, ya que lo que constituye tal a la virgen es la decisión, la elección personal (cf Hipólito [t 236], Traditio apostolica 13, PG 1, 1122).

3. EL s. III - Orígenes (185-254) interpreta el matrimonio cristiano como figura del de Cristo con la Iglesia; pero sostiene que la virginidad le es superior por ser realización, y no sólo imagen, de estas nupcias místicas; ella vuelve al paraíso primitivo; en efecto, sólo después del pecado conoció Adán a Eva; y, además, las almas en su preexistencia viven castamente (De oratione 23, PG 11, 490). En la exégesis alegórica de Orígenes, el circuncidado veterotestamentario es tipo del cristiano que ha rechazado los deseos de la carne en la castidad. Sin embargo, lo mismo el celibato que el matrimonio son dones de Dios, y ambos son objeto de gracia. El matrimonio contraído según la palabra de Dios es un carisma, como el celibato, y su fruto es el amor conyugal (In Mt Comm. 14, 16, PG 13, 1229). Contra los marcionitas defiende la grandeza del matrimonio; y proclama que quienes eligen en la Iglesia el celibato lo hacen por agradar a Dios, que creó el mundo, y no para negar su colaboración al Dios del universo. Sin embargo, el matrimonio permanece ligado al tiempo, mientras que el celibato se afirma como profecía de la resurrección, del mundo en el que sólo contará el vínculo que nos une a Cristo. Orígenes, que tomando al pie de la letra las palabras de Jesús sobre los eunucos (Mt 19,12) se había castrado, se arrepentirá más tarde de este gesto; pero su posición en la interpretación del celibato no evita la comparación con el matrimonio y permanece ambigua. Afirma que el celibato y el matrimonio por su misma naturaleza son dos estados indiferentes y que lo que cuenta es el amor "ordenado" en ellos vivido. Es posible ser irreprensible también en el matrimonio; sin embargo, la virginidad es el don más perfecto después del martirio; es una hostia, la tercera ofrecida a Dios después de la de los apóstoles y los mártires. Así comienza la metáfora de la oferta, de la "oblatio perfecta" realizada en el santuario del cuerpo; el célibe es a un tiempo sacerdote y víctima como Cristo en la cruz, metáfora que se referirá exclusivamente al celibato y, por desgracia, no se aplicará nunca al matrimonio.

Novaciano (ea. 250) compara la virginidad con el estado angélico, e incluso la proclama superior a él, porque mediante la lucha que sostiene en la carne consigue una victoria sobre la cualidad de criatura, que no poseen los ángeles (De bono pudicitiae 7, CSEL 3, 3, 13-25). De él arranca, con pretensiones ciertamente absurdas de encontrar un fundamento en el texto evangélico de Mt 22,30, la metáfora de la vida célibe como vida angélica (bios angelikos).

Bajo el influjo del montanismo, Tertuliano había exaltado la virginidad frente al matrimonio, y lo mismo hace su discípulo Cipriano (t 258), que ve en la consagración virginal el desposorio con Cristo, la posesión de la gloria de la resurrección y la igualdad con los ángeles. El mandato de la primera creación: "Creced y multiplicaos" (Gén 1,28) se declara superado y sustituido por el mandamiento nuevo dado por Cristo al exhortar a la continencia (De habitu virginum, PL 4, 416). Cipriano precisamente es el primero que usa el término "virginidad" para designar el celibato de los hombres; mientras que, en Oriente, Metodio de Olimpo (t 311) interpreta como testimonios de virginidad a Elías, Eliseo, Juan Bautista, Juan Evangelista, Pablo, etc.

En la iglesia siríaca, hacia el siglo ni, muchos viven el celibato en familia, y el padre es considerado custodio de ese estado de los hijos; pero Efrén el Sirio (finales del s. lII-mitad IV) reaccionará, subrayando que el celibato es también abandono de los padres, según Lc 18. Utiliza la expresión "el que está solo" para designar al célibe, expresión capital tomada de Hilario de Poitiers (365), quien finalmente designará de modo enérgico y positivo con el nombre de "caelebs" al no casado por razones de fe y "coelibatus" a su estado.

Atanasio (295-373), testigo de la vida monástica de Antonio, enfoca el problema de la elección entre los dos estados, definiendo el matrimonio como vía "mundana" que no hay que censurar, aunque carente de los bienes de la gracia a diferencia de la virginidad, imagen de la santidad de los ángeles y medio para obtener bienes mejores y frutos perfectos.

4. Los ss. IV y V - Podemos, pues, decir que a finales del s. iii el celibato ha encontrado su estatuto definitivo en la espiritualidad y en la vida cristiana; que es contemplado como estado mejor que el matrimonio e interpretado, defendidoy alabado con las metáforas de vida angelical, "sponsa Christi", nupcias místicas, oferta y oblación perfecta. La abundante literatura "De Virginitate" de los ss. iv y v desarrollará estos temas y, bajo el impulso del movimiento ascético, identificará a menudo celibato y vida monástica. A este respecto es interesante observar que los célibes serán definidos a menudo como "los solos", "los solitarios", "monjes", "nómadas", utilizando quizá el vocabulario premonástico sirio, el cual denominaba a los célibes con la palabra "ihidaya", o sea los que están sexualmente solitarios, alejados y separados de personas del otro sexo. Quizá fue precisamente este esfuerzo por encontrar una definición espiritual del celibato lo que suscitó actitudes de descrédito y desconfianza respecto del matrimonio. Los grandes Padres del s. iv no vacilan, cuando las persecuciones se han alejado ya, en colocar la virginidad a continuación del ideal del martirio; de hecho, con sus escritos harán que se mire a quien escoge la vida ascética y célibe como una casta superior dentro del pueblo de Dios.

San Basilio (330-379) parece reaccionar contra esta corriente espiritual dominante, distanciándose de la impetuosa corriente espiritualista de Eustacio de Sebaste, quien celebraba la virginidad y la soledad como renovación paradisíaca de la naturaleza. A pesar de ser legislador monástico, rara vez habla del celibato, limitándose en esos casos a parafrasear a Pablo e insistiendo en que las exigencias cristianas esenciales son la caridad, la vida común y la obediencia a los mandamientos de Dios. Los otros Padres capadocios exaltan la virginidad, pero elogian también el matrimonio como medio de acercarse a Dios, que al crear a los hombres quiso para ellos este estado.

Juan Crisóstomo (344-407) considera la virginidad cosa excepcional y establece la distinción entre preceptos y consejos evangélicos; sin embargo, insiste constantemente en que todos, célibes y casados, están llamados a la perfección (In Mt homiliae 7, 7, PG 57, 81). El celibato, que ciertamente es algo grande, por si solo no sirve ni significa nada; está ligado a la caridad y a la diaconía en la iglesia local. Es un signo de la economía de la nueva alianza, está colocado junto al matrimonio y, por el hecho de ser practicado por muchos, muestra, con un argumento "a fortiori", que es posible vivir castamente también el matrimonio (In Mt homiliae 62, 3, PG 58, 599). El celibato es "sacramento" y anuncia la llegada del reino porque deja entrever la realidad del mundo de los resucitados; pero no es un mandamiento, sino una condición reservada a pocos llamados. Crisóstomo, sin embargo, tiene cuidado siempre de afirmar que no existe oposición entre matrimonio y virginidad; por ello evita la comparación entre los dos estados, mostrando que desvalorizar el matrimonio significa, en definitiva, denigrar la virginidad.

Los Padres occidentales, en su meditación sobre el celibato, se inspiran de hecho en los antecesores orientales y conservan toda su doctrina, desarrollándola en algunos puntos, aunque formulando en sustancia una síntesis que es una relectura creadora.

Ambrosio (330-397) vincula de modo constante la virginidad con la eclesiología y la cristología, llegando a darle por ello el título de sacramento (PL 16, 219, De virginibus III, 1, 1), como medio de participación misteriosa en el cuerpo de Cristo, la Iglesia virgen y fecunda. Aunque su lenguaje es con frecuencia el típico del estoicismo, para Ambrosio la virginidad es una virtud referida siempre al misterio de la encarnación. En el Verbo hecho carne, que vivió como virgen, se da un modo particular de asunción de la humanidad, que es realizado de modo similar por quien permanece célibe (De virginibus 1, 3, 13). El virgen es "como Cristo", ya que del Señor ha recibido la virginidad existencia, valor, significado y redención. Como se interesa sobre todo por las mujeres vírgenes, Ambrosio entrevé en ellas la femineidad referida a su condición original, cuando la mujer no era la seductora, sino la ayuda del hombre (cf Gén 2,18), de suerte que el mismo varón encuentra de nuevo su naturaleza de hombre que había perdido; así es posible la verificación de la paz paradisíaca profetizada por Isaías (65,23). Mas la virgen es también sacramento de Cristo, al igual que la Iglesia, como esposa del Verbo, madre espiritualmente fecunda (De virginibus 1, 6, 30); por esto la opción virginal es una exigencia de la Iglesia, que se realiza de modo visible en el seno de las comunidades, colocándose como castidad absoluta junto a la vidual (De viduis 4, 25).

Jerónimo (345-420) insiste con frecuencia en el valor del celibato en detrimento del matrimonio; dice que alaba las nupcias casi forzado por el hecho de que ellas generan vírgenes (Ep. ad Eustochium 22, 19, PL 22, 406), y opone los dos estados, haciendo de uno la realidad del mundo y del otro la condición del paraíso; el matrimonio, en efecto, termina con la muerte, mientras que la virginidad después de la muerte recibe la corona de gloria (Adversus Jovinianum 1, 16, PL 23, 235).

Agustín (354-430) defiende el matrimonio de los ataques de los maniqueos, pero proclama al celibato como estado mejor que el matrimonio. El que se casa engendra a Adán; en cambio, el virgen engendra a Cristo. Ahora bien, si el celibato es puro acto de amor por Cristo, es sacrificio perfecto; y si todos lo escogiesen, pronto quedaría completado el número de los elegidos, ocasionando el retorno de Cristo (De santa virginitate 6, 6ss [escrito hacia 40W1], PL 40, 399).

5. DESDE EL MEDIOEVO A NUESTROS DIAS - Por este breve y esporádico excurso patristico puede comprenderse cómo se enfocó el problema del estado del celibato en la teología cristiana. En esta línea se llega, a través del Medioevo y de la escolástica, a la teología de los . consejos y a la preferencia absoluta otorgada al estado de celibato; jamás hubo renovación en la interpretación; a lo sumo, se limitó todo a hacer más áspera la competencia. En el Medioevo se llegará incluso a formular la doctrina de que la virginidad es un don infuso a los niños ya en el bautismo (Pedro Palud; Antonino, Summ. III, 2, 1, 5).

Tomás de Aquino (1225-1274) declara: "Es indiscutible que la virginidad debe preferirse a la vida conyugal" (S. Th., II-11, q. 152, a. 4), echando así los fundamentos de la definición del concilio de Trento: "Si alguno dijere que el estado conyugal debe ser preferido al estado de virginidad o de celibato y que no es mejor permanecer en la virginidad y en el celibato que unirse en matrimonio, sea excomulgado" (Sessio XXIV, Canones de sacramento matrimonii, 10; DS 1810).

También el Vat. II expone la virginidad con las tradicionales expresiones de preeminencia y superioridad; pero es sabido que esto se debió sólo a que la maduración teológica sobre este punto resultaba un tanto inadecuada en aquel momento histórico, y el Concilio prefirió atenerse a los datos tradicionales.

Hoy, a veinte años del Concilio, exegetas y teólogos se hallan lejos de tales posiciones, y todos estiman que, desde el s. iii a nuestros días, la reflexión ha sido unilateral y demasiado apologética respecto al celibato y negativa respecto al matrimonio. Hoy se vuelve a leer celibato y matrimonio en la línea neotestamentaria, ligándolos uno con otro, porque el uno explica al otro y recíprocamente reciben su valor, pero sin compararse; son dos carismas diversos, otorgados al pueblo de Dios en orden a la santidad a que todos estamos llamados.

Hoy claramente se critican las metáforas: la expresión "vita angelica" no puede pretender encontrar un fundamento exegético serio en Mt 22,30; en todo caso no es un término significativo en nuestros días, pues corre el riesgo de privilegiar a los célibes equiparándolos con los ángeles. Tampoco la denominación "sponsa Christi" puede apoyarse en el texto de 2 Cor 11,2, donde Pablo, hablando de su comunidad, proclama que la ha desposado como virgen pura con su único esposo, Cristo. La aplicación de la metáfora paulina es colectiva, y no se refiere ni a la virgen ni al alma. "Virgines Christi maritae" es una expresión ajena a la actual sensibilidad, y acaso también peligrosa por señalar una relación especial y personal con Cristo. Finalmente, la metáfora "oblatio perfecta", también de origen paulino, es aplicable a todos los cristianos y no sólo a los que viven en celibato, porque todos estamos llamados a ofrendar nuestras vidas en sacrificio al Señor, al cual únicamente pertenecemos todos los cristianos.

¿Hemos de quedarnos, entonces, hoy sin metáforas? Desde luego, hoy no es fácil formular metáforas significativas para nosotros; lo prudente, para evitar ideologías sobre el celibato, es referirse a las palabras de Cristo, que lo definen como "eunouchia"; palabras crudas y sin valencias místicas, pero que podrán ayudar a comprender mejor la realidad del celibato al escogerlo lo mismo que al vivirlo. Por esto creo preferible hablar de celibato sin más, prestando atención a la situación de la vida antes que a las características que se le puedan atribuir. Célibe significa vivir sexualmente solo. El celibato religioso no es otra cosa que este estado elegido por obediencia a una llamada por el reino de Dios.

III. Problemática y sensibilidad actuales

Hoy, como en tiempos de Cristo, el celibato por el reino de Dios es con frecuencia motivo de escándalo y suscita reacciones que van desde la incredulidad respecto a su posibilidad hasta el desprecio. No obstante, ante el rechazo actual del valor del celibato por parte a menudo de los cristianos, y a veces incluso de personas que se han comprometido a vivirlo, hay que responder también: el que pueda entender, que entienda, pues a pocos les es dado comprenderlo. Evidentemente, la actual valoración está marcada por la reacción a la apología tradicional del celibato frente al matrimonio, y las discusiones sirven de muy poco; sólo anunciando, sólo a través de la fidelidad a la palabra de Dios, es posible salir de esta patología. El celibato forma parte del caro precio de la gracia, igual que la fidelidad conyugal, y es un lugar cristológico por excelencia; sin él se depaupera peligrosamente el mensaje cristiano. Es fácil comprobar en aquellas áreas de la Iglesia en las cuales se lo impugna y niega que también otros valores —entre ellos, ante todo, el matrimonio— han perdido mucho de su significado, de aquel signo que la revelación, y no una ideología religiosa humana, les había otorgado. El celibato cristiano es vocación, desprendimiento, amor a Cristo, don dado para la utilidad de la Iglesia, signo de la realidad del reino que viene.

1. EL CELIBATO COMO VOCACIÓN - El celibato es, ante todo, una vocación que sitúa al cristiano que responde a ella en un estado carismático. Desde luego, es un fenómeno humano y, en cuanto tal, vivido por hombres y mujeres como elección o como necesidad; pero se lo puede aceptar también por razones de fe, bajo la moción de la palabra de Dios y de la vocación interior, como obró del Espíritu Santo. Al celibato en cuanto don de Dios sólo queda darle un "sí" pronunciado con obediencia, con humildad y secundando una llamada que no viene de la carne y de la sangre, sino del Señor. Jamás se subrayará bastante esta cualidad vocacional del celibato; en efecto, es válido y significativo y responde libremente a la llamada interior, verdadera gracia en el sentido bíblico de la palabra. Dios llama con una palabra creadora y eficaz; inicia un diálogo con el creyente: con lo que es, no contra lo que es capaz de ser; pero el creyente, a su vez, debe dar una respuesta rápida, total, confiada. Así se entra en la dinámica del reino; a partir de ese momento ya no es uno dueño de la vocación. El hecho humano de hacerse eunuco se convierte en el "sí" a Dios por causa del reino de los cielos; la actitud humana se vuelve carisma, se vuelve misterio; ésta es la concretización obligada e inmediata de la vocación y, por tanto, también del celibato, que no es fin en sí mismo, aun cuando constituya la verdad esencial de una persona. En la praxis del celibato, el hombre no se ña de sí mismo ni de sus fuerzas, no acepta un compromiso con el hombre, pero no es dejado a merced de su impotencia, porque el Espíritu mismo es quien interviene y acepta un compromiso con el celibato, sin volverse nunca atrás, sin arrepentirse nunca de la vocación concedida y de las promesas hechas. Así, el celibato por el reino de Dios se convierte en un hecho, en una alianza entre Dios y el creyente expresada en la profesión, en los votos pronunciados delante de toda la Iglesia, y escapa a los peligros del subjetivismo y del diletantismo. En la aceptación —que no puede dejar de ser definitiva— de la llamada al celibato, Dios comienza una obra y se compromete él mismo a llevarla a término. Al hombre no le queda, pues, más que el amor vivido cada día, permanecer en su puesto, donde ha sido llamado, custodiando con vigilancia este don que forma parte de lo que amamos por voluntad de Dios frente a los hombres. Con "parresia", el célibe debe esperar un juicio positivo de Dios sobre él, viviendo con inteligencia espiritual este estado de celibato. Como en la salvaguardia de cualquier carisma, también en el celibato hay que huir, perseguir (1 Tim 6,11), romper, si es necesario, los vínculos y relaciones que podrían desfigurar la vocación, y ello en función de una caridad cada vez más profunda, en función del amor a Cristo. Perseguir significa perseverar, permanecer, esperar, ser constante. Evidentemente, no es una opción fácil comprometerse al celibato, pero el problema de la fidelidad se realiza en el terreno de la fe, creyendo o no creyendo en el poder de Dios. Si se cree, entonces el don se reaviva constantemente.

Frente a la crisis de la vocación y a la discusión del compromiso, tampoco faltarán la gracia y la fidelidad de Dios; ello bastará para reanimar la vocación y permitirnos asumirla de nuevo en toda su amplitud. La dinámica espiritual de la vocación al celibato se nutre de fe, de asiduidad con el Señor, de oración y también, aunque hoy esta palabra desagrade a muchos, de prudencia. No se puede ir contra los datos elementales de la psique y del corazón humano y jugar con el celibato, arriesgándose continuamente por encima de las propias fuerzas, sin un mínimo de higiene espiritual, pretendiendo luego permanecer con alegría en el estado de eunuco por el reino de Dios. El celibato, como cualquier otro don de Dios, requiere gratitud a Dios; necesita vigilancia y se nutre de la proximidad al Señor. Al amor que llama sólo se puede responder con el amor que se da libremente. Sólo así se puede comprender y mostrar que el celibato es un hecho de revelación, un instrumento de anuncio, al igual que el matrimonio; no es un estado de perfección ni un valor ético y religioso, a no ser de rechazo, como consecuencia de su realidad de fe. Es, ante todo, un hecho revelador: el mundo pasa con su escena, el tiempo es breve; entonces, ante la inminencia del reino de Dios que viene, es posible permanecer célibe viviendo esta locura evangélica del celibato, tan cercana al mysterium crucis [/Cruz].

2. EL CELIBATO COMO DESPRENDIMIENTO Y ABANDONO - El celibato cristiano supone, además, una dimensión de abandono que, desgraciadamente, hoy no se siente ya ni se destaca. El celibato, en efecto, no es sólo ausencia de relaciones genitales y de vida de pareja; es, como lo ha demostrado el evangelio y la multiplicidad de las formas en las cuales ha sido vivido históricamente de modo auténtico, abandono de la familia y de los parientes. En este sentido, se puede ver el celibato como un despojarse, un hacerse más pobre, asemejándose a los que se ven forzados a vivir solos, sin familia, porque no han podido construirla o porque la han perdido. En el celibato cristiano se abandona todo para seguir al Señor, y nos introducimos en una lógica nueva, encontrando hermanos nuevos, hermanas nuevas, casas nuevas en el orden del céntuplo. La misma comunidad cristiana de vida común [/Comunidad de vida] resulta posible por el celibato; encuentra un auténtico lugar de revelación si es vivida correctamente y en plenitud. Como en el reino futuro, el celibato permite ya desde ahora a hombres y mujeres vivir juntos y con unanimidad en el régimen de la agape; no se eligen basándose en la carne o la sangre, en la simpatía o el afecto humano, sino en la obediencia a la misma vocación o en el desarrollo del mismo ministerio. A estas dimensiones espirituales de valencias antropológicas es particularmente sensible el hombre de hoy; por ello habría que darles mayor relieve. Se garantizaría así un celibato más gozoso y transparente, que no daría lugar a razonamientos ambiguos y peligrosos, formulados con frecuencia incluso por quienes presumen de maestros de espiritualidad, invitando a los célibes a la amistad personal [/Amistad]. ¡No! El celibato entraña una dimensión de castración que no es posible borrar y que significa permanecer solos obedeciendo a la propia vocación, incluso en la vida común y en medio de los hombres. Sobre todo hoy, cuando las ciencias modernas insisten en la ! sexualidad como forma de lenguaje, no habría que ser tan simples como para creer en la posibilidad de relaciones privilegiadas y afectivas de quien es célibe por el reino. Las pasiones y los afectos no quedan destruidos, pero en el régimen de pobreza y abandono que implica el celibato deben convertirse en afecto a quien hace la voluntad del Padre; el afecto se puede medir aquí por la cercanía al Señor y a su palabra. De hecho, sin esta conversión de las pasiones se viviría un celibato mutilado, que recuerda más la situación del soltero que la de quien tiende enteramente a la asiduidad con el Señor en la soledad del celibato.

3. EL SIGNIFICADO CRISTOLÓGICO, ECLESIAL Y ESCATOLÓGICO DEL CELIBATO - El significado cristológico se pone de manifiesto con el celibato vivido por amor de Cristo, por amor a su persona. A Cristo no solamente se le sigue, no solamente se le obedece; se le ama ante todo con un amor personal. Este carácter central de la persona de Cristo lo subrayan los evangelistas: "Todo el que deja casa..., mujer, hijos o campos por mi nombre", refiere Mateo (19,29), que coloca esta motivación en primer lugar, lo mismo que Marcos, el cual dice también "por mí o por el evangelio" (10,29). Pues bien, precisamente por amor a Cristo, por referencia a él, el creyente permanece célibe y asume definitivamente este estado. Cristo fue célibe no porque el matrimonio fuese para él una realidad negativa; escogió este estado por la urgencia de su misión, por su asiduidad absoluta con el Padre. También el creyente, como Cristo, puede vivir la llamada y anunciar a través del celibato la venida de Cristo que lo ha consumado todo, haciendo ahora breve la historia e inaugurando el reino de Dios. El amor con que se ama a Cristo es el amor más grande de que pueden ser capaces un hombre y una mujer, y este amor hace a todas las demás realidades relativas a la persona del Señor. También el abandono de los afectos y de los lazos de que estaba tejida la vida de quien acepta seguirle en el celibato es una consecuencia de este amor más grande y total. No se trata de superioridad respecto a las cosas, sino de valorarlas en relación con él, de aprender a amarlas por referencia a él. Este carácter central de Cristo, mantenido vivo por la asiduidad, por el diálogo continuo en la oración y por la lectura de la palabra de Dios, es la condición que permite vivir el celibato en la fidelidad y hacer que se convierta en alegría y paz [/Cristocentrismo].

En el amor de Cristo, el celibato se abre también a una dimensión eclesial. Las vocaciones y los carismas son muchos en la Iglesia, pero todos se dan para el bien común. Así, el don del celibato no es para el que es llamado a él, sino para la Iglesia y para la humanidad. Su finalidad no la tiene en si; la encuentra en el servicio, en el anuncio que permite hacer. Por eso el celibato se vive con desprendimiento del mismo celibato; pues es instrumento y no fin, y debe expresarse de modo inequívoco y visible en un compromiso reconocido por la Iglesia. La dimensión eclesial no consiste tanto en la mayor disponibilidad para el servicio y la misión que incumbe al célibe respecto al casado cuanto en la realidad de la vida misma del célibe y en su condición de testigo del poder de Dios, que le hace mensaje viviente entre los cristianos. El celibato es el lugar en que se muestra de modo categórico que se cree en el poder de Dios, el cual actúa en la vida de uno. La diaconía es entonces consecuencia y cumplimiento del mandamiento único y válido para todo cristiano de amarse unos a otros coi el mismo amor de Cristo, que se hizo siervo de todos y dio su vida por los hermanos. La diaconía no puede constituir la motivación del celibato o su fundamento eclesial [/Iglesia].

Destaquemos, finalmente, en el celibato el significado escatológico, en cuanto anuncio del reino que viene y profecía del retorno de Cristo. En el reino no habrá ya ni hombres ni mujeres, sino una sola cosa en Cristo. La sexualidad y el matrimonio cesarán, porque el sexo no es una realidad última, sino penúltima. La escena de este mundo pasa; la condición a que está sujeta la realidad terrena no tiene ya fuerza para ligarnos; todo es inconsistente. Las cosas han sido sometidas a la vanidad, porque Cristo ha venido y el reino de Dios está ya entre nosotros. Cuando llama al celibato, Cristo hace comprender que todas las cosas desaparecerán, o mejor, resucitarán, y entonces Dios lo será todo en nosotros (1 Cor 15,28). Desde ahora su gracia y su poder llena y colma la existencia de quien lo busca en el celibato y le permite vivir en la pobreza de haberlo abandonado todo, en la debilidad y la soledad, en la incompletez, en la renuncia a tener una descendencia, sabiendo que Dios salva esta vida suya y esperando que la hará resucitar [/Escatología].

E. Bianchi

BIBL.—AA. VV.. Virginidad y celibato. Un servicio sin división a la Iglesia en nuestro tiempo, Verbo Divino, Estella 1969.—AA. VV., El celibato sagrado, Paulinas. Madrid 1970.—AA. VV., El celibato, Herder, Barcelona 1970.—Audet, J. P, Matrimonio y celibato ayer, hoy y mañana, Desclée, Bilbao 1972.—Dominian, J. Maturité gffective et vie ehrétienne, Cerf, París 1978.—Gentili, E, L'amour dans le célibat, Lethielleux, París 1969.—Gentilí. E, L'amore, 1'amicizia e Dio. Contributo a una neceen, Gribaudi, lhrín 1978.—Hortelano, A, Celibato, interrogante abierto, Sígueme, Salamanca 1971.—Macgoey, J. H, ¿Me arriesgaré a amar? Reflexiones a un célibe, Sal Terrae, Santander 1974.—Mynarek, H, Eros y clero, Caralt, Barcelona 1979.—Oraison, M, El celibato, Estela, Barcelona 1970.—Rivas Con-de, J. M, El mito del celibato sacerdotal, Madrid 1978.—Rodríguez, M, El celibato, ¿instrumento de gobierno? ¿Base de una estructura?, Herder, Barcelona 1975.—Rondet, M. El celibato evangélico en un mundo mixto, Sal Terrae, Santander 1980.—Thurian, M. Mariage et celibat, Neuchátel 1964.