ABSOLUTO

SUMARIO

I. Absoluto, metafísica y destino de Occidente: 
1. Lo absoluto y lo relativo.
2. El advenimiento del nihilismo.

II. La apertura a lo absoluto: 
1. Las huellas.
2. Las vías.

III. Conclusión: el Absoluto y el riesgo.


I. Absoluto, metafísica y destino de Occidente

1. LO ABSOLUTO Y LO RELATIVO - Pocos términos como el de absoluto han experimentado en la cultura contemporánea, y por obra suya, una transformación tan radical de "valor". Tradicionalmente, el uso más difundido de "absoluto" -a saber, el que se entiende como ser "por sí mismo", como determinación de una cosa por su misma sustancia o esencia, y por tanto intrínsecamente- se caracteriza por una fuerte entonación "positiva". Piénsese, si hubiera necesidad de ejemplos, en la identificación de lo absoluto con Dios, realizada con claridad por primera vez por Nicolás de Cusa, mas ya implícita en toda la tradición clásica y escolástica; piénsese en la carga valorativa que encierra la denominación de "tierra absoluta" reservada a Palestina en el Medioevo; considérese la tradición alquimista, en la cual lo absoluto indicaba la "materia única", fundamento de todo lo existente; o, finalmente, el mundo del arte [/Artista], que se ha concebido siempre a si mismo como arrancado de los condicionamientos de lo cotidiano y lanzado a la conquista y a la expresión de valores incondicionados y, en cuanto tales, "absolutos". Más o menos, hasta finales del s. xix -o sea, antes de que el positivismo impregnara la cultura occidental-, lo absoluto estuvo omnipresente en el pensamiento común, si bien con denominaciones y significados diversos; pero ya se indicase como lo incognoscible, como lo ignorado, como la energía o como la vida, su presencia era necesaria para "cerrar" el sistema de pensamiento de la época, es decir, para dar un fundamento último que hiciera posible pensar lo real.

En la cultura del s. xx las cosas han tomado un sesgo diverso. Lo absoluto ha sido destronado y sustituido por su más neto contrario: lo relativo. Sería largo recorrer el camino (con frecuencia ignorado) que ha llevado la idea de lo relativo hasta el primado de que hoy disfruta (primado a su vez relativo, ya que -según la aguda observación de Löwith- "un escepticismo radical es tan raro como una fe incondicional"). Probablemente, las experiencias politicas de Europa, desde la lucha por el absolutismo político a la afirmación del liberalismo y a la superación de éste en las diversas formas de socialismo, más o menos libertario, han convalidado y difundido en las mentes y en los corazones las temáticas de la tolerancia, de la libertad religiosa y política, del pluralismo ideológico, del individualismo y del antidogmatismo. De cualquier forma, es un hecho que en la opinión común de nuestro tiempo toda referencia a un absoluto se identifica con un recurso a preconceptos y a verdades falsas o potencialmente totalitarias, que todo hombre ha de temer y combatir; el espíritu que hoy domina, el espíritu crítico, se ve como lanzado a una perpetua búsqueda, en la certeza de que no existe una verdad definitiva y de que el hombre, más que poseer la verdad, lo que pretende es tender a ella, sin ilusionarse con poder aferrarla sólidamente, porque la eternidad no puede decidirse en el tiempo y porque el tiempo rechaza la hipoteca de la eternidad. Por eso resulta comprensible el interés que suscita hoy toda forma de pensamiento problemático, como el de los sofistas, por ejemplo, considerado un modelo de filosofía crítica frente al pensamiento de Platón, modelo de filosofía dogmática; igualmente resulta comprensible la exaltación del escepticismo filosófico, visto como la única base posible de la democracia. Es significativo, finalmente, el gusto cada vez más difundido por la pluralidad de experiencias, entendidas no como vía "vertical" hacia la consecución de una meta final, última y valorativa, sino como la acumulación de una multiplicidad indefinida de sensaciones, carentes entre sí de grados jerárquicos y justificadas solamente por ser precisamente relativas, es decir, por su recíproco contradecirse.

Si tal es la situación de la cultura común actual, es indispensable verificarla en sus orientaciones especulativas dominantes para comprobar su consistencia, profundidad y dirección. Tomemos, por ejemplo, la ciencia [/Científico] y la filosofía, dos formas de pensamiento tradicionalmente orientadas a lo absoluto, una por su tendencia a conseguir la exactitud (en definitiva, la lógico-matemática) y la otra por la carga ontológica que siempre la ha invadido, y comprobemos su situación en el mundo de hoy. Parece que tanto una como otra, de la manera más firme, ya han renunciado definitivamente a lo absoluto, cambiando totalmente el aspecto que ofrecían desde hace siglos (entrando, quizás precisamente por ello, en una imprevista crisis de identidad).

En concreto, si estudiamos la reflexión más reciente sobre la ciencia, vemos cómo, por caminos diversos aunque convergentes, tiende a negar cualquier orientación a lo absoluto. La ciencia contemporánea no busca ya el origen primero de las cosas, sino que a ella sólo le interesa establecer, entre los fenómenos que observa, relaciones susceptibles de repetirse. Heisenberg, al proclamar el famoso "principio de indeterminación", le quitó definitivamente al científico la pretensión (y la ilusión) de poder enfrentarse directamente con la objetividad de lo real. Godel, al demostrar en 1931 el célebre teorema que lleva su nombre, según el cual ningún sistema lógico puede demostrar su coherencia desde su interior, estableció resolutivamente que todo sistema debe justificarse a partir de un principio extrínseco, trascendente al sistema mismo y, en cuanto tal, no objetivable científicamente". Asimismo, toda la epistemología contemporánea está de acuerdo en aceptar, e incluso en establecer, como premisa del trabajo científico la llamada "ley de Hume", la imposibilidad de deducir el deber ser del ser. Mas si sólo puede investigarse científicamente el segundo, se sigue que el primero se deja a la libre opción individual, en definitiva, arbitraria, de cada hombre; por tanto, a una elección totalmente inverificable o no controlable y, por ello, muy lejana de poder considerarse "absoluta". Pero hay más: el ser, que según los epistemólogos es objeto de investigación científica, sólo puede ser abordado, como indican las teorías más recientes, por vía negativa, a través de conjeturas y confutaciones -el conocido "principio de falsificación- Esto implica que el científico no puede avanzar en lo real más que por hipótesis, las cuales podrán pretender establecerse como leyes científicas, pero no con una validez absoluta; toda ley científica sólo tiene una validez provisional y está siempre sometida a la criba de las experiencias, a los intentos de falsificación. Cuando estos intentos tienen éxito, la vieja ley científica es sustituida por una nueva que explique los nuevos hechos experimentados, sin que, a su vez, pueda aspirar a una verdad definitiva, colocándose también ella en el plano de la mera hipótesis.

El rechazo de lo absoluto por parte de la filosofía no coincide necesariamente con la postulación del ateísmo. Sistemas como los de Spinoza o Fichte -a los que, ya desde su primera divulgación, se acusó no sin razón de presentar características ateas- no excluyen en modo alguno de su ámbito la idea de un absoluto, no ciertamente teísta-personal, aunque no por ello menos necesario.

Pero la exclusión de toda referencia a un absoluto está presente en todas las posiciones que implican un rechazo o una renuncia a la metafísica; es típica la postura de Nietzsche, el cual está hoy tan de moda precisamente por ser el crítico más lúcido de la tradición metafísica occidental. Los tres niveles en que Nietzsche mantiene su lucha contra un absoluto corresponden exactamente a tres instancias muy corrientes en el pensamiento contemporáneo. En primer lugar, critica la pretensión de universalidad, tal como se manifiesta, por ejemplo, en el concepto de humanidad. Al hombre alienado en este falso absoluto, es decir, al hombre que cree pertenecer a un genus más amplio y participar de sus características, Nietzsche le ofrece la consideración de lo individual concreto (¡no de la individualidad, que es también una categoría universal!), individual que se experimenta y se goza en el existir gratuito del momento. En un segundo nivel, Nietzsche critica la conciencia y el pretendido valor absoluto de sus dictámenes. Anticipándose al descubrimiento del inconsciente, Nietzsche libera al hombre de la ficción y del peso de la realidad ética del yo; éste, una vez perdido su estatuto ontológico, queda liberado de toda responsabilidad, de toda armadura ético-racional, de toda alienación en el mundo del pensamiento. En un tercer nivel, acaso el más relevante, Nietzsche denuncia como ilusoria toda posibilidad para el hombre de establecer cualquier relación con cualquier verdad objetiva. La verdad no puede llegar más allá de los estados de la conciencia individual; se convierte en un simple modo de ser del sujeto, en una Erlebnis, a la postre en un juego, un divertissement, una de tantas respuestas vitales a las necesidades de la vitalidad. Así, lo que para Nietzsche se convierte en signo de la liberación conquistada no es el encuentro con un absoluto, como en la tradición metafísica, sino la renuncia total a él y a las pretensiones (o a las nostalgias) de la verdad objetiva: liberado, sanado, purificado, el hombre encontrará de este modo la inocencia que anda buscando, la inocencia del niño, que no conoce el bien y el mal, porque sabe que no existen. "La verdad será entonces -dice Nietzsche- lo que es el juego para la inocencia del niño, una realidad que no formula ningún porqué y donde cualquier explicación vale tanto como otra, donde, en la equivalencia inocente de las explicaciones, lo que tiene importancia es sólo el espectáculo del juego"16. La famosa proclama de la "muerte de Dios" adquiere, pues, a la luz de estas consideraciones, una profunda significación, que va mucho más allá de las pueriles elucubraciones de la Death-of-God theology: Dios muere en el momento en que el hombre renuncia a lo absoluto y a sus leyes, en el momento en que se constituye en árbitro de su propia existencia, adquiriendo la conciencia de que ésta no tiene ningún significado ni valor en sí, y que sólo puede adquirirlos si lo quiere; y para la voluntad prometeica de convertirse en creador de si mismo aceptando el estado de huérfano de Dios, aceptando que llegue y llame a la puerta "el ser más perturbador": el nihilismo.

2. EL ADVENIMIENTO DEL NIHILISMO -

En la cultura occidental, el actual retorno de Nietzsche, el renovado interés por su figura y su pensamiento, incluso por parte del marxismo (aunque sólo sea el no escolástico), obligan a reflexionar; se trata de un hecho significativo, que no puede explicarse en simples términos de moda, que no puede reducirse a doctrina particular de uno o de unos pocos pensadores, por más geniales que sean; se trata de un hecho epocal, inherente a la situación espiritual de Occidente y que hay que admitir con seriedad.

Se impone, pues, aquí la consideración de las tesis heideggerianas, que hoy por hoy siguen siendo lo más profundo que se ha dicho sobre el tema". Para Heidegger, el advenimiento del nihilismo, en contra de las apariencias (y de las convicciones del mismo Nietzsche), no niega la tradición de la metafísica occidental, sino que es el resultado más coherente de la misma. Ha sido precisamente el modo como la metafísica ha pensado lo absoluto lo que ha decretado su descomposición y, finalmente, su muerte. La lógica de la metafísica, su pensar a Dios no como Ser, sino como ente supremo, el hacer de él el valor de los valores, ha sido "el golpe de gracia contra Dios" ". El pecado de Occidente ha sido querer reducir a Dios a objeto del pensamiento, y ello por no haber entendido que es el pensamiento el que está comprendido en el Ser. La verdad no es la adecuación del juicio con la cosa, no es la "certeza" que la metafísica anda buscando, sino que es el desvelamiento del Ser 20. Así que Nietzsche no contradice, aunque él lo creía, el pensamiento tradicional, sino que lleva los motivos intrínsecos de éste a sus últimas consecuencias. De forma que ninguna postura del pensamiento occidental queda libre del implacable análisis heideggeriano: no se salva ciertamente Platón, que reduce el pensamiento del Ser a pensamiento de las ideas; no se salvan los racionalistas, como san Anselmo o Descartes, que piensan a Dios como el id quod maius cogitari nequit; no se salva Hegel, que hace de lo absoluto el resultado de la fenomenología del espíritu, ni los demás románticos, como Schelling o Schleiermacher, que fijan la vía de lo absoluto en el arte o en la religión, aunque siempre en un ámbito de disposición del hombre. No se salva, en fin, ni Kant -a pesar de todas sus cautelas criticas- cuando termina declarando que el único modo para llegar a Dios (aunque sea por vía no cognoscitiva) es el moral 21; también esta perspectiva, con su antropocentrismo subjetivista, es una premisa necesaria del nihilismo.

No es éste el lugar adecuado para discutir la interpretación heideggeriana de la metafísica occidental ni las criticas que ha suscitado o las fascinaciones que ha ejercido. Lo esencial para nosotros aquí es hacer hincapié en el punto fundamental de esta interpretación. La crisis de lo absoluto en nuestro tiempo no es un hecho cualquiera, sino la consecuencia necesaria de la postura especulativa de Occidente. Esta tesis es tanto más sólida cuanto más posible es encontrarla bajo los aspectos más diversos en otros momentos del pensamiento contemporáneo, el cual en formas diversas estima que la situación de nuestro siglo no es meramente contingente, sino epocal. Puede pensarse en K. Barth, en Bonhoeffer, en la escuela de Francfort o en cualquiera de las innumerables variantes del marxismo, desde las historicistas hasta las científicas a lo Althuser; se podrá invocar el principio sartriano de la precedencia de la existencia respecto a la esencia o la proclamación estructuralista de la "muerte del hombre". El resultado es singularmente constante: algo ha sucedido; lo absoluto de la tradición, aunque todavía pensable, no es ya creíble. Un ciclo histórico ha llegado a su término, y hemos de aceptarlo así.

II. La apertura a lo absoluto

1. LAS HUELLAS - Cambiemos una vez más el punto de vista y de la consideración del destino de lo absoluto en la filosofía occidental pasemos a examinar, con un procedimiento de sociología de la cultura, la situación del pensamiento actual. Pues se pueden completar ahora las observaciones hechas al principio, indicando que, además de la crisis de lo absoluto, en el ámbito de las WeItanschauungen más difundidas aparecen numerosas y significativas huellas. Si fuera posible demostrar que los efectos del nihilismo no se han concretado -como quería Nietzsche- en un estado de liberación, sino en el tormento de una ausencia, tendríamos un signo (no más, pero en la situación presente también un signo resulta precioso) de cómo y hacia dónde dirigir nuestro pensamiento y nuestras esperanzas. El análisis de la experiencia, si no decisivo, es ciertamente esencial; no sólo porque, como quiere Del Noce, toda la historia contemporánea se entiende ya como historia filosófica, sino porque, abolido lo absoluto, el hombre y sólo el hombre es causa de sus actos y sólo él puede dar una respuesta a los interrogantes y problemas que lo acosan. Si le oprime la nostalgia de lo absoluto, esto es un hecho que se ha de reconocer; no es un hecho demostrativo de la existencia y de la naturaleza de lo absoluto mismo (recaeríamos así en las trampas de la metafísica), pero sí capaz de proporcionar una orientación y de dar un sentido a la búsqueda humana. La nostalgia de lo absoluto -en el fondo es ésta la tesis que aquí se desea proponer- puede inducir al hombre a situarse en una actitud de escucha, lo cual, para el que sabe penetrar el sentido de cuanto venimos diciendo, constituiría el novurn más radical que Occidente haya jamás conocido.

Ahora bien, si queremos buscar en el mundo de hoy las huellas de lo absoluto, no nos engañemos creyendo que vamos a encontrarlas en estado puro o, en cualquier caso, en formas expresivamente claras. Probablemente, las huellas más frecuentes son las que aparecen en negativo o las que llevan en sí, mezclados de modo casi inextricable, signos distintos por su valor e importancia. Mas, simplificando, quizás sea posible incluirlas todas dentro de una categoría fenomenológica fundamental: la de la "fuga del yo", que Jean Brun ha investigado muy recientemente y en forma muy sugestiva.

Puede decirse, observa Brun, que desde siempre anda el hombre tras la llave que le permita abrir la triple cerradura del espacio, el tiempo y el cuerpo, la cual cierra la puerta de la prisión del yo. Pues bien, si en la época de lo absoluto el tema del viaje se orientaba fundamentalmente a la consecución en Dios de la propia identidad (the pilgrim's progress), en la época de la muerte de lo absoluto lo que impulsa al viaje es el ansia de llegar a la más completa alteridad para experimentar lo diverso en cuanto tal. No es posible comprender hasta el fondo fenómenos típicos de nuestro tiempo, como la antipsiquiatrla (con su consiguiente valoración positiva de la locura), el uso de las drogas, el desenfreno del espíritu dionisfaco, la exaltación del aspecto pánico de la naturaleza, si no los incluimos a todos en una sola perspectiva: la que permite que lo absoluto, inaccesible ya "verticalmente", se alcance a través de un misterioso salto de dimensión, mediante un acto de ruptura que, aunque no saque al hombre del estado de su propia coseidad, si cambie de manera total el signo de tal coseidad. Si al viejo Horkheimer se le antojaba la "nostalgia del Totalmente Otro" como un limite trascendental de toda especulación y de toda praxis, al hombre de hoy, y en particular al joven, el Totalmente Otro se le pone al alcance de la mano, siempre que se conozca el camino exacto que a él conduce, siempre que se tenga el valor de ponerse en camino, de abandonar el yo que se nos ha dado para conquistar un yo nuevo y diverso, que no deberíamos a nadie más que a nosotros mismos.

Prototipo del hombre en busca de sí mismo lo es, indudablemente, el Fausto de Goethe. Su error (o su pecado) no es -según ha observado ya agudamente Mathieu "- tender a lo absoluto, sino tender mal a él, a través del cansancio de lo finito convertido en insignificante. Por lo demás, esto de la insignificancia es el limite que lastra a todos los sucedáneos secularizados de lo absoluto; es difícil pensar que pueda evitarlo el principio-esperanza, por otra parte noble, de las nuevas corrientes utópicas, al menos cuando se advierte que la nueva Jerusalén no está donde la pone Lenin. Asimismo es difícil no ver la caída en la insignificancia de gran parte del arte moderno y, en particular, de las corrientes de vanguardia, las cuales, a pesar de ir buscando precisamente formas expresivas nuevas y absolutas, terminan en el silencio, en el caos o en la burla del espectador, si no en la autoirrisión del artista. Pero el estado de indiferencia no es estable; el indiferente cambia con frecuencia; por eso no debe maravillarnos el impresionante retorno actual de Sade, el auténtico profeta de la inquietud decepcionada. El tema típicamente sadista de la aspiración frenética a experimentar todas las formas de goce imaginables, incluso las más monstruosas (no por nada recuerda la antigua herejía gnóstica de Carpócrates), desemboca a su modo en una nueva búsqueda de absoluto, alcanzable en ese supremo esta de apatía que nace de la reiteración de la transgresión, en la convicción de que el único modo de anular el mal es adelantarse y entregarse a él hasta el fondo. Así, el derecho a la experiencia se convierte explícitamente en el derecho a la experiencia prohibida precisamente por estar prohibida. El ateísmo sadista, para sustentarse, necesita abiertamente como fondo una naturaleza eterna, muda y hostil, esclava primera de sí misma, víctima primera de sus propias leyes, frente a la cual delito y homicidio, corrupción, disolución y aniquilamiento no podrán ser más que palabras vacías, ya que ella misma es la primera en disipar sus propias obras. "¿Qué son todas las criaturas de la tierra frente a un solo deseo mío?"; en esta pregunta el sadismo se revela totalmente como lo que es: la exaltación desesperada de una subjetividad apoyada en el absurdo de una naturaleza que es a la vez creación y destrucción absoluta.

Aunque negativas, todas las huellas que brevemente hemos puesto de manifiesto resultan significativas por su común y constante aspiración a un absoluto que, aunque explícitamente ridiculizado, rechazado y negado, de hecho da pruebas de conservar un profundo poder de atracción. El reciente redescubrimiento del mito, logrado tras siglos de desdeñoso rechazo en nombre de los derechos de la raison éclairée, si bien no exento de preocupantes ambigüedades, puede que sea un signo de que, detrás de la pantalla de lo relativo, resuena poderosamente la voz de un significado ulterior, no objetivable, no manipulable, si de verdad "absoluto" y anterior a toda determinación subjetivista ". A resultados semejantes llega la reflexión más reciente sobre el lenguaje, aunque también ésta se desarrolla entre infinitas reticencias y dificultades; la pregunta de Lacan "¿Quién habla?" remite inmediatamente a la definición de lo que es y de lo que implica el pensamiento: ¿Quién nos llama a pensar? ¿Puede en cerrarse en una definición el sujeto de esta llamada? ¿Soy realmente yo quien hablo o es el lenguaje el que habla por medio de mí? Es, sin duda, cometido del hombre elevarse a la autoconciencia de su propia humanidad; pero cuando Lacan acepta el dicho freudiano: wo Es war, soll Ich werden (que él traduce: le Moi doit déloger le ra), acentúa indudablemente el alcance ontológico de ese Es. ¿Es lo absoluto (enmascarado, negado, rechazado, pero persistente), que a través del Es vuelve a hacerse pensar por el pensamiento?"

2. LAS VÍAS - ¿Existen aún espacios abiertos para lo absoluto? ¿Existen aún caminos abiertos hacia él? El problema que aquí hemos de plantearnos no es tanto si existen en la situación actual tendencias hacia lo absoluto (la respuesta, según queda dicho, es claramente afirmativa), sino si estas tendencias pueden presentarse como algo más que un mero estado nostálgico, frenético o, a la postre, desesperado. Hemos, pues, de buscar las vías practicables para el hombre, esas que no se abren bajo el signo de la emoción, del sentimiento, de la casualidad o de la gratuidad, sino bajo el signo de las posibilidades reales de transhumanización.

Dos vías hay que poner previamente entre paréntesis, no por falsas o inconcluyentes, sino sencillamente porque no pueden autojustificarse (lo que no impide que puedan seguirse también -de hecho la siguen algunos- con total provecho y pleno significado). La primera de estas dos vías es la de la metafísica clásica, por ejemplo, en la forma como aún la sostiene con brillantez Gustavo Bontadini. Si es cierto, como él cree, que es imposible ir en busca de lo absoluto (o, más, sencillamente, hacer filosofía) sin un criterio de orientación, sin una "brújula metafísica", es también cierto que ese criterio especifico, que esa brújula que ha sido y es la metafísica, no consigue ya servirle de ayuda al hombre de hoy. Frente al Dios de la ontología y de la ética axiocrática, el hombre no puede ya -para decirlo con las famosas palabras de Heidegger- dirigir oraciones ni hacer sacrificios. Frente a lo absoluto, como causa sui, el hombre no consigue ya caer de rodillas, y menos aún hacer que su corazón vibre y cante. Incluso el que no quiera aceptar la interpretación heideggeriana del destino de la metafísica debe, de todas formas, contar con la realidad del presente, la cual frente a la metafísica se ha vuelto totalmente muda e indiferente.

La otra vía, que a mi entender no es practicable, es la que indica, por cierto agudamente, una parte relevante de la sociología contemporánea: la que resalta la terrible ausencia de significado, típica de la sociedad tecnológica, y la necesidad que ésta tiene de un suplemento de sentido o, más bergsonianamente, de un verdadero y auténtico suplemento de alma. Ahora bien, sin querer negar la importancia que tienen el descubrimiento y la proclamación de la crisis del mayor mito gnóstico de nuestro tiempo, el mito científico -que, considerado frecuentemente como vehículo de salvación, evidencia también él, en cuanto actividad ordenada a un fin, la necesidad de ser salvado- es un hecho que la vía de la sociología es siempre una vía indirecta e insegura, que muestra ciertamente el status de la condición humana como elemento que abarca y unifica la experiencia cotidiana de nuestro tiempo, pero no ofrece vías orientativas, si no es a nivel de pura exigencia. Mas la exigencia es un hecho estructuralmente ambiguo, que puede reducirse a experiencias pluridireccionales, cuando no incluso contrastantes. Jacques Ellul indica con gran precisión en un reciente ensayo que el despertar de lo sagrado en nuestro mundo secularizado puede acabar en auténticas "religiones seculares", que pueden oscilar entre cultos paroxisticos a la personalidad (que nos traen el desagradable recuerdo de las formas de auténtica latría que han originado y siguen originando) y la renovada pasión por la magia, la astrología y las ciencias ocultas. El fenómeno, pues, de la exigencia de lo sagrado es esencial, pero no cualificante, ni mucho menos tranquilizador, si se considera en sus características estructurales.

Descartados estos dos caminos, probablemente sólo quedan otros dos: uno que se sitúa en un plano esencialmente gnoseológico y otro que incide directamente en la experiencia práctica. Pero ambos tienen en común un elemento a priori: la renuncia al logos como criterio orientativo en la búsqueda de lo absoluto. Para usar una terminología heideggeriana, en estos dos caminos el ser se piensa y se experimenta no como logos, sino como presencia.

En la primera de ambas perspectivas, que vamos a examinar, la vía por la que el hombre se abre a lo absoluto coincide con (o, más propiamente, es) la vía por la que lo absoluto se hace presente al hombre. De objeto del pensamiento, lo absoluto se convierte así en origen del discurso filosófico, y, a su vez, el discurso se hace no enunciación y clarificación, sino sede de lo absoluto. Esta inversión de posiciones es esencial y constituye la parte más relevante de las nuevas experiencias hermenéuticas, que, siguiendo el pensamiento de Heidegger, se han multiplicado en estos últimos años. La distinción, tan grata a Luis Pareyson, entre pensamiento expresivo y pensamiento revelativo, entre pensamiento sin verdad y pensamiento en la verdad, puede servirnos de orientación en este difícil terreno. Pareyson explica que sólo a través de la interpretación es posible acercarse a lo absoluto (o, en la terminología del filósofo, a la verdad); pero se trata de un acercamiento, por así decir, asintótico, o sea, que no puede pretender nunca ser exhaustivo y concluyente'. "La relación entre la verdad y su formulación es, pues, interpretativa; la formulación de la verdad es, por un lado, posesión personal de la verdad y, por otro, posesión de un infinito; de un lado, lo que se posee es la verdad, y se la posee de la única manera posible, personalmente, hasta el punto de que la formulación que se da de ella es la verdad misma, la verdad como personalmente es poseída y formulada; de otro lado, la formulación de la verdad es verdaderamente una posesión, y no simple aproximación; pero la verdad está en ella del único modo como puede estarlo, o sea, como inagotable, hasta el punto de que lo que se posee es incluso un infinito. En efecto, la interpretación es la única forma de pensamiento capaz, por una parte, de dar una formulación personal y, por tanto, plural de algo único e indivisible, y, por otra, de captar y revelar un infinito, sin limitarse a puras alusiones o rodeos, sino poseyéndolo verdaderamente. No sería verdad aquella de la que sólo fuera posible un único conocimiento adecuado, o la que se sustrajera a todo posible conocimiento; y solamente existe la interpretación cuando la verdad se identifica sin más con su formulación, aunque sin confundirse con ella, de tal modo que mantenga su pluralidad, y sólo cuando la verdad es siempre irreductiblemente ulterior a su formulación, aunque sin salirse de ella, de suerte que quede salvaguardada su presencia.

La fecundidad de esta posición se hace evidente si la relacionamos con una antigua tradición, nunca extinguida, aunque demasiado postergada en Occidente: la del apofatismo oriental. En la interpretación, el sujeto se pone en contacto con lo absoluto de un modo que podría parecer paradójicamente desesperante: lo absoluto se entrega por vía indirecta, en una posesión que es personal y, como tal, irrepetible (aunque comunicable), en una perspectiva de interioridad que convierte la actividad interpretativa en análoga al mítico esfuerzo de Sisifo: una perenne reconquista de lo que parecía ya firmemente aferrado; así, en la tradición apofática quien experimenta la comunicación de Dios lo hace de modo absolutamente personal y alógico y, en cuanto tal, inexpresable según reglas objetivantes. Mas en la raíz de esta experiencia, de este "no saber", hay un saber absoluto, está Dios mismo; Dios es ciertamente incognoscible, pero sólo fuera de la comunicación que él hace de sí mismo. "El conocimiento de Dios por parte del hombre no es el resultado del amor cognoscitivo del hombre por el Ser en si, sino el fruto de la reciprocidad amorosa, o sea, la comunicación personal del hombre con Dios. El primer movimiento hacia esta comunión amorosa no es del hombre, sino de Dios, y esto define el punto de partida temporal de la persona humana.

Si se entiende rectamente la hermenéutica, nada fuera de ella puede abrir al hombre de hoy a la comprensión de la presencia de lo absoluto. En un mundo como el nuestro, repleto de actos y hechos interpretativos, la conciencia hermenéutica puede mantener vivo el anuncio de que el sentido radical de esta fecundidad interpretativa se apoya en el hecho de que siempre queda algo más por comprender, algo en sí cognoscitivamente inagotable, algo que le explícita al hombre sus límites, algo que le desvela el carácter radicalmente enigmático de lo real, el hecho de que, por más que pretenda haberlo entendido cognoscitivamente, permanece siempre, al menos bajo algún aspecto, del todo oculto. Victorio Mathieu ha relacionado oportunamente esta perspectiva hermenéutica con una antigua intuición agustiniana, que resulta fecundisima para nuestro discurso: "Cuando san Agustín dice: `No comprenderéis si no creéis', o sea, la fe es una condición para comprender, una condición del intelecto, ¿qué quiere decir? La fe es lo que da consistencia al misterio, es decir, a esa enigmaticidad que no se puede formular como problema científico. Creo que esta impostación, tal cual, puede ser también hoy rica en enseñanzas. Y también el que no se adhiera a ella puede, en cierto modo, secularizarla. Personalmente, pienso que en el fondo de esta enigmaticidad puede encontrarse también a Dios, a ese Dios que se presenta precisamente sólo per speculum et in aenigmate. Mas quien no quiera seguir este camino puede secularizar el misterio como algo inevitablemente enigmático que se libera de todo conocimiento nuestro, por más claro y distinto que éste sea en el sentido cartesiano de la palabra. Es decir, puede transformar la 'fe' en una 'sensibilidad filosófica' que nos hace conscientes de tal enigmaticidad. Y así, de esta forma, la fe o, si se quiere, el 'comprender que no se comprende' ayuda al entendimiento a comprender mejor incluso lo que se sabe, precisamente porque le hace entender que no lo comprende todo. De esta manera, la vía de la presencialización de lo absoluto queda abierta a la única forma concebible para el hombre de hoy: la de la pluralidad hermenéutica.

La otra vía posible hacia la aproximación a lo absoluto es la de la experiencia, entendiendo este término en el sentido que le ha dado G. Capograssi en su Analisi dell'esperienza comune: la experiencia como "toda ella sujeto e individuo", que en su concretez "se basa en la conciencia y en la voluntad del individuo de poseer un camino y una meta propios y de tener que recorrer el uno y llegar a la otra... La experiencia es, por así decirlo, el fruto y efecto de este callado impulso, que va aclarándose en el curso de la acción, del individuo hacia la propia vida". Es evidente que, llegados aquí, el discurso puede volverse muy rápido, precisamente porque lo que se manifiesta no es un pensamiento, sino una vivencia. La experiencia común encuentra a lo absoluto cuando experimenta su estructura fundamental, la temporalidad y la necesaria referencia de ésta a la finitud existencial. La respuesta de la experiencia en su contradictoriedad es clarísima: me quiero a mi y lo contrario de mí, quiero la vida infinita y quiero mi vida individual, particular"; pero además de lo que realmente quiero, sigue estando ahí con toda su fuerza el hecho de la muerte, que pone límites a todo deseo mío; y aquí Prini tiene toda la razón cuando insiste en que precisamente la muerte es el acontecimiento desmitificador radical, el único que puede poner al hombre a la escucha de lo absoluto". La consideración de la muerte es tanto más auténtica cuanto más se dan desesperados e inútiles intentos de ocultarla o de restarle importancia, de reducirla -diría Heidegger- de muerte a mero deceso, intentos que continuamente se renuevan y se frustran.

Mas ¿por qué la muerte, precisamente la muerte, es una cifra de lo absoluto? ¿No podría asumir, en cambio, el sentido de última, extrema e irremediable derrota del hombre y de su voluntad de trascenderse, ante el triunfo final (¡una vez másl) de lo relativo? Dar un sentido completo a la muerte sólo es posible en una perspectiva de fe; el terrible poder de lo negativo, según expresión hegeliana, es, sin duda, más indicativo si lo consideramos como "cifra de la nada" y no como "cifra del todo". Sin embargo, en la realidad fenomenológica de la muerte persiste un dato que hace pensar, el hecho de que ella es "la contradicción más flagrante que existe en el reino del homo faber, porque es la improductividad pura, el último contrasentido de todo el trabajo y de todas las producciones humanas". Ahora bien, el único modo de que los afanes del hombre sobre la tierra no caigan en un total contrasentido está precisamente en ver la muerte como apertura a otro orden de ser, dentro del cual las penas sufridas, las lágrimas y sudor derramados y las obras realizadas no caigan en el silencio. Este es el motivo (repito: existencial, no especulativo) por el que quien tiene fe en el hombre no puede menos de ver en la muerte la presencia (misteriosa) del Ser que salva la obra del hombre. Así como también resulta muy comprensible que, en la perspectiva opuesta, el que odia o desprecia a la humanidad y sus esfuerzos no pueda, como esprit fort, considerar la muerte sino orgullosa, despectiva y escépticamente, viendo en ella la realidad que devuelve la aparición histórica del hombre a la insignificancia e impotencia totales en que merece estar sepultado.

III. Conclusión: el Absoluto y el riesgo

Al Absoluto no lo elegimos nosotros, somos elegidos por él; no podemos hablar de él, somos hablados en él. Esto no impide que el hombre pueda disponerse a aceptar al Absoluto y situarse en este estado de abandono acogedor (Gelassenheit), al que Heidegger ha dedicado uno de sus más bellos escritos. Pero es también verdad que tal abandono no excluye que el encuentro con el Absoluto pueda situarse bajo el signo del pathos, de la lucha interior, del sufrimiento y hasta del terror, del phobos frente a la muerte. En el instante de la absoluta insignificancia frente a la muerte que nos acomete, la soledad del sujeto es total e inconsolable. ¿De quién podrá brotar la ayuda sino del sujeto mismo y de su aceptación de la muerte? Aceptación, por otra parte, arriesgada, por estar más allá de toda posibilidad tanto de control como de predicabilidad por parte del logos; arriesgada, porque así es toda aceptación afirmadora de un bien existente cuando aún no se posee ese bien. Como acertadamente lo ha mostrado Helmut Kuhn, Sócrates es el modelo eterno del hombre que realiza una decisión en favor del Absoluto, creyendo en la bondad del ser, arriesgando con esta decisión "la profundidad última del alma". La elección socrática de la muerte en el Critón, la convicción de que es mejor padecer una injusticia que cometerla, no es un acto de autoafirmación creadora en un ámbito de contrasentido total, según podría deducirse de una visión sartriana de la libertad como absoluta y desesperada, sino una renuncia a la absolutez de la libertad (¿quién menos libre que el que se deja llevar a la muerte?), reconociendo la libertad abarcadora del Absoluto. Sócrates muere y acepta la muerte no por tener la certeza de su destino y del bien que predica, sino porque sabe que los bienes de que podemos tener certeza no son propiamente el bien y que el bien no se concede a quien pretende administrarlo como algo propio, sino a quien sabe abandonarse a él dócilmente. Si nuestro tiempo, al que con acierto se ha llamado el tiempo del abandono, sabe vivir este abandono no como desamparo, sino como presencia oculta del Absoluto (según quizá la más pura intención de Bonhoeffer), le será posible dar con las huellas de Dios en el "riesgo" de una realidad cotidiana que le resulta al hombre cada vez más gravosa y grávida de insignificancia, pero también cada vez más susceptible de transfiguración. El riesgo de creer en el Absoluto no puede anularse con afirmación alguna de cuño pascaliano; el riesgo aparece ya en el principio, cuando se elige -cosa a que todo hombre se ve forzado- jugarse la vida y el significado de la misma, entre el todo y la nada, entre una ausencia desesperante y una presencia sobreabundante. Sin embargo, para quien sabe aceptar este riesgo y explorar los abismos más profundos del ser ya no hay lugar a inquietud alguna: en ellos todo es eterna y serena tranquilidad. "Y así, en toda la angustia de la insecuritas humana vale como máxima fundamental de vida la advertencia de Goethe, que atestigua su gran experiencia; `Si te resignas, serás ayudado".

F. D Agostino
DicES