TEMPLO
DicEc
 

La dimensión trinitaria de la Iglesia se encuentra en las tres denominaciones más importantes que le da el Vaticano II: pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo (AG 7; PO 1; LG 17). La tercera de ellas, la de templo, no fue tan desarrollada como las otras en el concilio y hay que situarla en el contexto del Antiguo y del Nuevo Testamento. Desde los tiempos de los patriarcas del Antiguo Testamento hubo santuarios que marcaban los lugares donde había habido teofanías o revelaciones divinas. La idea de construir un templo en Jerusalén la tuvo David, pero habría de ser su hijo Salomón el que construyera allí el primer templo (ca. 970-ca. 930 a.C.; cf 2Sam 7,1-12). Después del 520 a.C. se construyó el templo posexílico. El más suntuoso fue el iniciado por Herodes el año 20 a.C., destruido el 70 d.C. tras la caída de Jerusalén.

Ya al edificar Salomón el primer templo se planteó la cuestión: ¿cómo se puede decir que el Dios trascendente habita en un templo? Los creyentes oran en el templo y Dios oye sus oraciones en el cielo (lRe 8,30-40). Pero hay algo más: el «nombre» de Dios estará allí (lRe 8,29; cf Jer7,12). Dado que «el "nombre" representa la personalidad del que lo lleva, el "nombre de Yavé" significa que Dios está presente de un modo especial». La gloria de Dios mora en el templo como antes en el arca (2Crón 5,14; cf Ez 10,18; 11,23 con 43,4). El templo es también un lugar en el que Dios se comunica con personas escogidas, por ejemplo Isaías (6,1; 66,6). Los profetas muestran una actitud finamente matizada frente al templo: lo aman (Is 2,1-2), oran en él, pero ponen la justicia y la religión interior por encima de cualquier culto meramente externo (Am 5,12-24; Is 1,11-13; 66,1-2), y arremeten contra toda confianza mágica en el templo como un talismán que protegerá a la pecadora ciudad de Jerusalén de la destrucción (Jer 7,4-15).

Jesús manifestó su piedad judía hacia el templo: acudió a él para las fiestas y enseñó en él (Lc 2,46; Jn 7,10.14); lo limpió de la profanación (Mt 21,12-13 par.; Mc 11,16) y al mismo tiempo anunció que las barreras levantadas en él entre los judíos y los paganos quedarían derribadas (Mc 11,17; cf Ef 2,14-18); curó en el templo (Mt 21,14); pidió que se ofrecieran en él sacrificios con un corazón puro (Mt 5,23-24) y condenó el mero formalismo (Mt 23,16-22).

En el Nuevo Testamento hay dos palabras griegas para designar el templo. Existe la tendencia, que no siempre se cumple, a usar la palabra hieron para referirse al templo en su conjunto con todos sus recintos, reservando la palabra naos para el santuario o parte interior del templo. Cuando Jesús limpia el templo se usa la palabra hieron (Mt 21,12-13 par). Pero cuando habla enigmáticamente de la destrucción del templo de su cuerpo, usa la palabra naos (Jn 2,19; Mt 26,61 par). En la prohibición de jurar por el templo porque Dios mora en él (Mt 23,16.21) volvemos a encontrar la palabra naos.

En el Verbo encarnado encontramos sintetizados todos los aspectos esenciales del templo del Antiguo Testamento: él es el lugar supremo de la comunicación divina (cf Jn 14,7.10-11); en él mora Dios con su gloria (Jn 1,14); él es el culto supremo al Padre (Jn 17,4). La tradición sinóptica lo presenta además como cubierto por el Espíritu Santo (Mt 3,16 par.; cf Lc 4,1.14.18), aludiendo quizá a la shekinah (cf Ex 40,35) de la presencia de Dios en él «ungido por el Espíritu Santo... Dios estaba con él» (cf He 10,38 con 7,47; 17,24-25; Col 2,9). Al morir Jesús el velo del templo (naos) se rasgó de arriba abajo (Mt 27,51 par.), simbolizando así la superación del antiguo culto y una nueva forma de acceso a Dios a través de la sangre de Cristo (Heb 9,8-12).

No sólo Cristo es templo o santuario (naos); también lo es la comunidad cristiana. Después de Pentecostés hay cierta ambigüedad respecto del templo: los discípulos oran en él (He 2,46; 3,1-11); Esteban vislumbra de algún modo la insuficiencia del templo y de la Torá (He 6,13-14); Pablo sigue mostrando sentimientos de piedad hacia el templo (He 21,26). Pero el tema del templo adquiere nueva riqueza, porque el templo del Espíritu (naos) será ahora la comunidad cristiana (1Cor 3,16-17; Ef 2,20-22; cf 2Cor 6,16). El fiel cristiano individualmente es también templo (naos) del Espíritu (1Cor 6,19). La comunidad es como un edificio cuya piedra angular es Cristo (cf 1Pe 2,4-5; cf He 4,11; Mt 21,42); es la casa de Dios (Heb 3,3-6).

En el libro del Apocalipsis parece haber dos templos, uno celeste y otro en la tierra. El celeste es un templo de eterna alabanza y gloria (Ap 7,15; cf 5,6-14; 11,19). Hay probablemente una referencia al templo terreno, la Iglesia, en cuyo patio exterior se encuentran los perseguidores (Ap 11,1; cf 3,12). Pero, en su sentido más hondo, el templo es el Cordero (Ap 21,22).

La tradición patrística recoge la tradición de la idea de la Iglesia como templo; por ejemplo, san >Ambrosio: «Porque así como somos templo de Dios, así también somos tabernáculo de Dios, en el cual se celebran las fiestas del Señor». La Virgen María es también un templo, porque llevó en su seno a la Palabra, tema este que hizo suyo el Vaticano II (LG 53). Ella es la suprema realización de la Iglesia (SC 103), que es a su vez templo.

Los textos del Vaticano II hablan de que el Espíritu mora en la Iglesia y en el cristiano como en un templo (LG 4, 17, 41; AG 7; PO 1; cf LG 6, 51), pero se concede mayor importancia a su presencia en la Iglesia. La Iglesia es un templo en el que Dios se comunica con la humanidad por medio de su palabra revelada. Es además el lugar en el que Dios se hace presente y donde mora por el Espíritu Santo. Es finalmente el lugar en el que el cuerpo del Señor Dios es adorado más plenamente, también por medio del Espíritu Santo. La teología del templo mira a Jesús, a la Iglesia y al individuo de cara a su más plena exposición. La imagen del templo complementa a las otras dos imágenes trinitarias de la Iglesia, la de pueblo y la de cuerpo, añadiendo a estas las nociones de la comunicación divina, la presencia pneumatológica y el culto auténtico, porque el Espíritu Santo ha sido enviado para «santificar continuamente a la Iglesia» (LG 4).