SUCESIÓN APOSTÓLICA
DicEc
 

Los cristianos que confiesan que la Iglesia es apostólica (>Apostólico/Apostolicidad) han de explicar de algún modo cómo la Iglesia actual es continuación de la Iglesia de los apóstoles (>Apóstoles). En esta explicación es crucial el peso que se dé a los desarrollos producidos en la ordenación eclesial entre la época del Nuevo Testamento y mediados del siglo III.

En el Nuevo Testamento encontramos una diversidad de >ministerios dentro de la Iglesia primitiva. En algunos casos no sabemos cómo surgen, o se nos dice que son carismáticos, siendo don del Espíritu que sopla donde quiere (cf ICor 12,4-1 1.28-30; Ef 4,11-12), o hay apóstoles llamados y enviados por Cristo. En otros casos vemos personas consagradas especialmente al ministerio: los siete que servían a los griegos (He 6,1-6), los presbyteroi (ancianos) designados por Pablo en cada Iglesia (He 14,23); los presbyteroi que tenían que hacerse responsables de la Iglesia local de Efeso, sabiendo que no volverían a ver a Pablo (He 20,17-38); Timoteo, a quien Pablo impuso las manos (2Tim 1,6), y también los presbyvteroi (1 Tim 4.14), los diakonoi y los episkopoi (supervisores) seleccionados por Timoteo y Tito (1 Tim 3,1-10; Tit 1,5-9). Las epístolas pastorales reflejan claramente la transmisión de un oficio y autoridad relativos a la dirección de la comunidad cristiana, aunque se refieren sólo a Pablo y sus delegados (cf 2Tim 2,1-2). Pero si la comunidad necesita atención, instrucción, orientación, exhortación y dirección para mantenerse fiel a la tradición, es preciso dotarla de una jefatura estable y digna de confianza. El modelo de las cartas pastorales muestra cómo esta autoridad se ha transmitido de una generación a otra.

Encontramos también una diversidad de estructuras, aunque esta palabra es un tanto anacrónica cuando se aplica a las situaciones del Nuevo Testamento: en Jerusalén encontramos que la autoridad reside en los apóstoles en y con la comunidad (He 1-15), y más tarde en Santiago y los presbyteroi (He 21,18); en Filipos había episkopoi y diakonoi (F1p 1,1); en otras Iglesias había uno o más presbyteroi (Sant 5,14; IPe 5,1.5; 2Jn 1; 3Jn 3).

La cuestión de la sucesión se plantea a la hora de entender la transición de la ordenación anterior de la Iglesia a la situación universalmente implantada a finales del siglo II. Hay dos temas: el de la naturaleza de la evolución y el de su legitimidad. Al indagar este punto hay que tener presente, en primer lugar, que la noción de sucesión era bien conocida tanto en el mundo pagano como en el ambiente judío, es decir, en las escuelas filosóficas y rabínicas y en la política, así como en el Antiguo Testamento (cf Moisés: Núm 27,18-23; Elías: 2Re 2,9-15). Hay que tener en cuenta, en segundo lugar, que estamos hablando de una época en la que la expectación ante la inminencia de la escatología se había desvanecido, al tiempo que la Iglesia seguía siendo consciente de su misión universal (Mt 28,18-20; He 1,8).

En la >Didaché, posiblemente contemporánea de los últimos escritos del Nuevo Testamento, los episkopoi y los diakonoi tienen que ser elegidos aparentemente para suplir la ausencia de profetas y maestros (15,1; cf 13,4). Parece como si el autor sintiera la necesidad de insistir en que estos son equiparables a los profetas y los maestros (15,2). El autor habla también de apostoloi, pero estos son predicadores itinerantes, a menudo profetas, no apóstoles en el sentido estricto del Nuevo Testamento (11,3-6). Otra obra temprana, la Carta de >Bernabé (ca. 117-132), no habla de ministros. La Epístola a >Diogneto, del 150-210 d.C., tampoco habla de ministerios; hace, sin embargo, una referencia a «la tradición de los apóstoles» (11,6).

La primera afirmación clara de la sucesión se encuentra en la Epístola de Clemente, que puede fecharse a partir del año 96 aproximadamente, una carta de reprobación de la Iglesia de Roma a la Iglesia corintia por haber destituido a determinados presbyteroi. El autor, a quien sólo medio siglo más tarde Dionisio de Corinto da el nombre de Clemente, insiste en el origen divino del oficio eclesial: los apóstoles son portadores de un mensaje de Cristo (42,1-2); en su misión universal: «Según pregonaban por lugares y ciudades la buena nueva y bautizaban a los que obedecían al designio de Dios, iban estableciendo a los que eran primicias de ellos después de probarlos por el Espíritu por obispos y diáconos de lo que habían de creer» (42,4); además, «los apóstoles establecieron una norma de una vez para siempre a este efecto: que cuando estos hombres murieran, otros los sucedieran en su sagrado ministerio» (44,3). A estos hombres se les llama indistintamente episkopoi y presbyteroi (21,6; 44,5; 47,6; 54,2; 57,1). Son instituidos por los apóstoles o con el consentimiento de la Iglesia (44,3). Ofrecen además sacrificios, claramente una función litúrgica (44,4). Los ministros de la Iglesia de Corinto son todavía un cuerpo colegial; no ha aparecido todavía el episcopado monárquico. Hay dos indicaciones de la autoridad del autor: se disculpa al principio de no haber dedicado su atención antes al problema de Corinto, y afirma además que Dios está hablando por medio de él (59,1). No está claro, sin embargo, si esto último se debe a su oficio o a un impulso profético; si bien, dentro del contexto general de la epístola, lo primero parece más probable.

Las cartas de >Ignacio de Antioquía muestran una estructura eclesial desarrollada en el Mediterráneo oriental. Las siete cartas, escritas hacia el 110 d.C., muestran una estructura fija, consistente en un obispo (episkopos) y grupos tanto de presbyteroi como de diáconos (diakonoi): «El obispo tiene que presidir en lugar de Dios, mientras que los presbíteros han de actuar como el consejo de los apóstoles, y a los diáconos, que son para mí los más queridos, se les encomienda el ministerio de Jesucristo». En todas partes insiste en el respeto al obispo: este representa a Cristo, y los presbíteros a los apóstoles; ha de haber unidad en torno al obispo, que celebra la única eucaristía; nada se puede hacer sin la aprobación del obispo. Pero Ignacio no habla de sí mismo ni de los otros obispos como «sucesores de los apóstoles». En Ignacio encontramos, pues, no sólo el hecho de un episcopado monárquico, sino también una justificación del mismo, así como del oficio de los sacerdotes y los diáconos, junto a una teología incipiente de estas estructuras. Aunque se suela hacer, no hay motivos para usar el adjetivo «monárquico» en relación con este período (>Obispos). La jerarquía no es una mera creación humana, sino que representa la voluntad divina y el deseo positivo de Cristo.

La Carta a los filipenses de >Policarpo de Esmirna se refiere a los presbíteros que están con él (Introd.; cf 6,1) y a los diáconos (5,2); no habla de ningún obispo de Filipos, sino de los presbíteros. Se sitúa en la tradición de Ignacio (13) y supone el episcopado monárquico. A partir de él, las referencias no sólo al episcopado monárquico, sino también a la sucesión apostólica, se hacen cada vez más claras y frecuentes. >Ireneo habla de los que «fueron constituidos obispos por los apóstoles y sus sucesores hasta nosotros», y de una «sucesión desde los apóstoles». Puede enumerar retrospectivamente los obispos de varias diócesis desde la actualidad hasta los apóstoles. Tertuliano (+ 225 ca.) en su época premontanista argüía contra los herejes en favor de una sucesión tanto en la doctrina apostólica como en el oficio episcopal. Hegesipo (ca. 180), aunque no hiciera ninguna lista de obispos, tenía empeño en visitar las Iglesias apostólicas con el fin de confirmar su doctrina. Parece vincular el episcopado con la enseñanza. La argumentación de Ireneo y Tertuliano es triple: los apóstoles confiaron su enseñanza a determinadas Iglesias y a aquellos a los que instituyeron en el oficio pastoral; la doctrina apostólica es fielmente conservada y transmitida en las Iglesias de origen apostólico a través de la sucesión episcopal; a lo largo y ancho del mundo, y partiendo de una misma fuente apostólica, es transmitida una misma doctrina. «En sus escritos el concepto de sucesión apostólica era la sucesión regular de los maestros de la fe en la dirección pastoral de las Iglesias.

Aproximadamente por la misma época, el pseudo-Hipólito de Roma (>Tradición apostólica) describe el rito de ordenación de un obispo, el cual, dado su conservador modo de pensar, probablemente represente la práctica seguida a finales del siglo II. Hay factores eclesiológicos, cristológicos y pneumatológicos importantes en la ordenación: el obispo es elegido por la comunidad local; se considera que participa del mandato dado por Cristo a los apóstoles; la epiclésis es una oración en la que se piden al espíritu los dones del poder y la autoridad, el don de dirección y del alto sacerdocio.

De este modo, aproximadamente un siglo después de la muerte de los apóstoles al frente de cada Iglesia hay un obispo. Además estos obispos, en su función de dirección pastoral, son considerados como los sucesores legítimos de los apóstoles. No podemos decir que este desarrollo sea indicado como la única posibilidad que teóricamente podía surgir de la descripción que se hace de las Iglesias en el Nuevo Testamento. Pero esto no significa que dicho desarrollo sea reversible. Todo lo contrario: esta evolución se produjo bajo la guía del Espíritu sin ninguna oposición aparente y con la promesa por parte del Señor de que la Iglesia sería indefectible. La estructura que emergió del episcopado monárquico, con sacerdotes y diáconos, pertenece a la misma esencia de la Iglesia.

Tal es el argumento del >ius divinum, que el Vaticano II trata con gran cautela al preferir formularlo con la expresión «institución divina» (divinitus institutum) en un texto que retorna y precisa el concilio de Trento (DENZINGER-HÜNERMANN, 1776). En efecto, el Vaticano II sugiere una cierta distinción entre el «ministerio eclesiástico instituido por Dios» y su ejercicio «desde antiguo» a partir del triple ministerio del episcopado —también de «institución divina», según LG 20, presbiterado y diaconado, al afirmar así: «El ministerio eclesiástico (Trento usa "la jerarquía") instituido por Dios (igual en Trento), está ejercido en diversos órdenes (Trento: "que consta"), que ya desde antiguo recibían los nombres de obispos, presbíteros y diáconos (Trento: en vez de estos últimos cita a los "ministros")» (LG 28).

El Vaticano II, además, al enseñar que «los obispos han sucedido, por institución divina (ex divina institutione), a los apóstoles como pastores de la Iglesia» (LG 20; cf 18; CD 2), quiere subrayar que el episcopado no es un elemento de derecho puramente humano o eclesiástico, susceptible de variación. Indica también cierta forma de sucesión apostólica de tipo sacramental y jurídico, ya que los obispos, según la expresión tradicional, han ocupado el lugar (in locum successisse) de los apóstoles; aunque no se nos dice cómo se ha producido esta sucesión. La tradición primitiva habla también de sucesión desde y en los apóstoles.

Un esfuerzo de más precisión en la forma de sucesión es el que presentó en 1973 la Comisión Teológica Internacional con una síntesis que continúa teniendo validez. En efecto, la CTI, después de constatar que «la escasez de los documentos no permite precisar en la medida que se desearía las transiciones que tuvieron lugar», presenta este panorama: «El fin del siglo I es testigo de una situación en que los Apóstoles, sus colaboradores y finalmente sus sucesores animan colegios locales de "presbyteroi" y de "episkopoi". Al comienzo del siglo II aparece vigorosamente en las cartas de san >Ignacio la imagen del obispo único a la cabeza de las comunidades; san Ignacio afirma que esta institución se encuentra establecida "hasta los confines de la tierra" (Eph 3,2). En el curso del siglo II esta institución es reconocida, en la carta de Clemente, como la portadora de la sucesión apostólica. La ordenación, con imposición de manos, atestiguada por las epístolas pastorales, aparece dentro del proceso de clarificación como un paso importante para la salvaguarda de la tradición apostólica y para la garantía de la sucesión en el ministerio. Los documentos del siglo III (>Tradición apostólica de Hipólito) muestran que dicha ordenación con imposición de manos se encontraba en pacífica posesión y que era considerada como una institución necesarla.

Clemente e Ireneo desarrollan una doctrina del gobierno pastoral y de la Palabra que hace proceder de la unidad de la Palabra, de la misión y del ministerio, la idea de la sucesión apostólica, que ha llegado a ser la base permanente de la manera corno la Iglesia católica se comprende a sí misma».

Hay una gran diversidad en la manera de entender el significado de la sucesión apostólica. Todas las Iglesias aceptan que la apostolicidad implica una sucesión en la fe de los apóstoles y una participación en la misión universal encomendada a los apóstoles. Muchas Iglesias protestantes se contentaron en el pasado con el aforismo de Lutero: «La verdadera sucesión apostólica es el evangelio. Todo el que predica el evangelio está dentro de la sucesión apostólica». La aceptabilidad de este axioma depende en gran parte de cómo se entienda la palabra «evangelio» y de los presupuestos eclesiológicos que se esconden detrás del uso de esta palabra. La Comunión Anglicana, la Iglesia ortodoxa y las demás Iglesias orientales, los viejos católicos y los católicos romanos insisten además en la sucesión ininterrumpida en el ministerio por medio de la ordenación episcopal. La apologética clásica católica hablaba de sucesión «legítima» o «formal», con el fin de excluir a los anglicanos y a los ortodoxos. La concepción ortodoxa varía en el énfasis que pone en la fe y la vida apostólicas, en la sucesión episcopal, en la sucesión en las comunidades de fe y en la función escatológica de los apóstoles. Se pone generalmente un fuerte acento en el «ahora» de la apostolicidad, especialmente en la liturgia eucarística.

La visión de K. >Badil es importante a causa de su influencia. Barth rechaza toda concepción de la apostolicidad apoyada en bases históricas o jurídicas, y se opone fuertemente a la fundamentación de la sucesión apostólica en la ordenación, ya que esto sería pretender forzar al Espíritu Santo a que se someta a las demandas de los hombres, transmitiéndose el Espíritu Santo de persona a persona. Para él, sólo hay sucesión apostólica legítima cuando hay seguimiento de los apóstoles en el discipulado, la escucha, el respeto y la obediencia, siempre conforme a la Escritura.

En el Vaticano II encontramos además la idea de que la >Iglesia local es también apostólica por el poder de Cristo (LG 26). La apostolicidad no es meramente cronológica, sino también efectiva en cada época. Es «la continua fidelidad a la obra y el mensaje amorosos y salvadores de Cristo, al ministerio y el servicio inspirados en la visión y la enseñanza evangélicas de los apóstoles originarios» Para tener una noción completa de la sucesión apostólica tenemos que tener en cuenta a la Iglesia entera en su dependencia actual de Cristo a través de aquellos a los que él ha enviado, y a la jerarquía, que sucede de manera particular a los apóstoles en la misión de santificación, predicación y pastoreo.

Hay que destacar, por otro lado, la convergencia ecuménica. En el Vaticano II hubo cierta aceptación de la apostolicidad de las Iglesias ortodoxas: las auténticas tradiciones teológicas de los orientales «se nutren de la tradición viva de los apóstoles» (UR 17); tienen verdaderos sacramentos «a través de la sucesión apostólica» (UR 15); la tradición transmitida desde los apóstoles (tradita ab apostolis hereditas) fue recibida de distinto modo en Oriente y en Occidente (UR 14). En los distintos diálogos ecuménicos se detecta además una convergencia cada vez mayor en las nociones centrales relacionadas con la apostolicidad, así como cierta voluntad por parte de algunas Iglesias de reconocer la apostolicidad de las otras. En las Iglesias de carácter más «protestante», el criterio de la sucesión apostólica se restringía principalmente a la sucesión en la doctrina apostólica. Las Iglesias de orientación más «católica» insistían, por otro lado, exclusivamente en la sucesión de los ministros legítimos por medio de la ordenación episcopal. Los católicos romanos, además, consideraban la comunión con la sede de Pedro como esencial para la plena sucesión apostólica. Los diálogos recientes han ampliado el horizonte de la discusión y han puesto de manifiesto una nueva disposición a ponerse de acuerdo en ciertos puntos esenciales en relación con el significado de la sucesión apostólica. F. A. Sullivan resume la situación en la década de 1980 afirmando que «se ha observado un reconocimiento cada vez mayor, por parte de los católicos, del carácter apostólico de la fe, la vida y el ministerio de las Iglesias protestantes, y, por parte de los protestantes, una valoración cada vez mayor de la importancia de la ordenación episcopal como signo de la apostolicidad del ministerio». La Comisión conjunta católico-luterana señalaba acertadamente que el próximo paso, crucial, habría de ser el reconocimiento mutuo de los ministerios, atreviéndose incluso a hacer sugerencias concretas.

En el fondo de la sucesión apostólica late la cuestión de cómo podemos en la actualidad, a través del espacio y el tiempo, unirnos al acontecimiento único de Cristo. La sucesión apostólica muestra que el acontecimiento de Cristo es mediado en la comunidad eclesial por los ministros que están en continuidad doctrinal y sacramental con los apóstoles. El ministerio apostólico es inseparable de la doctrina apostólica y, al mismo tiempo, es garantía de esta.