SENSUS FIDEI/SENSUS FIDELIUM
DicEc
 

«Fe» puede tener básicamente dos significados: el contenido objetivo de lo que se cree (fides quae) y la virtud o acto por los que el fiel cree (fides qua). Durante los once primeros siglos por fe de la Iglesia se entendía generalmente el contenido objetivo de la misma; las herejías hacían que los concilios y los >padres de la Iglesia insistieran en la ortodoxia, en la recta fe. En el período escolástico, en conexión con el bautismo de niños, «fe de la Iglesia» pasó a significar también el acto de la comunidad creyente, que en el sistema sacramental era comunicable a los individuos: la fe de la Iglesia suplía la falta de fe en el niño que era bautizado o en el ministro hereje del sacramento.

En la teología contemporánea hay tres temas que pueden confundirse y que a veces se consideran casi equivalentes; habría sin embargo que distinguirlos cuidadosamente. El sentido de la fe (el sensus fidei de LG 12) se refiere a un instinto sobrenatural de la verdad en materias de fe; correspondería a la fides qua antes mencionada. El sentido de los fieles (sensus fidelium) es la creencia de la fe; correspondería a la fides quae, a lo que se cree. Por último, el consenso de los fieles (consensus fidelium) se refiere a una fe compartida por todos los fieles. Si se hace un breve repaso histórico, puede verse cómo estas tres nociones, aunque distintas, están relacionadas entre sí. La bibliografía al respecto es muy numerosa.

En las Escrituras encontramos indicaciones de que el Espíritu concede a la comunidad una especial sensibilidad con respecto a la verdad (cf ICor 2,6-16; Jn 14,2-6; 16,12-15; 1Jn 2,20-21.27). Será Dios quien los instruya (cf Jn 6,45). La enseñanza (>Maestros) es un oficio o carisma personal y una actividad de la comunidad. En el período patrístico encontramos testimonios de la importancia que tiene la captación de la fe por parte de todos los fieles. No hay más que recordar el ejemplo que pone un teórico del sensus fidelium como J. H. >Newman: «Veo pues en la historia arriana un ejemplo palmario de un estado de la Iglesia durante el cual, con el fin de conocer la tradición de los apóstoles, es menester recurrir a los fieles... Su voz es entonces la voz de la tradición». La insistencia de los reformadores del siglo XVI en la lectura personal de las Escrituras, en la asistencia del Espíritu a los creyentes que las leen y el rechazo general de los ministerios, llevó al concilio de Trento a mostrarse desconfiado del sensus fidelium, prefiriendo otros términos. En el siglo XIX tiene poco relieve.

Las definiciones marianas de la Inmaculada Concepción (1854) y de la Asunción (1950) son dos ejemplos críticos del sensus fidelium. En ambos casos los papas, Pío IX y Pío XII, consultaron a los obispos. Y preguntaron a los obispos no sólo por su parecer como maestros oficiales de la Iglesia, sino también por la fe de los fieles. Se vio en estas doctrinas el consensus fidelium. Las mismas definiciones parten de la fe universal de la Iglesia, antes de aportar indicaciones de la Escritura y la tradición. El tema del sensus fidelium quedó eclipsado por las definiciones del Vaticano I sobre el primado y la infalibilidad. Hasta la década de 1950 no volvería a estudiarse de nuevo en profundidad la cuestión.

En la constitución sobre la Iglesia se hace una afirmación importante en el parágrafo que trata de la participación de los fieles en la función profética de Cristo; se trata de una descripción del sensus fidei: «La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf 1 Jn 2,20.27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando, "desde los obispos hasta los últimos fieles laicos" (AGUSTÍN, De praed. sanct., 14,27), presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres. Con este sentido de la fe, que el Espíritu de verdad suscita y mantiene, el pueblo de Dios se adhiere indefectiblemente a la fe confiada de una vez para siempre a los santos (Jds 3), penetra más profundamente en ella con juicio certero y le da más plena aplicación en la vida, guiado en todo por el sagrado magisterio, sometiéndose al cual no acepta ya una palabra de hombres, sino la verdadera palabra de Dios (cf I Tes 2,13)» (LG 12; cf 35 en el contexto del oficio profético de los laicos). Los verbos que se usan son importantes: el sentido de la fe es suscitado y mantenido (excitatur y sustentatur) por el Espíritu; es guiado en todo por el sagrado magisterio (sub ductu sacri magisterii); el pueblo acepta (accipit) la palabra de Dios y se adhiere a ella (adhaeret), penetra en ella (penetrar) y la aplica (applicat) a la vida. Se asigna un papel claro al  magisterio, pero en este pasaje se considera que todos los miembros de la Iglesia pueden enseñar y todos deben aprender; en el capítulo 2, titulado El pueblo de Dios (no Los laicos), no hay lugar para una división dentro de la Iglesia entre una jerarquía encargada de enseñar y unos laicos cuya misión consiste sólo en escuchar, aunque más adelante se habla detenidamente del ministerio doctrinal particular de la jerarquía (LG 25). Como testimonia la tradición primitiva, todos a su modo pueden enseñar y aprender. Al recibir esta enseñanza conciliar, el Código de Derecho canónico (Can. 750) la ha atenuado hasta el punto de distorsionarla.

Un ingrediente nuevo de finales del siglo XIX y el siglo XX es el papel asumido por el >magisterio romano. En épocas anteriores las declaraciones conciliares y papales venían, por lo común después de una crisis, al final de un proceso. Ahora, en cambio, el magisterio brinda espontáneamente su enseñanza. Un problema agudo que se plantea es cómo lo recibe la Iglesia (>Recepción) y hasta qué punto está abierto a examen y crítica.

El sentido de la fe (el sensus fidei de LG 12) es evidentemente crucial en el >desarrollo doctrinal, que revela al final el sentido de la fe o consenso en torno a una determinada verdad. Pero sigue siendo una cuestión difícil el determinar los criterios para establecer este sensus fidelium. No puede ser cuestión de mayoría en una votación ni de una apelación vaga a la opinión pública. Algunos criterios son: la conciencia de que todos están guiados por el Espíritu; los elementos prácticos e intelectuales implicados; la actividad de los laicos y del magisterio en la búsqueda de la verdad; la necesidad de un diálogo y una crítica abiertos, así como de una comunicación adecuada; la necesidad de un discernimiento que tenga lugar dentro de un espíritu de >koinónia; el examen de las posturas de los que se consideran equivocados con el fin de detectar los posibles valores encerrados en sus falsas posiciones.

Aunque la Iglesia católica ha desarrollado cada vez más en los últimos siglos instancias institucionales y centralizadas para la defensa de la ortodoxia, pueden aprenderse algunas lecciones de las otras Iglesias. Estas muestran que se puede confiar en la Escritura, la liturgia, las fórmulas de fe, los diálogos y las asambleas para que los fieles permanezcan en la verdad. Por último, hace falta paciencia, porque la fe, como todo lo que está vivo, crece, pero pasa también por momentos de aparente declive. La esperanza y el valor hacen falta especialmente cuando parece que multitud de dificultades bloquean la recepción de la verdad o dificultan la obtención de la misma, de modo que da la impresión de que la Iglesia carece durante algún tiempo de respuesta definitiva a ciertos problemas urgentes, o sus respuestas parecen parciales. El peligro en tales circunstancias es pensar que sólo los profesionales (el magisterio y los teólogos) están en condiciones de encontrar y ofrecer la respuesta; el Espíritu puede estar guiando a otros miembros del pueblo de Dios hacia nuevas concepciones y visiones más profundas que enriquezcan luego a la Iglesia en su conjunto. En todos ha de haber el deseo de pensar y sentir con la Iglesia (sentire cum Ecclesia) en el sentido ignaciano de un marco mental habitual (sentido) de lealtad y amor (>Ignacio de Loyola; > Amor a la Iglesia).