PREDICACIÓN
DicEc
 

Desde el Vaticano II se ha publicado muchísimo acerca de la predicación. Pero el interés por la predicación no es nuevo en la Iglesia. El ministerio del mismo Jesús y la misión encargada por él a los apóstoles consistían en predicar y curar (Mc 1,15; Mt 10,7-8; 28,19; Mc 16,15-18). En el Nuevo Testamento hay mucho acerca de las distintas formas de enseñanza (>Maestros). Con tal de no hacer la distinción demasiado rigurosa se puede hablar de dos formas principales de discurso: la proclamación (kerygma) y la instrucción (didaskalia). La primera está encaminada al anuncio de la buena noticia de Jesús e invita a la fe y la conversión; la segunda consiste en información acerca del mensaje, con el fin de incrementar el conocimiento y la comprensión del misterio. La proclamación era el objetivo principal, aunque no exclusivo, del >catecumenado, que conducía al bautismo; la catequesis era la mistagogia que seguía a la recepción del sacramento. Esta distinción general se transmite a la época patrística. Pero hay otras formas, también basadas en el Nuevo Testamento, que no pueden ignorarse, por ejemplo, la exhortación y la censura.

Ya en la >Didaché, >Justino y la >Tradición apostólica, encontramos testimonios de predicación o instrucción regular, incluidas las asambleas litúrgicas. En la Iglesia primitiva, como en las sinagogas judías (Lc 4,16-21), la predicación iba unida a la lectura de las Escrituras. De hecho, la forma más común en la que la enseñanza de los >padres de la Iglesia ha llegado hasta nosotros ha sido en comentarios a la Escritura u homilías a partir de la Biblia. Esta predicación operaba de varios modos. Algunos predicadores, como Orígenes, tenían cuidadosamente en cuenta a su auditorio. Hacían también un uso diferente de la Escritura. Aunque buscaban lo que nosotros llamaríamos el sentido literal, es decir, el sentido querido por el autor sagrado, estaban en general mucho más interesados por el sentido espiritual, que venía dado por el Espíritu Santo. A lo largo del período patrístico encontramos un amplio uso de la alegoría y de todas las técnicas de la retórica al servicio de la Palabra. Durante el primer milenio, la predicación fue el principal modo que tenían los obispos de desempeñar su oficio pastoral.

En la Edad media fueron sobre todo los frailes los principales transmisores de la Palabra. Por lo general mejor educados que el clero parroquial, y con frecuencia más estrictos en su observancia cristiana, causaban profunda impresión, aunque suscitaron la hostilidad de los obispos a causa de su >exención papal y provocaron resentimiento en el clero parroquial, que los vio como rivales. Aunque a veces colaboraban con los párrocos, los frailes no siempre se mostraban sensibles en terrenos que el clero secular consideraba propios. En general, los papas y los concilios apoyaron a los frailes en razón de los frutos que mostraban estos por medio de su predicación y su ministerio.

Los concilios medievales insistieron en la predicación como contrapartida a los abusos, la ignorancia y la decadencia; el hecho de que la predicación aparezca con tanta frecuencia en los sínodos locales y en los concilios es indicio de que no era tan eficaz como debía. Algunos concilios generales hacen fuertes recomendaciones: >Letrán IV (1215), >Vienne (1311-1312), >Constanza (1414-1418) contra Wycliffe y Hus, y >Letrán V. El concilio de >Trento promulgó en una de sus primeras sesiones un elaborado decreto sobre la predicación, y más tarde habló de las obligaciones de los obispos a este respecto; se pronunció específicamente sobre la predicación dentro de la misal.

El principal centro de interés de la predicación señalado por los decretos de estos concilios se situó generalmente en la instrucción y la moral. Se condenó en algunos casos la predicación de ideas impropias y no merecedoras de ello, y la insistencia excesiva en los milagros en detrimento de las enseñanzas de la Iglesia. La predicación se consideró un elemento importante de cara a la reforma de la Iglesia. El contenido de la misma se describía de diversos modos, muy a menudo como palabra de Dios. Pero uno tiene la impresión de que los sermones medievales no brotan de la Palabra en el mismo grado en que lo hacía la predicación patrística. El concilio V de Letrán y el de Trento insisten en la elevación del comportamiento moral y en la ejemplaridad de la vida de los predicadores.

Después de Trento hubo una mejora en la predicación, con las antiguas órdenes y con las nuevas, como los jesuitas, que se destacaron en la satisfacción de esta necesidad. El Catecismo del concilio de Trento (>Catecismos y >Trento) tenía por finalidad ayudar a los párrocos en la predicación. Los jesuitas siguieron insistiendo en la predicación al tiempo que desarrollaban su apostolado en la educación, y otras órdenes nuevas, como los redentoristas, los pasionistas y la Congregación de la Misión (vicencianos), dedicaron también grandes esfuerzos a la predicación tanto en zonas rurales como urbanas. Desarrollaron con el tiempo las misiones parroquiales, consistentes en una semana o más de intensa predicación y renovación. El estilo tendía a ser evangelizador, con una poderosa llamada al arrepentimiento y la conversión.

En las décadas que precedieron al Vaticano II era frecuente la predicación en la misa, pero no era así en todas partes. Las devociones, las novenas, las romerías y otros ejercicios piadosos eran a menudo ocasión para la predicación.

El Vaticano II pone mucho énfasis en la predicación: expone una teología de la Palabra; establece normas acerca de la predicación. Propone el ejemplo de Cristo y de los apóstoles, que predicaron la Palabra (LG 5, 19; DV 7, 9-10, 17; AG 1, 8; UR 2; CD 2). Según la enseñanza del concilio, la Iglesia tiene obligación de predicar el evangelio (DH 13; GS 43). Es una obligación primordial de los obispos y de los sacerdotes (LG 24-25; CD 2; PO 2, 4-5). Es dentro del contexto de la eucaristía, «fuente y cumbre de la vida cristiana» (LG 11), donde la predicación adquiere su significado más profundo. La proclamación conduce a la fe, la fe a los sacramentos, y los sacramentos a la caridad activa (SC 9; PO 2; AG 13-14).

Un elemento muy significativo de la doctrina conciliar es la importancia de la homilía, que forma parte de la celebración litúrgica (SC 35 § 2, 52), punto este reiterado en el nuevo Misal romano y convertido en obligación por el nuevo Código de Derecho canónico (CIC 767; cf 528, 836). El Misal y el Código no son muy explícitos acerca de la naturaleza de la homilía: «Se recomienda fuertemente la homilía como parte integrante de la liturgia y como elemento necesario para el alimento de la vida cristiana. Debe desarrollarse en ella algún punto de las lecturas o de algún otro texto del ordinario o de la misa del día. El que pronuncia la homilía ha de tener presente el misterio que se celebra y las necesidades de la comunidad concreta».

El propósito de la homilía está indicado en el concilio: es «una proclamación de las maravillas obradas por Dios en la historia de la salvación o misterio de Cristo, que está siempre presente y obra en nosotros particularmente en la celebración de la liturgia» (SC 34 § 2). Aunque se insiste sobre todo en la eucaristía, también se aconsejan las homilías en otras ocasiones litúrgicas.

Después del Vaticano II apareció una cantidad inmensa de literatura sobre la naturaleza de la homilía, sobre cómo predicarla, y empezaron a aparecer libros de homilías. Los liturgistas y los homiletas suelen coincidir en que la homilía debe brotar de la palabra de Dios a la luz de la experiencia viva de la asamblea. No ven con buenos ojos las homilías estructuradas según una serie catequética sistemática2. Afirman que la necesidad que tienen los fieles de instrucción en la fe ha de satisfacerse de otro modo, aunque no está del todo claro cuál es ese otro modo de alcanzar el objetivo. La amplia variedad del Leccionario —un ciclo bienal de lecturas semanales y un ciclo trienal de lecturas dominicales— asegura la posibilidad de cubrir de hecho una gran cantidad de temas, pero cabe la posibilidad de que una determinada asamblea nunca oiga una homilía referente a determinados elementos importantes de la fe, por ejemplo, los sacramentos de la confirmación o la reconciliación, las implicaciones de los mandamientos, el ecumenismo o la justicia social. Son lagunas que pueden producirse a pesar de la recomendación del Código de Derecho canónico: «Expóngase en ella (en la homilía), comentando el texto sagrado, los misterios de la fe y las normas de vida cristiana a lo largo del año litúrgico» (CIC 767 § 1).

Mientras que el Misal expresa la preferencia de que la homilía la pronuncie el celebrante, el derecho canónico no hace especificaciones en esta materia. El derecho establece que la homilía, siendo como es parte de la liturgia misma, está reservada al sacerdote o diácono. Esto plantea la cuestión de la predicación de los laicos, sobre lo cual se ha escrito mucho. En muchas circunstancias, según las directrices de algunas conferencias episcopales, no hay gran problema: retiros, ocasiones especiales, encuentros, etc. El punto decisivo es la homilía. En cualquier caso, en las misas con niños, si al sacerdote le resulta difícil adaptarse a la mentalidad de los niños, un adulto laico puede hablarles después del evangelio. No obstante, en el Directorio sobre las misas con niños se evita la palabra «homilía».

La cuestión canónica subyacente no es fácil. Se centra en el significado de la palabra «homilía», y existe el peligro de manipular las palabras. ¿Se entiende por «homilía» la explicación de la Escritura que hacen después del evangelio el sacerdote o el diácono? Si es así, la homilía es algo específico de los clérigos, y no puede correr a cargo de seglares. ¿Puede haber algún otro tipo de predicación después de la lectura del evangelio en la misa que no sea homilía? Donde, por escasez de sacerdotes, se hacen celebraciones litúrgicas distintas de la misa, a los laicos se les permite predicar después de la lectura del evangelio. Podrían respetarse al mismo tiempo la posición esencialmente negativa del derecho y las necesidades de determinadas situaciones en las que se ha concedido autorización alegando que, en casos excepcionales, la homilía puede ser sustituida por la predicación de un laico. Esta interpretación se aplica sólo a la eucaristía; en el caso de otras situaciones litúrgicas no es preciso ser tan estrictos.

El Código de Derecho canónico incluye otros cánones importantes sobre el papel de la predicación y los predicadores en la Iglesia (CIC 762-772); la predicación es sólo una de las formas del ministerio de la Palabra (CIC 756-761).

La relación entre la hermenéutica y la predicación es una cuestión grave. La homilía no debería contradecir el significado literal del texto, es decir, el sentido inspirado. Tampoco puede este restringirse a los hallazgos de los exegetas histórico-críticos. Puede decirse que el redescubrimiento de la Lectio divina medieval tendría mucho que ofrecer al predicador. Procede esta en cuatro pasos: Lectio (lectura: qué dice el texto), meditatio (reflexión: qué me dice el texto), oratio (respuesta: oración partiendo de lo que se ha leído) y contemplatio (contemplación: dejándose llevar por la Palabra).

Otro problema es el que plantea la relación entre la teología y el ambón. Hay una vinculación estrecha: el teólogo reflexiona sobre la fe de la Iglesia, la fe que es predicada; el predicador ha de estar teológicamente informado, presentando la fe en un modo que haga justicia tanto al tema como a las circunstancias de los oyentes. K. Rahner hace útiles observaciones tratando de explicar la diferencia. No se trata de que haya que proteger a los fieles de la teología, ni de que el púlpito sea sólo para los de fe simple y sin cultivar. La verdadera razón para excluir la teología de los sermones es que el púlpito es el lugar en que el pueblo se encuentra con la palabra de Dios como guía y dadora de vida, tocando la conciencia de los fieles y cambiando sus vidas. Se trata pues de la verdad de Dios, no de los problemas humanos con esta verdad. Por consiguiente, las materias disputadas, las sutilezas teológicas, las opiniones teológicas particulares, no puede imponerlas el predicador. El proverbio francés puede servir de guía: «La teología debe estar en el predicador, no en la homilía».

Se insiste algo, aunque quizá no bastante, en la oración que ha de acompañar a la predicación. La necesidad de la oración brota de la naturaleza misma de la predicación, que requiere >carisma. Si el Espíritu Santo no hubiera tocado a Pedro y a sus oyentes en Pentecostés, no habría habido varios miles de bautizados (He 2,14-41). En la actualidad, una teología de la predicación tiene que tener en cuenta el carisma, el que santo Tomás llamaba «el carisma de la palabra». Este supone un triple momento: el predicador instruye la inteligencia por medio de la enseñanza, el oyente es movido a complacencia con lo que se dice y se siente, finalmente, es movido a dar una respuesta (flectat). La predicación puede incluirse también dentro del carisma de la profecía: el profeta transmite la Palabra que ha recibido.

Dios puede tocar al predicador con su verdad, con la comprensión de los misterios. Pero, puesto que se trata de un carisma pasajero, nadie puede determinar la recepción de un don profético, aunque sí puede uno prepararse por medio de la oración. La idea de santo Tomás de Aquino, común a otros autores medievales, de que Dios es la causa principal en la predicación y el predicador es sólo un instrumento, sigue siendo válida. Si el Espíritu Santo no está concelebrando con el predicador y la asamblea, nada valioso podrá obtenerse. En la predicación, es la Palabra de Dios la que se recibe, no una palabra humana. Los predicadores, en cuanto instrumentos, transmitirán su humanidad en sus palabras, su tono, su formación, etc. Pero han de procurar no poner estorbos al encuentro con Dios, que habla a través de ellos. Los predicadores han de hacer la experiencia de la recepción de la Palabra en su vida para poder ser verdaderos ministros y servidores de esta misma Palabra delante de los demás.

A finales del siglo XX a la Iglesia le falta todavía lo que se ha llamado «una cultura bíblica». La gente no tiene todavía la suficiente familiaridad con las Escrituras como para establecer la necesaria conexión entre su vida, la historia de la salvación y la palabra de Dios. A pesar de sus admirables logros, el renacer de la predicación está todavía en sus primeros pasos.