POBRE
DicEc
 

Dentro de la eclesiología hay dos cuestiones interrelacionadas con el epígrafe «pobre»: la pobreza que la Iglesia debe practicar y la actitud de la Iglesia ante los pobres. Ambas son cruciales por diversas razones: muestran ámbitos de reforma de la Iglesia; proporcionan un esquema dentro del cual pueden desarrollarse las >teologías de la liberación viables; transforman la cuestión de la pobreza evangélica, de un asunto meramente personal a un asunto de estructuras y de creación de instituciones en la Iglesia; indican uno de los « >signos de los tiempos» (GS 4) y, por consiguiente, una fuente de reflexión teológica (>Fuentes de la teología).

Dada la importancia del tema, es particularmente importante establecer cuidadosamente sus fundamentos bíblicos. Sin embargo, en la bibliografía posconciliar no hay unanimidad acerca del significado o, más gravemente, las implicaciones del mensaje bíblico. Las razones no son difíciles de hallar: dada la urgencia y el carácter verdaderamente desafiante de la llamada a la pobreza, es natural que haya una actitud maximalista y otra minimalista ante los textos clave, así como interpretaciones parciales de una enseñanza bíblica muy difícil y matizada. Es necesario tener debidamente en cuenta la situación socioeconómica del Mediterráneo oriental en la época del Nuevo Testamento, en la cual por «rico» se entiende el que tiene una actitud de avaricia más que el que posee muchos bienes. Dado que la tierra y los bienes eran limitados, podía suponerse que la riqueza era adquirida o heredada a expensas de otros. En este sentido, «pobre» significa socialmente impotente.

Tras las actitudes del Nuevo Testamento está el papel de los anáwím en el Antiguo Testamento. La espiritualidad de la pobreza se remonta a Sofonías (3,12-13), en el siglo VII, y a las figuras de Job y del Siervo de Yavé (Is 42,1-9; 49,1-6; 50,4-11; 52,13—53,12). Los pobres no son tanto una clase social cuanto una categoría de personas que ponen toda su confianza en el Señor. La pobreza es una condición ideal en la que la humildad y la fe pueden transformarse en mística, por lo que en el Nuevo Testamento el Reino es proclamado eficazmente a los que están dispuestos a escuchar, sobre todo los humildes, los pobres del Señor. La actitud de Jesús no sólo refleja la predilección de Dios por los pobres, sino también su preocupación por la salvación de los ricos, cuya abundancia de bienes hace su salvación ambivalentes. Sin embargo, la tradición del Nuevo Testamento no presenta a Jesús como un reformador social: este no condena las riquezas en cuanto tales, sino que advierte del peligro que encierran. Tuvo además amigos y discípulos acomodados: mujeres que cubrían sus necesidades y las de sus apóstoles (Lc 8,1-3); María, que derramó a los pies de Jesús un ungüento con un valor equivalente al salario de un año (Jn 12,3-5); Nicodemo, que llevó cien libras de una mezcla de mirra y áloe para ungir el cadáver de Jesús (Jn 19,39); José, propietario de una tumba nueva (Mt 27,60). Jesús trató y compartió la mesa con hombres ricos (recaudadores de impuestos y otros «pecadores», cf Mt 9,22 par). No obstante, se presenta la suya como una vida austera, no teniendo lugar donde reclinar su cabeza (Mt 8,20) y reclamando renuncias a sus discípulos (Lc 14,33). Lucas muestra especial interés por los pobres y los débiles, y en varios lugares da indicios de la posición de Jesús: en el trasfondo de Jesús están ciertas figuras pertenecientes a los anáwín (Zacarías, Isabel, los pastores, Simeón y Ana: Lc 1-2); Jesús alaba la generosidad de la viuda (21,1-4); advierte de la imposibilidad de dividir el corazón entre Dios y las riquezas, aconsejando el uso de las riquezas de modo que contribuyan a la propia salvación (Le 16,9.11.13; 12,16-21); bendice incondicionalmente a los pobres y lamenta la suerte de los ricos y autosatisfechos (Le 6,20-26); en el caso de Zaqueo es importante notar que Jesús libera a los pobres de Jericó convirtiendo al recaudador de impuestos (cf Lc 19,1-10). En la tradición sinóptica los pobres, los pequeños y los discípulos constituyen el triángulo de los que creen en Jesús. Esta complejidad de la imagen de Jesús y de su ministerio brota de la enigmática proclamación del >reino de Dios. El Reino es una transformación de los valores humanos; es al mismo tiempo una buena noticia, especialmente para los pobres. Si nos preguntamos quiénes son los pobres en los evangelios, hay que decir que son los desposeídos y los marginados (como los samaritanos o los ricos recaudadores de impuestos); los pobres en los evangelios, como en la actualidad, los que «no tienen» y los que «no son». Hay que procurar no reducir la enseñanza bíblica a los textos favoritos de la teología de la liberación: el éxodo, en el que Dios oye el grito de los pobres (Ex 3,7; cc. 14-15), las denuncias proféticas de la injusticia y la escena del juicio de Mt 25,31-46. Hay que evitar también una cristología y una soteriología reduccionistas, que consideren la muerte de Jesús exclusiva o principalmente consecuencia de su identificación con la situación de los pobres e impotentes. Hay en la doctrina y la práctica neotestamentarias sobre la pobreza una dimensión escatológica que es preciso integrar en la comprensión de los pobres y la pobreza.

En los Hechos y en Pablo se insiste en el hecho de que nadie debe pasar necesidad (He 4,34); hay que compartir con el pobre en la eucaristía (ICor 11,22); los corintios, la mayoría de los cuales carecen de riqueza y poder, son muy receptivos a la llamada de Dios (lCor 1,26); Pablo quiere expresar su solidaridad con la Iglesia de Jerusalén por medio de una colecta encaminada a aliviar las necesidades de sus pobres (1Cor 16,1-4; 2Cor 8; Rom 15,30-31). A la Iglesia primitiva se le proponen una doctrina nueva y una nueva jerarquía de valores (cf Gál 3,28; ICor 7,22; 12,13). Pablo pone como ejemplo su propia indiferencia ante las riquezas o la pobreza (Flp 4,9-12).

Cuando pasamos de los tiempos del Nuevo Testamento a la época patrística, la ambigüedad de la riqueza no disminuye. La predicación de la buena noticia a los pobres se ve más en los primeros siglos como un signo mesiánico que como una llamada a servir a los más pobres socialmente. Desde el principio los escritores patrísticos insisten én la limosna como un deber que atañe a todos. Sin embargo, a veces se ve más desde el punto de vista del donante, como beneficio espiritual para el que da, despersonalizando en cierto modo a los pobres de carne y hueso1. Un texto de >Hermas, por ejemplo, propone que el rico sostenga al pobre, y que el pobre sirva al rico por medio de sus oraciones: «Ambos desempeñan de este modo su función: el pobre intercede —esta es su riqueza—, y así le devuelve al Señor, que es quien le suministra; y el rico, igualmente, le da al pobre sin vacilar la riqueza que recibió del Señor. Esta es una obra grande y agradable a los ojos del Señor». No obstante, la labor de la Iglesia durante los siglos sucesivos hasta la Edad media es impresionante: se crearon infraestructuras de asistencia en torno a los obispados o parroquias; los monasterios fueron centros de verdadera atención a los pobres. Desde finales del siglo XI hasta mediados del XIV encontramos una doble actividad: movimientos espirituales, a menudo predominantemente laicos, en busca de una auténtica pobreza evangélica; una nueva conciencia de las exigencias del evangelio en relación con la atención a los pobres. Las que tuvieron más éxito y perduraron más fueron las órdenes mendicantes, especialmente los franciscanos. Después de la Reforma se fundaron cientos de congregaciones de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos para salir al paso de las múltiples necesidades de los pobres. Proporcionaban asistencia médica, social y educativa antes de que las administraciones del Estado se ocuparan de ello, y todavía hoy siguen haciéndolo en muchos países en los que hay necesidades de todo tipo. Además de esto, están los incontables casos de la ayuda prestada por los cristianos, unos a otros de manera espontánea y personal. Dos cosas conviene resaltar: El pobre, en primer lugar, no es simplemente el que está tan desposeído que se ve obligado a pedir, sino la persona que no puede salir adelante sin la ayuda de los demás. Y en segundo lugar, a lo largo de la impresionante historia de la dedicación de la Iglesia a los pobres, rara vez se ha reparado en las causas estructurales de la pobreza inherentes a cada una de las sociedades. Para que en la Iglesia se caiga en la cuenta de esto habrá que esperar a los últimos cien años de doctrina social, durante los cuales la conciencia en torno a la justicia social y las causas de la pobreza no han cesado de crecer.

El Vaticano II hizo afirmaciones importantes sobre la pobreza, inspiradas, entre otros, por el cardenal Lercaro. El texto más importante es LG 8. Trata en primer lugar de la pobreza de Cristo y luego de su actitud ante los pobres: «Como Cristo realizó la obra de la redención en pobreza y persecución, de igual modo la Iglesia está destinada a recorrer el mismo camino a fin de comunicar los frutos de la salvación a los hombres».

El concilio presenta luego la kenósis de Cristo (Flp 2,6-7; 2Cor 8,9) como el autovaciamiento y la pobreza radicales del mismo Cristo. El concilio concluye diciendo que tampoco la Iglesia «fue instituida para buscar la gloria terrena, sino para proclamar la humildad y la abnegación, también con su propio ejemplo». A continuación cita el texto dos pasajes ilustrativos de la misión de Cristo entre los pobres: Lc 4,18, el cumplimiento de la profecía mesiánica (Is 61,1-2; 58,6), y la salvación llevada a la casa de Zaqueo (Lc 19,10). Y declara: «Así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo». Es de notar que aquí se entiende la palabra «pobre» en sentido amplio, no limitada a los socialmente desposeídos.

Después del concilio el centro de atención se desplaza a Latinoamérica. Inspirándose en el concilio, la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM) hizo en su segundo encuentro de Medellín (1968) una importante declaración subrayando la solidaridad con los pobres. Este documento supone un giro con respecto al optimismo de la década de 1960, con su insistencia en el >desarrollo. En el período comprendido entre Medellín y la tercera conferencia del CELAM en Puebla (1979) se desarrollaron las >teologías de la liberación. Estas se inspiraron en la teología política de J. B. Metz, J. Moltmann y otros teólogos europeos, dialogando y, ocasionalmente, entrando en conflicto con ellos. Puebla ahondó y dio consistencia a las ideas de la década anterior, presentando el influyente documento La opción preferencial por los pobres y los jóvenes. La cuarta reunión del CELAM en Santo Domingo (1992) continuó algunos de los temas de Puebla.

Durante los años inmediatamente anteriores y posteriores a Puebla se escribió mucho sobre la misión de la Iglesia entre los pobres". [Particular relieve tuvo el sínodo sobre el Vaticano II de 1985, que en su relación final recogió la expresión «opción preferencial por los pobres» (D 6).]

La cuestión no afecta sólo a la caridad cristiana o a la estrategia pastoral, sino que atañe a la misma naturaleza de la Iglesia. ¿Podemos hablar de una Iglesia «kenótica» (de >kenósis, autovaciamiento)? El texto de LG 8 anteriormente citado apunta en esta dirección, aunque no hay que llegar al pesimismo eclesial de las fuentes luteranas. Hay que considerar de otro modo la cruz como central para la inteligibilidad de la Iglesia: la Iglesia es la Kreuzgemeinde, la comunidad de la cruz. De hecho «una auténtica teología de la cruz pondría en cuestión mucho de lo que se dice acerca del "éxito" de la Iglesia, el "buen gobierno" de las diócesis, el "florecimiento" de una congregación, la "buena organización" de una parroquia. Las comunidades cristianas, en sus diferentes formas de agrupación, deberían tener presente el principio de que "el poder se perfecciona en la debilidad" (cf 2Cor 12,9)». La Iglesia vive a la sombra de la cruz y de su poder, aunque en sus estructuras y en la vida de sus miembros puedan entreverse ya signos de la resurrección.

En su vivencia de la pobreza y en su dedicación a los pobres la Iglesia cuenta con el signo escatológico de la vida consagrada (LG 44; PC 13; >vida religiosa). La pobreza, libremente elegida, perfecciona, en lugar de destruir, la madurez cristiana y psicológica.

La Iglesia y los pobres, y la Iglesia y la pobreza, son claramente temas capitales de la eclesiología, también en Oriente. No hay sin embargo consenso acerca de si las de la pobreza (y la liberación) son teologías en el sentido propio de la palabra, afectando en consecuencia a numerosos aspectos de la dogmática y la moral, incluida la eclesiología. Algunos teólogos latinoamericanos hablan de la hermenéutica de los pobres: los pobres tienen un nuevo modo de interpretar las Escrituras; la Iglesia no sólo debe servir a los pobres, sino que tiene además que dejarse iluminar por ellos a propósito de las profundas riquezas de la revelación y la teología; aunque la Iglesia evangeliza a los pobres, en un sentido más hondo esta necesita ser evangelizada por ellos. Otra alternativa, no menos incitante, es que estamos viviendo en un período de desarrollo doctrinal en el terreno de la pobreza y de los pobres, tema este que en lo sucesivo habrá de ocupar un lugar especial en la eclesiología.