NICEA II (Concilio de)
(787)
DicEc
 

A partir del siglo IV el arte cristiano empezó a florecer en los lugares de culto, aunque nunca dejaran de manifestarse reservas. Poco a poco fueron apareciendo representaciones de lo sagrado. En el siglo VIII hubo abusos que provocaron reacciones. Se dejó sentir también la influencia del judaísmo y del islam, los cuales prohibían las imágenes sagradas.

El emperador León III (717-741) publicó el año 726 una exhortación invitando a la gente a deshacerse de las imágenes. El iconoclasmo (icon=imagen, klaein=romper), propiamente hablando, empezó cuando el emperador publicó un edicto contra todas las imágenes el 730. Tras él vino la persecución de los que veneraban las imágenes, que recibieron apoyo sin embargo del monje sirio san Juan Damasceno (ca. 675-ca. 749), quien desarrolló una teología de las imágenes. El hijo de León, el emperador Constantino V (741-775), convocó el 753 un concilio que se reunió en Hiereia al año siguiente. Los 338 padres se consideraron a sí mismos concilio ecuménico. Pero no hubo representación papal y el concilio no fue recibido más tarde como ecuménico. Su decreto sinodal Horos condenaba las imágenes, afirmando que la única imagen de Cristo era la eucaristía. Siguieron nuevas persecuciones, que se convirtieron en una campaña general contra los monjes que, con el pueblo sencillo, defendían el uso de las imágenes.

La emperatriz Irene, como regente de su hijo menor Constantino VI, aseguró el año 784 el nombramiento como patriarca de Constantinopla de un laico, Tarasio, que era favorable a las imágenes. El papa Adriano I (772-795) accedió a las pretensiones de Oriente de celebrar un concilio general, que se reunió en Constantinopla el año 786. La intervención de tropas iconoclastas hizo que el concilio tuviera que trasladarse a Nicea, donde continuó sus trabajos el año siguiente. En este concilio, el séptimo ecuménico, llegaron a reunirse 335 obispos.

El concilio se desarrolló lentamente y sin gran profundidad teológica. Refutó el Horos de Hiereia punto por punto. El decreto condenando el iconoclasmo fue aprobado en la séptima sesión, y en la última sesión se aprobaron veintidós cánones. Estos continuaban la tradición del concilio >Trullano y trataban de temas como el derecho (canon 1), la actividad de los obispos (cánones 2-4, 11, 12), la simonía (canon 4), el clero (cánones 10, 15, 16) y los monjes (cánones 18-22).

Este último concilio de la Iglesia indivisa fue el comienzo del fin del iconoclasmo, aunque habrían de pasar aún más de cincuenta años antes de que el iconoclasmo fuera finalmente derrotado en Oriente en el sínodo de Constantinopla, celebrado el 843. Una mala traducción de las actas del segundo concilio de Nicea condujo al rechazo del mismo en el Reino Franco hasta bien entrado el siglo siguiente.

Las cuestiones tratadas en Nicea II no eran marginales, sino que afectaban al corazón mismo de la ortodoxia cristológica. Es la verdad, definida en >Calcedonia, de la encarnación del Hijo en una única persona con dos naturalezas la que permite que la Palabra encarnada sea representada en imágenes y reciba culto por medio de ellas. La adoración corresponde sólo a Dios, pero las imágenes son veneradas con un honor que va dirigido a la persona representada y, en última instancia, a Dios.

Desde el segundo concilio de Nicea la cristiandad oriental ha tomado las imágenes, los iconos, muy en serio. Durante la última parte del siglo XX ha habido también un gran interés en los iconos por parte de los católicos. En la liturgia oriental la exposición de los iconos (iconostasio) se considera como una parte de la liturgia más que como una distracción, en fuerte contraste con el Misal romano, que advierte del peligro de que las imágenes desvíen la atención de la liturgia. En el iconostasio Cristo, María y Juan Bautista ocupan lugares destacados; en niveles superiores figuran también importantes santos y apóstoles, las doce fiestas (mayores) de la ortodoxia, los patriarcas, los profetas y los ángeles. Las normas para pintar los iconos se han transmitido a lo largo de las generaciones; sus formas y colores constituyen una compleja declaración teológica. Los iconos son más simbólicos que realistas en su expresión. Son sacramentales en cuanto que constituyen un lugar de encuentro entre el adorador y el santo; más importante que mirar la imagen es ser visto por el santo. La bibliografía sobre los iconos en este siglo ha sido inmensa, especialmente por parte de autores orientales, pero también desde una perspectiva ecuménica en la que es reconsiderada la tradicional reserva, por no decir antipatía, de los protestantes hacia las imágenes sagradas.