JERARQUÍA DE VERDADES
DicEc
 

La expresión «jerarquía de verdades» usada en el Vaticano II (UR 11) ha dado pie a bastante literatura acerca de su sentido y significación, especialmente en el ámbito del ecumenismo. La idea la propuso el arzobispo Pangrazio, quien pidió que se tuviera en cuenta en el contexto del ecumenismo «el orden jerárquico de las verdades reveladas». Al final se aprobó una fórmula propuesta por el cardenal Koenig. «Al comparar las doctrinas (in comparandis doctrinis), recuerden (los teólogos católicos) que existe un orden o "jerarquía" en las verdades (ordinem seu "hierarchiam" veritatum) de la doctrina católica, ya que es distinto el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana» (UR 11). Hay algunos aspectos del texto que reclaman comentario. El contexto inmediato es el diálogo ecuménico. La palabra «jerarquía» aparece entre comillas en el texto latino, lo que advierte que no se está usando exactamente en sentido propio; pretende ser en realidad una aclaración de la palabra «orden». La razón que se da del orden o jerarquía es «el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana».

En los amplios comentarios que se han hecho suelen señalarse algunos puntos. En primer lugar, aunque la expresión sea enteramente nueva, no ocurre lo mismo con la realidad a que se alude. Todas las catequesis (>Catecismos) o sinopsis de la fe subrayan unas verdades más que otras, que a veces ni siquiera se mencionan. Los >credos son sin duda ejemplos de verdades estrechamente vinculadas con «el fundamento de la fe cristiana», y son selectivos en lo que proponen. En segundo lugar, la tradición tal como está representada por ejemplo en santo Tomás de Aquino distingue entre verdades que son directamente o per se objeto de fe y verdades que lo son indirectamente o in ordine ab alia. En tercer lugar, puede haber dos tipos de verdades: las que se refieren al fin o finalidad, como la Trinidad o la vida eterna, y las que se refieren a los medios, como los sacramentos y las estructuras de la Iglesia. Esta aclaración debida al arzobispo Pangrazio no fue asumida por el concilio, y no deja de plantear problemas. En cuarto lugar, los comentadores católicos recuerdan la doctrina de Pío XI: «No es en modo alguno lícito usar la distinción que algunos han considerado adecuado introducir entre los artículos de fe que son fundamentales y los que no son fundamentales, como ellos dicen, como si los primeros hubieran de ser aceptados por todos .y los segundos pudieran dejarse al libre asentimiento de los fieles; porque la virtud sobrenatural de la fe tiene una causa formal, a saber, la autoridad de Dios que revela, y esta no admite tal distinción. De aquí concluye que creemos con la misma fe en la inmaculada concepción, en la trinidad, en la encarnación y en la infalibilidad papal tal como la definió el Vaticano I». Esta distinción entre artículos fundamentales (obligatorios) y artículos no fundamentales (libres) venía haciéndose desde la Reforma.

Aquí parece acabarse la unanimidad entre los comentaristas, para seguir cada autor un rumbo diferente. Y. Congar señala una distinción medieval entre el quod –la verdad de que se trata– y el quo –el acto subjetivo de fe–. Mientras que en lo segundo no habría diferenciación, ya que la fe se basa en la autoridad de Dios y uno tiene que creer todo lo que Dios ha revelado, en lo primero cabría una diferencia, ya que la importancia de las verdades reveladas evidentemente varía. Como es natural, Congar insiste, siempre que es posible, en la legítima diversidad dentro de la comunión. De este modo, para él la Trinidad tiene un peso incomparablemente mayor que la infalibilidad pontificia, y el rechazo de la primera supondría una ruptura de la comunión mayor que el rechazo de la segunda. Hay otras interpretaciones. H. Mühlen considera la persona de Jesús corno el centro en torno al cual se ordenan las verdades; siguiendo a Rahner, establece tres misterios básicos: la Trinidad, la encarnación y la gracia, y saca consecuencias para el ecumenismo de la doctrina del concilio. El tratamiento más extenso de la cuestión es el que hace el luterano U. Valeske, quien parece, sin embargo, subestimar las posibilidades abiertas a los católicos por el reconocimiento de una jerarquía de verdades. Para él, las verdades centrales son las soteriológicas. G. Tavard da un repaso a todas las cuestiones relacionadas con el tema, señalando la importancia de los dos documentos posteriores del Secretariado para la unidad de los cristianos (1970): «Aunque todas ellas (las verdades) reclaman el debido asentimiento de fe, no todas ocupan un lugar principal o central en el misterio revelado en Jesucristo, sino que varían en su relación con el fundamento de la fe cristiana»; y «ni en la vida ni en la enseñanza de la Iglesia en su conjunto se presenta nada en el mismo nivel». P. OConnell sugiere que la jerarquía de verdades debería hacerse patente en la vida de la Iglesia, reduciendo el énfasis en las verdades eclesiológicas en torno al papado en relación con las verdades cristológicas y trinitarias fundamentales. Algo similar es la insistencia de K. Rahner en la distinción entre una jerarquía de verdades objetiva y otra subjetiva". D. Carroll señala la importancia de la jerarquía de las verdades de cara a la elaboración de las necesarias fórmulas breves de fe; las verdades no mencionadas no se niegan por ello y han de ser aclaradas por la formulación de las verdades fundamentales. F. Jelly considera las verdades trinitarias y cristológicas como centrales, mientras que los dogmas marianos dependerían de estas y serían ilustración suya. Es útil en este contexto la descripción de W. Kasper de tres tipos de afirmaciones dogmáticas: las que se refieren al plan salvífico de Dios (por ejemplo, la Trinidad, la encarnación, el hecho de que la salvación viene sólo de Cristo); las que se refieren a los medios de salvación (por ejemplo, los sacramentos), y las que proclaman verdades paradigmáticas que expresan otras verdades (por ejemplo, los dogmas marianos, que son ilustración de dogmas cristológicos, soteriológicos y eclesiológicos). Han sido pocos los católicos que han afirmado explícitamente que la jerarquía de verdades podría conducir al recorte de ciertas doctrinas. G. >Thils, que en un artículo anterior se había referido ya al choque psicológico beneficioso, la idea de la jerarquía de las verdades, tuvo ocasión de comentar de nuevo la expresión con el fin de explorar las mediaciones de la verdad, especialmente el sentido de la fe (>Sensus fidei/sensus fidelium) en el pueblo creyente; la mayor parte de los comentaristas, en cambio, tratan del tema en el contexto del /magisterio.

Es un tema respecto del cual queda todavía mucho por hacer. Para un católico, la idea de la jerarquía de verdades no puede ser una excusa para renunciar a ciertas verdades de la fe. Pero da la impresión de que los comentaristas se han ocupado demasiado de la palabra «jerarquía», que el concilio no usa en sentido riguroso, y no de la palabra «orden», que es la que la primera trata de ilustrar. La enseñanza del Vaticano I acerca del modo en que alcanzamos una comprensión limitada de los misterios a través de su interconexión es quizá un camino por el que se puede avanzar en la captación del orden de los misterios, que constituyen una especie de jerarquía. El orden existencial en el que el creyente, guiado por la gracia, se encuentra con el Misterio conlleva una jerarquía subjetiva siempre cambiante de las verdades de fe.

El cardenal J. Ratzinger, escribiendo en defensa del nuevo >Catecismo y en contra de la objeción de que este tenía muy poco en cuenta la jerarquía de verdades, afirmaba: «Lo que el término "jerarquía de las verdades" pretende expresar es que la fe de la Iglesia no es una adición continua de proposiciones, algunas de las cuales podrían ponerse entre paréntesis ya que de otro modo el paquete podría resultar demasiado pesado. La fe es más bien un conjunto orgánico en el que cada uno de los elementos adquiere su sentido al ser considerado en el lugar que ocupa dentro del conjunto. El principio de la jerarquía de las verdades pretende contrarrestar la tendencia a aislar las cosas y separarlas; pone en relación cada uno de los elementos con el conjunto del que estos toman el significado».

En el >diálogo ecuménico es necesario, como algunos —por ejemplo Jelly— han reclamado, que los católicos muestren cómo relacionan las verdades más periféricas con el núcleo fundamental de la fe. Pero acaso podría decirse más. Si cada Iglesia tratara de mostrar cómo ordena ella las doctrinas entre sí, podría descubrirse que algunas de las dificultades subyacentes entre las Iglesias son operativas y que el diálogo sobre determinados temas ha sido incapaz hasta ahora de abordar los verdaderos problemas. La ordenación de los misterios no es principalmente una cuestión de orden intelectual, sino de reflexión sobre la experiencia viva de oración, culto y espiritualidad de las Iglesias; el diálogo ecuménico ha penetrado lentamente en estos ámbitos.