INSTITUCIÓN
DicEc
 

La palabra «institución», usada a veces en un sentido peyorativo, tiene, referida a la Iglesia, una amplia gama de significados. En general se refiere a las estructuras doctrinales, sacramentales y de gobierno de la Iglesia. «Institucional» puede referirse también por tanto a las confesiones de fe, el >magisterio, los >concilios, los sacramentos y el >derecho, la >pertenencia a la Iglesia, las estructuras jerárquicas y la vida religiosa. Podría decirse incluso que, en cierto sentido, la Escritura pertenece al ámbito institucional de la Iglesia.

El reverso de la institución es el >carisma. Considerada desde un punto de vista más profundo, la institución se refiere a todo lo que supone en la Iglesia la mediación humana; el carisma depende más bien de la intervención directa del Espíritu. Un obispo, por ejemplo, decide quién será ordenado en su diócesis, pero no quién recibirá un carisma. Lo que sí puede hacer es regular su uso. El carisma necesita de la institución para que haya orden; la institución a su vez necesita del carisma y de la labor del Espíritu para que haya vida y dinamismo.

La gracia normalmente pasa a través de los medios institucionales, es decir, a través de la palabra y los sacramentos. Pero el Espíritu a menudo opera independientemente de las instituciones. El dicho medieval «Dios no está atado por los sacramentos» es expresión de esta intuición.

El institucionalismo es una desviación eclesiológica por la que se considera todo lo institucional como primordial;, especialmente lo referido a los que detentan los cargos y sus actividades. La imagen piramidal de la Iglesia, con el papa y los obispos en la cumbre, y un laicado pasivo, meramente receptivo en la base, es fruto de una concepción institucionalista. La visión de la Iglesia como >sociedad perfecta es una visión institucional. El Vaticano II rompió con una visión demasiado institucionalista de la Iglesia, aunque en sus documentos todavía pueden observarse huellas de institucionalismo. Si estamos atentos para evitar todo institucionalismo, podremos beneficiarnos de los elementos esenciales y valiosos de la institución en la Iglesia. Si se acepta que el corazón de la Iglesia es la >eucaristía, se está aceptando la institución al tiempo que se confía en el Espíritu para que vivifique a la Iglesia a través de esta institución, que revela la realidad más honda de la Iglesia.

[El concepto de Iglesia institución a su vez aparece como privilegiado en la sociología moderna (>Sociología e Iglesia). Esta entiende la institución como un complejo de formas y actividades típicas de una sociedad, formas y actividades desarrolladas históricamente y que tienen cierta permanencia (por ejemplo, subdivisión de funciones y poderes en su interior, tradiciones consolidadas, ritos y símbolos permanentes, normas morales reconocidas, etc). Cuanto más compleja es esta sociedad en virtud de su historia, extensión, finalidad..., tanto mayor es el peso de tales formas y actividades que garantizan la permanencia, el orden y la unidad de la institución. Todo este «proceso de institucionalización» conduce a una forma «objetiva» de tal sociedad, más allá de los individuos concretos que pertenecen a ella y que adquieren cierta independencia.

La reflexión actual sobre la institución aplicada a la eclesiología quiere superar precisamente el riesgo de situar la Iglesia como algo puramente privado y posibilitar que su forma institucional social proteja «la libertad concreta» (según la famosa fundamentación del derecho de G. W. F. Hegel) de cada individuo. En efecto, la libertad será concreta sólo si se sumerge en las formas de la realidad social que la conserven y la promuevan, y, a su vez, la mantegan y la protejan.

Esta concepción sociológica se puede aplicar a la Iglesia, aunque debe tenerse en cuenta el sentido último y el contenido de su actividad, por razón de ser una «institución» que, compuesta de hombres —Ecclesia ex hominibus—, tiene su origen y fin último en Dios —Ecclesia de Trinitate—. Por eso es importante que la institución eclesial, como forma social concreta, actualice y medie la salvación de Cristo para todos los hombres. En definitiva, como «una complexa realitas» formada de elemento divino y humano, y precisamente a través de ello, gracias a su estructura análoga a la encarnación de Jesucristo (cf LG 8), se manifieste como «sacramento universal de la salvación» (LG 48): que es su razón de ser y su sentido.

Tres son los aspectos relevantes para una justificación del valor de la institución Iglesia. Por un lado, lo institucional aparece como un signo identificador del Espíritu. En efecto, identificador significa aquí que el Espíritu ayuda continuamente a la Iglesia a identificarse con el mensaje originario del Evangelio y, por tanto, a encontrar su verdadera identidad de comunidad de Jesucristo. Para tal finalidad se sirve de forma prevalente de las estructuras institucionales de la Iglesia. Convendrá aquí distinguir entre la identificación con la pura tarea de conservación histórica, cuyo riesgo es evidente. La Iglesia no se reduce a conservar «históricamente» la memoria de Jesús, sino que, identificándose con ella, se encarna en cada situación concreta diversa y cambiante, fiel a su identidad evangélica.

El segundo aspecto que justifica la institución Iglesia es su ser signo de la fuerza integradora del Espíritu. En efecto, este aspecto de integración subraya que el Espíritu incorpora a cada creyente y las diversas Iglesias en la unidad originaria de la Iglesia universal y esto lo hace de forma prevalente a través de las estructuras institucionalizadas de la Iglesia. No se trata de una integración uniformante sino diferenciante, a partir de los diversos carismas y ministerios de cada creyente, que posibilita un «sistema abierto» (K. Rahner) al Espíritu, última razón de la unidad de la Iglesia a través de los múltiples dones que comunica.

El tercer y último aspecto pone de relieve que la institución es signo de la fuerza liberadora del Espíritu. En efecto, es liberadora porque exime a los creyentes de la necesidad de deberse procurar solos la salvación. Así, el «largo respiro» que representa la tradición religiosa eclesial institucionalizada relativiza el presente de la fe, ya que lo inserta en la continuidad histórica de la fe y así le impide atribuirle un valor absoluto. Además, la apertura a la fe una y universal de la Iglesia libera la fe de la necesidad de construirse cada vez su unidad social partiendo sólo de sus propias experiencias religiosas, frecuentemente muy marcadas por el subjetivismo. Esta fuerza liberadora de la institución a su vez ha de posibilitar una participación en ella de los creyentes donde cada uno pueda corresponsabilizarse de toda ella (cf formas sinodales de participación: consejos, Sínodos...). Así, siendo «sujeto» en ella, cada creyente atestiguará su carisma propio en función de la misión de la Iglesia en el mundo.]