CREDIBILIDAD DE LA IGLESIA
DicEc
 

«El católico moderno vive la conciencia de la Iglesia del concilio Vaticano I. Y la peculiaridad de este consiste en que su acento (naturalmente no su contenido exclusivo) se apoya en la Iglesia como motivo, experimentable empíricamente, de credibilidad, y no en la Iglesia como objeto (escondido en sí) de fe», y esto, no sin razón, ya que «la experiencia del Espíritu en la Iglesia es también una experiencia histórica, sobre la cual hay que reflexionar y que prácticamente (a pesar de Dechamps y del Vaticano I), no desempeña papel alguno en la antigua teología fundamental, pero que pertenece a la temática central de la "nueva fundamental", lo cual no niega, sino que incluye, si bien como trasfondo y no como razón inmediata de la fe para este creyente determinado de aquí y ahora, que esa experiencia histórica remite a su procedencia histórica y la hace creíble». Así lo formulaba K. Rahner con su habitual agudeza.

Por esto no es extraño que se haya subrayado nuevamente la importancia de retomar el tema clave contemporáneo para la credibilidad de la Iglesia: su origen y fundamentación en Jesús (>Origen de la Iglesia), para intentar superar con lucidez el famoso y falso dilema: «Cristo sí, la Iglesia no», que ha puesto de nuevo en evidencia una de las encuestas recientes sobre la fe, donde del 85% que se reconocen en la fe católica, tan sólo el 21% afirma creer en la Iglesia.

Para fundamentar tal tipo de reflexión debe tenerse en cuenta que el lugar de la Iglesia en los Símbolos y Profesiones de Fe, del Símbolo Apostólico del s. IV hacia adelante, se puede constatar en la forma habitual de su presencia en el «creo/creemos la Iglesia» (credo/credimus Ecclesiam) sin la preposición in (eis), aunque siempre en el conjunto del tercer artículo del Credo referido al Espíritu Santo (cf DENZINGER-HÜNERMANN, 10ss.). Tomás de Aquino justificaba este enfoque subrayando la diferencia entre las verdades de fin y las verdades de medio. En efecto, la Iglesia no es objeto de fe del mismo modo que Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo, puesto que no se usa el credere in que se aplica a las tres personas divinas, sino simplemente el credere Ecclesiam. Ahora bien, se cree más bien a Dios en la Iglesia, en el momento que esta se encuentra en el contexto de la pneumatología, al ser el Espíritu quien hace presente la revelación de Dios por Jesucristo en el mundo y en la historia. Por esto escribe Tomás: «si se usa el in, que el sentido sea este: "creo en el Espíritu Santo que santifica la Iglesia"; pero es mejor que no se ponga el in sino que simplemente se diga: "creer la santa Iglesia católica"» (ST II II, q.l, a.9).

En esta orientación se encuentra el Catecismo del concilio de Trento (I, art. 9, n 22), retomada por el reciente Catecismo de la Iglesia católica, que se expresa así: «En el Símbolo de los Apóstoles, hacemos profesión de creer que existe una Iglesia santa (Credo... Ecclesiam), y no de creer en la Iglesia para no confundir a Dios con sus obras y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su Iglesia» (n 750).

Esta orientación de Tomás ya plantea un tema decisivo para la credibilidad de la Iglesia. En efecto, ¿en qué medida debemos apoyarnos en la Iglesia para creer? De hecho el gran signo de credibilidad del cristianismo es Cristo-en-la-Iglesia, es decir, Cristo atestiguado a través del signo de la Iglesia, sacramento de Cristo. Pero, ¿hasta qué punto la credibilidad y la fe dependen de esta mediación eclesial? Aquí se plantea por tanto el valor teológico de la mediación eclesial. Se trata de una cuestión que ya la segunda escolástica se planteó, de Gaetano (1468-1534) a Suárez (1548-1617), y a la que respondió constatando que el testimonio de la Iglesia es causa, pero no razón, de la fe, condición de posibilidad, pero no motivo último... Así se forjó una reflexión teológica sobre la función de la Iglesia como causa subordinada y se subrayó el carácter eclesial mediato de la fe. Con todo, tal reflexión no se desarrolló prácticamente hasta poco antes del Vaticano I con la llamada «vía empírica» afirmada por este Concilio (DENZINGER-HÜNERMANN, 3013ss.), siguiendo los pasos de la propuesta del cardenal Dechamps, que como antiguo profesor de Lovaina había elaborado la llamada «vía de la providencia (de Dios)» por la que mostraba que la Iglesia como milagro moral «exterior» respondía «providencialmente» a la realidad humana «interior».

El Vaticano l al afrontar esta cuestión declaró solemnemente: 1) La Iglesia es por sí misma (per se ipsa) un «motivo de credibilidad»; 2) a la pregunta: ¿por qué creer? el Vaticano I responde mostrando la importancia de la Iglesia «como una concreta revelación» (según la explicación del relator conciliar), de tal modo que está en el origen de la fe como «motivo de credibilidad», gracias a su ser «signo levantado en medio de las naciones» (signum levatum in nationes); 3) la elaboración del texto conciliar, según lo conocemos por sus Actas, manifiesta que no se trata de una prueba demostrativa sino indicativa: por eso se prefiere la palabra signo a la de argumento; se prescinde del adverbio fácilmente para su reconocimiento; y se afirma sólo su posibilidad puesto que el adjetivo evidente, que califica la credibilidad de la Iglesia, fue explicado no como fruto de una evidencia lógica, sino como procedente de una evidencia surgida de la certeza moral.

El Vaticano II no afrontó directamente la cuestión de la credibilidad de la Iglesia pero pueden encontrarse apuntes significativos sobre el «lugar» de la Iglesia en la fe. Así, en primer lugar, tiene importancia la analogía de la Iglesia con el Verbo encarnado afirmada en LG 8, que significa que la Eclesiología encuentra su eje de comprensión en la Cristología y que, por tanto, la Iglesia debe tener en el acto de creer un lugar «análogo» al de Cristo «mediador y plenitud de la revelación» (DV 2). Más aún, en el mismo texto de LG 8 se «codifica» el horizonte de la mediación de la Iglesia en relación con la Revelación cuando se afirma que «la voz viva del Evangelio resuene en la Iglesia y por ella en el mundo (et per ipsam in mundo)». En segundo lugar, es muy relevante para nuestro tema la decisiva afirmación de la sacramentalidad como expresión de la identidad de la Iglesia, que la refiere más claramente a Cristo y a la realidad última que significa, es decir, «la íntima unión con Dios y la unidad del género humano» (LG 1). Por esta razón la Iglesia como «sacramento universal de salvación» (LG 48) se convierte en mediación de la fe ya que «la fe es inicio de la salvación humana» (Trento: DH 1532). Finalmente, al tratar de las causas del ateísmo se habla del contratestimonio de los mismos así: «en esta génesis del ateísmo puede corresponder a los creyentes una parte no pequeña, en el sentido de que, por descuido en la educación para la fe, por una exposición falsificada de la doctrina, o también por los defectos de su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo» (GS 19).

La teología posterior posconciliar ha aportado pocos elementos más sobre este tema. Tan sólo se pueden encontrar algunos indicios de reflexión sobre la comunidad eclesial como causa subordinada de mediación y exigencia práctica para la realización de una comunidad que sea verdaderamente anuncio, propuesta y presencia de Dios. Y es así como la comunidad interviene directamente como condición de posibilidad y, por tanto, se convierte en parte integrante del proceso creyente al ofrecer a la dimensión personal de la fe una componente más global, es decir, su dimensión global y «católica».

Finalmente, para afrontar la credibilidad de la Iglesia se puede proponer un camino de discernimiento que, partiendo de la experiencia de la «paradoja» que es la Iglesia histórica, pueda apuntar a su realidad profunda que sólo puede comprenderse como«misterio». En efecto, no es posible un análisis lineal de la Iglesia, porque inmanencia y trascendencia forman una «paradoja» de coincidencias en forma de «una realidad compleja» (LG 8). De hecho la categoría «paradoja» ha sido usada por H. de Lubac para analizar la Iglesia de forma paradigmática, al no ser aprehensible por vía directa, sino únicamente representable por «parejas dialécticas» (iglesia de Dios y de los hombres; visible e invisible; histórica y escatológica)`. Ya el mismo H. U. von Balthasar a partir de la patrística había tratado la Iglesia vista de forma «paradójica» con la sorprendente monografía titulada Casta meretrix («casta mujer pública»). De hecho en esta línea el Vaticano II después de afirmar que la Iglesia es «una realidad compleja» añade que «es santa y a su vez que tiene necesidad de purificación» (LG 8). Por esta razón en la Tertio millennio adveniente se urge la necesidad de «purificar la memoria» y de «pedir perdón» (nn 16.33-36).

De hecho esta «paradoja» que es la experiencia histórica de la Iglesia suscita interrogantes puesto que ella misma se presenta como «signo (sacramental) de la salvación de Dios». En realidad el fenómeno histórico de la Iglesia (sociológico-jurídico-organizativo-institucional-cultural-mundial...) en su totalidad crea problema y exige una explicación, una razón suficiente, proporcionada y razonable, así como una cierta inteligibilidad... De ahí que pueda apuntarse que la explicación de este fenómeno histórico y paradójico que es la Iglesia puede sugerir el Misterio que ella misma quiere atestiguar: su ser «signo de salvación» y, por tanto, manifestar así su credibilidad. Este camino no conduce a la evidencia, sino a una posible certeza moral, suficiente para motivar una decisión prudente. Ahora bien, para abrirse a la posible presencia del Misterio que se esconde en la paradoja de su fenómeno histórico y en la fragilidad humana de la institución eclesial, conviene dejarse guiar por el Espíritu.