IV CONFERENCIA

EL TEMOR DE DIOS

47. San Juan dice en las epístolas católicas: El amor perfecto expulsa el temor (1 Jn 4 18). ¿Qué nos quiere decir con esto? ¿De qué amor nos habla y de qué temor? Pues el Profeta dice en el salmo: Todos sus santos temed al Señor (Sal 33 10). Y en las santas Escrituras encontramos mil otros pasajes semejantes. Por lo tanto si los santos que aman de tal manera al Señor le temen, ¿cómo puede decir san Juan: El amor expulsa el temor? Quiere mostrarnos que hay dos temores, uno inicial y el otro perfecto; el primero es el de los que se inician en la piedad, y el otro es el de los santos que han llegado a la perfección y a la cumbre del santo amor. Por ejemplo, el que hace la voluntad de Dios por temor a sus castigos: todavía es principiante tal como dijimos, ya que no hace el bien por sí mismo sino por el temor a los castigos. Otro hace la voluntad de Dios porque ama a Dios mismo, y ama especialmente serle grato: éste sabe lo que es el bien, conoce lo que es estar con Dios. Este es el que posee el amor verdadero, el amor perfecto como dice san Juan, y ese amor lo lleva al temor perfecto. Teme y guarda la voluntad de Dios no por evitar los azotes o el castigo, sino porque, habiendo gustado la dulzura de estar con Dios, como hemos dicho, aborrece el perderla, teme quedar privado de ella. Este temor perfecto, nacido del amor, expulsa el temor inicial. Y es por eso que san Juan dice que el amor perfecto expulsa el temor: Pero es imposible llegar al temor perfecto sin pasar por el temor inicial.

48. Hay en efecto, como dice san Basilio, tres estados en los que podemos agradar a Dios. O bien hacemos lo que agrada a Dios por temor al castigo y entonces estamos en la condición de esclavos; o bien buscando la ventaja de un salario cumplimos las órdenes recibidas en vista de nuestro propio provecho, asemejándonos así a los mercenarios; o finalmente, hacemos el bien por el bien mismo y estamos así en la condición de hijos. Porque el hijo, al llegar a una edad razonable, hace la voluntad de su padre no por temor al castigo, ni para obtener una recompensa, sino porque amando a su padre, guarda hacia él el afecto y el honor debido a un padre, con la convicción de que todos los bienes de su padre le pertenecen. Este merece oír que se le diga: Ya no eres más esclavo sino hijo y heredero de Dios por Cristo (Ga 4, 7). Es evidente que no teme más a Dios con ese temor inicial del cual hablamos, sino que ama como decía San Antonio: "Ya no temo más a Dios, sino que lo amo" . Del mismo modo el Señor, al decir a Abraham, después que este le ofreció a su hijo: Ahora sé que temes a Dios (Gn 22,12), quería referirse a ese temor perfecto nacido del amor. Si no ¿cómo pudo decirle: Ahora sé...? Discúlpenme pero Abraham ¡había hecho tantas cosas!; había obedecido a Dios, había abandonado todos sus bienes, se había establecido en una tierra extranjera, en un pueblo idólatra, donde no había ninguna señal de culto divino. Pero, sobre todo, había soportado esa terrible prueba del sacrificio de su hijo. Y después de todo eso el Señor le dice: Ahora sé que temes a Dios. Es muy claro que allí habla del temor perfecto, el de los santos. Porque ellos hacen la voluntad de Dios no ya por temor a un castigo o para obtener una recompensa, sino por amor, como lo hemos dicho muchas veces, temiendo hacer cualquier cosa contra la voluntad de aquel a quien aman. Por lo cual san Juan dice: El amor expulsa el temor. Los santos no obran más por temor, sino que temen por amor.

49. Este es el temor perfecto, pero, lo repito, es imposible llegar a él sin haber tenido antes el temor inicial. Porque está dicho: El principio de la sabiduría es el temor del Señor (Sal 110, 10); y también: El principio y el fin es el temor del Señor (cf. Pr 1, 7; 9, 10; 22, 4). La Escritura llama comienzo al temor inicial, al cual sigue el temor perfecto, el de los santos. Ese temor inicial es el nuestro. Como un esmalte sobre el metal, guarda al alma de todo mal, según está escrito: Todo hombre se aleja del mal por el temor del Señor (Pr 15, 27). Aquel que se aparta del mal por temor al castigo, como un esclavo asustado de su señor, comienza progresivamente a hacer el bien, y poco a poco pasa a esperar una recompensa por sus buenas obras, como el mercenario. Y si continua huyendo del mal por temor, como el esclavo, y después haciendo el bien con la esperanza de una ganancia como el mercenario, perseverando así en la virtud, con el auxilio de Dios y uniéndose cada vez más a él, terminar por gustar del verdadero bien, y al tener una cierta experiencia de él, no querrá ya separarse nunca más. ¿Quién podrá entonces, como dice el Apóstol, separarlo del amor de Cristo (cf Rm 8, 35)? Entonces alcanzar la perfección del hijo, amar el bien por el bien mismo, y temer porque ama. Y tal es el temor grande y perfecto.

50. Para enseñarnos la diferencia entre esos dos temores, el Profeta decía: Venid hijos escuchadme os instruiré en el temor del Señor (Sal 33, 12). Apliquemos nuestro espíritu a cada palabra del Profeta y veamos cómo cada una tiene su significación. En primer lugar dice: Venid a mi, para invitarnos a la virtud. Después agrega: hijos; los, santos llaman hijos a aquellos a los que su palabra ha hecho pasar del vicio a la virtud, como dice el Apóstol: Hijitos míos, por quienes sufro nuevamente los dolores del parto hasta que Cristo sea formado en vosotros (Ga. 4, 19). Enseguida, y después de habernos llamado e invitado a esa transformación, el Profeta nos dice: Os enseñaré el temor del Señor. Fíjense en la seguridad del santo. Nosotros cuando queremos dar alguna buena enseñanza siempre empezamos por decir: "¿Quieren que conversemos un rato y que hablemos sobre el temor del Señor o sobre otra virtud?". El santo en cambio no habla así, sino que dice con toda seguridad: Venid, hijos, escuchadme, os instruiré en el temor del Señor. ¿Quién es el hombre que ama la vida y desea tener días felices? (Sal 33, 13). Y como si alguien respondiese: "Yo quiero; enséñame cómo vivir y conocer días felices", le responde diciendo: Guarda tu lengua del mal y tus labios del engaño (Sal 33, 14). Fíjense, hermanos, cómo siempre el temor de Dios impide obrar el mal. Guardar su lengua del mal es no lastimar de ninguna manera la conciencia del prójimo, ni hablar mal de él, ni irritarlo. Guardar sus labios del engaño es no engañar al prójimo.

El Profeta sigue: Apártate del mal (Sal 33, 15). Después de haber hablado de faltas particulares: la mentira, el engaño, llega ahora al vicio en general: Apártate del mal, es decir huye absolutamente de todo mal, apártate de todo lo que implica pecado. Pero no se detiene allí, y agrega: Y haz el bien. Sucede en efecto que no hacemos el mal, sin que por eso hagamos el bien. Se puede no ser injusto pero sin practicar la misericordia, o bien no odiar sin por eso amar. De este modo el Profeta ha tenido razón en decir: Apártate del mal y obra el bien.

Fíjense, hermanos, cómo el Profeta nos muestra la sucesión de los tres estados de los que hemos hablado: por el temor de Dios se lleva al alma a apartarse del mal, incitándola así a elevarse hasta alcanzar el bien. Porque en la medida en que se llega a no cometer el mal y a alejarse de él, se comienza naturalmente a obrar el bien bajo la guía de los santos. A estas palabras el Profeta agrega expresamente: Busca la paz y síguela (Sal 33, 15). No dice solamente búscala sino síguela, córrela, para alcanzarla.

51. Prestemos atención a estas palabras y veamos la precisión del santo. Cuando alguien llega a apartarse del mal y se esfuerza, con la ayuda de Dios, en hacer el bien, inmediatamente caen sobre él los ataques del enemigo. Lucha, se aflige, está agobiado: no sólo teme el volver al mal, como dijimos del esclavo, sino que también espera la retribución del bien, como un mercenario. En los ataques y contraataques de este combate con el enemigo, muchas veces con sufrimiento y atormentado, obra el bien. Pero cuando le llega el socorro de Dios y comienza a habituarse al bien, entonces empieza a entrever el reposo y gusta progresivamente de la paz. Es entonces cuando se da cuenta de lo que es la aflicción de la guerra, de lo que es la alegría la felicidad de la paz. Finalmente busca esa paz, se apresura, corre tras ella para atraparla, para poseerla en plenitud y hacerla morar en él. ¿Qué cosa hay más dichosa que un alma que ha llegado a este estado? Es entonces cuando llega a la condición de hijo, como lo dijimos tantas veces. Pues, felices los hacedores de paz, porque ser n llamados hijos de Dios (Mt 5, 9) ¿Quién podrá decir entonces que esa alma hace el bien todavía por algún otro motivo que no sea el gozo del bien mismo? ¿Quién conocer esa alegría sino aquel que tuvo la experiencia? Entonces, ese tal descubre también el temor perfecto del que hemos hablado continuamente.

Ya hemos sido instruidos acerca del temor perfecto de los santos, así como del temor inicial, el nuestro; sabemos lo que el temor de Dios expulsa y a lo que nos lleva. Debemos ahora ver cómo viene el temor de Dios, y lo que nos aleja de él.

52. Los Padres han dicho que el hombre adquiere el temor de Dios por el recuerdo de la muerte y de los castigos; al examinar cada tarde cómo pasó el día y cada mañana cómo ha pasado la noche; guardándose de la ligereza de espíritu y uniéndose a un hombre temeroso de Dios. En efecto, se cuenta que un hermano preguntó a un anciano: "Padre, ¿qué debo hacer para temer a Dios?", a lo que el anciano respondió: "Ve, únete a un hombre temeroso de Dios, y por lo mismo que le teme, te enseñar a ti el temor de Dios" Por el contrario, alejamos de nosotros el temor de Dios si hacemos lo opuesto a todo eso: Si no pensamos en la muerte ni en los castigos, si no nos vigilamos a nosotros mismos, si no examinamos nuestra conducta, viviendo de cualquier manera y juntándonos con cualquier persona. Pero sobre todo, cuando nos entregamos a la ligereza de espíritu, que es lo peor de todo y la ruina segura.

¿Qué otra cosa aleja tanto de nosotros el temor de Dios como la ligereza de espíritu? Es lo que llevó a decir a abba Agatón, cuando fue interrogado acerca de ella, que se asemeja a un gran viento que al elevarse hace huir a todos y arranca los frutos de los árboles. ¡Fíjense qué poderosa es esta pasión! ¡Fíjense en su furor! Cuando abba Agatón fue nuevamente interrogado sobre si la ligereza de espíritu era tan dañina, respondió: "No hay pasión tan perjudicial como la ligereza de espíritu. Ella es la madre de todas las pasiones". Con mucha certeza e inteligencia el anciano dice que es la madre de todas las pasiones, debido a que aleja del alma el temor de Dios. Si nos alejamos del mal, es por el temor de Dios, entonces allí donde no está se encuentran todas las pasiones. ¡Qué Dios nos libre de esta fatal pasión de la ligereza de espíritu!

53. La ligereza de espíritu es multiforme. Se manifiesta en el hablar, en los contactos y en las miradas. Es ella la que lleva a pronunciar discursos grandilocuentes, a hablar de cosas mundanas, a hacer bromas o provocar risas disolutas. Es por ligereza por lo que se toca a alguien sin necesidad, por puro placer, se lo acaricia o se toma alguna cosa de él o se lo mira detenidamente. Todo esto es obra de la ligereza, porque no hay temor de Dios en el alma, y por ella se llega poco a poco a un total descuido. Por eso al dar los mandamientos de la ley Dios dijo: Que los hijos de Israel sean respetuosos (Lv 15 31). Sin respeto no se puede honrar a Dios ni obedecer ni una sola vez algún mandamiento. No hay nada más abominable que la ligereza, porque es la madre de todas las pasiones, aleja el respeto, expulsa el temor de Dios y da a luz el desprecio.

Es por ella, hermanos, por lo que unos son descarados con otros, o por lo que hablan mal uno de otro, y se hacen daño mutuamente. Uno de ustedes ve una cosa poco edificante y va enseguida a murmurar y volcar todo eso en el corazón de otro hermano. De esta manera, no sólo se hace daño a sí mismo, sino que también perjudica a su hermano, poniendo en su corazón un veneno mortal. Cuando el hermano estaba aplicándose a la oración o a cualquier otra obra buena, llega el otro y le da materia de murmuración. Con ello perjudica su crecimiento y lo pone frente a la tentación. Y no hay nada tan malo y funesto como hacer daño al prójimo y al mismo tiempo a uno mismo.

54. Respetémonos, hermanos, evitemos el hacernos daño a nosotros mismos y a los demás. Honrémonos mutuamente, y preocupémonos por no hacernos daño unos a otros, porque según un anciano esa es otra de las formas de la ligereza de espíritu.

Si sucede que alguien ve a su hermano cometer una falta, que se cuide de despreciarlo o dejarlo morir con su silencio, o de descorazonarlo con reproches, así como de hablar mal de él. Al contrario, con compasión y temor de Dios que le cuente lo sucedido a quien tiene autoridad para corregir, o bien háblele él mismo al hermano y dígale con caridad y humildad: "Discúlpame porque soy también un negligente, pero me parece que en eso no hemos obrado bien". Si no es escuchado, que hable a otro hermano que tenga confianza con aquel, o si no que se dirija al superior o al abad, según la gravedad de la falta, y no se preocupe más. Pero cuide siempre de que al hablar tenga como meta la corrección del hermano, evitando las murmuraciones, el despreciarlo o denigrarlo. No busque darle una lección o mandonearlo, o fingir que obra por su bien, cuando interiormente esté animado por alguna de las disposiciones de alma de las que acabo de hablar. Porque si habla a su abad, y no lo hace para enmienda de su hermano o porque está escandalizado, entonces está cometiendo una falta, porque eso es difamar. Examine su corazón y si ve que hay alguna pasión que lo está molestando, mejor calle. Pero si ve con claridad que quiere hablar por compasión o para utilidad de su prójimo, y sin embargo algún pensamiento apasionado le turba interiormente, ábrase humildemente con su abad, contándole su problema y el de su hermano en los siguientes términos: "Veo en mi conciencia que es por el bien del hermano que quiero hablar, pero también veo que a ello se mezcla en mi interior un pensamiento de turbación. Si es porque alguna vez tuve algo contra ese hermano, yo no lo sé. Pero tampoco sé si un engaño interior me quiere impedir que hable y que logre así su corrección". Entonces el abad le dirá si debe hablar o no.

Puede suceder también que hablemos no para utilidad del hermano, ni porque nos hayamos escandalizado, ni porque estemos empujados por el rencor, sino por pura palabrería. ¿Qué utilidad tienen esas palabras? Muchas veces ocurre que el hermano se entera de que hemos hablado de él y queda disgustado. De todo ello no sale sino aflicción y empeoramiento de las cosas. Por el contrario, cuando hablamos para su provecho y sólo por eso, Dios no permitir que de ello salga algún perjuicio, ni que ello provoque aflicción o daño.

55. Tengan mucho cuidado, hermanos, en guardar la lengua. Ninguno hable con maldad a su hermano ni lo lastime con sus palabras, con sus actos o gestos o de cualquier otra manera. Tampoco seamos susceptibles. Si uno oye alguna palabra de su hermano no se sienta herido ni le responda mal para no quedar enemistado con él. Eso no corresponde a gente que lucha, ni conviene a quienes quieren ser salvados.

Tengan temor de Dios, pero unido al respeto. Cuando se encuentren inclinen la cabeza delante del hermano, y como hemos dicho, que cada uno se humille delante de Dios y de su hermano negando su propia voluntad. Es muy bueno hacer esto: humillarse delante del hermano y anticiparse a honrarlo. El que se humilla saca más provecho que el otro. Por mi parte no se si he hecho algún bien, pero si he sido protegido ha sido porque nunca me preferí a mi hermano, y siempre lo antepuse a mí.

56. Cuando estaba con el abad Séridos, el hermano encargado de cuidar al anciano abba Juan, el compañero de Barsanufio, se enfermó y entonces el abad me envió en su reemplazo. Abracé la puerta de su celda como quien adora la venerada cruz; y con mucho más amor todavía tomé el encargo de servirlo. ¡Cuántos deseaban estar cerca de este santo! Sus palabras eran admirables. Cada día, al terminar mi servicio, hacía una reverencia para solicitarle permiso y me retiraba. Siempre me decía alguna cosa. Tenía cuatro dichos y cada tarde, cuando estaba por retirarme, me decía uno de ellos. Decía así: "Que Dios guarde por siempre la caridad" (esta frase la decía siempre antes de cada sentencia); "los Padres han dicho: Respetar la conciencia del hermano engendra humildad". Otras veces me decía: "Que Dios guarde por siempre la caridad; los Padres han dicho: nunca he preferido mi voluntad a la de mi hermano ". Otras veces: "Que Dios guarde por siempre la caridad; huye de todo lo que es del hombre y ser s salvo".

Y finalmente: "Que Dios guarde por siempre la caridad. Llevad las cargas unos de otros y así cumpliréis la ley de Cristo (Ga 6,2)".

Cada día el Anciano me daba una de esas cuatro sentencias como quien da un vi tico, al retirarme por la tarde. Y yo las consideraba igualmente, como si fueran para la salvación de toda mi vida. Pero a pesar de la confianza que tenía con el Anciano, y el gusto que me daba el servirlo, al presentir que un hermano estaba triste porque quería él servir al Anciano, fui al abad y le dije: "Este servicio le convendría más a este hermano, si a usted no le molesta". Pero ni él ni el Anciano consintieron en ello. Hice todo lo que pude para que ese hermano fuese preferido a mí. Durante los nueve años que estuve a su servicio, nunca dije ninguna palabra desagradable a nadie. Sin embargo tuve que soportar una carga, y lo digo para que no se piense lo contrario.

57. Sucedió que un hermano me persiguió insultándome desde la enfermería hasta la capilla. Yo, que iba delante de él, no dije una sola palabra. Cuando el abad se enteró (no sé por medio de quién) quiso castigarlo. Entonces yo me postré a sus pies suplicándole: "No, por el Señor. Fue mi culpa. ¿En qué fue culpable ese hermano?" Otro hermano, ya sea para probarme o por necedad, Dios lo sabe, durante cierto tiempo orinaba todas las noches cerca de mi cabecera, y entonces mi cama quedaba mojada. Otros hermanos venían todos los días a sacudir su colcha delante de la puerta de mi celda. Yo veía cómo las chinches se metían en el cuarto sin poder matarlas por la cantidad que había a causa del calor. Al irme a acostar se me venían todas encima. Me dormía a causa de mi cansancio extremo, pero por la mañana encontraba mi cuerpo todo picado. Sin embargo nunca dije a esos hermanos: "¡No hagan eso!, o ¿Por qué hacen eso?". Mi conciencia me atestigua que nunca dije una palabra que pudiera herir o afligir a alguien.

Aprendan también ustedes a llevar los fardos los unos de los otros (Ga 6, 2). Aprendan a respetarse mutuamente. Y si uno llega a oír una palabra desagradable de un hermano, o si le toca cargar con algo contra su gusto, no se descorazone ni se irrite enseguida. No reaccionen en el combate o frente a una ocasión provechosa con un corazón relajado, descuidado, sin fuerzas e incapaces de soportar el menor golpe, como si fuesen un melón al que la más pequeña piedra puede dañar y pudrir. Tengan un corazón firme, tengan paciencia y hagan que su mutua caridad supere todas las contrariedades.

58. Si alguno tiene un cargo o tiene que solicitar alguna cosa, ya sea al jardinero, al mayordomo, al cocinero o a cualquier otro hermano encargado de un servicio, esfuércese, tanto el que pide como el que responde, por guardar siempre la calma, para no turbar su espíritu ni ceder a la antipatía, al malhumor, ni a la voluntad propia o a la autojustificación, porque los alejarían del mandamiento de Dios. Cualquier cosa que sea, grande o pequeña, es preferible despreciarla o dejarla de lado. La indiferencia ante las cosas es verdaderamente algo malo, pero peor es perder la tranquilidad al punto de perturbar nuestra alma para poder realizarlas. Por lo tanto, cuando tengan que hacer cualquier cosa, aunque sea muy sena y urgente, no quiero que la hagan con prisa o turbación. Quiero que estén convencidos de que cualquier obra que tengan que realizar, sea grande o pequeña, no es más que la octava parte de lo que buscamos, mientras que guardar la paz del alma, aunque haya que dejar algún servicio, es la mitad o los cuatro octavos de la meta que buscamos. ¡Fíjense qué diferencia!

59. De esta manera, cuando hagan algo y quieran hacerlo bien y acabarlo, pongan su empeño en realizarlo, lo que, como he dicho, equivale a la octava parte de su objetivo, y guarden intacta la calma, que equivale a la mitad o a los cuatro octavos. Si se debe cometer una transgresión o apartarse del mandamiento, hacerse daño a si mismo o a otro para poder cumplir con lo que se debe hacer, no se justifica perder la mitad por salvar un octavo. El que obra de esa manera no realiza su servicio con sabiduría. Ya sea por vanagloria o por deseo de agradar, se preocupa en discutir o atormentarse a sí mismo y a los otros, para lograr finalmente que se le diga que nadie ha hecho la cosa tan bien como él. ¡Fíjense, hermanos, qué gran virtud! No, hermanos, esto no es una victoria sino una derrota, y desastrosa. Por mi parte yo les digo: si uno de ustedes es enviado por mí a hacer alguna cosa, y ve que comienza a turbarse o sufre cualquier otro perjuicio, que lo deje inmediatamente. No se hagan mal a ustedes mismos o a cualquier otro. Es preferible que la cosa no se haga y se la deje, a fin de no turbarse ni perturbar a los otros. De otra manera perder n la mitad para ganar el octavo, lo cual es claramente desatinado.

60. Si les digo esto no es para descorazonarlos y que renuncien a los trabajos, o para descuidar o abandonar inmediatamente las cosas con el objeto de verse libre de toda preocupación. Tampoco lo digo para que desobedezcan, diciéndose a si mismos: "No puedo hacer eso porque me hará mal. No me conviene hacerlo". Con estos pensamientos nunca podrán tomar ningún trabajo ni cumplir un servicio a Dios. Aplíquense más bien con todas sus fuerzas a cumplir su servicio con caridad, sometiéndose mutuamente, honrándose y estimulándose fraternalmente unos a otros. No hay nada tan poderoso como la humildad.

Por lo tanto si uno de ustedes ve a su hermano apenado o él mismo lo est , corte rápidamente y conceda la prioridad al otro sin esperar a que se produzca algún daño. Pues como ya lo he dicho mil veces, es más provechoso que una cosa no se haga según nuestra voluntad sino que si es necesario, se haga, pero no por nuestra obstinación o pretendidas razones; y aunque parezca convenientes nunca has que disputar y contradecirse mutuamente, perdiendo así la mitad. El daño que se sigue es muy distinto. Puede suceder que también perdamos la octava parte por no hacer nada. Así les sucede a los que obrar con un celo malo. Es indiscutible que todas las obras que realizamos las hacemos con vistas a obtener un objetivo, un provecho. Y ¿qué podemos sacar si no nos humillamos los unos ante los otros? Obrando de otro modo sólo encontraremos perturbación y nos molestamos mutuamente. Ya saben, hermanos, lo que dice el libro de los Ancianos: "Del prójimo vienen la muerte y la vida".

Hermanos, mediten sin cesar en sus corazones estos consejos. Estudien las palabras de los santos Ancianos. Esfuércense en el amor y el temor de Dios, por buscar su aprovechamiento y el del prójimo. De ese modo podrán progresar en toda circunstancia, con el auxilio de Dios. Que nuestro Dios nos gratifique en su bondad por el temor que le tenemos, pues está dicho: Teme al Señor y guarda sus mandamientos: ese es el deber de todos los hombres (Ecle 12 13).