Filoteo el Sinaíta  

 

 

Se desarrolla en nosotros un combate más arduo que la guerra visible. El obrero de la santidad debe, animosamente, correr en espíritu hacia la meta (cf. Flp 3, 14) para conservar perfectamente en su corazón el recuerdo de Dios, tal como se hace con una perla fina o una piedra preciosa. Debemos abandonarlo todo; despreciar nuestro cuerpo y la vida presente para tener en nuestro corazón solamente a Dios...

 

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Aquellos que entablan el combate interior del espíritu deben elegir en las santas Escrituras las ocupaciones espirituales que aplicarán con todo celo a su espíritu, como compresas de santidad. Desde muy temprano se ha dicho que es necesario mantenerse como centinela, con una inflexible resolución ante la puerta del corazón, con el recuerdo atento de Dios y la oración constante a Jesucristo en el alma; por la vigilancia del espíritu perseguir a muerte a todos los pecados de la tierra; por la intensidad del recuerdo de Dios decapitar para el Señor los poderes, es decir, cortar las primeras manifestaciones de los pensamientos enemigos tan pronto como aparezcan...

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Muy pocos hombres conocen el reposo del espíritu. Es el privilegio de aquellos que ponen todo su esfuerzo en atraer hacia ellos la gracia divina y su consuelo espiritual. Si queremos ejercitar la obra del espíritu -la filosofía en Cristo- por la vigilancia del espíritu y la sobriedad, comencemos por privarnos del exceso en los alimentos, disminuyendo tanto como sea posible la bebida y la comida. La sobriedad merece su nombre de «camino», pues conduce al reino, al reino interno, al mundo por venir; merece también el nombre de oficio del espíritu, pues ella trabaja y pule los rasgos de nuestro espíritu y lo hace pasar de la condición apasionada a la impasibilidad (apatheia). La sobriedad es la pequeña ventana por la cual Dios penetra para mostrarse al espíritu.

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Allí donde están reunidos la humildad, el recuerdo de Dios hecho de sobriedad y de atención, la oración inflexible contra los enemigos, allí está el «lugar de Dios», el cielo del corazón, el sitio al que las tropas del demonio temen acercarse, pues es la morada de Dios.

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La primera puerta que se abre sobre la Jerusalén interior -la atención del espíritu- es el silencio cuidadoso de los labios hasta tanto el espíritu no haya alcanzado su silencio. La segunda es una abstinencia, exactamente calculada, de comida y bebida. La tercera, un recuerdo y una meditación incesante acerca de la muerte, que purifican a la vez el alma y el cuerpo... El recuerdo de la muerte, esta hija de Adán: ¡cuánto he deseado conservarla siempre como compañera, descansar cerca de ella, conversar con ella, interrogarla acerca de la suerte que me espera cuando haya abandonado este cuerpo! Pero el olvido maldito, ese vástago tenebroso del demonio, a menudo me ha impedido hacerlo.

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Se trata de una guerra secreta en la cual los espíritus malos combaten contra el alma a golpes de pensamiento. Como el alma es incorporal, las potencias del mal la atacan inmaterialmente conforme a su naturaleza. Se preparan armas y frentes de batalla, se desarrollan emboscadas y conflictos terribles, existen combates cuerpo a cuerpo... victorias y derrotas se comparten. Un solo punto de semejanza falta en la guerra espiritual, es la declaración de hostilidades... Ella estalla repentinamente y sin previo aviso con una incursión en las profundidades del corazón sorprendiendo al alma en una emboscada mortal. ¿Por qué tales asaltos? Para impedirnos cumplir la voluntad de Dios conforme a la oración: «¡Hágase tu voluntad!» (Mt 6, 10), es decir, los mandamientos. Aquel que atentamente cuida su espíritu del error por la sobriedad y observa con perspicacia los asaltos y las refriegas en torno a las imaginaciones ha recogido el fruto de una larga experiencia.

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Cuando hayamos adquirido un cierto hábito de temperancia y de renunciamiento a los pecados visibles producidos por los cinco sentidos, estaremos en condiciones de cuidar nuestro corazón en Jesús, de recibir su iluminación, de saborear en nuestro espíritu con ferviente ternura las delicias de su bondad. La ley que nos prescribe purificar nuestro corazón no tiene más razón de ser que arrojar las imágenes de los malos pensamientos de la atmósfera de nuestro corazón; disiparlos por una atención constante para que podamos ver claramente, como en un día sereno, a Jesús, el sol de verdad, iluminando en nuestro espíritu los aspectos (las razones) de su majestad.

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El alma es asediada, sitiada por los malos espíritus y encadenada a las tinieblas. Ese círculo de tinieblas le impide orar como ella querría; está invisiblemente encadenada y sus ojos interiores ya no ven. Pero cuando ella se dedica a la oración y orando se esfuerza en la sobriedad, entonces comenzará, gracias a esta oración, a desprenderse poco a poco de esas tinieblas. Aprenderá que existe en el corazón otra guerra invisible, un combate de pensamientos impuros inspirados por los espíritus de malicia. Las Escrituras nos dan el testimonio: «Si la ira del rey se levanta contra ti, no dejes tu puesto» (Ecl 10, 4). El espíritu ocupa su lugar manteniéndose firme en la virtud y la sobriedad.

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Retengamos con todas nuestras fuerzas a Cristo - a quien el enemigo se esfuerza sin cesar por arrojar de nuestra alma- por temor a que Jesús, ante la multitud de pensamientos que llenan ese lugar, se retire de ella. No se obtiene esto sin un gran trabajo... El hombre que durante todo el día repasa el recuerdo de la muerte tiene más agudeza para descubrir el descenso de los demonios y puede expulsarlos inmediatamente.

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El recuerdo suave de Dios, es decir, de Jesús, acompañado por una cólera sentida y una benéfica amargura, puede en todo momento llegar a destruir la fascinación de los pensamientos, la diversidad de las sugestiones, palabras, sueños e imaginaciones tenebrosas, en suma, todas las armas y todas las tácticas que el artesano de muerte pone en práctica impunemente para devorar nuestra alma. La invocación de Jesús consuma todo esto cómodamente, pues sólo hay salvación en Jesús...

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A toda hora y a cada instante guardemos celosamente nuestro corazón de los pensamientos que oscurecen el espejo del alma, que por su naturaleza está destinado a recibir los rasgos y la impresión luminosa de Jesucristo... Busquemos el reino de los cielos en el interior del corazón y encontraremos seguramente la perla... puesto que hemos purificado el ojo de nuestro espíritu.

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La sobriedad purifica la conciencia y la hace brillar. Así purificada, la conciencia expulsa todas las tinieblas de su seno; la luz resplandece repentinamente cuando se retira el velo opaco que la ocultaba. Cuando se persevera en esta sobriedad atenta y constante, la conciencia muestra nuevamente lo que había olvidado, lo que se le escapaba, y al mismo tiempo, al amparo de la sobriedad, enseña el arte de la guerra del espíritu contra el enemigo y los combates de pensamientos. Nos revela cómo arrojar los venablos en ese combate singular, cómo atajar de pleno a los pensamientos con certera mirada, cómo hurtar el espíritu a los atentados refugiándose de las tinieblas funestas en la luz deseada de Cristo. Aquel que ha gustado esta luz me entiende. Esta luz, una vez saboreada, tortura en adelante cada vez más al alma con una verdadera hambre, pues el alma come sin jamás saciarse; cuanto más come, más hambre tiene. Esta luz atrae al espíritu como el sol atrae al ojo, esta luz, inexplicable en sí misma y que, sin embargo, se hace explicable: no en palabras sino en la experiencia de aquel que la goza, o más exactamente, de aquel que es herido por ella; esta luz me impone el silencio, aunque mi espíritu hallaría placer en extenderse mucho mas...

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Escucha cómo debe combatirse en esta guerra que se desarrolla en nosotros día tras día y sigue mi consejo: a la sobriedad une la oración, y la sobriedad purificará la oración y la oración a la sobriedad. Pues la sobriedad es un ojo perpetuamente abierto que reconoce a los intrusos, les intercepta la entrada y se apresura a llamar en su ayuda a nuestro Señor Jesucristo para arrojar a esos adversarios peligrosos. La atención intercepta la ruta con su resistencia, y Jesús, prontamente invocado, expulsa a los demonios y a su cortejo de imaginaciones.

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Cuidad vuestro espíritu con la atención más intensa. Desde que percibáis un pensamiento resistidle sin demora y, al mismo tiempo, apresuraos a invocar a Cristo nuestro Señor para que ejercite su venganza. No habréis terminado de invocarlo y ya el dulce Jesús os dirá: «Heme aquí, cerca de ti para socorrerte». Cuando vuestra oración haya subyugado a vuestros enemigos, prestad atención nuevamente a vuestro espíritu. Las olas llegarán entonces y se cernirán sobre vosotros, unas más poderosas que las otras y vuestra alma, vacilante, estará amenazada por el naufragio. Pero Jesús es Dios, y ante la llamada de sus discípulos dominará a los vientos del mal. En cuanto a vosotros, cuando los toques del enemigo os dejen un momento en reposo, glorificad a aquel que os ha salvado y vivid con el pensamiento de la muerte.

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Caminemos con una completa atención del corazón ejercida desde el fondo del alma. La atención, cotidianamente aliada a la oración, produce un nuevo carro de fuego que conduce al hombre hacia el cielo. ¿Qué digo? El corazón bendito del hombre, sólidamente fijado en la sobriedad, se convierte en un cielo interior, con su sol, su luna, sus astros, y aborda al Dios inaccesible por una ascensión y una visión misteriosas. Que aquel que ama la divina virtud se esfuerce a cada instante por pronunciar el nombre del Señor y convertir en acción sus palabras con todo el impulso de que sea capaz. El hombre que utiliza una cierta violencia contra sus cinco sentidos para anularlos e impedirles arruinar su alma, hace mucho más fácil para el espíritu el combate interior del corazón; rechaza el mundo exterior mediante ciertos recursos; lucha contra los pensamientos por medio de astucias espirituales; abruma a los placeres carnales por la fatiga de las vigilias; se priva de comer y de beber y reduce el cuerpo lo suficiente para facilitar de antemano la guerra del corazón. Todo el beneficio será para vosotros. Torturad vuestra alma por el pensamiento de la muerte, reunid vuestro espíritu disperso por medio del recuerdo de Jesucristo, fundamentalmente por la noche, pues el espíritu es por lo general más puro en ese momento, más lleno de luz, más dispuesto a contemplar a Dios y las cosas divinas con lucidez.

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No eludamos con malas razones las sugestiones incesantes y salvadoras de la conciencia en lo que se relaciona a nuestra conducta y a nuestros deberes, pues si una sobriedad eficaz, ejercitada en la acción minuciosa del espíritu, la ha purificado, esta pureza tiene como efecto natural producir juicios objetivos y exentos de duda...

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El fuego de la madera desprende un humo que irrita los ojos, pero, desde que aparece la luz, el placer toma el lugar de la irritación. Igualmente, la atención, por la compulsión que impone, produce agotamiento. Pero Jesús, invocado, llega y trae la luz al corazón. El recuerdo de Jesús unido a la iluminación nos conduce al bien supremo.

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El hombre que se abandona a los malos pensamientos no podrá purificar de pecado al hombre exterior. Aquellos que no arrancan de su corazón los malos pensamientos, no dejarán de traducirlos en sus correspondientes malas acciones...

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Esto comienza por la sugestión y continúa por la relación, luego por el asentimiento, después la cautividad y, finalmente, la pasión, caracterizada por la continuidad del hábito. He aquí como es lograda la victoria del mentiroso. Este es el modo como definen los Padres a esa sucesión.

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La sugestión, nos dicen, es el pensamiento puro o imagen de un objeto nacido en el corazón y presente al espíritu. La relación consiste en conversar apasionadamente con el objeto manifestado. El asentimiento es la tendencia de un alma complaciente hacia el objeto visto. La cautividad es la abducción involuntaria del corazón, el comercio durable - funesto para nuestro estado excelente -con el objeto en cuestión. Los Padres nos dicen que la pasión es una disposición inveterada en el alma.

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Aquel que desde un principio resiste a la sugestión, o contiene todo movimiento apasionado a su respecto, arroja del cuerpo el mal...

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La mayoría de los monjes no miden el daño que sufre el espíritu a causa de los demonios. Luchan por la rectitud de sus acciones, no se preocupan por cuidar su espíritu y pasan su vida en una simplicidad sin desconfianza. En mi opinión, son totalmente inconscientes de las tinieblas de las pasiones interiores porque no tienen la «pureza del corazón». Roguemos por los hermanos a quienes su simplicidad coloca en tal estado y enseñémosles, en la medida de lo posible, a abstenerse, no sólo de las acciones malas que pueden verse, sino también de aquellas que el diablo opera en el corazón. A los que están colmados del divino deseo de purificar el ojo de su alma los espera otra operación en Cristo, otro misterio.