Reino

PaoÚEÓQ [basileús] soberano, rey; paaúeía [basüeia] dignidad real, soberanía real, reino; flctoüevco [basileúó] ser rey, reinar; av^fitxaúMm [symbasileúó] cogobernar; f}xaO.£iot; [basfleios] real, regio; paaúiKÓq [basilikós] regio, real;fiaoOdGoa[basílissa] reina

I 1. El sustantivo basileús se halla atestiguado ya en el linear B y designa originariamente y de una manera general al soberano, y luego espec. al rey.

a) En el griego micénico basileús no designa al soberano del estado, sino a un jefe subordinado o a un caudillo que está a las órdenes de otro; el rey es aquí xval; [ánax], esto es, el soberano divino. El título de ánax y las concepciones ligadas con él desaparecen, sin embargo, con el tiempo y el basileús aparece en la misma línea que el rey (cf. sobre esto Webster, 25 ss).

b) En Homero basileús designa al señor heredero legítimo de un reino grande o pequeño. Así Ulises de Itaca puede ser basileús (cf. Od. 19,108 ss). El poder del rey se remonta desde Homero a Zeus y el rey es designado como «alimentado o criado por Zeus»: óioTpr.(pnq [diotrephes] (p. ej., II. 2,196 s). Hesíodo celebra la sabiduría del rey y su disposición para la magistratura y lo presenta como inspirado por las musas (Th. 80.86).

c) Cuando el reinado de los nobles se extinguió y después en diversos estados de Grecia los aristócratas se erigieron en monarcas, surgió un nuevo concepto para designar a los que habían ocupado así el mando: Topamos [tyrannos] designa —sin infravalorar el ejercicio del mando— al que ha llegado al trono ilegítimamente. Sólo el «tiranicidio» (el 514 a. C. en Atenas) y la consiguiente glorificación de los asesinos Hermodio y Aristogitón provocaron el significado negativo de la palabra tyrannos y frente a ella dieron nueva vida al concepto de basileús que seguía teniendo en la vida política griega cierto rango para designar al soberano legítimo y auténtico. Ante todo fue Platón el que representa esta concepción con su duro enjuiciamiento del tirano y la valoración ética del basileús por la exigencia de que los reyes seanfilósofos y losfilósofos reyes (Resp. V. 473d; Polit. 292e; Cf. asimismo Aristóteles, Pol. III 13p, 1284a 13).

d) La realeza divina helenística no procede de Platón. La tradición política del reino popular macedónico y del reino divino de los aqueménides y la sublimación de ambos por la personalidad de Alejandro Magno contribuyen a la explicación del desarrollo de la idea. Los apodos de los diadocos p. ej. «rey bienhechor» (wepyétrjQ [euergétes]) sirven para una exclusión programática de los rivales y han de entenderse como propiedades divinas. Un diadoco, Antíoco IV Epífanes de Siria, por su empeño en helenizar a la fuerza el judaismo se convirtió en el tipo del Anti-Dios (cf., entre otras cosas, la erección de un altar a Zeus en el templo de Jerusalén; cf. Me 13, 14).

e) Un nuevo florecimiento vivió el reinado divino de Alejandro Magno en el culto romano al emperador. Pues solamente mediante la aceptación de la idea griega de la encarnación de lo divino en el César, estuvo en condiciones Augusto para concentrar en su persona el imperium, que no era ni nacional ni culturalmente unitario. La profesión KvpioQ 'InaoSg [kyrios lesoüs], con la que los cristianos proclamaban a Jesús como el Señor, debía destruir la ideología carente de vida del imperio romano y provocar como reacción las persecuciones contra los cristianos en los tres primeros siglos (cf. Lietzmann, I, 158 ss).

2. La forma abstracta basüeia data de una época posterior a basileús y se halla atestiguada por primera vez en Herodoto (I, 11 en la forma jónica de (¡noútiin [basiléíe]). a) El concepto de hasileia designa originariamente el ser, el estado y el poder del rey y debe traducirse por lo general por dignidad real o soberanía real (p. ej. Jenofonte, Mem. IV.6, 12; Aristóteles, Pol. III 1 Op 1225b, 32 ss). b) Junto a este significado aparece un segundo, que acentúa el aspecto especial de basüeia; pues la dignidad de un rey se manifiesta en el terreno en el que él impera o manda. Según eso, hasileia adquiere el significado de reino o imperio, y designa por tanto la extensión de territorio en la que manda un rey (POxy 1257, 7).

3. El verbo basileúó, atestiguado desde Homero, tiene a) el significado de ser rey, mandar, reinar (p. ej. Homero, II. 2, 203; Od. 2, 47) b) el sentido ingresivo (espec. en aoristo) de hacerse rey, tomar el mando (p. ej. Herodoto I, 130; Tucídides, 2,99, 3). Symbasileúó indica la comunidad del mando: cogobernar (p. ej. Polibio, 30, 2, 4). El adjetivo basileios y basilikós (desde Esquilo, Herodoto) designan ambos lo que pertenece al rey: real o regio. Finalmente hay que mencionar el término real femenino de basílissa, que arrumbó las formas áticas basilís o basüeia y que se halla atestiguado por primera vez en el cómico Alceo y en Jenofonte, Oec. 9, 15 así como posteriormente con frecuencia (p. ej. en Filón y Josefo). Significa la reina. II En los LXX, este grupo de palabras se encuentra con mucha frecuencia, por lo general como traducción de las palabras formadas por la raíz mlk, ser rey, gobernar. A diferencia de la proporción de los casos en que se repiten estas palabras en el NT (cf. infra III, resumen inicial) el concepto de basileús, que casi se encuentra en todas las obras escritas (principalmente en las obras históricas) en numerosas ocasiones, en un sentido totalmente unívoco, mientras que basileia aparece «solamente» cerca de 400 veces y sólo en Daniel desempeña un papel propio junto a basileús. Asimismo es importante la observación de que este grupo de palabras se usa en primer lugar para designar \os ve-yes terrenos \ su soberanía proíana y que so\o en segundo \ugar se apVica a \a realeza de \arwé. De ahí que la concepción del reino de Yahvé sólo se puede entender en el contexto del reino israelita.

1. a) Reyes hubo en todos los pueblos con los cuales estuvo en contacto Israel desde la ocupación del país. En cambio Israel estableció la realeza relativamente tarde. Esto es tanto más extraño, cuanto que los edomitas, moabitas, amonitas, que realizaron al mismo tiempo que ellos la ocupación del país, llegaron muy pronto después de su sedentarización a la forma estatal del reino nacional. En cambio, los israelitas constituyeron después de la toma del país durante todavía dos siglos como una alianza sagrada de razas con un santuario central. La vacilación inicial de Israel para aceptar la institución de la realeza se funda en la concepción de la «guerra santa», que el mismo Yahvé hace por Israel (Ex 14,14; Jos 23,10; Jue 7,22; sobre este punto, cf. GvRad, Heiliger Krieg 6 ss; 14 ss): el mismo Yahvé es el supremo general del ejército israelita y el dueño ilimitado del país. b) La opresión crónica y a veces incluso la derrota de Israel por parte de losfilisteos es la ocasión externa para la institución de la realeza en Israel. Según la tradición más antigua de 1 Sam9, 1-10, 16; 11,1-11.14 s, que es la que más de cerca se aproxima a la realidad histórica, fue el mismo Yahvé quien, en vista de la necesidad política de su pueblo, tomó la iniciativa e hizo que el benjaminita Saúl fuese ungido por Samuel como rey (1 Sam 9, 16). Sin embargo, junto a este juicio positivo de la realeza aparece desde el principio su rechazo del punto de vista del imperio teocrático de Yahvé, que se manifestó especialmente y estaba particularmente vivo en el reino del norte.

Así se puede trazar una línea que va desde Gedeón, descendiente de Manases (Jue 8, 23: «ni yo ni mi hijo reinaremos sobre vosotros, pues es Yahvé quien reina sobre vosotros»), pasando por Oseas, el último profeta del reino del norte, con su tendencia antirregalística (Os 3, 4; 7, 3; 13, 10 ss), hasta la noticia matizada deuteronomísticamente sobre el establecimiento de la realeza en Israel (1 Sam 8, l-22a; 10, 17-27). Ante el ruego del pueblo: «...nómbranos un rey para que nos gobierne como se hace en todas las naciones», Yahvé contesta: «...me han rechazado; no me quieren por rey» (1 Sam 8, 5-7). La contraposición entre una noticia aprobatoria y otra crítica sobre el establecimiento del reino (1 Sam 8-12) hace que se vea a las claras la problemática que desde el principio gravitó sobre la realeza israelita: la de ser juntamente un don y un rival de Yahvé.

c) Para la realeza judía la legitimación sagrada que David recibió a través de la promesa de Natán tiene una importancia decisiva (2 Sam 7, 1-7.11 b. 16). Ahi se promete a la casa de David una permanencia perpetua (v. 16). Por esa alianza con David, la legitimidad de los herederos de David en el reino de Judá nunca se puso en tela de juicio, sino que se aseguró la estabilidad de la dinastía a través de todas las perturbaciones que surgieron en torno al trono. Por el contrario, el reino del norte, tras la suspensión de la unión personal con Judá bajo Jeroboán I (1 Re 12, 1 ss) nunca consiguió la estabilidad de la dinastía davídica, ya que en dicho reino seguía viviendo el antiguo ideal del gobierno carismático desde la época anterior a la constitución del estado, según el cual solamente el llamamiento hecho por Yahvé capacitaba para el cargo de gobierno.

A la teología judía sobre el rey —a diferencia de la realeza divina natural de Egipto— pertenecía también la adopción del soberano como hijo de Yahvé, que se celebraba en el día de la entronización y que se canta en los salmos reales (p. ej., 2, 7; 45, 7; 110, 1). Sin embargo, cuanto menos correspondía la realidad histórica de los reyes judíos a las predicaciones de la teología del rey, con tanta mayor fuerza se fue desarrollando la esperanza en un rey mesiánico al final de los tiempos, el cual debía adecuarse definitivamente a la promesa de Natán y a las concepciones acerca del rey asociadas con ella (cf. Gn 49, 8-12; Am 9, 11-15). Espec. el profeta judío Isaías, que se aproximaba a la teología del rey, espera un retoño de David, que inaugurará un nuevo eón de la justicia y de la paz paradisíaca (Is 11, 1-9; 9,1-6; cf. asimismo las profecías mesiánicas de Mi 5,1 ss; Jer 23, 5 ss; Ez 17, 22 ss; detalles en -> Jesucristo, art. Xpwtóz [Christós] II).

2. La fe en la realeza de Yahvé falta en la poesía sapiencial, en los oráculos de muchos profetas y en las narraciones históricas; en cambio, aparece frecuentemente en los himnos del salterio (los denominados salmos de entronización o de Yahvé-rey), en los suplementos posteriores a algunos libros de los profetas (cf. los oráculos contra las naciones del libro de Jeremías, p. ej. Jer 46, 18; 48, 15; 51, 57) y en las narraciones del libro de Daniel, es decir, en las partes más tardías del AT. El concepto de la realeza de Yahvé no es, según eso, un elemento constitutivo de la fe originaria de Israel (Alt. 348). Esto no impide el que Israel viviera desde el principio bajo la pretensión de la soberanía de Yahvé. Al contrario: la fe en la soberanía exclusiva de Yahvé dentro de la alianza sagrada de las tribus se remonta a la época anterior a la constitución del estado (cf. supra la). a) El testimonio más antiguo de la designación de Yahvé como rey se halla por primera vez en el siglo VIII en Is (6, 5): «...he visto con mis ojos al rey y Señor de los ejércitos». No es ninguna casualidad que la designación de Yahvé como rey surgiera precisamente en una visión que tuvo Is en el santuario central de Jerusalén. Y como lo han demostrado algunos textos encontrados en Ugarit (Siria), ya existió en el mundo cananeo-sirio el tipo o figura del Dios altísimo (Gn 14, 19), que llevaba el título divino de «rey» (melek). La designación de Yahvé como melek pertenece, según eso, al campo de las concepciones cananeo-sirías y puede muy bien haber sido tomado en Jerusalén de las tradiciones de la ciudad jebusea y aplicado a Yahvé (Is 6, 5). Para la Jerusalén pre-israelita se halla atestiguado el culto a mólek (Moloc) en medio de la población primitiva (Lv 18, 21; 2 Re 23,10 y passim). Así pues, Yahvé no fue designado como melek antes de la época de los reyes.

El titulo divino de melek ya en el ámbito sirio-cananeo expresa ante todo la soberanía sobre el panteón de los dioses. Este universalismo se refleja ya en los pasajes del AT donde se habla de Yahvé melek; la realeza de Yahvé tiene una dimensión cósmica: él es el creador del mundo (Sal 24, 1; 95, 3 ss y passim), «su soberanía gobierna el universo» (Sal 103, 19). La realeza universal de Yahvé se extiende, sin embargo, también al marco de la historia: «porque el Señor es... emperador de toda la tierra» (Sal 47, 3); es el rey de los pueblos (Jer 10, 7; Sal 47, 4; 99, 2 y passim).

b) Junio a este momento estático del reinado de Yahvé, aparece un momento dinámico del «hacerse» rey, como se expresa espec. en la invocación de los «salmos de entronización o de Yahvé-rey»: «Yahvé reina (= ha sido hecho rey)» (Sal 47, 9; 93, 1; 96, 10; 97, 1; 99, 1).

La implicación mutua entre ser-rey y hacerse-rey aparece de un modo especialmente claro en Dtls: Yahvé es el «rey de Jacob» o el «rey de Israel» (Is 41, 21; 44, 6). En el contexto del anuncio del nuevo éxodo el Dtls hace llegar a la ciudad de Jerusalén este mensaje: «Tu Dios es rey» (Is 52, 7). La proclamación de la realeza de Yahvé como un suceso escatológico —los salmos de entronización no anuncian primeramente ningún acontecimiento escatológico, sino una actualidad vivida en el culto— está ligada en el Dtls con el hecho histórico del nuevo éxodo. El fundamento de su «entronización» no es la naturaleza y su ritmo cíclico (así en Babilonia), sino la acción histórica de Yahvé. (Acerca de la discutida teoría de una fiesta de entronización de Yahvé en Israel, cf. HJKraus, Psalmen BK XV, 1, § 6 XLIII s; excursus b al Sal 24; 201 ss).

c) La teología judeo-mesiánica de la realeza combina la soberanía de Yahvé con la soberanía esperada del mesías. Así es precisamente el profeta jerosolimitano Isaías el que, como primer testigo del título real de Yahvé. lo- escatima casi siempre a los descendientes de David que gobiernan. Incluso el jefe mesiánico del futuro no es para Isaías ningún soberano por sí mismo, sino sólo un funcionario (sar — visir), al cual le confia el cargo el mismo Dios (cf. Is 9,6; 11,1 s). La soberanía del descendiente mesiánico futuro de David es, según eso. el ejercicio de suplencia y la representación de la soberanía real de Yahvé.

Frente a esto se sitúa la tendencia antimonárquica del reino del Norte (1 Sam 8, 7) con su escatología amesiánica (Oseas), que es sostenida todavia por el Dtls, el cual, durante el destierro, anuncia la realeza de Yahvé (Is 41, 21; 44, 6) y su entronización escatológica (Is 52, 7). Finalmente en Ez se halla junta la designación del siervo de Yahvé como rey (37, 24) y como príncipe (34, 24).

3. El sust. malküt es una antigua forma abstracta hebrea que significa reinado, realeza, soberanía real: tiene un carácter más bien dinámico que local. a) El término malküt se refiere en el AT por lo general en el plano totalmente profano a los reinos políticos, p. ej. 1 Sam 20, 31; 1 Re 2, 12; 1 Cr 12, 24; 2 Cr 11, 17; Jer 49, 34; Dn 9, 1, entre otros. b) Aunque lo más frecuente es que aparezca el significado profano de malküt, sin embargo, por analogía con el epíteto de Yahvé, designa también melek en ocasiones la soberanía de Dios como su malküt (soberanía real), que él ejerce actualmente (Sal 103, 19; 145, 11.13; Dn 3, 33).

c) En los textos tardíos la realeza de Yahvé se entiende escatológicamente. Se va abriendo paso el reconocimiento del reinado final de Yahvé, que rebasa todos los límites nacionales. Yahvé reinará un día sobre toda la tierra, ocupará el trono en Jerusalén y allí será honrado por todos los pueblos que acudirán como en peregrinación a Sión (Is 24, 23; Zac 14,9; Abd 21). Lo que caracteriza ahí la esperanza escatológica es que el malküt de Yahvé siempre se presenta como inmanente (cf. ThWb I, 568).

d) Esta esperanza escatológico-inmanente da finalmente en Dn 7 un brinco hacia una representación escatológico-trascendente del reino del «hijo del hombre» (v. 13 s) y del «pueblo de los santos del Altísimo» (v. 27). El hijo del hombre (-» Hijo de Dios, art. uióg TOO áv&pwnov [hyiós toú anthrépou]) representa como individuo (v. 14) a los santos del Altísimo (v. 27), así como el rey en Judá representa al pueblo. Esto quiere decir que, con la entrega del poder al hijo del hombre, se entrega al mismo tiempo a los santos del Altísimo. Al mencionar a éstos, se mencionan seres celestiales que rodean a Dios (Noth, Die Heiligen, 286 ss; cf. Sal 89, 6.8; Job 15, 15; Dt 33, 3; Zac 14, 5 y passim). La entrega del poder a los santos del Altísimo que representan al hijo del hombre tiene lugar dentro de la esfera celestial (v. 13: «vi venir en las nubes del cielo a un como hijo de hombre [NB: una figura humana]»), de forma que en el pasaje del reino universal aparece la soberanía trascendente de los santos del Altísimo que representan al hijo del hombre. En la idea de que Dios tiene en el mundo un plan determinado (la sucesión de los imperios del mundo) y en la contraposición dualística de los cuatro imperios del mundo como el eón del mal y del reino de Dios como dimensión trascendental, aparecen ya aquí los elementos más importantes de la apocalíptica.

4. a) La expresión «reino de los cielos» (malküt sámayim, en griego ¡¡rxai/.eia «ov oópavwv [basileía ton ouranón]) debe su origen al empeño del judaismo tardío por encubrir el nombre de Dios tras el griego malküt yhwh, o con el término s'kina (gloria, en griego: óó£tx [dóxa]) o bien samayim (cielo, en griego: oóparó: [ouranós],. Ahí «reino de los cielos» no quiere decir otra cosa que «Dios gobierna como rey», y, según eso, es una forma conceptual puramente teológico-judía. Y como el «reino de los cielos» no se advierte en el mundo, hay que decidirse con una determinación de la voluntad en pro o en contra del mismo («tomar sobre sí el yugo de la realeza de Yahvé». esto es. confesar al Dios único como rey; ejemplos de esto en St.-B. I, 173 ss). La posibilidad de la aceptación o del rechazo de la realeza se termina evidentemente con su revelación al final de los tiempos. Así pues, reino de Dios «es... en la teología del judaismo tardío un concepto puramente escatológico...» (ThWb I, 572).

b) Así como ocurría en la escatología veterotestamentaria del reino del norte (cf. supra 2c), de la misma manera prosperan juntamente también en el judaismo y van ganando terreno la esperanza del rey-mesías israelítico-nacional del final de los tiempos y la esperanza en la revelación escatológica del reino de Dios: al final del día viene el mesías, se convierte en rey y somete a sí mismo a todos los pueblos de la tierra (cf. St.-B. IV, 968 s). Sólo entonces traspone el umbral de la trascendencia y aparece a la luz del día el reino de los cielos hasta entonces oculto. Sin embargo, falta en el judaismo una relación sustancial (o de contenido) entre la obra del rey mesiánico nacional y la venida del reino de Dios. Esto se confirma por el hecho de que, en el contexto de las afirmaciones sobre la realeza de Dios, el pueblo de Israel como tal no desempeña ningún papel, puesto que la pertenencia al pueblo con miras a la decisión personal con respecto a Dios no puede ser ya un elemento determinante. Así los prosélitos pueden también tomar sobre sí el «yugo del reino de Dios» (St.-B. I, 176). Asimismo hay que observar que, en la literatura rabínica, el concepto «reino de los cielos» aparece relativamente raras veces y de ningún modo con el mismo significado teológico con el que aparece en el mensaje de Jesús. Esto se comprende por el hecho de que, al aparecer Jesús, los círculos pensantes judeo-nacionalistas se dejaban guiar más por la idea del rey-mesías nacional y se equivocaron respecto a Jesús, mientras que en los círculos apocalípticos permanecía viva la esperanza del reino de Dios.

Es cierto que en los escritos de Qnmrán se halla atestiguado el concepto de reino de Dios en alguna ocasión, pero los esenios no conocen ninguna esperanza del reino de Dios.

c) Por lo que se refiere a los pasajes del reino de Dios, los LXX siguen en general los modelos veterotestamentarios; sin embargo, en algunos pasajes, en los que los LXX no tienen modelos hebreos, aparece una influencia helenística. Así los LXX pueden identificar la basiieía con las cuatro virtudes fundamentales (4 Mac 2,23) y decir en Sab 6, 20: «el deseo de la sabiduría conduce al reino». Esta moralización de la sabiduría popular fue realizada de una manera más amplia por Filón (p. ej. De Migr. Abr. 97; Abr. 261; Sacr. AC 49; Som. II, 244). El contenido propio de la basiieía es la soberanía del sabio como verdadero rey (cf. supra I,c). En esta moralización del concepto de basiieía se pierde forzosamente el carácter escatológico veterotestamentario del mismo. «La basiieía es más bien un capítulo de la doctrina sobre las virtudes. El verdadero rey es el sabio» (ThWb I, 575).

Josefa no habla ya de basileús y de basiieía, sino de íjye/ícúv [hegemón], gobernador, administrador y r)ysfiovía [hegemonía], gestión de un cargo oficial.

III En el NT los casos de basiieía tienen preponderancia sobre basileús y [lounAeóeiv [basileúein] (cf. II, resumen inicial). Considerado en su conjunto, este grupo de palabras pertenece en primer término al uso lingüístico de los sinópticos. Basileús y más todavía basiieía desempeñan en Mt y en Le (también en Hech) un papel absolutamente decisivo. Mientras que esos dos conceptos en Jn, en el corpus paulinum y en las restantes cartas del NT sólo se utilizan ocasionalmente, en el Ap se mueven nuevamente más en un primer plano. El verbo basileúó, por el contrario, se encuentra sólo ocasionalmente en los sinópticos, con mayor frecuencia en Ap y, con el más profundo sentido teológico, en Pablo (Rom, 1 Cor).

1. Basileús en el NT En estrecha dependencia con el uso veterotestamentario y judío, en el NT solamente Dios y Cristo llevan con pleno derecho el título de «rey». En cambio, los reyes terrenos encuentran por lo general una valoración restringida.

a) Como reyes terrenos son frecuentemente denominados los que se oponen a Dios y a su mesías: el faraón (Hech 7,10; Heb 11, 23.27); Herodes el Grande (Mt 2, 1 ss; Le 1, 5); Heredes Antipas (Mt 14, 9); Herodes Agripa I (Hech 12, 1.20); Herodes Agripa II (Hech 23, 13-14, entre otros); Aretas (2 Cor 11, 32) y los cesares romanos (1 Tim 2, 2; 1 Pe 2, 13; Ap 17,9 ss). Estos soberanos son denominados «reyes de la tierra» (Mt 17, 25; Hech 4,26; Ap 1, 5; 6,15); «reyes de los pueblos» (Le 22, 25) y «reyes de la tierra entera» (Ap 16, 14; cf. Sal 2, 2 y 89, 28; ThWb I, 576).

Tal como sucede en el AT, en contraposición con la realeza oriental, también en el NT, en contraposición con la realeza romano-helenística, el rey terreno no es la encarnación de lo divino, puesto que solamente Dios o el mesías-rey pueden arrogarse esa dignidad. Así en el Ap, en una aguda oposición a un cesarismo divino que se arroga Domiciano, solamente Dios es reconocido como rey de los pueblos (fiaoifaüc, TCÜV ¿,9V(UV [basileús ton ethndn] Ap 15, 3) y Cristo como el gran rey o rey de reyes ((¡OXTI1EÚ<;

fScLoiAécov [basileús basiléón] Ap 19, 16; 17, 14). La supremacía de Dios, lo mismo que en el AT se expresa frente a los grandes reyes, también en el NT se expresa frente a los «reyes del oriente» (cf. Ap 16,12), por el hecho de que él los pone como azote a su servicio, para aniquilarlos al final del día, cuando no se le sometan por obediencia (Ap 17, 2 ss; 18, 3 ss; 19, 18 ss; 21, 24).

b) Solamente David y Melquisedec reciben, por contraposición a los restantes reyes de la tierra que salen en el NT, una calificación positiva: David por ser el rey elegido por Dios (2 Sam 7) y la raíz del linaje de Jesucristo (Mt 1, 6; Hech 13, 22 y passim), Melquisedec, porque, como rey-sacerdote de Salem (Gn 14, 18), es tipo del sumo sacerdote Cristo (Heb 7, 1 ss).

c) Jesús, «que, por línea carnal nació de la estirpe de David» (Rom 1, 3; Mt 1, 6) es designado en el NT como el rey-mesías de los judíos (ficxaiXevQ TC5V 'Iovdaícuv [basileús ton Ioudaíón]) o el rey de Israel (jiaoiAEVQ lopouj/. [basileús Israel]) (Hijo de David, rey de los judíos, y rey de Israel son predicaciones mesiánicas).

a.) En este aspecto, causa primeramente extrañeza que estas predicaciones se hallen preferentemente en aquella sección de los evangelios que describe el proceso ante Pilato (Me 15; Mt 27; Le 23; Jn 18 s), y allí exclusivamente en boca de los adversarios judíos de Jesús o de Pilato o de sus soldados. En cambio, basileús ton Ioudaíón no aparece como autodesignación de Jesús respecto a sí mismo. Así Jesús es acusado por la multitud, por haber dicho: «...que él es Cristo y rey» (Le 23, 2), y Pilato le pregunta: «¿Tú eres el rey de los judíos?» (Me 15, 2 par). Pilato sitúa al pueblo ante una decisión que tiene que adoptar: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?» (Me 15, 9 par). Y después de la sentencia dada contra Jesús, los soldados romanos se mofan de él con las palabras: «el rey de los judíos» (Me 15, 26 par). Y de la misma manera que los soldados que le vigilan (Le 23, 37), los jefes del pueblo que pasan por delante se burlan de él diciendo: «el rey de Israel, que baje ahora de la cruz» (Me 15, 32 par).

P) Así pues, Jesús, como parece probable por la inscripción que pusieron los romanos sobre la cruz (Me 15, 26), fue sentenciado por la acusación de pretender ser el mesías-rey de Israel, y aunque esta pretensión no se encuentra formulada en boca de Jesús, se puede presumir que la conducta de Jesús dio pie a esta acusación. En todo caso, no es probable que los jefes judíos hubieran acusado a Jesús como pretendiente de la realeza por pura malicia y que Pilato, al poner la inscripción sobre la cruz, hubiera querido únicamente mofarse del mesianismo judaico (acerca de la crucifixión de Jesús cf. -» cruz, art. axavpÓQ [staurós] III, 1). Más bien fue Jesús mismo quien entendió sus curaciones de enfermos, sus expulsiones de demonios y el anuncio del evangelio a los pobres como cumplimiento de las profecías de Isaías (Is 29,18 s; 35, 6 s; 61, 1 s) y, según eso, como acontecimientos mesiánicos (Mt 11, 2 ss; Le 4, 16-26). Asimismo sus dos actuaciones en los últimos días de Jerusalén, la entrada en Jerusalén (Me 11, 1-10) y la purificación del templo con la expulsión de los mercaderes (Me 11, 15-19), dejan bien claro que Jesús se consideraba como el que cumplía las predicaciones mesiánicas.

y) Es evidente asimismo que la cuestión del mesías se aplicó a Jesús, sea porque se pretendió «proclamarlo rey» (Jn 6, 15) en el contexto de la multiplicación de los panes, sea porque, como «una antigua tradición digna de crédito» (Kümmel, loe. cit., 103) indica, le presentaron la pregunta del Bautista (Mt 11,3) bajo una designación mesiánica que no era corriente entre los judíos; si él (Jesús) era «el que había de venir» ( = el mesías, épXÓfievog [er•chámenos]; -> venir, art.'épxojxai[érchomai] III, 3). Precisamente aquí es característico el hecho de que, en su contestación al Bautista, Jesús no responde con una afirmación directa y clara de su realeza mesiánica, sino que lo hace sólo indirectamente aludiendo al cumplimiento de las profecías mesiánicas de una manera velada que sólo podían comprender los oyentes que ya creían (Mt 11,5). Respecto a la humilde condición del mesías-rey-Jesús, los hechos mesiánicos visibles de Jesús son, para los profanos, ambiguos. En el hecho de que Jesús se hubiese considerado de esta manera tan encubierta como el rey de los judíos y el mesías de su pueblo, consiste su «secreto mesiánico» (Me acerca del problema de la conciencia mesiánica de Jesús, cf. -> Jesucristo, art. Xpiazóq [Christós] III, 5).

En esa misma línea se encuentra asimismo la breve respuesta que nos proporcionan todos los evangelios a la pregunta de Pilato sobre si era él el rey de los judíos: ov Áéyeic, [sy légeis], tú lo dices (Me 15, 2). Solamente una vez abandonó Jesús este secreto mesiánico en público y fue justamente en el marco del proceso ante el Sanedrín (Me 14, 53 ss), cuando a la pregunta del sumo sacerdote: «¿Tú eres el Cristo?», respondió claramente con la afirmación: «Yo soy, y vais a ver cómo este Hombre toma asiento a la derecha del Todopoderoso y cómo viene entre las nubes del cielo» (Me 14, 62 par; sobre la problemática del hijo del hombre, cf. -> hijo, art. vídq TOÜ ócvDpánov [hyiós toü anthrópou], III).

5) En la más antigua predicación cristiana, fuera de la tradición sinóptica y del evangelio de Juan, es decir, en Hech y en Pablo, falta la designación de «rey de Israel», «rey de los judíos». De todos modos un pasaje como Hech 17, 7 muestra que los cristianos en Tesalónica son denunciados por los judíos por el hecho de confesar a Jesús como otro rey ((¡aaiÁéa szepov [basiléa héteron]) —así formulan los judíos su acusación desde su punto de vista— en contra de las pretensiones divinas del César romano. Sin embargo, fundamentalmente queda en pie lo siguiente: la aplicación del título de mesías a Jesús, esto es, la predicación de que Jesús, como rey de Israel, es el mesías prometido, aparece en el fondo frente al kerigma cristológico-soteriológico, en cuyo centro se halla la muerte (-> cruz) y la -> resurrección de Jesús (Rom 4, 25; 1 Cor 15, 3 s).

2. El uso lingüístico de basileía en el NT a) En general Al rey terreno-humano corresponde el reino terreno-humano. Así designa basileía, según el contexto, ya sea la dignidad real (p. ej. Le 19, 12.15; Ap 17, 12), ya el terreno en el que se ejerce el reinado, el reino (p. ej. Mt 4, 8 par; Me 6, 23; Ap 16, 10, entre otros). Sin embargo, en casi todos los textos esos reinos terrenos se hallan en oposición —aunque frecuentemente sin que eso se exprese— con la basileía toü theoü, con el reino de Dios, puesto que están sometidos al «Dios de este mundo», al ÓiáfíoXoq [diábolos] (diablo; -> Satán) (Mt 4, 8; en Mt 12, 26 se habla incluso explícitamente de la basileía del demonio). Esto vale ante todo con respecto al Imperio romano, que en Ap es denominado expresamente como «la -> bestia» (id Snpíov [tó therion]) (Ap 13, 1, entre otros).

b) Reino de Dios

Basileía toü theoü es, sólo dentro de la tradición sinóptica, un concepto central, aunque de diversa forma (Me y Le hablan del «reino de Dios» y Mt del «reino de los cielos» o «reino del Padre»). Que con el basileía toü theoü reflejan Me y Le la expresión más antigua utilizada por Jesús, se demuestra no sólo porque la tradición de sentencias y Me utilizan conjuntamente esa fórmula en pasajes en los que Mt habla de la /JaoÚEÍa. TCOV ovpavcov [basileía ton ouranón], del reino de los cielos (Me 1, 15; Mt 4, 17; Le 6, 20 = transmisión de los dichos/Mt 5, 3), sino espec. porque en Mt también se halla atestiguada la antigua expresión «reino de Dios» todavía 4 veces (Mt 12, 28; 19, 24; 21, 31; 21, 43). Así pues, por más que Jesús no haya dejado de usar circunloquios para evitar mencionar el nombre de Dios (cf. Mt 5, 4; la pasiva napaK^nürjaoviixi [ paraklethésontai] serán consolados, esto es, Dios les consolará; Le 16,9 el plural «ellos», es decir, los ángeles, les recibirán en las mansiones eternas = Dios les recibirá; cf. asimismo Le 12, 20; 23, 31 y passim), probablemente habló sólo de la basileía toü theoü. Donde aparece basileía utilizado de manera absoluta (sin la añadidura de toú theoúj es por razón del contexto (Mt 6, 10; 25, 34: xr\v ixoitia.ap.evnv ¡JamÁEÍav [ten etoimasménén basileían], el reino que Dios ha preparado; Le 12, 32; 22, 29; Mt 8, 12: Dios arrojará fuera a los hijos del reino).

c) El reino de Dios como reino futuro que ha de llegar

Para la comprensión de la predicación del reino de Dios por parte de Jesús y de acuerdo con el carácter apocalíptico-escatológico de su predicación, lo mejor es partir de ios pasajes que hablan de la -> venida del reino de Dios en un futuro próximo. Me 1,15 reproduce de un modo conciso y pleno el tema de la predicación de Jesús: rjyyncsv r¡ fiaoúda. TOÍJ Bsov [éngiken he basileía toü theoü], ya llega el reinado de Dios. En otros pasajes el mismo mensaje suena así: el reinado de Dios está cerca (lyyÚQ iaxiv [engys estin]); Le 21, 31; cf. -> meta, art. eyyúc, [engys]), viene (epxexai [érchetai]; Le 17, 20; cf. -> venida, art. epxopxi [érchomai] III, 3). Así pues, Jesús no anuncia que hay un reino de Dios, del cual hay que hacerse partidario o al cual hay que confesar (cf. el judaismo rabínico: supra II, 4a), sino simplemente que el reinado de Dios viene o llega.

Así como el reverdecer de la higuera es un signo de la proximidad del verano, así los acontecimientos del presente revelan la próxima irrupción del reinado de Dios (Mt 13,28 s). A la irrupción o aparición inesperada y repentina del reinado de Dios apuntan las parábolas de la parusía de Jesús: el advenimiento repentino del diluvio, el ataque inesperado del ladrón, el retorno del dueño de la casa inesperado para el guardián y para el criado, la repentina venida del esposo. Todas éstas son imágenes para expresar la llegada repentina de la catástrofe, de la crisis escatológica, que alborea en un futuro limitado temporalmente: «Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto que el reinado de Dios ha llegado ya con fuerza» (Me 9, 1).

Jesús espera el final en un futuro tan próximo que, en un voto de abstinencia, renuncia él a gustar el vino hasta la aparición del reino de Dios (Le 22, 18; Me 14, 25). La -> parusía del hijo del hombre aparecerá antes de que los discípulos hayan terminado en Israel con el anuncio del reino de Dios (Mt 10, 23). De estos pasajes se puede deducir que Jesús contaba con la repentina aparición del reinado de Dios en un próximo futuro y realmente dentro de la vida de la generación de sus oyentes (Me 9, 1; 13, 30).

d) El reino de Dios como presente

Aunque para Jesús la realización del reinado de Dios radica en el futuro, sin embargo, para él ese futuro, en su apremiante proximidad proyecta ya su sombra sobre el presente: «En cambio, si yo echo los demonios con el espíritu de Dios, señal que el reinado de Dios os ha dado alcance» (Mt 12, 28). Las expulsiones de demonios dan a conocer esto: el demonio ha sido atado por el más fuerte (Me 3, 27). El derrocamiento de Satanás, esperado en el judaismo para el final de los tiempos (St.-B. 1,167 s), ha ocurrido ya (Le 10, 18); el reinado de Dios es ya, en la operatividad de Jesús, una realidad efectiva.

A la pregunta de unos fariseos sobre cuándo iba a llegar el reinado de Dios, puede, según eso, contestar Jesús: «El reinado de Dios está en medio de vosotros» (Le 17, 20 s; no: «está dentro de vosotros»; así Lutero). Y porque el reino es ya presente, no pueden los amigos del esposo ayunar (Me 2, 19); por eso también es decisión del Padre (e.ódÓKr¡aEv [eudókesen], aoristo) entregar el reinado a los seguidores de Jesús, al «rebaño pequeño» (Le 12, 32). Con Juan bautista —así dice un antiguo logíon—, con cuya aparición se cierra el período de la antigua revelación de Dios, alborea ya el nuevo eón, en el que el ya presente reino de Dios es combatido (Mt 11, 12 s).

e) El reino de Dios y la persona de Jesús: «una escatología que se realiza»

Para advertir la característica de la escatología de Jesús en comparación con la judía, no basta determinar la primera como la culminación de la expectación próxima. Es mucho más importante la pretensión de Jesús de que la postura que se adopta en el presente hacia su persona establece ya la decisión que se ha de adoptar con los hombres en el juicio final (Mt 10, 32: «Por todo el que se pronuncie por mí ante los hombres, me pronunciaré también yo ante mi Padre del cielo»). El que es obediente a las palabras de Jesús, el que las escucha y pone en práctica, saldrá airoso en la crisis escatológica. Por el contrario, las ciudades impenitentes serán sometidas a juicio porque, a pesar de los «milagros» realizados en ellas por Jesús (Mt 11, 21 s), no hicieron penitencia. El mismo Jesús será el juez escatológico (Mt 25, 41), arrojará a los que sólo dicen «Señor, Señor» (Mt 7, 23) y reconocerá ante el Padre a todos los que le hayan reconocido a él delante de los hombres (Mt 10, 32). En el hecho de tomar partido por la palabra de Jesús (Mt 7, 2427), por las acciones de Jesús, esto es, en el hecho de tomar partido por él mismo, se decide el destino definitivo del hombre, ya que el presente señalado por el anuncio y por la acción de Jesús se halla en estrecha relación con el día del juicio que ha de venir. No sólo es cierto que viene el reino de Dios, sino lo es también que está indisolublemente unido a su persona, «que es la persona de Jesús, aquella cuya acción ocasiona la presencia o actualidad de la realización escatológica» (Kümmel, loe. cií., 101), esto es, ella es lo auténticamente nuevo respecto a la concepción del reino de Dios del judaismo tardío. El reino futuro de Dios es ya en la persona de Jesús una realidad en palabra y acción. Cómo se han de entender estas afirmaciones ha llevado indudablemente en el debate teológico a tesis muy diversas. Frente a la escuela de Ritschls, que entendió el presente del reino de Dios como una comunidad moral que provocaba una actitud ética y rechazó la expectación apocaliptico-escatológica como una herencia judía superada, Joh. Weiss y A. Schweitzer, como defensores de la «escatología consecuente», propugnaron que el mismo Jesús, dependiendo de la apocalítica judía, hizo del anuncio del próximo fin del mundo el contenido central de su mensaje (ASchweitzer, Geschichte der Leben-Jesu-Forschung; espec. el cap. XXI: «Die Lósung der konsequentem Eschatologie »). Frente a la apocalíptica, anuncia Jesús (así A. Schweitzer), como lo auténticamente nuevo, la inminencia de la catástrofe universal.

En oposición a esta solución de la «escatología consecuente», una gran parte de la investigación anglosajona, bajo el influjo de C.H. Dodd, borró totalmente de la predicación la «escatología futura», entendida como una rejudaización de la comunidad cristiana, y por eso habló de la «escatología realizada» en la predicación de Jesús. Dodd, que traduce Me 1,15 por: «The Kingdom of God has come» (el reinado de Dios ha llegado), revalidó y dio con ello, aunque unilateralmente, una importancia decisiva a la predicación de Jesús, en contra de A. Schweitzer.

R. Bultmann se adhiere fundamentalmente a la escatología consecuente de A. Schweitzer («No cabe duda de que Jesús, al igual que sus contemporáneos, esperaba un tremendo drama escatológico»; Jesús, 33), pero trata de proporcionar a la expectación mítico-apocalíptico que del futuro tiene Jesús su propio sentido relacionado con la existencia por medio de una interpretación existencial. Pues la expectación del fin del mundo, que está inminente en el tiempo, es para él la expresión del convencimiento de que, incluso en el ahora, el hombre está situado ante la decisión, de que el ahora para él significa siempre la última hora (loe. cit., 42). El sentido propio de la predicación apocaliptico-escatológica de Jesús sobre la inminencia del reinado de Dios radica, según Bultmann, en que el hombre se halla colocado ante la decisión. «Por lo demás, el venidero reino de Dios no es, en definitiva, algo cuyo advenimiento tendrá lugar en un momento determinado, algo por lo que pueda, acaso por oraciones penitenciales y buenas obras, hacerse alguna cosa que, una vez realizada, se tornará superflua. Es el reino de Dios una potencia que con estar situada totalmente en el futuro, determina plenamente el presente» (loe. cit., 42 s). Con respecto a esto, hay que advertir que el anuncio del reino de Dios por parte de Jesús no tiene como objetivo propio el llamar a los nombres a la penitencia y situarlos ante la decisión. En el punto central del mensaje de Jesús se halla el anuncio de la inminencia apremiante del reinado de Dios, el anuncio del comienzo universal de su reino. La penitencia y la decisión son las consecuencias, pero en el sentido propio de la predicación de Jesús sobre la inminencia del reinado de Dios (Mt 3, 2; 4, 17 y passim). El hecho de que Jesús supere la cuestión recurriendo a términos apocalípticos (Le 17, 20 s) no puede entenderse simplemente como la concentración del anuncio del reino de Dios en el sentido de la existencia.

Así pues, Jesús no anuncia ni sólo la presencia ni exclusivamente la venida futura del reino de Dios. Más bien Jesús, puesto que sabía que el reino futuro de Dios se hacía presente en su acción y en su persona, habló de la venida del reino de Dios que se realizaba ya en el presente del reino de Dios y que se inauguraba de una forma repentina. Así el carácter de la escatología de Jesús puede probablemente describirse mejor por la fórmula «escatología que se realiza» (EHaenchen, JJeremias; sobre la relación entre reino de Dios y predicación del hijo del hombre cf. -> hijo, art. üíóq xov avSpánov [hyiós toü anthropou]).

3. El reino de Dios en la predicación de Jesús a) El reino de Dios, tal como aparece en la predicación de Jesús, se caracteriza como un reino «contrapuesto a todo lo presente y terreno y, por ello mismo, como algo verdaderamente maravilloso» (ThWb I, 585). Por eso el hombre no puede apresurar la venida del reino de Dios ni por la lucha contra los enemigos (así los zelotas) ni imponiendo el costoso cumplimiento de la ley (así los fariseos). Sólo cabe esperar con paciencia y con confianza su venida (cf. las parábolas del grano de mostaza [Me 4, 3032], de la levadura [Mt 13, 33] y de la semilla que crece espontáneamente [Mt 4, 26-29]).

b) Este reino viene en la forma de una catástrofe cósmica (Le 17, 26; Me 13, 26; 14, 62), que es introducida por la venida del «hijo del hombre». Jesús acepta así, en contra de la idea terreno-nacional del mesías, la tradición de la apocalíptica del judaismo tardío con su expectación del hijo del hombre, pero renuncia, aunque también utiliza imágenes apocalípticas (p. ej. la del banquete celestial en el reino de Dios: Me 14, 25; Mt 8, 11) al describir los acontecimientos. Con esta reducción de las concepciones apocalípticas entronca la negación de Jesús ante los empeños para indicar las señales precursoras, pues «la llegada del reino de Dios no está sujeta a cálculo» (Le 17, 20 s).

c) Así pues, Jesús, en contra de la esperanza mesiánica político-nacional, se adhiere a la escatología cósmico-universal de la apocalíptica, pero se mantiene en la tradición veterotestamentaria de la elección, fundamental para la existencia de Israel (Mt 10, 6), y de la voluntad de Yahvé, vinculada a ella, de actuar en todo el mundo por medio de Israel. Realmente Israel no puede tener ningún tipo de pretensión frente a Dios e incluso corre el peligro de que en el día del juicio se vea avergonzado por los gentiles (Mt 12, 42 par), de que se le arrebate el reino de Dios y que sea entregado a los gentiles (Mt 21, 43) y de que Dios arroje a los hijos del reino (de Israel) a las tinieblas (Mt 8, 12); sin embargo, Jesús confía a los doce (-» apóstol), como representantes del pueblo de Dios, el oficio de jueces y de señores en el reino futuro de Dios.

d) Al hecho de que el reino es don de Dios (Le 12, 32), de que se comunica en forma testamentaria (diaxiSnpi [diatíthemi] Le 22, 29), corresponde, por otra parte, el que el hombre sólo lo puede recibir como un niño (Me 10, 15 par), que sólo lo puede esperar (Me 15,43 par). Espec. frecuente es la expresión de «entrar» (daépx^9ai [eisérchesthai]; F.ianopevwüoii [eisporeúesthai]) en el reino de Dios (Mt 5, 20; 7, 21; 18, 3 par; 19, 23 s; 23, 12 y passim), donde este entrar se entiende siempre como algo futuro (Mt 9, 43 ss; Mt 25, 34). Por la presencia del reino de Dios en la persona de Jesús, el individuo se halla situado ante una decisión absoluta. Se está frente a una alternativa cuando Jesús de una forma hiperbólica dice: «Si tu mano derecha te pone en peligro, córtatela...» (Mt 5, 29 s). Algunos incluso han llegado a hacerse eunucos por el reino de Dios (Mt 19,12), pues: «El que echa mano al arado y sigue mirando atrás, no vale para el reino de Dios» (Le 9, 62). Tal decisión no surge de un puro entusiasmo, sino que se apoya en una seria reflexión anterior (Le 14, 28-32) y en la obediencia a la palabra de Jesús (Mt 7, 24-27), pero también en una disponibilidad y una prontitud al sacrificio que puede llegar hasta el ser objeto de odio por parte de la propia familia (Mt 10,17 ss.37). Sin embargo, esa decisión se produce no por un rigorismo encogido, sino sobre la base de una alegría avasalladora ante la vista de la grandeza del don (parábolas del tesoro escondido en el campo y de la perla; Mt 13, 44-46).

e) El reino de Dios es totalmente del más allá, es sobrenatural: sólo procede de Dios, de arriba. Pero al mismo tiempo es totalmente de este mundo. Cuando llega el reino de Dios, los hambrientos quedan saciados, los tristes consolados (Mt 5, 3-10: los macarismos o bienaventuranzas), se ama a los enemigos (Mt 5, 38-42), uno no se preocupa y vive como los pájaros del cielo y las flores del campo (Mt 6, 25-33). También aquí es a través de la persona de Jesús como únicamente se hace presente el reino de Dios que, sin embargo, sigue siendo futuro: en su palabra y en su acción se inicia ya el reinado de Dios. Está ya ahí cuando Jesús se hace solidario de publícanos y pecadores, se pone con ellos a la mesa y les promete y otorga el perdón. Como el que da un banquete llama a los mendigos y a los desamparados a la mesa (Mt 22,1-10), como el amor del padre recibe de nuevo al hijo perdido (Le 15, 11-32), como el pastor va en pos de la oveja descarriada (Le 15,4-7), como la mujer busca la moneda perdida (Le 15, 8-10), como el patrono paga a los trabajadores que han sido contratados los últimos todo el salario completo (Mt 20,1-15), así va Jesús a los pobres, para otorgarles el perdón, «porque ésos tienen a Dios por rey» (Mt 5, 3). Sólo los pecadores que tienen conciencia de grandes pecados (Le 7, 41-43) pueden medir qué es lo que significa el perdón del pecado y la bondad de Dios, ya que «no necesitan médico los sanos, sino los enfermos» (Me 2, 17).

Lo decisivo del anuncio del reino de Dios por parte de Jesús no consiste, por tanto, en que Jesús haya traído una nueva doctrina sobre el reino de Dios o haya realizado la radicalización de las esperanzas escatológico-apocalípticas, sino en que él puso el reino de Dios en una relación indisoluble con su persona. Lo nuevo en el anuncio del reino de Dios por parte de Jesús «es él mismo, simplemente su persona» (Schniewind).

4. El reino de Dios y el reino de Cristo fuera de la predicación de Jesús a) El reino de Cristo Si Jesús por su parte habló solamente de la basileía toú theoü, del reino de Dios, y lo explica como ligado indisolublemente a su persona y sólo en cuanto tal como presente, la comunidad cristiana, después de su resurrección, según la conciencia que tenía de que él había sido colocado como -> Señor (ícúpioq [kyrios]: Flp 2, 9-11; Hech 2, 36), conservó esa predicación del reino de Dios y, como consecuencia lógica, lo aplicó a la basileía de Cristo. Así pues, conservó la comprensión cristológica del mensaje de Jesús sobre el reino de Dios, esto es, la unión indisoluble entre el reino de Jesús y el reino de Dios (¡sólo en la persona de Jesús se hace presente el reino de Dios!).

Que en lo que se dice de la basileía de Cristo se trata de una terminología de la comunidad, lo muestra no sólo el hecho de que «la idea del reino de Cristo es extraña a los estragos más antiguos de la tradición» (JJeremias, loe. cit., 101), sino también la observación de que la mayor parte de los pasajes que hablan de la basileía de Cristo aparecen como reelaboraciones redaccionales de modelos anteriores (Me 9, 1 es más antiguo que Mt 16, 28 y Me 10, 37 más antiguo que Mt 20, 21; en Mt 13, 31 se encuentra paai?xía. zou viov zov ócv^púmov [basileía toú hyíoú toú anthrópou] que es una expresión propia de Mt y se encuentra además solamente en Mt 16, 28; la expresión adicional que se halla en Le 22, 30, «cuando yo sea rey comeréis y beberéis a mi mesa», falta en los paralelos a Mt 19, 28).

Esta reelaboración de los modelos más antiguos es objetivamente legítima. Así dice Jesús, según Jn 18, 36: «La realeza mía no pertenece al mundo éste». Y el autor de 2 Tim sabe que su Señor le guardará eíc. xr\v fiaoileiav amov éizovpávwv [eis ten basileían autoú epouránion], para su reino celeste (2 Tim 4, 18; cf. 2 Tim 4, 1; 2 Pe 1, 11). La indisoluble unión entre la persona de Jesús y la presencia del reino de Dios expresa finalmente de un modo clarísimo la equivalencia entre «reino de Dios» y «Jesucristo», como se deja ver en la siguiente comparación: Mientras José de Arimatea espera en el «reino de Dios» (Me 15, 43), los creyentes esperan a «su Señor» (Flp 3, 20); mientras el mensaje de Jesús en resumen suena: rjyyiKev rj (¡aai/xíoc zou &sov [engiken he basileía toú theoü] (Me 1, 15), Santiago dice: r\ napovaía zov Kupíov íjyyiKEv [he parousía toú kyríou éngiken] (Sant 5, 8).

El seguidor de Cristo abandona las cosas por Jesús (Me 10, 29: EVEKEV épov [héneken emoú]) o por el reino de Dios (Le 18, 29; EÍVEKEV xfjgfiaoiAEÍa<;xov 9EOV [heíneken tés basileías toü theoü]). E incluso la actual generación verá venir «el reino de Dios» (Me 9, 1) o «al hijo del hombre con su reino» (Mt 16, 28; compárese asimismo Le 21, 31 con Me 13, 29). Felipe anunciaba en Samaría «el reinado de Dios y a Jesús el mesías» (Hech 8,12; 28, 31).

Así aparece la forma de hablar de la basileía de Cristo y la equiparación entre el «reino de Dios» y el de «Jesucristo» como el resultado del paso de la cristología implícita a la explícita. Ellas revelan a las claras que, en la comunidad primitiva, la predicación del reino de Dios por parte de Jesús tal vez no se vio desbancada por la predicación de Jesucristo. Más bien la cristología postpascual, en la cual Cristo ocupa el centro del kerigma, viene a ser como el paso de la conciencia de que el reino de Dios sólo se hace presente en la persona de Jesucristo, y de que, según eso, sólo se habla del reino de Dios cuando se habla de Jesucristo. Porque el reino se halla asociado a la persona de Jesús, la buena noticia del alborear del reino de Dios en boca de Jesús después de la pascua se convierte en el evangelio de Jesucristo y en la predicación de su reino.

b) El anuncio del reino de Dios y el kerigma extra-sinóptico

El «reino de Dios», concepto central del anuncio de Jesús, es marginal fuera de los evangelios sinópticos. En su lugar encontramos el kerigma cristológico de la cruz y de la resurrección de Jesús y la espera de su parusía y de la resurrección universal de los muertos, y advertimos conceptos como -»• vida (£<x>rj [zóé]; Jn) y -> justicia fdiKawaóvn [dikaiosyné; Pablo). ¿Existe una continuidad entre el anuncio del reino de Dio^s por parte de Jesús y el kerigma cristológico junto con la doctrina de la rehabilitación por parte de Pablo?

Nos servirá de mucho el poner de relieve las expresiones sinónimas que se encuentran ya en la tradición sinóptica para el concepto de basileía toü theoü:

Según Mt 6, 33, los hombres deben buscar la basileía y su dikaiosyné; en el par de Me 9, 42-48 se encuentran junto a eso las expresiones EÍOEX&EIV EÍQ xrjv (ojrjv [eiseltheín eis ten zóen], entrar en la vida (Me 9, 43-45; cf. Mt 7, 13) y EÍOEAQEIV EÍQ xrjvfioiaÚEÍocvxov BEOV [eiseltheín eis ten basileían toü theoü], entrar en el reino de Dios (Me 9, 47). A la pregunta del joven rico: «¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna, £corjv aiávwv [zóen aionion]?» (Me 10, 17) sigue, en la conversación inmediata de Jesús con sus discípulos, la sentencia de Jesús: «Con qué dificultad van a entrar en el reino de Dios los que tienen dinero (eis ten basileían toü theoü). Como sinónima de la expresión «heredar vida eterna» (Me 10, 17) se encuentra asimismo la expresión «heredar el reino preparado por Dios» (Mt 25, 34). Pablo dice en Rom 14,17: «el reino de Dios... es la honradez, la paz y la alegría que da el Espíritu santo» (dmaioaóvn /caí Eipf\vr\ K<XÍ yjipa. év nvEÓp.ocxi áyíw [dikaiosyné kaí eirené kaí chara en pneúmati hagío]). Asimismo en Ap 12, 10 se encuentran juntas f¡ acaxnpíoi [he solería], r¡ Svvap,iQ [he dynamis] y r\ficnoÚEÍa xov Ssov [he basileía toü theoü]. En vez de la petición de un lugar «en tu gloria» (Me 10, 37: EV xfj óó^n aov [en té dóxe sou], en el par Mt 20, 21 leemos la petición de un lugar «en tu reino», 'ev xfj fiaoÚEÍa. aov [en té basileía sou]; y Le, que en 21, 21 habla de la proximidad del reino de Dios, dice unos pocos versículos antes: «alzad la cabeza, que se acerca vuestra redención ( ánoÁvxpcoaiQ [apolytrósis])» (Le 21, 28).

Los macarismos (Mt 5, 3-10) que prometen la salvación de Dios a los pobres, las parábolas del reino de Dios, que muestran la misericordia de Dios para con los pecadores (Mt 22, 1-11; Le 15, 11-32; 15, 4-7.8-10) y finalmente los sinónimos que se encuentran ya en la tradición sinóptica para el concepto «reino de Dios» (-» justicia, -> vida, -» redención) muestran a las claras que el reino de Dios, que, como futuro, está presente en la persona de Jesús, representa una actuación soteriológica de Dios en favor del hombre. Esta actuación soteriológica de Dios que está ligada a Jesús y que va a través de él se halla en el centro del kerigma extra-sinóptico, cuando Juan —indicando el objetivo de la salvación— habla de la «vida eterna» (zóé aiónios: Jn 3,15.36 y passimj, y Pablo de la -> justificación que se otorga en Cristo, de la vida y de la salvación. En Pablo y en Juan han de entenderse estos conceptos como estrictamente relacionados con la cristología (cf. Jn 3, 15; 11, 25: yo soy la resurrección y la vida; cf. la expresión paulina «en Cristo», espec. en Rom 6). Y cuando en Rom 4, 5 explica Pablo, en cuanto a su contenido, la justicia de Dios diciendo qu.e Dios «rehabilita al culpable», con ello se acepta el cometido central del mensaje de Jesús sobre el reino de Dios, a saber, su aplicación de la salvación precisamente a los pobres y a los pecadores. Asimismo se mantiene el carácter escatológico-futuro del anuncio de Jesús a través de su próxima parusía y la resurrección general de los muertos. En cualquier caso, la teología paulina, como desarrollo de la cristología, tiene, lo mismo que el anuncio de Jesús, un carácter presente y futuro, ya que el crucificado y el resucitado es al mismo tiempo el que ha de venir o el que viene. En la vinculación de la salvación con la persona de Jesucristo, en el desarrollo de la cristología como soteriología, pneumatología y escatología, desarrolló Pablo, de una forma realmente legítima, la línea del anuncio del reino de Dios por parte de Jesús, aunque correspondiendo a la situación post-pascual que tiene su mirada puesta en la cruz y en la resurrección.

c) El reino de Dios y el reino de Cristo

Que el «reino de Jesucristo» es, según la concepción del NT, al mismo tiempo «el reino de Dios», se demuestra por el hecho de que también en los fragmentos extrasinópticos del NT aparecen juntas ambas expresiones, en las que se menciona primero ya sea Dios ya Cristo. Por eso se puede hablar, tanto del «reino de Cristo y de Dios» (Ef 5, 5) como también del reino universal de «nuestro Señor y de su Cristo» (Ap 11, 15). El reino de Cristo y el reino de Dios son, pues, idénticos. La realización del reinado de Cristo desemboca en el reinado de Dios (Ap 5, 10; 20, 4.6; 22, 5), es decir, Cristo al final de los tiempos devuelve al Padre el reino que ha recibido de él (1 Cor 15, 25-28).

La profecía del vidente Juan acerca del reino de los mil años (quiliasmo: Ap 20, 1-7) es, según la historia de las tradiciones, la aceptación del tema apocalíptico del reino mesianico como una época que precede al reino de Dios. La doctrina del reino de los mil años constituye un compromiso entre dos expectaciones del fin que se dan en el judaismo tardío: la mesiánico-nacional y la cósmico-universal. La duración de este reino mesianico como una época que precede al reino de Dios se presenta de diversas maneras en la apocalíptica judia. Pero el imperio de Cristo y el de Dios no son dos reinos que se sucedan uno al otro, sino el imperio de Cristo que desemboca finalmente en el reino de Dios.

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