ESCUCHAR: UN ARTE COMPLEJO

Carlos ALEMANY
Jesuita
Profesor de Psicología
Universidad Comillas. Madrid

«Nos han sido dadas dos orejas, pero sólo una boca, para que podamos oír más y hablar menos»

Zenón de Elea

Zenón de Elea era un buen observador de lo que ocurría en la vida cotidiana: que la gente de entonces hablaba mucho y oía/escuchaba muy poco. Hoy, veinticinco siglos después, su aforismo sigue siendo de plena actualidad. Ahi está como aviso, no sólo para navegantes, sino casi, casi, para náufragos...

¿Por qué practicamos tan poco algo que psicológicamente necesitamos tanto? Ciertamente, los vientos que corren acentúan la prisa, el activismo, el desahogo compulsivo, etc., a los que se suman los avances tecnológicos de la llamada «sociedad del clic». El teléfono, por ejemplo, un buen instrumento para poder comunicarnos, pasa a ser el elemento invasor más habitual en nuestras vidas. Ahora ya ni siquiera necesitamos levantarnos para atenderlo: el inalámbrico interrumpe la comida, la sobremesa.. . Cada vez es más frecuente ver cómo se utiliza en la calle o mientras se conduce el coche... Está, ademásó, la «partline» (el totum revolutum, todos hablando a la vez); etc., etc.

Otro ejemplo: la juventud está ya plenamente inserta en la era del «walkman»: los «cascos» siempre puestos, en el metro, en el autobús, pedaleando, o a la salida de clase... ¡Siempre buscando la hiperestimulación. . . ! ¿Puede darse, en una sociedad así, con una vivencia del tiempo tan acelerada, el espacio, el ámbito y la serenidad suficientes para que se produzca esa escucha sosegada, esa conexión interpersonal que produce el saberse escuchado por el otro? Lo tenemos, ciertamente, bastante difícil. Por eso la escucha es, paradójicamente, un valor tan necesario como contracultural. Tal vez, cuando la hartura se haga ya inaguantable, tratemos de huir de la ciudad al campo. Sin embargo, es posible que nos llevemos con nosotros —también al campo— los ruidos internos y externos que nos impidan abrirnos a una acogida, al deseo que tienen de comunicarse con nosotros nuestra mujer, nuestros hijos, nuestros amigos o vecinos... Y, sin embargo ahí está siempre latente, como esperando su momento, esa capacidad de disfrutar lo natural, de escuchar el viento que peina la sierra, de oír a los pájaros que compiten, en variopinto concierto, con la «música callada».

Tony de Mello formulaba muy acertadamente esta búsqueda de la consciencia lúcida, esa que está presente y conectada a lo que se contempla, ve o escucha. En uno de sus cuentos trae a colación a un discípulo que se quejaba constantemente a su Maestro de que le ocultaba el secreto último del Zen.

«Un día, el Maestro se lo llevó a pasear con él por el monte. Mientras paseaban, oyeron cantar a un pájaro.

—'¿Has oído el canto de ese pájaro?', le preguntó el Maestro.

—'Sí', respondió el discípulo.

—'Bien, ahora ya sabes que no te he estado ocultando nada'.

—'Sí', asintió el discípulo»'.

Oír, escuchar, contemplar. .. requieren un ámbito y una actitud bien distintos de los que habitualmente nos rodean: ruidos, ruidos, ruidos... o palabras. «Palabras para cantar, palabras para rezar, palabras para llorar, palabras, palabras, palabras...», recitaba acertadamente José Antonio Labordeta allá por los años setenta.

Dos falsas creencias -o mitos- sobre el escuchar

A) ¿Es lo mismo «escuchar» que «oir»?

Es innegable que con frecuencia utilizamos indistintamente ambos verbos en nuestro lenguaje ordinario. «¿Es que no me has oído?», le pregunta la esposa a su marido. «Sí, sí... te estaba escuchando...», responde éste, aunque a duras penas podría repetirle las últimas palabras que ha registrado el microordenador de su cerebro.

Cuando hablamos de «oir», estamos refiriéndonos al proceso fisiológico que acontece cuando la recepción de las ondas -estímulos- produce una serie de vibraciones que llegan al cerebro. Hay un umbral de audición que tiene lugar cuando se producen ondas con una frecuencia de entre 125 y 8.000 c/seg. Por debajo de ese umbral, es muy poco... o nada lo que oímos:

—el silencio absoluto o el desierto están entre 0 y 10 decibelios;
—el ambiente de una biblioteca o el cuchicheo, entre 30 y 40 decibelios;
—una conversación habitual de tono moderado puede estar entre 50 y 60 decibelios.

Pero a partir de ahí se «dispara» la estimulación, y el ruido se hace fuerte, intolerable y hasta doloroso:

—el camión que descarga la basura, el frenazo de un coche o una acalorada discusión de los vecinos subirán los decibelios hasta 80-90; —una moto acelerando a tope por una urbanización, o una discoteca «normal», situarán la tensión entre 110-120 decibelios;

Por otra parte, el hecho físico de oír no puede ser detenido, ya que las vibraciones se transmiten a nuestro cerebro inevitablemente, lo queramos o no.

Escuchar es otra cosa. Escuchar es un proceso psicológico que, partiendo de la audición, implica otras variables del sujeto: atención, interés, motivación, etc. Y es un proceso mucho más complejo que la simple pasividad que asociamos al «dejar de hablar».

Relevantes psicólogos de nuestro tiempo han destacado la importancia de esta dinámica del escuchar, calificándola con elocuentes epítetos. C. Rogers hablará del «escuchar empático»; R. Carkhuff, del «escuchar activo», como contrapuesto al pasivo; J. Rowan, del «escuchar holístico» (la escucha como proceso de la totalidad); y E. Gendlin, del «escuchar absoluto» o del «escuchar terapéutico», subrayando en este caso que la escucha no es sólo una mera disposición o simple paso dentro de un proceso de cambio, sino que puede ser en sí misma un proceso sonante, por la capacidad que tiene de facilitar la clave de comprensión de los significados 2.

M. Marroquín ha insistido en esta misma línea, encuadrando la escucha activa como una destreza imprescindible en cualquier tipo de relación de ayuda 3.

También se ha categorizado adecuadamente el escuchar como el proceso de la atención psicológica interna. Escuchamos desde nuestro adentro, limpio de ruidos, y con la atención relajada y convergente. Esperanza Borús 4 desarrolla magníficamente esta relación entre atención-relajación, que hace posible el marco de referencia de la escucha eficaz, más allá de la mera audición repetitiva, tratando de crear todo un estilo de vida diferente.

B) ¿Habilidad natural o destreza aprendida?

La segunda falsa creencia o mito tiene que ver con la suposición de que escuchar es un proceso natural; de que, a no ser que tengamos lesiones orgánicas, escuchar es algo que nos viene dado por evolución desde nuestro nacimiento. Nacemos con los ojos y los oídos cerrados, y casi sin saber respirar; pero enseguida el instinto de conservación y nuestra propia evolución nos enseñarán a respirar, a ver, a oír, a gritar, a hablar y a andar.

Es indudable que hay personas con más habilidad que otras para manejar estos procesos de forma natural, lo mismo que hay personas mas hábiles para hablar, para escuchar o para nadar. Pero, curiosamente, a partir de los años setenta los distintos expertos o «gurus» se fueron encargando de advertirnos que «no sabíamos respirar», que «no sabíamos ver» —sólo sabíamos mirar—, que «no sabíamos relajarnos», que «no sabíamos acariciarnos», que «no sabíamos escuchar»...

Y es que, sobre una base natural, escuchar es una destreza que debe ser aprendida y enseñada, repetida y evaluada. Sólo entonces, lo que aparecía como un aprendizaje artificial pasa a ser algo ya integrado en nuestro propio talante personal. Eso sí, una vez detectados nuestros déficits y mejorados nuestros logros. Sobre ello diremos una palabra enseguida.

En definitiva, nadie tiene que enseñarnos a oír, a gustar o a tocar; pero todo es muy distinto cuando alguien nos hace diestros y expertos en la escucha profunda, en saborear los distintos gustos o en el uso del tacto como comunicación cálida: sólo entonces comprendemos la diferencia que se da entre los procesos naturales y los que se adquieren con programas de adiestramiento para operativizar y maximizar nuestros propios recursos personales. No caer en la cuenta de todo esto significa quedar encerrados —ensimismados— en nuestros propios ruidos o atrapados en las propias pantallas mentales, como muy acertadamente sugiere Krishnamurti:

«La mayoría de nosotros escuchamos a través de una pantalla de resistencia. De una auténtica escucha nos separan nuestros prejuicios, sean religiosos o espirituales, psicológicos o científicos; nos separan nuestras preocupaciones diarias, nuestros deseos o expectativas, nuestros miedos, etc. Y con esto como pantalla... ¡escuchamos! Por lo cual, lo que realmente escuchamos es... nuestro ruido, nuestro sonido, no lo que realmente está siendo dicho...» 5.

Escuchar y ser escuchado: un arte experiencial

Así pues, la dinámica de la escucha implica una actitud, una destreza que podemos ir mejorando, un proceso que puede desarrollar en nosotros uno de los valores personales mm valiosos e incluso proporcionarnos algunas de nuestras mejores experiencias vitales. Carkhuff habla de lo mucho que ayuda actualizar la motivación justamente en el momento anterior a la escucha de alguien. Aquí y ahora, ¿por qué es importante para él o para ella, para mí, para la interacción entre ambos, que yo escuche bien?

Sin embargo, a la larga, el auténtico proceso motivacional es el que nos transmiten nuestras propias experiencias: esas que nos hablan del beneficio o disfrute que nos llegan a través del acto de escuchar, o del alivio y hondo sentido de pertenencia que produce el haber sido escuchado por otros.

Cuando, al final de su vida, trataba de recopilar sus mejores experiencias en la comunicación, Carl Rogers expresaba esto mismo de forma bien sugerente:

«El primer sentimiento simple que quiero compartir con vosotros es lo que disfruto cuando realmente puedo escuchar a alguien. Escuchar a alguien me pone en contacto con él, enriquece mi vida. A través de la escucha he aprendido todo lo que sé sobre los individuos, la personalidad y las relaciones interpersonales...

Esa experiencia la recuerdo desde mis primeros años en la escuela secundaria. Un alumno formulaba una pregunta, y el profesor daba una magnífica respuesta a otra pregunta completamente diferente. Siempre me invadía una sensación de dolor y angustia: '¡Usted no le ha oído!', era la reacción que me producía. Sentía una especie de desesperación infantil ante la falta de comunicación, que era —y sigue siendo— tan común.

La segunda cosa que he aprendido, y que me gustaría compartir con ustedes, es que me gusta ser escuchado. Innumerables veces en mi vida, me he encontrado dando vueltas a una misma cosa o invadido por sentimientos de inutilidad o de desprecio. Creo que he sido más afortunado que muchos, al encontrar en esos momentos a individuos que han sido capaces de escuchar mis sentimientos más profundamente de como los he conocido yo, escuchándome sin juzgarme ni evaluarme...» 6.

No hace falta mayor comentario, pues el texto habla por sí sólo. Unicamente agradecer lo que supone de auto-revelación: también los que creemos nos vemos invadidos por sentimientos de inutilidad y nos sentimos aliviados cuando otro ser humano, a través de la escucha, nos devuelve la conexión con nuestro ser más íntimo.

Los bloqueos psicológicos: áreas de dificultades para escuchar

Si escuchar es una destreza que debe de ser aprendida y en la que hay que entrenarse para poder mejorar su adquisición y dominio, tenemos que ser conscientes de dos aspectos:

—qué tipo de dificultades tenemos habitualmente que nos impiden escuchar eficazmente;

—qué alternativas o qué pistas podemos proponer para poder mejorar la cantidad y calidad de nuestra escucha personal.

Dividiremos las dificultades —funcionalmente— en tres áreas: física o fisiológica, emocional y cognitiva.

A) Área física a fisiológica

Cansancio corporal. Cuando el cuerpo está físicamente cansado, somnoliento (por falta de sueño, por una digestión pesada, etc.), hambriento, sediento..., tenemos más dificultades para obtener el nivel de energía necesario para una buena calidad en la escucha. Unas necesidades corporales básicas no aseguradas dificultan la gratificación de las psicológicas. Cada cual conoce sus propios bio-ritmos corporales, la alternancia cansancio-descanso y su incidencia a la hora de facilitar o entorpecer la atención corporal necesaria.

Clima, ambiente y ecología de la comunicación. El contexto ambiental de la escucha puede servir de ayuda o de entorpecimiento. Pasar frío o tener excesivo calor perturba nuestra atención psicológica, porque el cuerpo no encuentra su equilibrio homeostático. El ambiente nos hará caer en la cuenta de cosas tan concretas como los olores, la mala ventilación, los humos... La ecología tiene que ver con las formas naturales de estar sentado o de pie y con la búsqueda de sitios tranquilos o, por el contrario, hiperestimulantes y que no facilitan la serenidad necesaria para escuchar.

Distracciones físicas. Hacemos aquí alusión a las distracciones externas, a las que logran apartar nuestra atención del proceso de la escucha. Pongamos algunos ejemplos: mesas y sitios revueltos y en desorden; interrupciones constantes de personas, teléfonos, timbres, ruidos... Cuando esto sucede, el discurso verbal, el fluido emocional y la atención que requiere la escucha no encontrarán los mínimos necesarios para facilitar al otro el proceso de autoexploración. Por el contrario, a través de esos datos no verbales le transmitiremos nuestra falta de atención o nuestra dificultad o incompetencia para la escucha.

B) Área emocional

Mejorar la calidad de la escucha supone la capacidad de ser conscientes de que también las dificultades emocionales pueden actuar como interferencias. Escuchamos al otro/a con lo que somos y con lo que sentimos. Por otra parte, en la interacción aflorarán en nosotros nuevas emociones o sentimientos en relación con esa persona o con los contenidos que nos está transmitiendo. Por eso será bueno que nos hagamos esta sencilla pregunta: ¿qué emoción o sentimiento invade mi persona aquí y ahora? Mi autoconsciencia emocional me dirá si estoy harto, ansioso, agresivo, inquieto, herido por algo, temeroso, etc. Seguramente, todo eso estará sucediendo con independencia de mi interacción con esa persona; pero tomar conciencia de ello, reconocerlo y «darme permiso» para que sea así, me ayudará a liberar energía para escucharla.

Durante este proceso de interacción —que puede durar entre unos pocos minutos y unas cuantas horas—, me será de ayuda preguntarme: ¿qué sentimientos me está produciendo esta persona?; ¿qué sensación estoy experimentando con respecto a lo que me comunica?; ¿se está dando algún tipo de contagio emocional? De nuevo, concienciar los sentimientos y emociones es una forma de establecer una cierta distancia, de crear un espacio afectivo suficiente para permitir a la persona ser ella misma, con sus afectos y sus historias, y sentir simultáneamente que puedo acogerlos tal como son expresados.

Con frecuencia se da el caso de que la comunicación del otro, o bien por el contenido o bien por las emociones favorables o desfavorables que desencadena en nosotros, nos afecte notablemente y nos impida, de hecho, mantener una distancia empática facilitadora. A lo mejor, su miedo toca mi miedo encubierto. Tal vez él o ella —sin saber muy bien por qué— logre disparar mi agresividad o mi vulnerabilidad. Facilitar un espacio de consciencia a este posible contagio emocional es condición sine qua non para salir de uno mismo y poder escuchar y acoger los sentimientos del otro.

Habría que aludir también, aunque sólo sea de pasada, a otras polaridades tales como «aburrido-interesante», «sereno-amenazante», «atractivo-repulsivo», que nos pueden hacer caer en la cuenta de nuestras reacciones —que terminan siendo resistencias— tanto frente al contenido verbal como frente al tono emocional que nos transmite nuestro interlocutor. Será un bonito desafío a nuestro repliegue emocional.

C) Área cognitiva o mental

Es una de las que más dificultan o bloquean todo el proceso de la escucha activa y funcional. Aquí entraría todo lo que bulle en nuestro cerebro: pensamientos, ideas irracionales, prejuicios habituales inconscientes, «rollos mentales» y, en general, todos aquellos mensajes que estamos creando mientras conectamos o desconectamos con el otro.

Algunos de estos mensajes son tan claros como habituales:

Prejuicios, ya sean políticos, morales, culturales, primeras impresiones, etc. Todos los tenemos, y así funcionamos. Pero, aunque no es posible evitarlos, sí podemos, en cambio, reducir su efecto para que interfieran con el menor ruido posible en la comunicación.

Ocupaciones de la mente. La sabiduría balística actual nos aconseja: «pon tu mente allí donde está tu cuerpo». Sin embargo, sabemos lo difícil que nos resulta hacerlo habitualmente; de ahí el perpetuo estado de disociación mente/cuerpo en que vivimos. Un dato: está comprobado que una persona es capaz de comprender los mensajes verbales de otra a una media de 600 palabras por minuto. Sin embargo, la media de una conversación normal es de 100 a 140 palabras por minuto. La conclusión es obvia: mientras el otro «habla», ya sea en una conversación privada, en una conferencia o dando una clase, tenemos bastante «tiempo libre mental». ¿En qué solemos ocupar este «tiempo libre»? En ir y venir a otros pensamientos, hacer planes, acordarnos de asuntos pendientes, etc. Y, aun cuando estemos escuchando con interés, motivación, etc., muy fácilmente usamos este tiempo para pensar en la respuesta que le vamos a dar, en la pregunta que le tenemos que hacer o en las asociaciones experienciales que vamos a comunicar en cuanto nos sea posible meter baza...

En cualquier caso, no estamos con la mente despejada y abierta para recibir toda la información que el otro nos está transmitiendo, ni tampoco para captar el tono emocional que la acompaña. Nuestra impaciencia mental le hará un mal servicio al otro, que no se sentirá ni escuchado ni comprendido, sino tan sólo respondido a alguno de los estímulos que nos ha enviado. Saber invertir ese «tiempo libre mental» en subrayar internamente los puntos circulares de la información, en observar las contradicciones con su lenguaje no verbal, en conectar datos o constatar lo que no entendemos, facilitará grandemente nuestra escucha.

Habría otro tipo de dificultades o bloqueos psicológicos que añadir a los ya propuestos. Creemos, sin embargo, que éstos son los más comunes y los que deben ser abordados con prioridad.

Algunas sugerencias para mejorar la calidad de la escucha

1. Me parece importante, no sólo estar convencidos de que escuchar es un valor que hay que potenciar, sino también, y en virtud de ello, repasar las experiencias de escucha que tenemos habitualmente. Nos podemos preguntar: en los dos últimos meses, ¿a cuántas personas y durante cuánto tiempo tengo conciencia de haber escuchado? ¿Qué datos me han proporcionado esas personas de que efectivamente ha sido así, de que conmigo, por ejemplo, han mejorado su autoexploración? ¿Me lo han dicho directamente («¡qué gusto, hablar contigo!»; «gracias por haberme escuchado!»...)? Y viceversa: ¿por quiénes me he sentido realmente escuchado/a en los últimos días?

2. Este discernimiento potencia también nuestro aprendizaje cuando nos ofrece experiencias negativas: personas, ambientes, grupos, etc., donde te han interrumpido, no te han atendido mínimamente, o lo han hecho simultaneando la escucha con otras tres cosas a la vez... El enfado que produce esta falta de atención puede servirnos para aprender a no hacer lo mismo con otros.

3. Ayudaría también el saber detectar en cada una de las tres áreas —física, emocional y cognitiva
— dos o tres déficits o dificultades habituales, y proponernos durante un tiempo su corrección, para mejorar así la destreza en la escucha. Por ejemplo: ¿qué hacer para evitar las distracciones físicas que más me perturban?; ¿cómo puedo actualizar mi motivación antes y durante la escucha de alguien? O tal vez sea en el terreno emocional donde tenga que empezar a trabajar más concretamente: ¿puedo recibir con más neutralidad emocional los mensajes del otro?; ¿puedo manejar mejor mi ansiedad, mi miedo o mi desinterés emocional?

4. Con todo ello mejoraremos, no sólo nuestra actitud, sino también nuestra destreza; y lograremos ser personas capaces de escuchar activamente y de facilitar funcionalmente la comprensión del otro.

Pero si, además de ello, pretendemos crecer en este camino, si queremos hacer de la escucha uno de nuestros objetivos vitales, entonces tendremos que dar pasos ulteriores y someternos a nuevos retos o desafíos. Sólo quiero dejarlos indicados:

—¿qué otros aspectos ayudan a mejorar la calidad de mi escucha?;

—¿qué puedo aprender de las personas por las que me siento realmente escuchado?; ¿cómo me lo han facilitado (tono de voz, tipo de intervención, etc.)?;

—¿cómo ser capaz de escuchar a personas y contenidos opuestos y contrarios a mis propias ideas, valores o sentimientos?;

—¿puedo especializarme en «escuchas difíciles»? Por ejemplo, escuchar a personas obsesivas, repetitivas, pesadas, lentas, aburridas, etc. (lo cual requerirá una mayor dosis de paciencia), o a aquellas otras a quienes habitualmente se evita por su peculiar carácter, su introversión o su pobreza de recursos humanos...

Crecer en esta línea es hacer de la dinámica de la escucha un pivote que facilite simultáneamente nuestro propio crecimiento personal junto con el de los demás. Son ellos, en definitiva, los que nos permiten, con las experiencias que nos aportan y sin ser del todo conscientes, ampliar sustancialmente nuestro propio horizonte vital.

En resumen, escuchar es todo un arte que se aprende ejercitándolo, detectando las dificultades e inercias más habituales para poder intervenir sobre ellas. Pero también es un arte que, aunque parezca difícil, no lo es tanto cuando lo convertimos en experiencia viva y moldeable, cuando lo concretamos en objetivos alcanzables.


  1. A. DE MELLO, El canto del pájaro, Sal Terrae, Santander 1989, pp. 28-29.

  2. Fue Gendlin uno de los primeros en crear «grupos de cambio», en los que entrenaba a las personas en las destrezas de «escuchar y ser escuchado». Cfr. E. GENDLiN, Focusing: proceso y técnica del enfoque corporal, Mensajero, Bilbao 1991, pp. 143s.

  3. M. MARROQUIN, «La escucha activa», en (VV.AA.) Incomunicación y conflicto social, Asetes, Madrid 1984, pp. 251-315. Cf. también, del mismo autor, «La escucha activa como instrumento terapéutico en la relación de ayuda psicológica»: Revista de Psiquiatría y Psicología humanista 27-28 (1989) 74-82.

  4. E. BORUS, Relajación y vida, Rotorola, Pozuelo de Alarcón (Madrid) 1991.

  5. KRISHNAMURTI, The first and the last Freedom.

  6. C. ROGERS, El camino del ser, Kairós, Barcelona 1987, pp. 17-19.

CARLOS ALEMANY
SAL TERRAE 1995, nº 1, págs. 55-65