Como un gran movimiento
Por Rodrigo Guerra López (*)
Buenos Aires, Argentina
2 de octubre de 2004
Introducción
En esta ocasión el tema que nos convoca es similar. Por ello exploraremos, como
aquella vez, algunos de los contenidos más significativos que podemos
detectar en el Magisterio social del Papa y de los obispos latinoamericanos y
que considero pueden ofrecer un aporte para la renovación del pensamiento
de los partidos miembros de la ODCA. Pero además, en esta ocasión, trataremos
también de rastrear los aportes metodológicos que pueden ayudarnos además
a renovar algunos elementos fundamentales en la acción político-partidista y
en la acción de gobierno. Dicho de otra manera: si bien es cierto que en la
DSI encontramos principios de reflexión, normas de juicio y directrices de
acción(2) también podemos hallar en ella algunas importantes pistas respecto
de un cierto estilo en el ser y en el hacer que no pueden ser obviadas.
1. De la ideología al escepticismo pragmático
La primera mitad del siglo veinte se caracterizó por distintos fenómenos de
polarización ideológica que dieron lugar a importantes luchas políticas en
todo el planeta. Las nociones de «izquierda» y de «derecha» no solo indicaron
diversos modelos de organización social sino compromisos y valores que movieron
a más de un pueblo a la lucha, incluso armada. En esta época pareciera que sin
importar cuál fuera la ideología, la tónica general en ambos bandos consistió en
afirmar la supremacía de sí mismo a través de la búsqueda de la negación del
otro.
Durante al menos dos décadas después de la segunda guerra mundial el conflicto
entre las ideologías pervivió haciendo en muchas ocasiones de la política y de
la democracia solo recursos retóricos para la justificación y legitimación del
grupo en el poder. Sin embargo, desde principios de la década de los setenta
comenzó un proceso de absorción de las ideologías en conflicto. En países como
México, el sistema político tuvo la capacidad de reintroducir paulatinamente a
una parte importante de la disidencia dentro de la burocracia gubernamental o al
menos de localizarla en pequeños reductos controlables.
Lentamente, sin embargo, la democracia hizo eclosión prácticamente en todos los
rincones de América Latina. A través de grandes sacrificios personales y
sociales los espacios libres de participación y discusión se ampliaron
gradualmente de manera significativa. Sin embargo, esta ampliación no logró
evitar que más pronto que tarde la democracia se convirtiera en muchos ambientes
en un recurso procedimental para realizar concertaciones en torno a las
cuotas de poder que permiten administrar las crisis, que por otro lado, se
presentan como recurrentes. Con esto la vida política tendió una vez más a
volverse una actividad autorreferenciada eludiendo la activación de una
democracia participativa más plena. De esta manera en la actualidad los
conflictos que la democracia intenta resolver son los conflictos de poder que
ella misma ha creado a partir de la concertación de las fuerzas políticas. En
este entorno, más pronto que tarde, surge el fenómeno consistente en que la
solución propuesta en un caso es el nuevo conflicto que es preciso resolver en
la etapa siguiente. Así aparece un círculo vicioso que es difícil de romper: el
círculo de los acomodos y reacomodos del poder dentro de una realidad que cada
día es más lejana respecto de la vida del pueblo real.
Si la confrontación ideológica «derecha-izquierda» tuvo su lugar durante más de
la mitad del siglo veinte, si a esto le siguió una parcial asimilación de la
disidencia dentro de las burocracias, pareciera que estos no eran más que los
signos de un fenómeno más sutil y eficaz que emergió nítidamente hacia la última
década del siglo veinte: desde todos los ángulos de la geometría política,
partidos, movimientos y organizaciones sociales en todos los niveles fueron
ingresando en la moderación y hasta en el escepticismo respecto del valor de
los contenidos ideológicos y giraron hacia la búsqueda de la pragmatización de
las propuestas de acción política.
Conviene subrayar un poco más este punto: escepticismo sobre los contenidos
teóricos y pragmatismo en la acción es un binomio que no sólo ha
caracterizado a las denominadas «izquierdas» sino que un sinnúmero de
movimientos y organizaciones políticas de «derecha» padecieron el mismo fenómeno
aún cuando utilizaron categorías diversas para expresarlo.
Los efímeros éxitos de unos y de otros al momento de aplicar el mencionado
binomio muestran de manera elocuente que algo falló. De hecho, hoy, es un lugar
común afirmar que los partidos, movimientos y grupos políticos se encuentran en
un escenario de crisis de participación, de compromiso, de coordinación, de
propuesta y de respuesta…
¿En qué consiste esta crisis? ¿Representa verdaderamente un peligro? La
disolución ideológica y el pragmatismo en la resolución de problemas son dos
elementos que impiden que los actores políticos puedan leer adecuadamente a
la sociedad en sus múltiples dimensiones. Alguien podría pensar que el vacío
ideológico precisamente permitiría una mirada más objetiva de la realidad
respecto de las interpretaciones filosófico-políticas que campearon durante los
últimos cincuenta años. Sin embargo, esto no sucedió así. La inteligencia
requiere de categorías y de hábitos intelectuales para poder comprender. Las
deficiencias de muchas ideologías no son argumento para promover tácita o
explícitamente el desencanto por la razón, por el pensamiento y aún por las
propias ideologías políticas.
Por otra parte, muchos militantes y dirigentes partidistas en la actualidad con
simplicidad pasmosa sostienen que el pragmatismo reconduce al realismo. Sin
embargo, el pragmatismo lo que hace es valorar la realidad en función de su
practicidad, de su dimensión utilitaria. Toda realidad que no opere de acuerdo a
los criterios de eficiencia del paradigma pragmático queda marginada y excluida
por definición.
En nuestra opinión, así es como se ha generado un debilitamiento de las
aspiraciones democráticas de la sociedad. Las personas aún cuando no lo
expresemos con términos técnicos percibimos las deficiencias de los mecanismos
de representación, de los partidos, de los gobiernos: los proyectos políticos
con contenido axiológico y sensibilidad histórico-cultural son escasos o nulos.
Esta anomia ideológica acompañada por el pragmatismo utilitarista,
hoy tan de moda, fácilmente provocan que las personas y los grupos se sientan
usados, utilizados como medios y no respetados en su dignidad. En una palabra,
todos como sociedad también vivimos nuestro propio escepticismo, es decir, en
muchas sociedades crece el sentimiento generalizado respecto de la inutilidad de
la acción y la participación política(3). El desarraigo de la actividad
política respecto del «lebenswelt», del mundo vital, ha creado un grandísimo
problema de deslegitimación de quienes participan activamente en ella sobre todo
a través de grupos, movimientos e instituciones supuestamente representativas.
Este fenómeno, por otro lado, no nos debe extrañar ya que las intensas
controversias propias de la guerra fría se dieron al interior de una misma
matriz que los filósofos y los sociólogos denominan «modernidad ilustrada».
En efecto, si bien es cierto que las «derechas» y las «izquierdas» durante el
siglo XX tuvieron importantes discrepancias de tipo ideológico, una misma
premisa fundamental las alimentaba a ambas simultáneamente: la idea de una razón
autofundada que sostenía a su vez la idea de un Estado autolegitimado. La crisis
de este paradigma, el incumplimiento de las promesas que habitaban al interior
de las propuestas racionalistas de la «derecha» y de la «izquierda» por igual,
generaron poco a poco una reacción: la reacción «postmoderna». Bajo este nombre
lo que quiere decirse es que la razón creadora de modelos ideales de
organización social ha sido desencantada y exhibida en sus contradicciones
internas.
De este modo, la postmodernidad desconfía por principio de sistemas y de
absolutos. Su pretensión es afirmar lo fragmentario, lo relativo, lo instintivo
en nombre del individuo y su derecho a pensar cualquier cosa, o aún, a «no
pensar»(4). En este clima cultural el pragmatismo racionalista (taylorista,
marxista, etc.) es sustituido por el pragmatismo escéptico postmoderno que
renuncia a buscar convergencia en cualquier otro espacio que no sea el del
consenso de base relativista. Puesto que la realidad es leve e insoportable la
única manera de curar el mal que nos aqueja es encontrar cómo ponernos de
acuerdo sin importar demasiado en qué nos ponemos de acuerdo(5).
Leszek Kolakowski publicó hace no mucho un punzante estudio que en parte afronta
precisamente esta cuestión. En su libro La modernidad siempre a prueba le
dedica un capítulo a lo que él denomina la “autoenemistad de la sociedad
abierta”(6). En este texto Kolakowski explica que cuando Karl Popper atacó a las
ideologías totalitarias(7) descuidó la otra cara de la amenaza ya que tanto la
democracia como la «apertura» de la «sociedad abierta» pueden conducir a la
parálisis y a la eventual autodestrucción de esta forma de convivencia. Dicho de
otro modo la democracia puede ser ajusticiada por la misma democracia si no
cuida de las condiciones tanto éticas como pragmáticas que le dan viabilidad y
sustento:
La causa de la «sociedad abierta» no estará perdida mientras no transforme su apertura en enfermedad y debilidad propias.(8)
2. Elementos para una
alternativa
El diagnóstico anotado hasta aquí describe en trazos más bien gruesos un
fenómeno que ameritaría un análisis mayor(9). No podemos continuar en esta
ocasión con más detalles sobre el mismo. Sin embargo, esperamos que estas breves
líneas nos permitan comenzar a vislumbrar que los partidos y la democracia
nunca están garantizados del todo. Ellos no pueden unir por sí mismos a los
ciudadanos que conviven en el Estado. Incluso cuando de alguna manera puede
decirse que estén bien dirigidos no producen automáticamente el bienestar social
y mucho menos una vida buena(10). La dinámica de participación y representación
propia de los partidos y de la democracia no tiene su origen en ellos sino en
otras dimensiones de la realidad social, que por cierto, no suelen regirse por
las leyes del quehacer político. Justamente esta última apreciación nos mueve a
pensar que para su fundamentación y conservación los partidos y la democracia
tienen que acudir a otras fuerzas y poderes que los trascienden. Dicho de otro
modo, la democracia y los partidos viven de unos supuestos que ellos mismos
no puede garantizar. Viven de un dinamismo que ellos no produce. Esto
significa que hay algo insustituible para la democracia y para los
partidos que no se fundamenta al nivel de la lógica del poder y que sin embargo
sostiene a la política como realidad humana.(11)
Mientras la democracia y los partidos estén planteados sólo a nivel de los
mecanismos institucionales, de las estructuras jurídicas, de los métodos de
concertación, sufrirán la erosión de legitimidad que ha desgastado a la política
como política. Lo que hoy requieren nuestras democracias es superar el
escepticismo pragmático y reinterpretar cuáles son las preguntas fundamentales
de la población, cuál es la historia e identidad de nuestro pueblo, y cuáles son
los símbolos que tienen poder de convocar a este pueblo para una tarea común.
Todas estas son cuestiones de orden cultural antes de convertirse en problemas
de mercadotecnia para las instituciones. Precisamente en estas cuestiones es
donde podemos encontrar la dinámica fundamental requerida para vitalizar el
quehacer democrático y darle sustento ético. Es aquí precisamente donde la
Doctrina social de la Iglesia instala su discurso convocando a afirmar la
dignidad de la persona, a reorientar al mercado con auténtica responsabilidad
social, a optar por los más pobres, a crear subjetividad social y a defender la
soberanía cultural de las naciones para así gradualmente reorientar al Estado en
función del pueblo real, ¡en función de la nación! y no viceversa.
Estos cinco grandes temas de la DSI son los que merecerían desde mi punto de
vista una reconsideración en los partidos de inspiración demócrata cristiana ya
que fungen como el sustrato cultural que le da viabilidad ética y pragmática al
quehacer democrático en la actualidad.
2.1 La persona como fundamento de una antropología normativa
Ha sido típico en la DSI y en los partidos demócrata cristianos sostener que el
principio y fin de todo dinamismo social es la persona humana. Sin embargo, la
noción de persona ha sido objeto de una profundización gracias al Magisterio de
Juan Pablo II cuando la define como un sujeto que merece ser afirmado por sí
mismo.
¿Qué quiere decir esto? Que la noción de persona realmente se distingue de la
noción de individuo. No es un mero cambio verbal el que se opera cuando se habla
sobre la persona humana. Juan Pablo II es particularmente conciente que en
muchos lugares la noción de persona se ha utilizado de manera puramente retórica
tratando con ella de ocultar una filosofía individualista al momento de
comprender al hombre, a la sociedad y al Estado. La persona es un ser
irreductible a otros, no es un mero caso singular de una especie animal
particularmente evolucionada. La persona es un tipo de realidad «sui géneris»,
con género propio, que merece ser reconocido de acuerdo a su peculiar estatuto.
¿Cuál es este estatuto? La persona a través de su libertad se revela como un ser
capaz de ponerse a sí mismo los fines de su acción, es decir, la persona al
autodeterminarse se manifiesta como fin y no como medio. Para Karol Wojtyla como
filósofo es imposible explicar la autoteleología de la persona si esta no es
propiamente un fin(12). Justamente su condición de fin es la que permite
entender que la persona es «digna», es decir, posee un valor absoluto
incuestionable. Este valor es el fundamento y origen de la norma más importante
y primaria de todas: Persona est affirmanda propter seipsam! ¡Hay que afirmar
a la persona por sí misma y nunca usarla como medio! Este imperativo moral
ya había sido descubierto por Karol Wojtyla al leer críticamente la filosofía
moral kantiana en sus años como Profesor universitario. El le denominaba la
norma personalista de la acción(13).
Es curioso que justamente una de las Encíclicas de Juan Pablo II más fuertemente
acusadas de ser – según algunos de sus objetores – una recaída neo-tomista sea
precisamente el documento en el que la norma personalista de la acción campea en
todo su planteamiento y en su formulación explícita. Nos referimos a la
Encíclica Veritatis splendor. En ella el fundamento de la moral no es un
cierto código heterónomo, una exposición teórica de «valores» o una suerte de
ideal de decencia preconcebido. El fundamento de la moral cristiana es el
encuentro con la presencia de una Persona. Precisamente el amplio pasaje en el
que se narra el encuentro del joven rico con Jesús intenta mostrar el fundamento
personalista de la moral cristiana. Este argumento permitirá que el Papa
sostenga con toda su autoridad magisterial que:
Es a la luz de la dignidad de la persona humana – que debe afirmarse por sí misma – como la razón descubre el valor moral específico de algunos bienes a los que la persona se siente naturalmente inclinada. Y desde el momento en que la persona humana no puede reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que comporta una determinada estructura espiritual y corpórea, la exigencia moral originaria de amar y respetar a la persona como fin y nunca como un simple medio, implica también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes fundamentales, sin el cual se caería en el relativismo y en el arbitrio(14).
¿Por qué es importante destacar
esto? ¿Realmente representa una novedad? Desde nuestro punto de vista el
sostener que la persona es fin y no medio nos permite descubrir la dimensión
normativa de la antropología. El uso puramente retórico de la noción de
persona se descubre en su mentira precisamente en este punto. Por ejemplo, en el
proceso de diseño de políticas públicas la noción de persona impone
obligaciones prácticas específicas. Así, un modelo económico no puede ser
calificado de «humanista» si no permite que la normatividad que brota de la
persona irrumpa como un factor regulador superior a las leyes del mercado. Que
esto no es una imposición heterónoma sino que la propia dinámica económica lo
puede descubrir en su interior es algo que también Juan Pablo II ha destacado
con especial énfasis(15). El mercado no es un ente subsistente, no es un
mecanismo autolegitimado. El mercado sólo encuentra su sentido en el contexto
que le ofrece la persona, su dignidad y sus derechos inalienables.
2.2 El mercado al servicio de una economía social
Un segundo elemento que caracteriza a la DSI contemporánea es su lectura
analítica y diferenciada de las economías de mercado. La Encíclica Centesimus
agnus ya ha indicado los criterios básicos para comprender el aporte
positivo del mercado y sus eventuales riesgos. A la luz de estos criterios los
obispos mexicanos(16) y posteriormente los obispos latinoamericanos en un
documento de gran visión social y pastoral(17) han precisado un aporte que en
resumen coloca a lo social como dinamismo sustantivo de un modelo de desarrollo
y al mercado como el factor adjetivo.
Las políticas económicas neoliberales atribuyen un papel central y casi redentor
a la dinámica del mercado. Desde el punto de vista de las exigencias de la
dignidad humana un modelo económico así es del todo inadecuado para los partidos
demócrata cristianos. La Doctrina Social de la Iglesia no reprueba la economía
de mercado, pero exige el respeto a la dignidad y libertad de la persona humana,
a la primacía del trabajo sobre el capital y al destino universal de los bienes
que enmarca en su dimensión justa el legítimo derecho a la propiedad privada. El
reciente documento del CELAM intitulado Globalización y nueva evangelización
nos dice a este respecto:
Un modelo que sostenga de manera explícita o implícita al mercado como dinamismo central del desarrollo de un país o de un conjunto de países es: a) Irreal, debido a que el mercado no corrige por sí mismo las grandes e inequitativas concentraciones de riqueza que él mismo fomenta; b) Inestable, porque cultiva la volatilidad de los capitales haciendo sumamente vulnerables a millones de personas; c) Inmoral, ya que genera de modo sistemático exclusión y pobreza, atentando así contra los derechos de la persona y contra el bien común. Las economías centralmente planificadas fracasaron estrepitosamente tanto por su falta de efectividad como por su deficiente antropología. Por ello, es necesario también evitar estos dos errores en las nuevas economías de mercado que, colocando como criterio fundamental la lógica del intercambio, vulneran gravemente dimensiones de la persona humana que se encuentran regidas por otro tipo de criterios entre los cuales se hallan los relacionados con la solidaridad y la gratuidad para con los más débiles(18).
En Latinoamérica la mentalidad
neoliberal se encuentra profundamente arraigada en los sectores que privilegian,
como criterio para el desarrollo, los resultados económicos generales por encima
de los bienes que necesitan las familias concretas.(19) Es profundamente
contrario a una auténtica posición humanista aceptar con resignación la
imposibilidad práctica de crear una economía de mercado auténticamente
alternativa como si lo único que pudiera hacerse fuera un esfuerzo compensatorio
por vía de la política social. Mientras la política social de los Estados siga
visualizándose de manera subordinada a la política económica los más pobres
continuarán pagando con dolor el costo de nuestra irresponsabilidad.
2.3 La opción preferencial por los pobres
Un tercer elemento a considerar precisamente es el papel que la irrupción de los
pobres ha jugado en la conformación de la DSI contemporánea. Durante muchos años
la «opción preferencial por los pobres» fue interpretada en algunos sectores
como una característica de ciertos tipos de consagración religiosa o como
consigna facciosa de determinadas corrientes de la «teología de la liberación».
Es realmente asombroso constatar cómo la mera expresión de «opción preferencial
por los pobres» en ciertos ambientes aún genera suspicacias de manera casi
automática como si fuera un principio exclusivo de grupos radicalizados o de
coqueteos neopopulistas. Esto se explica sin demasiados problemas cuando
constatamos que existen diversas modalidades de compromiso social cristiano que
con cierto grado de inconciencia se han tornado en factores de legitimación del
neoliberalismo o al menos de los valores consagrados por el estándar de vida
pequeño-burgués (la pura vitalidad, el éxito y el poder, entre otros). Que los
cristianos nos ocupemos de los marginados calmando su resentimiento por la
exclusión que sufren, pareciera ser útil y positivo para la mentalidad
neoliberal. Pero que se ponga en cuestión el sistema de producción de los
valores sancionados por el mercado pretendiendo reformarlos desde el punto de
vista del conjunto de evidencias y exigencias constitutivas de la naturaleza del
hombre, esto en cambio, no se admite(21).
Para Juan Pablo II la «opción preferencial por los pobres» no es sólo un ideal
de vida para los consagrados o un principio de la Iglesia latinoamericana que
habría que tolerar con cierto cuidado. La «opción preferencial por los pobres»
es una dimensión constitutiva de la fe cristiana. La fe que no pasa por la
constatación de la “presencia real” de Jesucristo en los más pobres(21) se
encuentra como deformada y se traduce en consecuencias sumamente graves tanto a
nivel del estilo de vida personal como de la comprensión del orden social(22).
El humanismo político propio de los partidos demócrata cristianos tiene en este
elemento un factor esencial de fidelidad a su identidad profunda, de
legitimación auténtica desde una perspectiva moral y de elemento esencial para
construir en términos prácticos una propuesta política auténticamente creíble.
La opción preferencial por los pobres es simultáneamente un principio
permanente, un criterio de juicio y una directriz de acción. Evidentemente
concebir así esta cuestión implica tratar y valorar a las personas por lo que
son, especialmente a quienes son los últimos en la historia y evitar todo gesto
que privilegie la valoración de las personas en función de un criterio de poder.
Cuando en un partido demócrata cristiano permitimos con complacencia el
predominio de la apariencia, de las poses de poder y de la petulancia de las
«grandes figuras» colocamos las bases para que nuestro discurso humanista sea
imposible de creer en la práctica. En este sentido los partidos demócrata
cristianos están llamados a ser una casa común en la que todos, especialmente
los más sencillos, pobres y marginados, puedan encontrar acogida en sus
reclamos, en sus necesidades, y sobre todo, en sus personas.
2.4 La subjetividad social
Una de las categorías más importantes que Juan Pablo II ha incorporado a la DSI
es la referente a la «subjetividad social»(23). Esta noción quiere afirmar
esencialmente que la persona participa su subjetividad a la sociedad cuando es y
actúa junto con otros. Los «sujetos sociales» no son, pues, una mera
aglomeración de personas sino el espacio que se forma cuando las personas
actuamos de manera solidaria en función del bien común.
No es posible reformar a la sociedad, al Estado o al mercado con la mera toma de
las estructuras. El capítulo V de la Encíclica Centesimus agnus
justamente está dedicado a explicar que el trabajo debe ser permanentemente
cultural y no sólo estructural, es decir, debe buscar incidencia en los estilos
de vida, en los modos de acción, con vistas a que la ciudadanía asuma el
protagonismo que le corresponde. Toda la idea de la democracia participativa es
entonces dinamizada por un método de acción sociopolítica consistente en crear
comunidades solidarias desde las cuales la cultura ambiente pueda afirmar un
modo diverso de ser. Esta es la manera como la DSI urge a la formación de
ciudadanía.
Los partidos políticos tienen una enorme responsabilidad en este proceso. Tanto
a nivel de su operación cotidiana, que debe poseer una dimensión educativa
permanente, como en el orden de las iniciativas conducentes a hacer que sea la
sociedad real la que participe y sea tomada en cuenta al momento de las grandes
decisiones. Un régimen partidocrático no es democrático. Los partidos y
sus miembros en los diversos poderes que configuran al Estado deben poseer una
dinámica natural que aliente la interacción con la sociedad y la conformación de
organismos ciudadanos que brinden posibilidad real de participación. No basta la
elección popular para hacer eficiente la representación popular. En este terreno
tenemos que ser sumamente creativos y ambiciosos. La situación en muchos países
de América Latina no nos permite prescindir de una más profunda y permanente
interacción entre la pluriforme subjetividad social y los esfuerzos por reformar
al Estado.
2.5 Soberanía cultural de la nación
La soberanía cultural de la nación tiene primacía sobre la soberanía política
del Estado. Esta tesis es esencial para comprender por qué Juan Pablo II
defiende con tanta insistencia los derechos de los pueblos y de sus
culturas(24). El Estado no es la Nación. La Nación es una realidad cultural que
une al pueblo a través de su historia, valores, tradiciones y creencias. El
Estado debe estar al servicio de la Nación. De hecho casi cualquier definición
de «bien común» al contrastarse con la cultura adquiere contenido concreto. Por
ello, un Estado que opta por construir un «proyecto de Nación» corre el riesgo
de inventar al pueblo al que pretende servir. El Estado tiene que definir un
«proyecto al servicio de la Nación», es decir, el factor clave de legitimación
en el ejercicio del gobierno es el servir al pueblo real que se encuentra
inscrito en un entramado cultural particular. Si no se «lee» al pueblo desde una
óptica cultural, los planes y proyectos del Estado resultan impostaciones
artificiosas que rápidamente se desgastan. La diversidad cultural al interior de
una Nación no es una anomalía, al contrario, es el signo de que lo humano puede
realizarse a través de gestos expresivos diversos. Toda esta diversidad puede
constituir una única Nación en la medida en que los factores de identidad común
se preservan a través de las diferencias.
Cuando un Estado en nombre de su proyecto de Nación ignora programáticamente la
identidad profunda del pueblo lastima el entramado cualitativo que le da
consistencia a la subjetividad social. En vez de ciudadanos genera súbditos
retrasándose así cualquier proceso de reforma profunda.
Las reformas profundas, bajo esta perspectiva, no son entonces puramente
estructurales – con todo y la importancia obvia que ellas revisten – sino son
también culturales. Para activarlas es preciso crear instituciones públicas y
privadas que alienten una visión humanista y nacional más integral y menos
instrumentalizada por las ideologías que identifican al Estado con la Nación.
Para ponerlas en práctica es necesario atender con cuidado aspectos que desde
otras ópticas son dejados de lado como elementos secundarios. Un ejemplo siempre
elocuente a este respecto es el amplio tema de las relaciones de las iglesias
con el Estado y la vigencia auténtica del derecho a la libertad religiosa. El
fenómeno religioso ordinariamente se encuentra a la base de las culturas. Cuando
no se atiende con el debido esmero tarde o temprano se deteriora el núcleo
cultural que da viabilidad política a otras iniciativas(25).
En una palabra: no es posible avanzar hacia un Estado social de Derecho cuando
existe una deficiencia en la capacidad de lectura de los elementos que
constituyen el ethos real de las naciones y de los pueblos.
3. El problema del método
Luego de hacer un paseo por cinco elementos esenciales de la nueva síntesis que
nos ofrece hoy la DSI no es difícil que aparezca la pregunta por el método,
es decir, por los recursos que es necesario aplicar para que los contenidos se
vuelvan auténticamente operativos y no sólo se presenten como una bella teoría
deontológica.
Desde Juan XXIII una manera de expresar el método de la DSI ha sido sostener que
éste consiste en «ver, juzgar y actuar». El texto original en el que aparece
esta expresión nos muestra que esta triada no es una mera receta mecánica sino
un gesto de realismo cristiano y político:
Para traducir en realizaciones
concretas los principios y las directivas sociales se procede comúnmente a
través de las tres fases: advertencia de las circunstancias; valoración de las
mismas a la luz de estos principios y de estas directivas; búsqueda y
determinación de lo que se puede y debe hacer para llevar a la práctica los
principios y las directivas en las circunstancias según el modo y medida que las
mismas circunstancias permiten o reclaman.
Son tres momentos que suelen expresarse en tres términos: ver, juzgar, obrar.
Es muy oportuno que se invite a los jóvenes frecuentemente a reflexionar sobre
estas tres fases y llevarlas a la práctica, en cuanto sea posible. Así los
conocimientos aprendidos y asimilados no quedan en ellos como ideas abstractas,
sino que los capacitan prácticamente para llevar a la realidad concreta los
principios y directivas sociales.
En las aplicaciones pueden surgir divergencias aún entre los católicos rectos y
sinceros. Cuando esto suceda, que no falten las mutuas consideraciones, el
respeto recíproco y la buena disposición para individualizar los puntos en que
coinciden en orden a una oportuna y eficaz acción. No se desgasten en
discusiones interminables; y, bajo el pretexto de lo mejor y lo óptimo, no se
descuiden de cumplir el bien que es posible, y por lo tanto obligatorio(26).
El método «ver, juzgar, actuar»
durante la década de los setenta fue interpretado como el momento de constatar
la realidad a través de alguna de las modas ideológicas en turno. Por la
«izquierda» el socioanálisis marxista ingresó a aquel escenario vía algunas
modalidades de teología de la liberación. Por la «derecha» curiosamente sucedió
algo simétrico: aparecieron diversas teorías que mostraban un proceso
indefectible de derrumbe de la «civilización occidental cristiana» auspiciado
por algún tipo de conspiración mundial (por ejemplo, judeo-masónico-comunista).
De este modo, los católicos fluctuábamos entre una aceptación acrítica de la
modernidad ilustrada y el rechazo igualmente radical de toda verdad proveniente
de la mencionada modernidad. Católicos modernistas y católicos antimodernos se
descalificaban mutuamente y sin embargo ambos compartían elementos comunes que
no deja de ser interesante recordar: en ambos el tema del Reino resultaba
temporalizado, en ambos una interpretación semipelagiana de la relación entre
acción y vida cristiana habitaba por igual, en ambos la especificidad cristiana
se disolvía volviéndose al final una propuesta de «valores», y finalmente, en
ambos la DSI era inoperante (ya sea por descalificación – en la izquierda –, ya
sea por presentarla como una teoría abstracta – en la derecha –).
La guerra fría tuvo, pues, una consecuencia al interior de los grupos y
movimientos cristianos dispuestos a actuar en el espacio público: deterioró la
convicción respecto al alcance metodológico de la DSI. ¿Qué significa
esto? Significa que el tema relativo a cómo hacer las cosas, se dejó
fuera de su ámbito, de su territorio. Esquematizando un poco podríamos decir:
«la DSI ofrece los contenidos y cada quién escoge los medios por los cuales
estos se han de aplicar».
Al mirar este fenómeno es imposible reconocer que posee en su interior una
verdad importante: los laicos poseemos real autonomía al momento de actuar en la
vida social y sobre todo en la esfera política. “Una misma fe cristiana puede
conducir a compromisos diferentes” decía Paulo VI en Octogesima adveniens.
Desde este punto de vista es claro que los católicos que participamos en
actividades políticas no podemos derivar un solo tipo de acción de manera
unívoca desde nuestra aproximación a la fe sino que nuestra creatividad, nuestra
prudencia y nuestro sentido estratégico serán los responsables de escoger los
medios, los lugares, los momentos. Sin embargo, también existe una deficiencia:
pensar que es indiferente el modo cómo actuamos, el estilo que
aplicamos, las opciones que hacemos al momento de implementar «cómos»,
es decir, al intentar proyectar una cierta comprensión de la dimensión social
del evangelio en la acción social y política.
En el momento presente la guerra fría ha terminado y por ende las categorías
«derecha» e «izquierda» tienden a desaparecer o a resignificarse de manera
radical. El nuevo momento epocal ofrece una interesante oportunidad para
recuperar entonces de manera más definitiva y clara la necesidad de una
metodología creyente para la acción política.
3.1 Un método para leer al mundo moderno
El Concilio Vaticano II en la Constitución Gaudium et spes presenta una
lectura del mundo moderno que difiere radicalmente tanto de la actitud
modernista como de la antimoderna. Si hubiera que llamarla de algún modo tal vez
podría denominarse «cristianismo-en-la-modernidad» ya que reconoce una presencia
cristiana en el seno de movimientos, corrientes y autores sin identificarse
unívocamente con ellos. La esencia de esta interpretación de la historia
consiste en reconocer que el bien y el mal se encuentran mezclados de una
manera misteriosa en el corazón humano y desde ahí en la cultura y en las
estructuras de nuestro mundo. Esta mezcla en ocasiones hace difícil el
discernimiento de la verdad y del bien. Sin embargo, esta «mezcla» si la miramos
con atención nos permite descubrir que todos somos limitados, falibles y
frágiles ya que se encuentra primariamente en nosotros mismos. Dicho de otro
modo, la presencia del mal y del error en el mundo es un misterio que al habitar
en cada uno de nosotros nos debe de motivar a que sin perder de referencia la
verdad y el bien no hagamos juicios demasiado severos al momento de tener que
evaluar escenarios confusos. Más aún, aunque en ocasiones los escenarios sean
nítidos y existan acciones claramente reprobables en personas, instituciones y
partidos el católico que participa en política sabe que:
La parábola evangélica de la buena semilla y la cizaña (cf. Mt 13, 24-30; 36-43) nos enseña que corresponde solamente a Dios separar a los seguidores del Reino y a los seguidores del Maligno, y que este juicio tendrá lugar al final de los tiempos. Pretendiendo anticipar el juicio ya desde ahora, el hombre trata de suplantar a Dios y se opone a su paciencia(28).
Esto puede sonar chocante sobre
todo al momento en que enfrentamos una lucha política enconada y estamos
convencidos que «el otro» se encuentra equivocado o es formalmente una persona o
un grupo contrarios a lo que consideramos verdadero, bueno o conveniente. Sin
embargo, precisamente la identidad cristiana de los partidos demócrata
cristianos nos permite hacer algo que desde otras premisas y convicciones es
imposible hacer: relativizar nuestros juicios dejando a Dios el juicio
definitivo sobre las personas.
Esta misma actitud es la que permite eventualmente leer al mundo moderno con una
simpatía elemental que nos permita reconocer la verdad aún en el pensamiento o
en la acción de quien consideramos «enemigo». Esto no significa realizar una
síntesis sincrética sin referente alguno. Lo que significa es recuperar la
confianza de que la verdad puede hallarse en cualquiera porque la verdad,
dígala quien la diga, procede del Espíritu Santo(29). Juan Pablo II ha dado
testimonio de ello a través de su formación filosófica reconociendo la parte de
verdad que existe en filósofos y pensadores de corrientes nacidas fuera del
contexto del pensamiento cristiano clásico(30), citando en el Magisterio de la
Iglesia intuiciones verdaderas originalmente logradas por autores como Carl
Gustav Jung, Rudolf Otto, Paul Ricoeur, C. S. Lewis o Max Scheler(31), y
afirmando por ejemplo que:
Inclusive en el programa socialista existen «algunas semillas de verdad». Es obvio que esas semillas no deben ser destruidas, no deben ser dispersadas en el viento...(32)
Desde mi punto de vista, con una
lectura así del mundo moderno es posible emitir un juicio crítico sobre la
historia y simultáneamente no perder la esperanza para continuar caminando hacia
delante.
3.2 La reconciliación como método ante el riesgo del poder autoreferencial
En la acción política en general y en particular en la acción política al
interior de un partido los conflictos abundan. El conflicto es una categoría que
si bien permite interpretar tensiones y discrepancias de poder resulta
insuficiente para interpretar todo lo que el poder requiere para operar y para
ponerse al servicio del bien común.
En efecto, el poder si bien en muchas ocasiones se ejerce acompañado del
conflicto y de su lógica, es necesario entender que puede entramparse si no se
diseñan «salidas» que permitan la reconciliación y la vuelta a la unidad. Las
«salidas» encuentran su justificación tanto en el sentido práctico que es
necesario tener al participar en política como en el carácter personalista que
justifica éticamente nuestra actividad y le da un sello distintivo.
Es muy penoso observar cómo una insuficiente asimilación existencial de los
principios básicos que caracterizan a los demócrata-cristianos hace que con
cierta frecuencia encontremos rupturas fatales y violencias innecesarias no sólo
con otras propuestas políticas sino aún entre los miembros de nuestros propios
partidos. Es por ello necesario entender que un sano realismo político y una
congruencia básica con la primacía de la persona humana nos deben de impulsar a
siempre crear oportunidades para que el «otro» conflictuado pueda re-encontrarse
con nosotros.
No sería adecuado interpretar esto en clave de «chantaje», es decir, asumiendo
una actitud mezquina que condicionara la reconciliación a nuestros propios
caprichos y deseos en orden a lograr en nuestra contraparte una cierta
humillación. Si procedemos de este modo, la lógica del poder autoreferencial se
introduce en lugar de la lógica de la reconciliación produciendo una caricatura
grotesca que traiciona no sólo a un cierto ideal sino aún a quien aparentemente
triunfa.
La reconciliación presupone no que el otro me pida perdón sino que las partes en
conflicto reconozcan cada una sus propios errores (incondicionalmente). Aún la
parte ofendida en una determinada situación es preciso que realice esto ya que
la experiencia personal e institucional nos enseña con facilidad que en muchas
ocasiones quien «tiene la razón» termina obrando también bajo la pura lógica del
poder autoreferencial con tal de que quede claro precisamente que su postura es
«la correcta».
La reconciliación es parte del método que la DSI ofrece a la política para que
esta sea cristiana y viable: no es posible trabajar a favor de la
creación de estructuras solidarias y subsidiarias en un clima regulado por la
sola justicia, o lo que es peor, por los puros juegos de poder y vanidad.
Además el cultivo habitual de este tipo de gestos hace posible el «ethos»
necesario para la paz de las naciones. No podemos ser ingenuos y creer que la
paz brota por «generación espontánea». La paz verdadera es una ardua tarea que
sólo se construye cuando se edifica desde cada persona, desde la vida privada,
desde las solidaridades elementales, desde la microhistoria en la que vivimos al
interior de nuestros partidos. Juan Pablo II nos dice a este respecto:
Entrad en el esfuerzo de reflexión y acción que os propongo (…) interrogándoos acerca de vuestra disponibilidad al perdón y a la reconciliación y haciendo, en el campo de vuestra responsabilidad familiar, social y política, gestos de perdón y de reconciliación. Haréis la verdad y la verdad os hará libres. La verdad producirá luces y energías insospechadas para dar una nueva oportunidad a la paz en el mundo(33).
3.3 La libertad también es
método
La política en su sentido más clásico es un arte que versa sobre lo contingente,
es decir, sobre lo no-necesario. Por ello de la fe cristiana no se deriva
directamente ningún tipo de acción política particular. El conjunto de
condiciones en las que es preciso actuar exigen que cada persona tenga que tomar
sus propias decisiones con entera responsabilidad.
Precisamente esta situación obliga muy especialmente a los políticos a entender
la estructura de la libertad y su esencial referencia a la verdad. La libertad
no es pura voluntad que se autoproyecta, la libertad para realizarse de acuerdo
a su naturaleza requiere de la verdad. Si esta referencia se ignora o se suprime
la voluntad se torna «voluntad de poder», es decir, poder que se regula a sí
mismo, poder dispuesto a aplastar la verdad. Luchar para que esto no suceda
es la justificación más elemental de la existencia de los partidos demócrata
cristianos. Por eso podemos decir que un tercer elemento del método que la
DSI ofrece a los partidos que se inspiran en el «ethos» social cristiano es
precisamente la libertad. La libertad que afirma la DSI no es la libertad
neoliberal, no es la libertad que surge del mercado, es la libertad que brota de
una antropología elemental que sostiene que todo ser humano es persona y merece
respeto. Por eso Juan Pablo II nos comparte que:
Al no ser ideológica, la fe cristiana no pretende encuadrar en un rígido esquema la cambiante realidad sociopolítica y reconoce que la vida del hombre se desarrolla en la historia en condiciones diversas y no perfectas. La Iglesia, por tanto, al ratificar constantemente la trascendente dignidad de la persona, utiliza como método propio el respeto de la libertad. La libertad, no obstante, es valorizada en pleno solamente por la aceptación de la verdad. En un mundo sin verdad la libertad pierde su consistencia y el hombre queda expuesto a la violencia de las pasiones y a condicionamientos patentes o encubiertos.(34)
Conclusión: Humanismo político y
Doctrina social de la Iglesia
Este rápido recuento de algunos elementos de la DSI contemporánea nos permiten
advertir que esta no es un código deontológico que se imponga de manera
extrínseca a la acción política concreta. Al contrario, la DSI surge
metodológicamente de la reflexión sobre las luchas de los cristianos a favor de
la justicia en todo el mundo. La DSI es un elemento que colabora a no ceder ante
el ya mencionado escepticismo pragmático, ante la anomia ideológica que sofoca y
desencanta. En una palabra, la DSI es la conciencia teórica de un movimiento
práctico:
Actuando individualmente o bien coordinados en grupos, asociaciones y organizaciones, ellos han constituido como un gran movimiento para la defensa de la persona humana y para la tutela de su dignidad, lo cual, en las alternantes vicisitudes de la historia, ha contribuido a construir una sociedad más justa o, al menos, a poner barreras y límites a la injusticia (35).
El respeto a la persona, la
búsqueda de una economía social de mercado, la opción preferencial por los
pobres, la necesidad de crear subjetividad social, la urgencia de que el Estado
se diseñe en función de la soberanía cultural de la Nación, una renovada lectura
de la modernidad, la importancia de la reconciliación como factor-clave de
viabilidad para la política cristiana, y la pasión por reproponer el valor de la
libertad son temas y problemas que han nacido de la lucha de un «gran
movimiento» que con errores y aciertos muestra la vitalidad de un humanismo que
es tal precisamente por afirmar que el hombre no basta para el hombre, que
existe siempre un horizonte mayor que la acción política aún para la acción
política.
El humanismo político de los partidos de inspiración demócrata cristiana no
puede bajo estas premisas ser considerado un recurso meramente ornamental o una
motivación genérica y abstracta en torno a ciertas «ideas». El humanismo
político renovado por la DSI es un saber práctico que muestra el aprecio que
tenemos por la condición humana, siempre frágil, pero siempre anhelante de una
vida más digna, más justa, más fraterna y constitutivamente abierta a una
trascendencia más allá de la historia que le de sentido a todos nuestros
esfuerzos.
El evento se denominó:
Seminario Internacional «Humanización y equidad», PAN – ODCA – KAS, Ciudad de
México, 16 de diciembre de 2003.
2. Cf. PAULO VI, Octogesima adveniens, n. 4; JUAN PABLO II, Discurso
a la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, 28 de enero
1979, II, 7; Id., Solicitudo rei sociales, n. 8.
3. Hace poco más de 15 años Pedro Morandé comentaba: “Transformándose la
decisión política en un acto puramente coyuntural que resuelve los problemas
día a día según se vayan presentando, han aumentado los logros concretos en
muchos ámbitos, pero se ha generado al mismo tiempo una legitimidad también
coyuntural para los actores políticos, con la consiguiente inestabilidad que
ello significa. En otras palabras, queriendo solucionar el problema de la
estabilidad, tengo la impresión que han producido una inestabilidad mayor,
puesto que la legitimidad es una suerte de «río profundo» que afecta los
resortes esenciales de una cultura y que no puede resolverse con golpes de
seducción coyuntural”. (P. MORANDÉ COURT, Desafíos culturales de la
democratización de América Latina, en : América Latina. Desafíos y esperanzas,
CLAT, Caracas 1988, p. 43).
4. Dentro de la abundante literatura, véase : G. VATTIMO, El fin de la
modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna, Planeta-Agostini,
México 1994; J. F. LYOTARD, La condición postmoderna, Planeta-Agostini,
México 1994.
5. Es interesante ver cómo Jürgen Habermas uno de los más grandes defensores
contemporáneos de la modernidad ilustrada al proponer una racionalidad basada
en el consenso y sus presupuestos éticos coincide con algunos de sus
principales detractores en uno de los puntos neurálgicos de ambas propuestas:
afirmar la imposibilidad de que la convivencia social se pueda fundar en otra
cosa más que en aquello que ella misma se puede dar. El inmanentismo de esta
tesis fácilmente cae en las aporías típicas del yo trascendental kantiano. Cf.
J. HABERMAS, Teoría de la acción comunicativa, Taurus, Madrid 1987, 2
vols.
6. Cf. L. KOLAKOWSKI, La modernidad siempre a prueba, Vuelta, México
1990, p.p. 231-249.
7. Cf. K. POPPER, La sociedad abierta y sus enemigos, Planeta-Agostini,
México 1992, 2 vols.
8. L. KOLAKOWSKI, op. cit, p. 249.
9. Ofrecen un marco importante para este empeño las obras de: A. DEL NOCE,
Il problema dell´ateismo, Il Mulino, Bologna 1990; G. LIPOVETSKY, La
era del vacío, Anagrama, Barcelona 2000; A. LLANO, La nueva
sensibilidad, Espasa, Madrid 1989.
10. Cf. J. RATZINGER, ¿Orientación cristiana en la democracia pluralista?,
en: Iglesia, ecumenismo y política, BAC, Madrid 1987, p. 223-242.
11. Un desarrollo más amplio sobre esta idea en: R. GUERRA LÓPEZ, Educar
para la democracia. La democracia como adjetivo y sus consecuencias
educativas, en Revista Latinoamericana de Estudios Educativos, México
1997, Vol. XXVII, n.n. 1-2, p.p. 9-31.
12. Cf. K. WOJTYLA, Love and Responsibility, Ignatius Press, San
Francisco 1993, p.p. 26-27.
13. Cf. R. GUERRA LÓPEZ, Volver a la persona. El método filosófico de Karol
Wojtyla, Caparrós, Madrid 2002; Idem, Afirmar a la persona por sí
misma. La dignidad como fundamento de los derechos de la persona, Comisión
Nacional de los Derechos Humanos, México 2003.
14. JUAN PABLO II, Veritatis splendor, n. 48.
15. Cf. JUAN PABLO II, Laborem excercens.
16. Cf. CONFERENCIA DEL EPISCOPADO MEXICANO, Del encuentro con Jesucristo a
la solidaridad con todos, CEM, México 2000, Tercera Parte, sección II.
17. CONSEJO EPISCOPAL LATINOAMERICANO, Globalización y Nueva Evangelización
en América Latina y el Caribe, Documentos CELAM, Bogotá 2003, n.n.
337-346.
18. Ibidem, n. 341.
19. Cf. R. GUERRA LÓPEZ, Hacia una «perspectiva de familia»,
Universidad Panamericana, México 2004.
20. Para un desarrollo filosófico de esta cuestión véase: A. DEL NOCE, Il
problema politico dei cattolici, UIPC, Roma 1987; R. BUTTIGLIONE,
Qualche riflessione sulla situazione attuale della morale cristiana, en
Communio (ed. It.), n. 34, 1977.
21. Cf. JUAN PABLO II, Ecclesia in America, n. 12.
22. Tal vez el lugar en el que de manera más incisiva Juan Pablo II ha
señalado la centralidad que para todos los cristianos debe ocupar este tema,
se encuentra en los números 49 y 50 del documento que es como su testamento
espiritual: Novo millennio ineunte. En este texto el Papa afirma que
los textos de la Sagrada Escritura que nos recuerdan la preferencia de
Jesucristo por los más pobres, y el modo como El está presente en ellos de un
modo misterioso pero real, constituyen una página de Cristología y no un mero
exhorto a la caridad (n. 49.) De este modo, podemos afirmar con seguridad que
la opción por los pobres es una dimensión constitutiva de la fe en Jesucristo.
Esto posee una importancia fundamental ya que precisamente: “Sobre esta
página, la Iglesia comprueba su fidelidad como Esposa de Cristo, no menos que
sobre el ámbito de la ortodoxia” (Ibidem).
23. Véase, por ejemplo: JUAN PABLO II, Centesimus agnus, n. 13.
24. JUAN PABLO II, Los derechos de las naciones. Discurso a la Asamblea
General de la Organización de las Naciones Unidas (5 de octubre de 1995),
en PAULO VI-JUAN PABLO II, Mensaje a las naciones. Discursos ante la
Asamblea de las Naciones Unidas, Ediciones Paulinas, México 1996, p.p.
45-58.
25. Cf. R. GUERRA LÓPEZ, Censurar a los obispos, en Bien común. Publicación
mensual de la Fundación Rafael Preciado Hernández A.C., Año 9, n. 107,
noviembre 2003; Idem, Hacia un Estado de libertad religiosa, en Cuestión
social, Año 10, n. 1, enero-marzo 2002; Idem, Identidad nacional y
laicidad estatal, en NEXOS, n. 284, agosto de 2001.
26. JUAN XXIII, Mater et Magistra, n. 63.
27. N. 50.
28. JUAN PABLO II, Centesimus agnus, n. 25.
29. “Omne verum a quocumque dicatur a Spiritu Sancto est” (TOMAS DE AQUINO,
Sum. Theol., I-II, q. 109, a. 1 ad 1. Citado en JUAN PABLO II, Fides et
ratio, n. 44.).
30. Por ejemplo al estudiar a la escuela fenomenológica: Cf. R. GUERRA LÓPEZ,
Volver a la persona. El método filosófico de Karol Wojtyla.
31. Todos ellos son mencionados en las catequesis sobre el amor humano: Cf.
GIOVANNI PAOLO II, Uomo e donna lo creò. Catechesi sull´amore umano,
Città Nuova Editrice-Librería Editrice Vaticana, Città del Vaticano 1992.
32. Entrevista concedida por Juan Pablo II a Jas Gawronsky y publicada en
La Stampa, Torino 2 de noviembre de 1993.
33. JUAN PABLO II, La verdad, fuerza de la paz, Jornada Mundial de la
Paz, 8 de diciembre 1979.
34. JUAN PABLO II, Centesimus agnus, n. 46.
35. JUAN PABLO II, Centesimus agnus, n. 3.
Seminario Internacional «La
renovación del pensamiento demócrata cristiano a la luz de la doctrina social de
la Iglesia»
Red Buenos Aires. Organización demócrata cristiana de América. Honrad Adenauer
Stiftung
Edición autorizada de arvo.net.
(*) Rodrigo Guerra López es Doctor en Filosofía por la Internationale Akademie für Philosophie im Fürstentum Liechtenstein; Catedrático de Metafísica y Filosofía del Derecho en la Universidad Panamericana (Ciudad de México); Coordinador del «Observatorio social» del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM).