ARTÍCULO OCHO:
Pobreza y Caridad
1.
El Mal de la Pobreza
2.
Justicia Social
3.
Caridad y la Opción Preferencial por los Pobres
4.
El Estado del Bienestar
287. Por ello, deseo llamar la atención sobre
algunos indicadores genéricos, sin excluir otros más específicos. Dejando a un
lado el análisis de cifras y estadísticas, es suficiente mirar la realidad de
una multitud ingente de hombre y mujeres, niños, adultos y ancianos en una
palabra, de personas humanas concretas e irrepetibles, que sufren el peso
intolerable de la miseria. Son muchos millones los que carecen de esperanza
debido al hecho de que, en muchos lugares de la tierra, su situación se ha
agravado sensiblemente. Ante estos dramas de total indigencia y necesidad, en
que viven muchos de nuestros hermanos y hermanas, es el mismo Señor Jesús quien
viene a interpelarnos (cf. Mt 25, 31-46).
(Sollicitudo Rei Socialis, n. 13)
288. Al mirar la gama de los diversos sectores:
producción y distribución de alimentos, higiene, salud y vivienda,
disponibilidad de agua potable, condiciones de trabajo, en especial el femenino,
duración de la vida y otros indicadores económicos y sociales, el cuadro general
resulta desolador, bien considerándolo en sí mismo, bien en relación a los datos
correspondientes de los países más desarrollados del mundo. La palabra "abismo"
vuelve a los labios espontáneamente.
(Sollicitudo Rei Socialis, n. 14)
289. Los que, por el contrario, carezcan de
bienes de fortuna, aprendan de la Iglesia que la pobreza no es considerada como
una deshonra ante el juicio de Dios y que no han de avergonzarse por el hecho de
ganarse el sustento con su trabajo. Y esto lo confirmó realmente y de hecho
Cristo, Señor nuestro, que por la salvación de los hombres "se hizo pobre siendo
rico" (2 Cor 8, 9); y, siendo Hijo de Dios y Dios él mismo, quiso, con todo,
aparecer y ser tenido por hijo de un artesano, ni rehusó pasar la mayor parte de
su vida en el trabajo manual. ¿No es acaso éste el artesano, el hijo de María? (Mc
6, 3) Contemplando lo divino de este ejemplo, se comprende más fácilmente que la
verdadera dignidad y excelencia del hombre radica en lo moral, es decir en la
virtud; que la virtud es patrimonio común de todos los mortales, asequible por
igual a altos y bajos, a ricos y pobres; y que el premio de la felicidad eterna
no puede ser consecuencia de otra cosa que de las virtudes y de los méritos,
sean éstos de quienes fueren. Más aún, la misma voluntad de Dios parece más
inclinada del lado de los afligidos, pues Jesucristo llama felices a los pobres,
invita amantísimamente a que se acerquen a él, fuente de consolación, todos los
que sufren y lloran, y abraza con particular caridad a los más bajos y vejados
por la injuria. Conociendo estas cosas, se baja fácilmente el ánimo hinchado de
los ricos y se levanta el deprimido de los afligidos; unos se pliegan a la
benevolencia, otros a la modestia. De este modo, el pasional alejamiento de la
soberbia se hará más corto y se logrará sin dificultades que las voluntades de
una y otra clase, estrechadas amistosamente las manos, se unan también entre sí.
(Rerum Novarum, nn. 23-24)
290. Llegados a este punto conviene añadir que
en el mundo actual se dan otras muchas formas de pobreza. En efecto, ciertas
carencias o privaciones merecen tal vez este nombre. La negación o limitación de
los derechos humanos-como, por ejemplo, el derecho a la libertad religiosa, el
derecho a participar en la construcción de la sociedad, la libertad de
asociación o de formar sindicatos o de tomar iniciativas en materia económica,
¿no empobrecen tal vez a la persona humana igual o más que la privación de los
bienes materiales? Y un desarrollo que no tenga en cuenta la plena afirmación de
estos derechos ¿es verdaderamente desarrollo humano?
(Sollicitudo Rei Socialis, n. 15)
291. De hecho, hoy muchos hombres, quizá la
gran mayoría, no disponen de medios que les permitan entrar de manera efectiva y
humanamente digna en un sistema de empresa, donde el trabajo ocupa una posición
realmente central.... Ellos, aunque no explotados propiamente, son marginados
ampliamente y el desarrollo económico se realiza, por así decirlo, por encima de
su alcance, limitando incluso los espacios ya reducidos de sus antiguas
economías de subsis- tencia.... Otros muchos hombres, aun no estando marginados
del todo, viven en ambientes donde la lucha por lo necesario es absolutamente
prioritaria.... Por desgracia, la gran mayoría de los habitantes del Tercer
Mundo vive aún en esas condiciones.
(Centesimus Annus, n. 33)
292. En efecto, además de la justicia
conmutativa, existe la justicia social, que impone también deberes a los que ni
patronos ni obreros se pueden sustraer. Y precisamente es propio de la justicia
social el exigir de los individuos todo cuanto es necesario al bien común.
(Divini Redemptoris, n. 51)
293. Para satisfacer las exigencias de la
justicia y de la equidad hay que hacer todos los esfuerzos posibles para que,
dentro del respeto a los derechos de las personas y a las características de
cada pueblo, desaparezcan lo más rápidamente posible las enormes diferencias
económicas que existen hoy, y frecuentemente aumentan, vinculadas a
discriminaciones individuales y sociales. De igual manera, en muchas regiones,
teniendo en cuanta las peculiares dificultades de la agricultura tanto en la
producción como en la venta de sus bienes, hay que ayudar a los labradores para
que aumenten su capacidad productiva y comercial, introduzcan los necesarios
cambios e innovaciones, consigan una justa ganancia y no queden reducidos, como
sucede con frecuencia, a la situación de ciudadanos de inferior categoría. Los
propios agricultores, especialmente los jóvenes, aplíquense con afán a
perfeccionar su técnica profesional, sin la que no puede darse el desarrollo de
la agricultura. La justicia y la equidad exigen también que la movilidad, la
cual es necesaria en una economía progresiva, se ordene de manera que se eviten
la inseguridad y la estrechez de vida del individuo y de su familia. Con
respecto a los trabajadores que, procedentes de otros países o de otras
regiones, cooperan en el crecimiento económico de una nación o de una provincia,
se ha de evitar con sumo cuidado toda discriminación en materia de remuneración
o de condiciones de trabajo. Además, la sociedad entera, en particular los
poderes públicos, deben considerarlos como personas, no simplemente como meros
instrumentos de producción; deben ayudarlos para que traigan junto a sí a sus
familiares, se procuren un alojamiento decente, y a favorecer su incorporación a
la vida social del país o de la región que los acoge. Sin embargo, en cuanto sea
posible, deben crearse fuentes de trabajo en las propias regiones. En las
economías en período de transición, como sucede en las formas nuevas de la
sociedad industrial, en las que, vgr., se desarrolla la autonomía, en necesario
asegurar a cada uno empleo suficiente y adecuado: y al mismo tiempo la
posibilidad de una formación técnica y profesional congruente. Se debe
garantizar la subsistencia y la dignidad humana de los que, sobre todo por razón
de enfermedad o de edad, se ven aquejados por graves dificultades.
(Gaudium et Spes, n. 66)
294. Vosotros todos, los que habéis oído la
llamada de los pueblos que sufren, vosotros los que trabajáis para darles una
respuesta, vosotros sois los apóstoles del desarrollo auténtico y verdadero, que
no consiste en la riqueza egoísta y deseada por sí misma, sino en la economía al
servicio del hombre, en el pan de cada día distribuido a todos, como fuente de
fraternidad y signo de la Providencia.
(Populorum Progressio, n. 86)
295. La justicia es, al mismo tiempo, virtud
moral y concepto legal. En ocasiones, se la representa con los ojos vendados; en
real- idad, lo propio de la justicia es estar atenta y vigilante para asegurar
el equilibrio entre derechos y deberes, así como el promover la distribución
equitativa de los costes y beneficios. La justicia restaura, no destruye;
reconcilia en vez de instigar a la venganza. Bien mirado, su raíz última se
encuentra en el amor, cuya expresión más significativa es la misericordia. Por
lo tanto, separada del amor misericordioso, la justicia se hace fría e hiriente.
(Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1998, n. 1)
296. Queda por instaurar una mayor justicia en
la distribución de los bienes, tanto en el interior de las comunidades
nacionales como en el plano internacional. En el comercio mundial es necesario
superar las relaciones de fuerza para llegar a tratados concertados con la
mirada puesta en el bien de todos. Las relaciones de fuerza no han logrado jamás
establecer efectivamente la justicia de una manera durable y verdadera, por más
que en algunos momentos la alternancia en el equilibrio de posiciones puede
permitir frecuentemente hallar condiciones más fáciles de diálogo. El uso de la
fuerza suscita, por lo demás, la puesta en acción de fuerzas contrarias, y de
ahí el clima de lucha, que da lugar a situaciones extremas de violencia y
abusos. Pero-lo hemos afirmado frecuentemente-el deber más importante de la
justicia es el de permitir a cada país promover su propio desar- rollo, dentro
del marco de una cooperación exenta de todo espíritu de dominio económico y
político. Ciertamente la complejidad de los problemas planteados es grande en el
conflicto actual de las interdependencias. Se ha de tener, por tanto, la
fortaleza de ánimo necesaria para revisar las relaciones actuales entre las
naciones, ya se trate de la distribución internacional de la producción de la
estructura del comercio, del control de los beneficios, de la ordenación del
sistema monetario-sin olvidar las acciones de solidaridad humanitaria-y así se
logre que los modelos de crecimiento de las naciones ricas sean críticamente
analizados, se transformen las mentalidades para abrirlas a la prioridad del
derecho internacional y, finalmente, se renueven los organismos internacionales
para lograr una mayor eficacia.
(Octogesima Adveniens, n. 43)
297. La auténtica misericordia es por decirlo
así la fuente más profunda de la justicia. Si ésta última es de por sí apta para
servir de "árbitro" entre los hombres en la recíproca repartición de los bienes
objetivos según una media adecuada; el amor en cambio, y solamente el amor,
(también ese amor benigno que llamamos "misericordia") es capaz de restituir el
hombre a sí mismo. La misericordia auténticamente cristiana es también, en
cierto sentido, la más perfecta encarnación de la "igualdad" entre los hombres y
por consiguiente también la encarnación más perfecta de la justicia, en cuanto
también ésta, dentro de su ámbito, mira al mismo resultado. La igualdad
introducida mediante la justicia se limita, sin embargo, el ámbito de los bienes
objetivos y extrínsecos, mientras el amor y la misericordia logran que los
hombres se encuentren entre sí en ese valor que es el mismo hombre, con la
dignidad que le es propia.
(Dives in Misericordia, n. 14)
298. A esta lamentable ruina de las almas,
persistiendo la cual, será vano todo intento de regeneración social, no puede
aplicarse remedio alguno eficaz, como no sea haciendo volver a los hombres
abierta y sinceramente a la doctrina evangélica, es decir, a los prin- cipios de
Aquel que es el único que tiene palabras de vida eterna, y palabras tales que,
aun cuando pasen el cielo y la tierra, ellas jamás pasarán. Los verdaderamente
enterados sobre cuestiones sociales piden insistentemente una reforma ajustada a
los principios de la razón, que pueda llevar a la economía hacia un orden recto
y sano. Pero ese orden, que Nos mismo deseamos tan ardientemente y promovemos
con tanto afán, quedará en absoluto manco e imperfecto si las actividades
humanas todas no cooperan en amigable acuerdo a imitar y, en la medida que sea
dado a las fuerzas de los hombres, reproducir esa admirable unidad del plan
divino; o sea, que se dirijan a Dios, como a término primero y supremo de toda
actividad creada, y que por bajo de Dios, cualesquiera que sean los bienes
creados, no se los considere más que como simples medios, de los cuales se ha de
usar nada más que en la medida en que lleven a la consecución del fin supremo.
No se ha de pensar, sin embargo, que con esto se hace de menos a las ocupaciones
lucrativas o que rebajen la dignidad humana, sino que, todo lo contrario, en
ellas se nos enseña a reconocer con veneración la clara voluntad del divino
Hacedor, que puso al hombre sobre la tierra para trabajarla y hacerla servir a
sus múltiples necesidades. No se prohíbe, en efecto, aumentar adecuada y
justamente su fortuna a quienquiera que trabaja para producir bienes, sino que
aun es justo que quien sirve a la comunidad y la enriquece, con los bienes
aumentados de la sociedad se haga él mismo también, más rico, siempre que todo
esto se persiga con el debido respeto para con las leyes de Dios y sin menoscabo
de los derechos ajenos y se emplee según el orden de la fe y de la recta razón.
Si estas normas fueran observadas por todos, en todas partes y siempre, pronto
volverían a los límites de la equidad y de la justa distribución tanto la
producción y adquisición de las cosas, cuanto el uso de las riquezas, que ahora
se nos muestra con frecuencia tan desordenado; a ese sórdido apego a lo propio,
que es la afrenta y el gran pecado de nuestro siglo, se opondría en la práctica
y en los hechos la suavísima y a la vez poderosísima ley de la templanza
cristiana, que manda al hombre buscar primero el reino de Dios y su justicia,
pues sabe ciertamente, por la segura promesa de la liberalidad divina, que los
bienes temporales se le darán por añadidura en la medida que le fueren
necesarios.
(Quadragesimo Anno, n. 136)
299. Los hombres de nuestro tiempo son cada día
más sensibles a estas disparidades, porque están plenamente convencidos de que
la amplitud de las posibilidades técnicas y económicas que tiene en sus manos el
mundo moderno puede y debe corregir este lamentable estado de cosas. Por ello
son necesarias muchas reformas en la vida económico-social y un cambio de
mentalidad y de costumbres en todos. A este fin, la Iglesia, en el transcurso de
los siglos, a la luz del Evangelio, ha concretado los principios de justicia y
equidad, exigidos por la recta razón, tanto en orden a la vida individual y
social como en orden a la vida internacional, y los ha manifestado especialmente
en estos últimos tiempos. El Concilio quiere robustecer estos principios de
acuerdo con las circunstancias actuales y dar algunas orientaciones, referentes
sobre todo a las exigencias del desarrollo económico.
(Gaudium et Spes, n. 63)
III. CARIDAD Y LA OPCIÓN PREFERENCIAL POR LOS POBRES
300. La caridad representa el mayor mandamiento
social. Respeta al otro y sus derechos. Exige la práctica de la justicia y es la
única que nos hace capaces de ésta. Inspira una vida de entrega de sí mismo:
"Quien intente guardar su vida la perderá; y quien la pierda la conservará" (Lc
17, 33).
(CIC, n. 1889)
301. No será, pues, superfluo examinar de nuevo
y profundizar bajo esta luz los temas y las orientaciones características,
tratados por el Magisterio en estos años. Entre dichos temas quiero señalar
aquí, la opción o amor preferencial por los pobres. Esta es una opción o una
forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual
da testimonio toda la tradición de la Iglesia. Se refiere a la vida de cada
cristiano, en cuanto imitador de la vida de Cristo, pero se aplica igualmente a
nuestras responsabilidades sociales y, consiguientemente, a nuestro modo de
vivir y a las decisiones que se deben tomar coherentemente sobre la propiedad y
el uso de los bienes.
(Sollicitudo Rei Socialis, n. 42)
302. La relectura de aquella encíclica, Rerum
Novarum, a la luz de las realidades contemporáneas, nos permite apreciar la
constante preocupación y dedicación de la Iglesia por aquellas personas que son
objeto de predilección por parte de Jesús, nuestro Señor. El contenido del texto
es un testimonio excelente de la continuidad, dentro de la Iglesia, de lo que
ahora se llama "opción preferencial por los pobres"; opción que en la
Sollicitudo Rei Socialis es definida como una "forma especial de primacía en el
ejercicio de la caridad cristiana" (SRS, n. 42).
(Centesimus Annus, n. 11)
303. Para promover la dignidad humana, la
Iglesia manifiesta un amor prefencial por los pobres y marginados, porque el
Señor se identificó con ellos especialmente (cf. Mt 25, 40). Este amor no
excluye a nadie; simplemente, singulariza una prioridad de servicio, que goza
del testimonio favorable de toda la tradición de la Iglesia. Este amor
preferencial por los pobres, y las decisiones que él nos inspira, no puede dejar
de abrazar a las enormes multitudes de hambrientos, de mendigos, de vagabundos,
desprovistos de la asistencia médica y, sobre todo, sin la esperanza de un
futuro mejor.
(Ecclesia in Asia, n. 34)
304. Su amor preferencial por los pobres está
inscrito admirablemente en el Magníficat de María. El Dios de la Alianza,
cantado por la Virgen de Nazaret en la elevación de su espíritu, es a la vez el
que "derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, a los
hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos ... dispersa a
los soberbios ... y conserva su misericordia para los que le temen". María está
profundamente impregnada del espíritu de los "pobres de Yahveh", que en la
oración de los Salmos esperaban de Dios su salvación, poniendo en él toda su
confianza (cf. Sal 25; 31; 35; 55)
(Redemptoris Mater, n. 37)
305. Si un hermano o una hermana están
desnudos-dice Santiago-si les falta el alimento cotidiano, y alguno de vosotros
les dice: "Andad en paz, calentaos, saciaos", sin darles lo necesario para su
cuerpo, ¿para qué les sirve eso? (Jas 2, 15-16) Hoy en día nadie puede ya
ignorarlo: en continentes enteros son innumerables los hombres y mujeres
torturados por el hambre, son innumerables los niños subalimentados, hasta tal
punto, que un buen número de ellos muere en la tierna edad; el crecimiento
físico y el desarrollo mental de muchos otros se ve con ello comprometido, y
regiones enteras se ven así condenadas al más triste desaliento.
(Populorum Progressio, n. 45)
306. Hoy ciertamente son muchos los que, como
en otro tiempo hicieran los gentiles, se propasan a censurar a la Iglesia esta
tan eximia caridad, en cuyo lugar se ha pretendido poner la beneficencia
establecida por las leyes civiles. Pero no se encontrarán recursos humanos
capaces de suplir la caridad cristiana, que se entrega toda entera a sí misma
para utilidad de las demás. Tal virtud es exclusiva de la Iglesia, porque, si no
brotara del sacratísimo corazón de Jesucristo, jamás hubiera existido, pues anda
errante lejos de Cristo el que se separa de la Iglesia.
(Rerum Novarum, n. 30)
307. Como es evidente, el grave deber, que la
Iglesia siempre ha proclamado, de ayudar a los que sufren la indigencia y la
miseria, lo han de sentir de modo muy principal los católicos, por ser miembros
del Cuerpo místico de Cristo. En esto-proclama Juan, el apóstol hemos conocido
la caridad de Dios, en que dio Él su vida por nosotros, y así nosotros debemos
estar prontos a dar la vida por nuestros hermanos. Quien tiene bienes de este
mundo y viendo a su hermano en necesidad le cierra las entrañas, ¿cómo es
posible que habite en él la caridad de Dios? (1 Jn 3, 16-17).
(Mater et Magistra, n. 159)
308. En los últimos años ha tenido lugar una
vasta ampliación de ese tipo de intervención, que ha llegado a constituir en
cierto modo un Estado de índole nueva: el "Estado del bienestar". Esta evolución
se ha dado en algunos Estados para responder de manera más adecuada a muchas
necesidades y carencias tratando de remediar formas de pobreza y de privación
indignas de la persona humana. No obstante, no han faltado excesos y abusos que,
especialmente en los años más recientes, han provocado duras críticas a ese
Estado del bienestar, calificado como "Estado asistencial". Deficiencias y
abusos del mismo derivan de una inadecuada comprensión de los deberes propios
del Estado. En este ámbito también debe ser respetado el principio de
subsidiariedad. Una estructura social de orden superior no debe interferir en la
vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus
competencias, sino que más bien debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla
a coordinar su acción con la de los demás componentes sociales, con miras al
bien común 100. Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la
sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el
aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas
más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de
los gastos. Efectivamente, parece que conoce mejor las necesidades y logra
sastisfacerlas de modo más adecuado quien está próximo a ellas o, quien está
cerca del necesitado. Además, un cierto tipo de necesidades requiere con
frecuencia una respuesta que sea no sólo material, sino que sepa descubrir su
exigencia humana más profunda. Conviene pensar también en la situación de los
prófugos y emigrantes, de los ancianos y enfermos, y en todos los demás casos,
necesitados de asistencia, como es el de los drogadictos: personas, todas ellas,
que pueden ser ayudadas de manera eficaz solamente por quien les ofrece, aparte
de los cuidados necesarios, un apoyo sinceramente fraterno.
(Centesimus Annus, n. 48)
309. Si León XIII se apela al Estado para poner
un remedio justo a la condición de los pobres, lo hace también porque reconoce
oportunamente que el Estado tiene la incumbencia de velar por el bien común y
cuidar que todas las esferas de la vida social, sin excluir la económica,
contribuyan a promoverlo, naturalmente dentro del respeto debido a la justa
autonomía de cada una de ellas. Esto, sin embargo, no autoriza a pensar que
según el Papa toda solución de la cuestión social deba provenir del Estado. Al
contrario, él insiste varias veces sobre los necesarios límites de la
intervención del Estado y sobre su carácter instrumental, ya que el individuo,
la familia y la sociedad son anteriores a él y el Estado mismo existe para
tutelar los derechos de aquél y de éstas, y no para sofocarlos.
(Centesimus Annus, n. 11)
310. No es justo, según hemos dicho, que ni el
individuo ni la familia sean absorbidos por el Estado; lo justo es dejar a cada
uno la facultad de obrar con libertad hasta donde sea posible, sin daño del bien
común y sin injuria de nadie. No obstante, los que gobiernan deberán atender a
la defensa de la comunidad y de sus miembros. De la comunidad, porque la
naturaleza confió su conservación a la suma potestad, hasta el punto que la
custodia de la salud pública no es sólo la suprema ley, sino la razón total del
poder; de los miembros, porque la administración del Estado debe tender por
naturaleza no a la utilidad de aquellos a quienes se ha confiado, sino de los
que se le confían, como unánimemente afirman la filosofía y la fe cristiana.
(Rerum Novarum, n. 35)