ARTÍCULO SEIS:
La Economía
1.
El Destino Universal de los Bienes Materiales
2.
Propiedad Privada
3.
Sistemas Económicos
4.
Moralidad,
Justicia y Orden Económico
5.
Una Genuina
Teología de la Liberación
6.
La
Intervención del Estado y la Economía
7. Negocios
8.
Economismo y
Consumismo
I. EL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES MATERIALES
202. "Llenad la tierra y sometedla" (Gn 1, 28).
La Biblia, desde sus primeras páginas, nos enseña que la creación entera es para
el hombre, quien tiene que aplicar su esfuerzo inteligente para valorizarla y,
mediante su trabajo, perfeccionarla, por decirlo así poniéndola a su servicio.
Si la tierra está hecha para procurar a cada uno los medios de subsistencia y
los instrumentos de su progreso, todo hombre tiene el derecho de encontrar en
ella lo que necesita. El reciente Concilio lo ha recordado: "Dios ha destinado
la tierra, y todo lo que en ella se contiene, para uso de todos los hombres y de
todos los pueblos, de modo que los bienes creados deben llegar a todos en forma
justa, según la regla de la justicia, inseparable de la caridad" (GS, n. 69).
Todos los demás derechos, sean los que sean, comprendidos en ellos los de
propiedad y comercio libre, a ello están subordinados: no deben estorbar, antes
al contrario, facilitar su realización, y es un deber social grave y urgente
hacerlos volver a su finalidad primera.
(Populorum Progressio, n. 22)
203. Los sucesores de León XIII han repetido
esta doble afirmación: la necesidad y, por tanto, la licitud de la propiedad
privada, así como los límites que pesan sobre ella. También el Concilio Vaticano
II ha propuesto de nuevo la doctrina tradicional con palabras que merecen ser
citadas aquí textualmente: "El hombre, usando estos bienes, no debe considerar
las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino
también como comunes, en el sentido de que, no le aprovechen a él solamente,
sino también a los demás" (GS, n. 69). Y un poco más adelante: "La propiedad
privada o un cierto dominio sobre los bienes externos aseguran a cada cual una
zona absolutamente necesaria de autonomía personal y familiar, y deben ser
considerados como una ampliación de la libertad humana.... La propiedad privada,
por su misma naturaleza, tiene también una índole social, cuyo fundamento reside
en el destino común de los bienes" (GS, n. 71).
(Centesimus Annus, n. 30)
204. Poseer bienes en privado, según hemos
dicho poco antes, es derecho natural del hombre; y usar de este derecho sobre
todo en la sociedad de la vida, no sólo es lícito, sino incluso necesario en
absoluto. "Es lícito que el hombre posea cosas propias. Y es necesario también
para la vida humana" (Santo Tomás de Aquino, STh, II-II, 66, 2, c). Y si se
pregunta cuál es necesario que sea el uso de los bienes. La Iglesia responderá
sin vacilación alguna: "En cuanto a esto, el hombre no debe considerar las cosas
externas como propias, sino como comunes, es decir, de modo que las comparta
fácilmente con otros en sus necesidades" (Santo Tomás de Aquino, STh, II-II, 66,
2, c). De donde el Apóstol dice: "Manda a los ricos de este siglo ... que den,
que compartan con facilidad" (Lc 11, 41). A nadie se manda socorrer a los demás
con lo necesario para sus usos personales o de los suyos; ni siquiera a dar a
otro lo que él mismo necesita para conservar lo que convenga a la persona, a su
decoro: "Nadie debe vivir de una manera inconveniente". Pero cuando se ha
atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los
indigentes con lo que sobra. "Lo que sobra, dadlo de limosna" (Hech 20, 25). No
son éstos, sin embargo, deberes de justicia, salvo en los casos de necesidad
extrema, sino de caridad cristiana, la cual ciertamente no hay derecho de
exigirla por la ley. Pero antes que la ley y el juicio de los hombres están la
ley y el juicio de Cristo Dios, que de modos diversos y suavemente aconseja la
práctica de dar: "Es mejor dar que recibir", y que juzgará la caridad hecha o
negada a los pobres como hecha o negada a él en persona: "Cuanto hicisteis a uno
de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40). Todo lo
cual se resume en que todo el que ha recibido abundancia de bienes, sean éstos
del cuerpo y externos, sean del espíritu, los ha recibido para perfeccionamiento
propio y, al mismo tiempo, para que, como ministro de la Providencia divina, los
emplee en beneficio de los demás. "Por lo tanto, el que tenga talento, que cuide
mucho de no estarse callado; el que tenga abundancia de bienes, que no se deje
entorpecer para la largueza de la misericordia; el que tenga un oficio con que
se desenvuelve, que se afane en compartir su uso y su utilidad con el prójimo"
(San Gregorio Magno, Evangelium Homiliae, 9, 7).
(Rerum Novarum, n. 22)
205. El que Dios haya dado la tierra para
usufructuarla y disfrutarla a la totalidad del género humano, no puede oponerse
en modo alguno a la propiedad privada. Pues se dice que Dios dio la tierra en
común al género humano no porque quisiera que su posesión fuera indivisa para
todos, sino porque no asignó a nadie la parte que habría de poseer, dejando la
delimitación de las posesiones privadas a la industria de los individuos y a las
instituciones de los pueblos. Por lo demás, a pesar de que se halle repartida
entre los particulares, no deja por ello de servir a la común utilidad de todos,
ya que no hay mortal alguno que no se alimente con lo que los campos producen.
Los que carecen de propiedad, lo suplen con el trabajo; de modo que cabe afirmar
con verdad que el medio universal de procurarse la comida y el vestido está en
el trabajo, el cual, rendido en el fundo propio o en un oficio mecánico, recibe,
finalmente, como merced no otra cosa que los múltiples frutos de la tierra o
algo que cambia por ellos. Con lo que de nuevo viene a demostrarse que las
posesiones privadas son conforme a la naturaleza.
(Rerum Novarum, nn. 8-9)
206. Hay, por consiguiente, que evitar con todo
cuidado dos escollos contra los cuales se puede chocar. Pues, igual que negando
o suprimiendo el carácter social y público del derecho de propiedad se cae o se
incurre en peligro de caer en el "individualismo", rechazando o disminuyendo el
carácter privado e individual de tal derecho, se va necesariamente a dar en el
"colectivismo" o, por lo menos, a rozar con sus errores. Si no se tiene en
cuanta esto, se irá lógicamente a naufragar en los escollos del modernismo
moral, jurídico y social, denunciado por Nos en la encíclica (Ubi Arcano Dei
Consilio) dada a comienzos de nuestro pontificado; y de esto han debido darse
perfectísima cuenta quienes, deseosos de novedades, no temen acusar a la Iglesia
con criminales calumnias, cual si hubiera consentido que en la doctrina de los
teólogos se infiltrara un concepto pagano del dominio, que sería preciso
sustituir por otro, que ellos, con asombrosa ignorancia, llaman "cristiano".
(Quadragesimo Anno, n. 46)
207. Es necesario recordar una vez más aquel
principio peculiar de la doctrina cristiana: los bienes de este mundo están
originari- amente destinados todos. El derecho a la propiedad privada es válido
y necesario, pero no anula el valor de tal principio. En efecto, sobre ella
grava "una hipoteca social", es decir, posee, como cualidad intrínseca, una
función social fundada y justificada precisamente sobre el principio del destino
universal de los bienes.
(Sollicitudo Rei Socialis, n. 42)
208. A la luz de las "casas nuevas" de hoy ha
sido considerada nuevamente la relación entre la propiedad individual o privada
y el destino universal de los bienes. El hombre se realiza a sí mismo por medio
de su inteligencia y su libertad y, obrando así, asume como objecto e
instrumento las cosas del mundo, a la vez que se apropia de ellas. En este modo
de actuar se encuentra el fundamento del derecho a la iniciativa y a la
propiedad individual. Mediante su trabajo el hombre se compromete no sólo en
favor suyo, sino también en favor de los demás y con los demás: cada uno
colabora en el trabajo y en el bien de los otros. El hombre trabaja para cubrir
las necesidades de su familia, de la comunidad de la que forma parte, de la
nación y, en definitiva, de toda la humanidad (Laborem Exercens, n. 10).
Colabora, asimismo, en la actividad de los que trabajan en la misma empresa e
igualmente en el trabajo de los proveedores o en el consumo de los clientes, en
una cadena de solidaridad que se extiende progresivamente. La propiedad de los
medios de producción, tanto en el campo industrial como agrícola, es justa y
legítima cuando se emplea para trabajo útil; pero resulta ilegítima cuando no es
valorada o sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias
que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino
más bien de su compresión, de la explotación ilícita, de la especulación y de la
solidaridad en el mundo laboral (Laborem Exercens, n. 14). Este tipo de
propiedad no tiene ninguna justificación y constituye un abuso ante Dios y los
hombres.
(Centesimus Annus, n. 43)
209. Ante todo, pues, debe tenerse por cierto y
probado que ni León XIII ni los teólogos que han enseñado bajo la dirección y
magisterio de la Iglesia han negado jamás ni puesto en duda ese doble carácter
del derecho de propiedad llamado social e individual, según se refiera a los
individuos o mire al bien común, sino que siempre han afirmado unánimemente que
por la naturaleza o por el Creador mismo se ha conferido al hombre el derecho de
dominio privado, tanto para que los individuos puedan atender a sus necesidades
propias y a las de su familia, cuanto para que, por medio de esta institución,
los medios que el Creador destinó a toda la familia humana sirvan efectivamente
para tal fin, todo lo cual no puede obtenerse, en modo alguno, a no ser
observando un orden firme y determinado.
(Quadragesimo Anno, n. 45)
210. La Iglesia ha rechazado las ideologías
totalitarias y ateas asociadas en los tiempos modernos al "comunismo" o
"socialismo". Por otra parte, ha rechazado en la práctica del "capitalismo" el
individualismo y la primacía absoluta de la ley de mercado sobre el trabajo
humano. La regulación de la economía por la sola planificación centralizada
pervierte en su base los vínculos sociales; su regulación únicamente por la ley
de mercado quebranta la justicia social, porque "existen numerosas necesidades
humanas que no pueden ser satisfechas por el mercado" (CA, n. 34). Es preciso
promover una regulación razonable del mercado y de las iniciativas económicas,
según una justa jerarquía de valores y con vistas al bien común.
(CIC, n. 2425)
211. Volviendo ahora a la pregunta inicial, ¿se
puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor
sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países
que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo
que es necesario proponer a los países del Tercer Mundo, que buscan la vía del
verdadero progreso económico y civil? La respuesta obviamente es compleja. Si
por "capitalismo" se entiende un sistema económico que reconoce el papel
fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de
la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre
creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es
positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de "economía de empresa",
"economía de mercado", o simplemente de "economía libre". Pero si por
"capitalismo" se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito
económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al
servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular
dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta
es absolutamente negativa.
(Centesimus Annus, n. 42)
212. El desarrollo de las actividades
económicas y el crecimiento de la producción están destinados a satisfacer las
necesidades de los seres humanos. La vida económica no tiende solamente a
multiplicar los bienes producidos y a aumentar el lucro o el poder; está
ordenada ante todo al servicio de las personas, del hombre entero y de toda la
comunidad humana. La actividad económica dirigida según sus propios métodos,
debe moverse no obstante dentro de los límites del orden moral, según la
justicia social, a fin de responder al plan de Dios sobre el hombre.
(CIC, n. 2426)
213. Da la impresión de que, tanto a nivel de
naciones, como de relaciones internacionales, el libre mercado es el instrumento
más eficaz para colocar los recursos y responder eficazmente a las necesidades.
Sin embargo, esto vale sólo para aquellas necesidades que son "solventables",
con poder adquisitivo, y para aquellos recursos que son "vendibles", esto es,
capaces de alcanzar un precio conveniente. Pero existen numerosas necesidades
humanas que no tienen salida en el mercado. Es un estricto deber de justicia y
de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas
fundamentales y que perezcan los hombres oprimidos por ellas. Además, es preciso
que se ayude a estos hombres necesitados a conseguir los conocimientos, a entrar
en el círculo de las interrelaciones, a desarrollar sus aptitudes para poder
valorar mejor sus capacidades y recursos. Por encima de la lógica de los
intercambios a base de los parámetros y de sus formas justas, existe algo que es
debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente dignidad. Este algo
debido conlleva inseparablemente la posibilidad de sobrevivir y de participar
activamente en el bien común de la humanidad. En el contexto del Tercer Mundo
conservan toda su validez-y en ciertos casos son todavía una meta por
alcanzar-los objetivos indicados por la Rerum Novarum, para evitar que el
trabajo del hombre y el hombre mismo se reduzcan al nivel de simple mercancía:
el salario suficiente para la vida de familia, los seguros sociales para la
vejez y el desempleo, la adecuada tutela de las condiciones de trabajo.
(Centesimus Annus, n. 34)
214. Hay que subrayar también que la justicia
de un sistema socio-económico y, en todo caso, su justo funcionamiento merecen
en definitiva ser valorados según el modo como se remunera justamente el trabajo
humano dentro de tal sistema. A este respecto volvemos de nuevo al primer
principio de todo el ordenamiento ético-social: el principio del uso común de
los bienes. En todo sistema que no tenga en cuenta las relaciones fundamentales
existentes entre el capital y el trabajo, el salario, es decir, la remuneración
del trabajo, sigue siendo una vía concreta, a través de la cual la gran mayoría
de los hombres puede acceder a los bienes que están destinados al uso común:
tanto los bienes de la naturaleza como los que son fruto de la producción. Los
unos y los otros se hacen accesibles al hombres del trabajo gracias al salario
que recibe como remuneración por su trabajo. De aquí que, precisamente el
salario justo se convierta en todo caso en la verificación concreta de la
justicia de todo el sistema socio- económico y, de todos modos, de su justo
funcionamiento. No es esta la única verificación, pero es particularmente
importante y es en cierto sentido la verificación-clave.
(Laborem Exercen, n. 19)
215. Estas iniciativas tratan, en general, de
mantener los mecanismos de libre mercado, asegurando, mediante la estabilidad
monetaria y la seguridad de las relaciones sociales, las condiciones para un
crecimiento económico estable y sano, dentro del cual los hombres, gracias a su
trabajo, puedan construirse un futuro mejor para sí y para sus hijos. Al mismo
tiempo, se trata de evitar que los mecanismos de mercado sean el único punto de
referencia de la vida social y tienden a someterlos a un control público que
haga valer el principio del destino común de los bienes de la tierra. Una cierta
abundancia de ofertas de trabajo, un sólido sistema de seguridad social y de
capacitación profesional, la libertad de asociación y la acción incisiva del
sindicato, la previsión social en caso de desempleo, los instrumentos de
participación democrática en la vida social, dentro de este contexto deberían
preservar el trabajo de la condición de "mercancía" y garantizar la posibilidad
de realizarlo dignamente.
(Centesimus Annus, n. 19)
216. Queda por tratar otro punto estrechamente
unido con el anterior. Igual que la unidad del cuerpo social no puede basarse en
la lucha de "clases", tampoco el recto orden económico puede dejarse a la libre
concurrencia de las fuerzas. Pues de este principio, como de una fuente
envenenada, han mando todos los errores de la economía "individualista", que,
suprimiendo, por olvido o por ignorancia, el carácter social y moral de la
economía, estimó que ésta debía ser considerada y tratada como totalmente
independiente de la autoridad del Estado, ya que tenía su principio regulador en
el mercado o libre concurrencia de los competidores, y por el cual podría
regirse mucho mejor que por la intervención de cualquier entendimiento creado.
Mas la libre concurrencia, aun cuando dentro de ciertos límites es justa e
indudablemente beneficiosa, no puede en modo alguno regir la economía, como
quedó demostrado hasta la saciedad por la experiencia, una vez que entraron en
juego los principios del funesto individualismo. Es de todo punto necesario, por
consiguiente, que la economía se atenga y someta de nuevo a un verdadero y
eficaz principio rector. Y mucho menos aún pueda desempeñar esta función la
dictadura económica, que hace poco ha sustituido a la libre concurrencia, pues
tratándose de una fuerza impetuosa y de una enorme potencia, para ser provechosa
a los hombres tiene que ser frenada poderosamente y regirse con gran sabiduría,
y no puede ni frenarse ni regirse por sí misma. Por tanto, han de buscarse
principios más elevados y más nobles, que regulen severa e íntegramente a dicha
dictadura, es decir, la justicia social y la caridad social. Por ello conviene
que las instituciones públicas y toda la vida social estén imbuidas de esa
justicia, y sobre todo es necesario que sea suficiente, esto es, que constituya
un orden social y jurídico, con que quede como informada toda la economía. Y la
caridad social debe ser como el alma de dicho orden, a cuya eficaz tutela y
defensa deberá atender solícitamente la autoridad pública, a lo que podrá
dedicarse con mucha mayor facilidad si se descarga de esos cometidos que, como
antes dijimos, no son de su incumbencia.
(Quadragesimo Anno, n. 88)
217. La moderna economía de empresa comporta
aspectos positivos, cuya raíz es la libertad de la persona, que se expresa en el
campo económico y en otros campos. En efecto, la economía es un sector de la
múltiple actividad humana y en ella, como en todos los demás campos, es tan
válido el derecho a la libertad como el deber de hacer uso responsable del
mismo. Hay, además, diferencias específicas entre estas tendencias de la
sociedad moderna y las del pasado incluso reciente. Si en otros tiempos el
factor decisivo de la producción era la tierra y luego lo fue el capital,
entendido como conjunto masivo de maquinaria y de bienes instrumentales, hoy día
el factor decisivo es cada vez más el hombre mismo, es decir, su capacidad de
conocimiento, que se pone de manifiesto mediante el saber científico, y su
capacidad de organización solidaria, así como la de intuir y satisfacer las
necesidades de los demás.
(Centesimus Annus, n. 32)
IV. MORALIDAD, JUSTICIA Y ORDEN ECONÓMICO
218. Pues, aun cuando la economía y la
disciplina moral, cada cual en su ámbito, tienen principios propios, a pesar de
ello es erróneo que el orden económico y el moral estén tan distanciados y
ajenos entre sí, que bajo ningún aspecto dependa aquél de éste. Las leyes
llamadas económicas, fundadas sobre la naturaleza de las cosas y en la índole
del cuerpo y del alma humanos, establecen, desde luego, con toda certeza qué
fines no y cuáles sí, y con qué medios, puede alcanzar la actividad humana
dentro del orden económico; pero la razón también, apoyándose igualmente en la
naturaleza de las cosas y del hombre, individual y socialmente considerado,
demuestra claramente que a ese orden económico en su totalidad le ha sido
prescrito un fin por Dios Creador.
(Quadragesimo Anno, n. 42)
219. Los deberes de la justicia han de
respetarse no solamente en la distribución de los bienes que el trabajo produce,
sino también en cuanto afecta a las condiciones generales en que se desenvuelve
la actividad laboral. Porque en la naturaleza humana está arraigada la exigencia
de que, en el ejercicio de la actividad económica, le sea posible al hombre
sumir la responsabilidad de lo que hace y perfeccionarse a sí mismo. De donde se
sigue que si el funcionamiento y las estructuras económicas de un sistema
productivo ponen en peligro la dignidad humana del trabajador, o debilitan su
sentido de responsabilidad, o le impiden la libre expresión de su iniciativa
propia, hay que afirmar que este orden económico es injusto, aun en el caso de
que, por hipótesis, la riqueza producida en él alcance un alto nivel y se
distribuya según criterios de justicia y equidad.
(Mater et Magistra, nn. 82-83)
220. Pero, si consideramos más atenta y
profundamente la cuestión, veremos con toda claridad que es necesario que a esta
tan deseada restauración social preceda la renovación del espíritu cristiano,
del cual tan lamentablemente se han alejado por doquiera, tantos economistas,
para que tantos esfuerzos no resulten estériles ni se levante el edificio sobre
arena, en vez de sobre roca. Y ciertamente, venerables hermanos y amados hijos,
hemos examinado la economía actual y la hemos encontrado plagada de vicios
gravísimos. Otra vez hemos llamado a juicio también al comunismo y al
socialismo, y hemos visto que todas sus formas, aun las más moderadas, andan muy
lejos de los preceptos evangélicos.
(Quadragesimo Anno, nn. 127-128)
221. Quisiera aquí invitar a los que se dedican
a la ciencia económica y a los mismos trabajadores de este sector, así como a
los responsables políticos, a que tomen nota de la urgencia de que la práxis
económica y las políticas correspondientes miren al bien de todo hombre y de
todo el hombre. Lo exige no sólo la ética, sino también una sana economía. En
efecto, parece confirmado por la experiencia que el desarrollo económico está
cada vez más condicionado por el hecho de que sean valoradas las personas y sus
capacidades, que se promueva la participación, se cultiven más y mejor los
conocimientos y las informaciones y se incremente la solidaridad.
(Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 2000, n. 16)
222. Por lo demás, la misma evolución histórica
pone de relieve, cada vez con mayor claridad, que es imposible una convivencia
fecunda y bien ordenada sin la colaboración, en el campo económico, de los
particulares y de los poderes públicos, colaboración que debe prestarse con un
esfuerzo común y concorde, y en la cual ambas partes han de ajustar ese esfuerzo
a las exigencias del bien común en armonía con los cambios que el tiempo y las
costumbres imponen.
(Mater et Magistra, n. 56)
V. UNA GENUINA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN
223. El evangelio de Jesucristo es un mensaje
de libertad y una fuerza de liberación. En los últimos años, esta verdad
esencial ha sido objeto de reflexión para los teólogos, con un nuevo tipo de
atención, la cual, en sí misma está llena de esperanza. Liberación es, en primer
lugar y de modo más importante, liberación radical de la esclavitud del pecado.
Es el fin y el objetivo la libertad de los hijos de Dios, como un don de la
gracia. Como lógica consecuencia esto llama a liberar de los diversos tipos de
esclavitud en lo cultural, económico, social y en las esferas políticas, todo de
lo cual proviene últimamente el pecado, y que, con frecuencia impide a la gente
vivir de un modo acorde con su dignidad.... De frente a la urgencia de ciertos
problemas, algunos han tratado de enfatizar, unilateralmente, la liberación de
la servidumbre del poder terreno temporal. Ellos lo han hecho a través de un
camino en el que tratan de poner la liberación del pecado en un segundo lugar y
ello impide darle la mayor la mayor importancia que le es debida.
(Libertatis Nuntius, Introducción)
224. Ante la urgencia de compartir el pan,
algunos han tratado de poner la evangelización entre paréntesis, así fue, y la
pospusieron para el mañana: primero el pan, luego el Mundo del Señor. Se trata
de un terrible error, el de separar estas dos realidades, y quizá peor, el
oponer una a la otra. De hecho, la perspectiva cristiana muestra naturalmente
que ellos tienen un gran pacto que realizar con otro.
(Libertatis Nuntius, VI, n. 3)
225. Por el alcance Marxista del que ellos
permanecen llenos, estas corrientes siguen existiendo basadas en un cierto
principio funda- mental el cual no es compatible con la concepción cristiana de
la humanidad y de la sociedad.... Nos permitimos citar el hecho de que el
ateísmo y la negación de la persona humana, su libertad y sus derechos, están en
el elenco de la teoría Marxista. Esta teoría, por lo tanto, contiene errores,
los cuales, directamente, amenazan las verdades de la fe en lo que se refiere al
destino eterno de cada persona en particular. Por otra parte, por tratar de
integrarla en la teología con un análisis cuyos criterios de interpretación
dependen de esta concepción ateística, es caer uno mismo en una terrible
contradicción.
(Libertatis Nuntius, VII, nn. 8-9)
226. No podemos ignorar el hecho de que muchos,
incluso cristianos generosos que son sensibles a las cuestiones dramáticas que
envuelven el problema de la liberación, en su deseo de dedicar a la Iglesia la
lucha de la liberación, son con frecuencia tentados a reducir su misión a las
dimensiones de un simple proyecto temporal. Ellos querrían reducir sus
aspiraciones finales centradas en el hombre; la salvación de la cual ella es
mensajera quedaría reducida el bienestar material. Su actividad, completamente
olvidada de toda preocupación religiosa y espiritual, se convertiría en
iniciativas de orden social y político. Pero si esto fuera así, la Iglesia
perdería su significado fundamental. Su mensaje de liberación carecería de toda
originalidad y podría estar abierto fácilmente a la monopolización y a la
manipulación por parte de los sistemas ideológicos y de los partidos políticos.
(Evangelii Nuntiandi, n. 32)
227. La Iglesia, por lo tanto, cuando predica
la liberación y la asociación, ella misma está con aquellos que están trabajando
y suf- riendo por ello, ciertamente, no quiere restringir su misión, solamente
al campo espiritual y disociarse de los problemas temporales del hombre. No
obstante, ella afirma la supremacía de su vocación espiritual y rechaza
sustituir la proclamación del Reino por la proclamación de formas humanas de
liberación: más aún, ella proclama que su contri- bución a la liberación estaría
incompleta si ella se negase a proclamar la salvación en Jesucristo.
(Evangelii Nuntiandi, n. 34)
228. Es muy grande la diversidad de situaciones
y problemas que hoy existen en el mundo, y que además están caracterizadas por
el creciente aceleración del cambio. Por esto es absolutamente necesario
guardarse de las generalizaciones y simplificaciones indebidas. Sin embargo, es
posible advertir algunas líneas de tendencia que sobresalen en la sociedad
actual. Así como en el campo evangélico crecen juntamente la cizaña y el buen
grano, también en la historia, teatro cotidiano de un ejercicio a menudo
contradictorio de la libertad humana, se encuentran, arrimados el uno al otro y
a veces profundamente entrelazados, el mal y el bien, la injusticia y la
justicia, la angustia y la esperanza.
(Christifideles Laici, n. 3)
VI. LA INTERVENCIÓN DEL ESTADO Y LA ECONOMÍA
229. Otra incumbencia del Estado es la de
vigilar y encauzar el ejercicio de los derechos humanos en el sector económico;
pero en este campo la primera responsabilidad no es del Estado, sino de cada
persona y de los diversos grupos y asociaciones en que se articula la sociedad.
El Estado no podría asegurar directamente el derecho a un puesto de trabajo de
todos los ciudadanos, sin estructurar rígidamente toda la vida económica y
sofocar la libre iniciativa de los individuos. Lo cual, sin embargo, no
significa que el Estado no tenga ninguna competencia en este ámbito, como han
afirmado quienes propugnan la ausencia de reglas en la esfera económica. Es más,
el Estado tiene el deber de secundar la actividad de las empresas, creando
condiciones que aseguren oportunidades de trabajo, estimulándola donde sea
insuficiente o sosteniéndola en momentos de crisis. El Estado tiene, además, el
derecho a intervenir, cuando situaciones particulares de monopolio creen rémoras
u obstáculos al desarrollo. Pero, aparte de estas incumbencias de armonización y
dirección del desarrollo, el Estado puede ejercer funciones de suplencia en
situaciones excepcionales, cuando sectores sociales o sistemas de empresas,
demasiado débiles o en vías de formación, sean inadecuados para su cometido.
Tales intervenciones de suplencia, justificadas por razones urgentes que atañen
al bien común, en la medida de lo posible deben ser limitadas temporalmente,
para no privar establemente de sus competencias a dichos sectores sociales y
sistemas de empresas y para no ampliar excesivamente el ámbito de intervención
estatal de manera perjudicial para la libertad tanto económica como civil.
(Centesimus Annus, n. 48)
230. Cada uno tiene el derecho de iniciativa
económica, y podrá usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una
abundancia provechosa para todos, y para recoger los justos frutos de sus
esfuerzos. Deberá ajustarse a las reglamentaciones dictadas por las autoridades
legítimas con miras al bien común.
(CIC, n. 2429)
231. En este sentido se puede hablar justamente
de lucha contra un sistema económico, entendido como método que asegura el
predominio absoluto del capital, la posesión de los medios de producción y la
tierra, respecto a la libre subjetividad del trabajo del hombre (cf. Laborem
Exercens, n. 7). En la lucha contra este sistema no se pone, como modelo
alternativo, el sistema socialista, que de hecho es un capitalismo de Estado,
sino una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la
participación. Esta sociedad tampoco se opone al mercado, sino que exige que
éste sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de
manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda
la sociedad.
(Centesimus Annus, n. 35)
232. La sola iniciativa individual y el simple
juego de la competencia no serían suficientes para asegurar el éxito del
desarrollo. No hay que arriesgarse a aumentar todavía más la riqueza de los
ricos y la potencia de los fuertes, confirmando así la miseria de los pobres y
añadiéndola a la servidumbre de los oprimidos. Los programas son necesarios para
"animar, estimular, coordinar, suplir e integrar" (MM, n. 44) la acción de los
individuos y de los cuerpos intermedios. Toca a los poderes públicos escoger y
ver el modo de imponer los objetivos que hay que proponerse, las metas que hay
que fijar, los medios para llegar a ellas, estimulando al mismo tiempo todas las
fuerzas agrupadas a esta acción común. Pero han de tener cuidado de asociar a
esta empresa las iniciativas privadas y los cuerpos intermedios. Evitarán así el
riesgo de una colectivización integral o de una planifi- cación arbitraria que,
al negar la libertad, excluiría el ejercicio de los derechos fundamentales de la
persona humana.
(Populorum Progressio, n. 33)
233. Fácil es comprobar, ciertamente, hasta qué
punto los actuales progresos científicos y los avances de las técnicas de produc-
ción ofrecen hoy día al poder público mayores posibilidades concretas para
reducir el desnivel entre los diversos sectores de la producción, entre las
distintas zonas de un mismo país y entre las diferentes naciones en el plano
mundial; para frenar, dentro de ciertos límites, las perturbaciones que suelen
surgir en el incierto curso de la economía y para remediar, en fin, con eficacia
los fenómenos del paro masivo. Por todo lo cual, a los gobernantes, cuya misión
es garantizar el bien común, se les pide con insistencia que ejerzan en el campo
económico una acción multiforme mucho más amplia y más ordenada que antes y
ajusten de modo adecuado a este propósito las instituciones, los cargos
públicos, los medios y los métodos de actuación.
(Mater et Magistra, n. 54)
234. Como tesis inicial, hay que establecer que
la economía debe ser obra, ante todo, de la iniciativa privada de los
individuos, ya actúen éstos por sí solos, ya se asocien entre sí de múltiples
maneras para procurar sus intereses comunes. Sin embargo, por las razones que ya
adujeron nuestros predecesores, es necesaria también la presencia activa del
poder civil en esta materia, a fin de garantizar, como es debido, una producción
creciente que promueva el progreso social y redunde en beneficio de todos los
ciudadanos. Esta acción del Estado, que fomenta, estimula, ordena, suple y
completa, está fundamentada en el principio de la función subsidiaria, formulado
por Pío XI en la encíclica Quadragesimo Anno: "Sigue en pie en la filosofía
social un gravísimo principio, inamovible e inmutable: así como no es lícito
quitar a los individuos y traspasar a la comunidad lo que ellos pueden realizar
con su propio esfuerzo e iniciativa, así tampoco es justo, porque daña y
perturba gravemente el recto orden social, quitar a las comunidades menores e
inferiores lo que ellas pueden realizar y ofrecer por sí mismas, y atribuirlo a
una comunidad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, en virtud
de su propia naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social,
pero nunca destruirlos ni absorberlos" (QA, n. 23).
(Mater et Magistra, nn. 51-53)
235. La socialización presenta también
peligros. Una intervención demasiado fuerte del Estado puede amenazar la
libertad y la iniciativa personales. La doctrina de la Iglesia ha elaborado el
principio llamado de subsidiariedad. Según éste, "una estructura social de orden
superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden
inferior, privándole de sus competencias, sino que más bien debe sostenerle en
caso de necesidad y ayudarle a coordinar su acción con la de los demás
componentes sociales, con miras al bien común" (CA, n. 48).
(CIC, n. 1883)
236. Es deber del Estado proveer a la defensa y
tutela de los bienes colectivos, como son el ambiente natural y el ambiente
humano, cuya salvaguardia no puede estar asegurada por los simples mecanismos de
mercado. Así como en tiempos del viejo capitalismo el Estado tenía el deber de
defender los derechos fundamentales del trabajo, así ahora con el nuevo
capitalismo el Estado y la sociedad tienen el deber de defender los bienes
colectivos que, entre otras cosas, constituyen el único marco dentro del cual es
posible para cada uno conseguir legítimamente sus fines individuales.
(Centesimus Annus, n. 40)
237. El principio de subsidiariedad se opone a
toda forma de colectivismo. Traza los límites de la intervención del Estado.
Intenta armonizar las relaciones entre individuos y sociedad. Tiende a instaurar
un verdadero orden internacional.
(CIC, n. 1885)
238. Estas consideraciones generales se
reflejan también sobre el papel del Estado en el sector de la economía. La
actividad económica, en particular la economía de mercado, no puede
desenvolverse en medio de un vacío institucional, jurídico y político. Por el
contrario, supone una seguridad que garantiza la libertad individual y la propi-
edad, además de un sistema monetario estable y servicios públicos eficientes. La
primera incumbencia del Estado es, pues, la de garantizar esa seguridad, de
manera que quien trabaja y produce pueda gozar de los frutos de su trabajo y,
por tanto, se sienta estimulado a realizarlo eficiente y honestamente. La falta
de seguridad, junto con la corrupción de los poderes públicos y la proliferación
de fuentes impropias de enriquecimiento y de beneficios fáciles, basados en
actividades ilegales o puramente especulativas, es uno de los obstáculos
principales para el desarrollo y para el orden económico.
(Centesimus Annus, n. 48)
239. Estos esfuerzos, a fin de obtener su plena
eficacia, no deberían permanecer dispersos o aislados, y menos aún opuestos por
razones de prestigio o poder: la situación exige programas concertados. En
efecto, un programa es más y es mejor que una ayuda ocasional dejada a la buena
voluntad de cada uno. Supone, Nos lo hemos dicho ya antes, estudios profundos,
fijar los objetivos, determinar los medios, aunar los esfuerzos, a fin de
reponder a las necesidades presentes y a las exigencias previsibles. Más aún,
sobrepasa las perspectivas del crecimiento económico y del progreso social: da
sentido y valor a la obra que debe realizarse. Arreglando el mundo, consolida y
dignifica cada vez más al hombre.
(Populorum Progressio, n. 50)
240. Se ha aludido al hecho de que el hombre
trabaja con los otros hombres, tomando parte en un "trabajo social" que abarca
círculos progresivamente más amplios. Quien produce una cosa lo hace
generalmente-aparte del uso personal que de ella pueda hacer para que otros
puedan disfrutar de la misma, después de haber pagado el justo precio,
establecido de común acuerdo mediante una libre negociación. Precisamente la
capacidad de conocer oportunamente las necesidades de los demás hombres y el
conjunto de los factores productivos más apropiados para satisfacerlas es otra
fuente importante de riqueza en una sociedad moderna. Por lo demás, muchos
bienes no pueden ser producidos de manera adecuada por un solo individuo, sino
que exigen la colaboración de muchos. Organizar ese esfuerzo productivo,
programar su duración en el tiempo, procurar que corresponda de manera positiva
a las necesidades que debe satisfacer, asumiendo los riesgos necesarios: todo
esto es también una fuente de riqueza en la sociedad actual. Así se hace cada
vez más evidente y determinante el papel del trabajo humano, disciplinado y
creativo, y el de las capacidades de iniciativa y de espíritu emprendedor, como
parte esencial del mismo trabajo. Dicho proceso, que pone concretamente de
manifiesto una verdad sobre la persona, afirmada sin cesar por el cristianismo,
debe ser mirado con atención y positivamente. En efecto, el principal recurso
del hombre es, junto con la tierra, el hombre mismo. Es su inteligencia la que
descubre las potencialidades productivas de la tierra y las múltiples
modalidades con que se pueden satisfacer las necesidades humanas. Es su trabajo
disciplinado, en solidaria colaboración, el que permite la creación de
comunidades de trabajo cada vez más amplias y seguras para llevar a cabo la
transformación del ambiente natural y la del mismo ambiente humano. En este
proceso están comprometidas importantes virtudes, como son la diligencia, la
laboriosidad, la prudencia en asumir los riesgos razonables, la fiabilidad y la
lealtad en las relaciones interpersonales, la resolución de ánimo en la
ejecución de decisiones difíciles y dolorosas, pero necesarias para el trabajo
común de la empresa y para hacer frente a los eventuales reveses de fortuna.
(Centesimus Annus, n. 32)
241. Si se prescinde de esta consideración no
se puede comprender el significado de la virtud de la laboriosidad y más en
concreto no se puede comprender por qué la laboriosidad debería ser una virtud:
en efecto, la virtud, como actitud moral, es aquello por lo que el hombre llega
a ser bueno como hombre. Este hecho no cambia para nada nuestra justa
preocupación, a fin de que en el trabajo, mediante el cual la materia es
ennoblecida, el hombre mismo no sufra mengua en su propia dignidad. Es sabido
además, que es posible usar de diversos modos el trabajo contra el hombre, que
se puede castigar al hombre con el sistema de trabajos forzados en los campos de
concentración, que se puede hacer del trabajo un medio de opresión del hombre,
que, en fin, se puede explotar de diversos modos el trabajo humano, es decir, al
hombre del trabajo. Todo esto da testimonio en favor de la obligación moral de
unir la laboriosidad como virtud con el orden social del trabajo, que permitirá
al hombre "hacerse más hombre" en el trabajo, y no degradarse a causa del
trabajo, perjudicando no sólo sus fuerzas físicas (lo cual al menos hasta un
cierto punto, es inevitable), sino, sobre todo, menoscabando su propia dignidad
y subjetividad.
(Laborem Exercens, n. 9)
242. La Iglesia reconoce la justa función de
los beneficios, como índice de la buena marcha de la empresa. Cuando una empresa
da beneficios significa que los factores productivos han sido utilizados
adecuadamente y que las correspondientes necesidades humanas han sido
satisfechas debidamente. Sin embargo, los beneficios no son el único índice de
las condiciones de la empresa. Es posible que los balances económicos sean
correctos y que al mismo tiempo los hombres, que constituyen el patrimonio más
valioso de la empresa, sean humillados y ofendidos en su dignidad. Además de ser
moralmente inadmisible, esto no puede menos de tener reflejos negativos para el
futuro, hasta para la eficiencia económica de la empresa. En efecto, finalidad
de la empresa no es simplemente la producción de beneficios, sino más bien la
existencia misma de la empresa como comunidad de hombres que, de diversas
maneras, buscan la satisfacción de sus necesidades fundamentales y constituyen
un grupo particular al servicio de la sociedad entera. Los beneficios son un
elemento regulador de la vida de la empresa, pero no el único; junto con ellos
hay que considerar otros factores humanos y morales que, a largo plazo, son por
lo menos igualmente esenciales para la vida de la empresa.
(Centesimus Annus, n. 35)
243. Cada uno tiene el derecho de iniciativa
económica, y podrá usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una
abundancia provechosa para todos, y para recoger los justos frutos de sus
esfuerzos. Deberá ajustarse a las reglamentaciones dictadas por las autoridades
legítimas con miras al bien común.
(CIC, n. 2429)
244. La enseñanza católica social reconoce la
positividad del mercado y de la empresa, pero al mismo tiempo indica que éstos
han de estar orientados hacia el bien común. Esta doctrina reconoce también la
legitimidad de los esfuerzos de los trabajadores por conseguir el pleno respeto
de su dignidad y espacios más amplios de participación en la vida de la empresa,
de manera que, aun trabajando juntamente con otros y bajo la dirección de otros,
puedan considerar en cierto sentido que "trabajan en algo propio" (cf. Laborem
Exercens, n. 15), al ejercitar su inteligencia y libertad.
(Centesimus Annus, n. 43)
245. Es menester indicar que en el mundo
actual, entre otros derechos, es reprimido a menudo el derecho de iniciativa
económica. No obstante eso, se trata de un derecho importante no sólo para el
individuo en particular, sino además para el bien común. La experiencia nos
demuestra que la negación de tal derecho o su limitación en nombre de una
pretendida "igualdad" de todos en la sociedad, reduce o, sin más, destruye de
hecho el espíritu de iniciativa, es decir, la subjetividad creativa del
ciudadano. En consecuencia, surge, de este modo, no sólo una verdadera igualdad,
sino una "nivelación descendente". En lugar de la iniciativa creadora nace la
pasividad, la dependencia y la sumisión al aparato burocrático que, como único
órgano que "dispone" y "decide"-aunque no sea "poseedor"-de la totalidad de los
bienes y medios de producción, pone a todos en una posición de dependencia casi
absoluta, similar a la tradicional dependencia del obrero-proletario en el
sistema capitalista. Esto provoca un sentido de frustración o desesperación y
predispone a la despreocupación de la vida nacional, empujando a mucho a la emi-
gración y favoreciendo, a la vez, una forma de emigración "psicológica".
(Sollicitudo Rei Socialis, n. 15)
246. Ante todo, hay que advertir que ambas
empresas, si quieren alcanzar una situación económica próspera, han de ajustarse
incesantemente, en su estructura, funcionamiento y métodos de producción, a las
nuevas situaciones que el progreso de las ciencias y de la técnica y las
mudables necesidades y preferencias de los consumidores plantean conjuntament:
acción de ajuste que principalmente han de realizar los propios artesanos y los
miembros de las cooperativas.
(Mater et Magistra, n. 87)
247. Ahora bien, ordenar las disposiciones que
más favorezcan la situación general de la economía no es asunto de las empresas
particulares, sino función propia de los gobernantes del Estado y de aquellas
instituciones que, operando en un plano nacional o supranacional, actúan en los
diversos sectores de la economía. De aquí se sigue la conveniencia o la
necesidad de que en tales autoridades e instituciones, además de los empresarios
o de quienes les representan, se hallen presentes también los trabajadores o
quienes por virtud de su cargo defienden los derechos, las necesidades y las
aspiraciones de los mismos.
(Mater et Magistra, n. 99)
248. Se trata del desarrollo de las personas y
no solamente de la multiplicación de las cosas de que los hombres pueden
servirse. Se trata-como ha dicho un filósofo contemporáneo y como ha afirmado el
Concilio-no tanto de "tener más" cuanto de "ser más" (cf. GS, n. 35). En efecto,
existe ya un peligro real y perceptible de que, mientras avanza enormemente el
dominio por parte del hombre sobre el mundo de las cosas, pierde los hilos
esenciales de ese mismo dominio y de diversos modos su humanidad esté sometida a
ese mundo, y él mismo se haga objeto de múltiple manipulación, aunque a veces no
directamente perceptible, a través de toda la organización de la vida
comunitaria, a través del sistema de producción, a través de la presión de los
medios de comunicación social. El hombre no puede renunciar a sí mismo, ni al
puesto que le es propio en el mundo visible, no puede hacerse esclavo de las
cosas, de los sistemas económicos, de la producción y de sus propios productos.
(Redemptor Hominis, n. 16)
249. En efecto, este superdesarrollo,
consistente en la excesiva disponibilidad de toda clase de bienes materiales
para algunas categorías sociales, fácilmente hace a los hombres esclavos de la
"posesión" y del goce inmediato, sin otro horizonte que la multiplicación o la
continua sustitución de los objetos que se poseen por otros todavía más
perfectos. Es la llamada civilización del "consumo" o consumismo, que comporta
tantos "desechos" o "basuras".... "Tener" objetos y bienes no perfecciona de por
sí al sujeto, si no contribuye a la maduración y enriquecimiento de su "ser", es
decir, a la realización de la vocación humana como tal.
(Sollicitudo Rei Socialis, n. 28)
250. La demanda de una existencia
cualitativamente más satisfactoria y más rica es algo en sí legítimo; sin
embargo hay que poner de relieve las nuevas responsabilidades y peligros anejos
a esta fase histórica. En el mundo, donde surgen y se delimitan nuevas
necesidades, se da siempre una concepción más o menos adecuada del hombre y de
su verdadero bien. A través de las opciones de producción y de consumo se pone
de manifiesto una determinada cultura, como concepción global de la vida. De ahí
nace el fenómeno del consumismo. Al descubrir nuevas necesidades y nuevas
modalidades para su satisfacción, es necesario dejarse guiar por una imagen
integral del hombre, que respete todas las dimensiones de su ser y que subordine
las materiales e instintivas a las interiores y espirituales.... No es malo el
deseo de vivir mejor, pero es equivocado el estilo de vida que se presume como
mejor, cuando está orientado a tener y no a ser, y que quiere tener más no para
ser más, sino para consumir la existencia en un goce que se propone como fin en
sí mismo.
(Centesimus Annus, n. 36)