ARTÍCULO CINCO:
El Papel del Estado
1.
Autoridad Temporal
2.
La Regla de la Ley
3.
El Papel del Gobierno
4.
Iglesia y Estado
5.
Formas de Gobierno
6.
Democracia
178. "Una sociedad bien ordenada y fecunda
requiere gobernantes, investidos de legítima autoridad, que defiendan las
instituciones y consagren, en la medida suficiente, su actividad y sus desvelos
al provecho común del país" (PT, n. 46). Se llama "autoridad" la cualidad en
virtud de la cual personas o instituciones dan leyes y órdenes a los hombres y
esperan la correspondiente obediencia. Toda comunidad humana necesita una
autoridad que la rija. Esta tiene su fundamento en la naturaleza humana. Es
necesaria para la unidad de la sociedad. Su misión consiste en asegurar en
cuanto sea posible el bien común de la sociedad. La autoridad exigida por el
orden moral emana de Dios "Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues
no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido
constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el
orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación" (Rom
13, 1-2). El deber de obediencia impone a todos la obligación de dar a la
autoridad los honores que le son debidos, y de rodear de respeto y, según su
mérito, de gratitud y de benevolencia a las personas que la ejercen. La más
antigua oración de la Iglesia por la autoridad política tiene como autor a san
Clemente Romano: "Concédeles, Señor, la salud, la paz, la concordia, la
estabilidad, para que ejerzan sin tropiezo la soberanía que tú les has
entregado. Eres tú, Señor, rey celestial de los siglos, quien da a los hijos de
los hombres gloria, honor y poder sobre las cosas de la tierra. Dirige, Señor,
su consejo según lo que es bueno, según lo que es agradable a tus ojos, para que
ejerciendo con piedad, en la paz y la mansedumbre, el poder que les has dado, te
encuentren propicio" (San Clemente de Roma, Ad Cor, n. 61).
(CIC, nn. 1897-1900)
179. Es, pues, evidente que la comunidad
política y la autoridad pública se fundan en la naturaleza humana, y, por lo
mismo, pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del
régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre
designación de los ciudadanos. Síguese también que el ejercicio de la autoridad
política, así en la comunidad en cuanto tal como en las instituciones
representativas, debe realizarse siempre dentro de los límites del orden moral
para procurar el bien común-concebido dinámicamente-según el orden jurídico
legítimamente establecido o por establecer. Es entonces cuando los ciudadanos
están obligados en conciencia a obedecer. De todo lo cual se deducen la
responsabilidad, la dignidad y la importancia de los gobernantes.
(Gaudium et Spes, n. 74)
180. Más aún, el mismo orden moral impone dos
consecuencias: una, la necesidad de una autoridad rectora en el seno de la
sociedad; otra, que esa autoridad no pueda rebelarse contra tal orden moral sin
derrumbarse inmediatamente. Es un aviso del mismo Dios: "Oíd, pues, ¡oh reyes!,
y entended: aprended, vosotros, los que domináis los confines de la tierra.
Aplicad al oído los que imperáis sobre las muchedumbres y los que os engreís
sobre la multitud de las naciones. Porque el poder os fue dado por el Señor y la
soberanía por el Altísimo, el cual examinará vuestra sobras y escudriñará
vuestros pensamientos" (Sap 6, 2-4).
(Pacem in Terris, n. 83)
181. La autoridad no saca de sí misma su
legitimidad moral. No debe comportarse de manera despótica, sino actuar para el
bien común como una "fuerza moral, que se basa en la libertad y en la conciencia
de la tarea y obligaciones que ha recibido" (GS, n. 74). "La legislación humana
sólo posee carácter de ley cuando se conforma a la justa razón; lo cual
significa que su obligatoriedad procede de la ley eterna. En la medida en que
ella se apartase de la razón, sería preciso declararla injusta, pues no
verificaría la noción de ley; sería más bien una forma de violencia" (Santo
Tomás de Aquino, STh, I-II, 93, 3, ad 2).
(CIC, n. 1902)
182. El Estado de Derecho es la condición
necesaria para establecer una verdadera democracia. Para que ésta se pueda
desarrollar, se precisa la educación cívica así como la promoción del orden
público y de la paz en la convivencia civil. En efecto, "no hay una democracia
verdadera y estable sin justicia social. Para esto es necesario que la Iglesia
preste mayor atención a la formación de la conciencia, prepare dirigentes
sociales para la vida publica en todos los niveles, promueva la educación ética,
la observancia de la ley y de los derechos humanos y emplee un mayor esfuerzo en
la formación ética de la clase política.
(Ecclesia in America, n. 56)
183. La autoridad, sin embargo, no puede
considerarse exenta de sometimiento a otra superior. Más aún, la autoridad
consiste en la facultad de mandar según la recta razón. Por ello, se sigue
evidentemente que su fuerza obligatoria procede del orden moral, que tiene a
Dios como primer principio y último fin. Por eso advierte nuestro predecesor, de
feliz memoria, Pío XII: "El mismo orden absoluto de los seres y de los fines,
que muestra al hombre como persona autónoma, es decir, como sujeto de derechos y
de deberes inviolables, raíz y término de su propia vida social, abarca también
al Estado como sociedad necesaria, revestida de autoridad, sin la cual no podría
ni existir ni vivir.... Y como ese orden absoluto, a la luz de la sana razón, y
más particularmente a la luz de la fe cristiana, no puede tener otro origen que
un Dios personal, Creador nuestro, síguese que ... la dignidad de la autoridad
política es la dignidad de su participación en la autoridad de Dios" (Pío XII,
Mensaje por radio en la Víspera de Navidad, 1944).
(Pacem in Terris, n. 44)
184. El momento histórico actual hace urgente
el reforzamiento de los instrumentos jurídicos adecuados para la promoción de la
libertad de conciencia también en el campo político y social. A este respecto,
el desarrollo gradual y constante de un régimen legal reconocido
internacionalmente podrá constituir una de las bases más seguras en favor de la
paz y del justo progreso de la humanidad. Al mismo tiempo, es esencial que se
tomen iniciativas paralelas, a nivel nacional y regional, con el fin de asegurar
que todas las personas, donde sea que se encuentren, estén protegidas por unas
normas legales reconocidas en el ámbito internacional.
(Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1991, n. 6)
185. El derecho de mandar constituye una
exigencia del orden espiritual y dimana de Dios. Por ello, si los gobernantes
promulgan una ley o dictan una disposición cualquiera contraria a ese orden
espiritual y, por consiguiente, opuesta a la voluntad de Dios, en tal caso ni la
ley promulgada ni la disposición dictada pueden obligar en conciencia al
ciudadano, ya que es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres; más aún,
en semejante situación, la propia autoridad se desmorona por completo y se
origina una iniquidad espantosa. Así lo enseña Santo Tomás: "En cuanto a lo
segundo, la ley humana tiene razón de ley sólo en cuanto se ajusta a la recta
razón. Y así considerada es manifiesto que procede de la ley eterna. Pero, en
cuanto se aparta de la recta razón, es una ley injusta, y así no tiene carácter
de ley, sino más bien de violencia" (Santo Tomás de Aquino, STh, III, 93, 3, ad
2).
(Pacem in Terris, n. 51)
186. León XIII no ignoraba que una sana teoría
del Estado era necesaria para asegurar el desarrollo normal de las actividades
humanas: las espirituales y las materiales, entrambas indispensables. Por esto,
en un pasaje de la Rerum Novarum el Papa presenta la organización de la sociedad
estructurada en tres poderes-legislativo, ejecutivo y judicial-lo cual
constituía entonces una novedad en las enseñanzas de la Iglesia. Tal
ordenamiento refleja una visión realista de la naturaleza social del hombre, la
cual exige una legislación adecuada para proteger la libertad de todos. A este
respecto es preferible que un poder esté equilibrado por otros poderes y otras
esferas de competencia, que lo mantengan en su justo límite. Es éste el
principio del "Estado de derecho", en el cual es soberana la ley y no la
voluntad arbitraria de los hombres.
(Centesimus Annus, n. 44)
187. Es necesario recalcar, además, que ningún
grupo social, por ejemplo un partido, tiene derecho a usurpar el papel de único
guía porque ello supone la destrucción de la verdadera subjetividad de la
sociedad y de las personas-ciudadanos, como ocurre en todo totalitarismo.
(Sollicitudo Rei Socialis, n. 15)
188. Sin embargo, si ese estructura jurídica y
política fuese de brindar las ventajas esperadas, los oficiales públicos tienen
que esforzarse para enfrentar las problemas que surgen, de una manera que
conforme tanto a la complejidad de la situación y el ejercicio propio de su
función. Esto requiere que, dentro de los condiciones constante- mente en
cambio, los legisladores nunca se olvidan las normas de la moralidad o
provisiones constitucionales o el bien común. Mas aun, los autoridades
ejecutivos tienen que coordinar los actividades de la sociedad con discreción
con pleno entendimiento de al ley y desuse de consideración cuidoso de las
circunstancias los cortes tienen que administrar la justicia imparcialmente y
sin dejarse llevar por parcialidades o presión. El orden bueno de la sociedad
también demanda que los ciudadanos individuales y organizaciones intermediarios
deben ser protegidos con eficacia por la ley en cualquier momento que ellos
tiene derechos para ejercitar o obligaciones por ser cumplidas.
(Pacem in Terris, n. 69)
189. Esta acción del Estado, que fomenta,
estimula, ordena, suple y completa, está fundamentada en el principio de la
función subsidiaria, formulado por Pío XI en la encíclica Quadragesimo Anno:
"Sigue en pie en la filosofía social un gravísimo principio, inamovible e
inmutable: así como no es lícito quitar a los individuos y traspasar a la
comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e iniciativa, así
tampoco es justo, porque daña y perturba gravemente el recto orden social,
quitar a las comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden realizar y
ofrecer por sí mismas, y atribuirlo a una comunidad mayor y más elevada, ya que
toda acción de la sociedad, en virtud de su propia naturaleza, debe prestar
ayuda a los miembros del cuerpo social, pero nunca destruirlos ni absorberlos" (QA,
n. 23).
(Mater et Magistra, n. 53)
190. En el ámbito político se debe constatar
que la veracidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados; la
transparencia en la administración pública; la imparcialidad en el servicio de
la cosa pública; el respeto de los derechos de los adversarios políticos; la
tutela de los derechos de los acusados contra procesos y condenas sumarias; el
uso justo y honesto del dinero público; el rechazo de medios equívocos o
ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a cualquier costo el poder, son
principios que tienen su base fundamental-así como su urgencia singular-en el
valor trascendente de la persona y en las exigencias morales objetivas de
funcionamiento de los Estados.
(Veritatis Splendor, n. 101)
191. La protección y promoción de los derechos
inviolables del hombre es un deber esencial de toda autoridad civil. Debe, pues,
la potestad civil tomar eficazmente a su cargo la tutela de la libertad
religiosa de todos los ciudadanos por medio de leyes justas y otros medios
aptos, y facilitar las condiciones propicias que favorezcan la vida religiosa,
para que los ciudadanos puedan ejercer efectivamente los derechos de la religión
y cumplir sus deberes; y la misma sociedad goce así de los bienes de justicia y
de paz que provienen de la fidelidad de los hombres hacia Dios y su voluntad.
(Dignitatis Humanae, n. 6)
192. Si la autoridad responde a un orden fijado
por Dios, "la determinación del régimen y la designación de los gobernantes han
de dejarse a la libre voluntad de los ciudadanos" (GS, n. 74). La diversidad de
los regímenes políticos es moralmente admisible con tal que promuevan el bien
legítimo de la comunidad que los adopta. Los regímenes cuya naturaleza es
contraria a la ley natural, al orden público y a los derechos fundamentales de
las personas, no pueden realizar el bien común de las naciones en las que se han
impuesto.
(CIC, n. 1901)
193. A esta concepción se ha opuesto en tiempos
modernos el totalitarismo, el cual, en la forma marxista-leninista, considera
que algunos hombres, en virtud de un conocimiento más profundo de las leyes de
desarrollo de la sociedad, por una particular situación de clase o por contacto
con las fuentes más profundas de la conciencia colectiva, están exentos del
error y pueden, por tanto, arrogarse el ejercicio de un poder absoluto. A esto
hay que añadir que el totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido
objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre
conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que
garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o
nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la
verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar
hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la
propia opinión, sin respetar los derechos de los demás. Entonces el hombre es
respetado solamente en la medida en que es posible instrumentalizarlo para que
se afirme en su egoísmo. La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por
tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen
visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos
que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación
o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose
en contra de la minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso
intentando destruirla. La cultura y la praxis del totalitarismo comportan además
la negación de la Iglesia. El Estado, o bien el partido, que cree poder realizar
en la historia el bien absoluto y se erige por encima de todos los valores, no
puede tolerar que se sostenga un criterio objetivo del bien y del mal, por
encima de la voluntad de los gobernantes y que, en determinadas circunstancias,
puede servir para juzgar su comportamiento. Esto explica por qué el
totalitarismo trata de destruir la Iglesia o, al menos, someterla,
convirtiéndola en instrumento del propio aparato ideológico. El Estado
totalitario tiende, además, a absorber en sí mismo la nación, la sociedad, la
familia, las comunidades religiosas y las mismas personas. Defendiendo la propia
libertad, la Iglesia defiende la persona, que debe obedecer a Dios antes que a
los hombres (cf. Hech 5, 29); defiende la familia, las diversas organizaciones
sociales y las naciones, realidades todas que gozan de un propio ámbito de
autonomía y soberanía.
(Centesimus Annus, nn. 44-45)
194. En realidad, para determinar cuál haya de
ser la estructura política de un país o el procedimiento apto para el ejercicio
de las funciones públicas es necesario tener muy en cuenta la situación actual y
las circunstancias de cada pueblo; situación y circunstancias que cambian en
función de los lugares y de las épocas. Juzgamos, sin embargo, que concuerda con
la propia naturaleza del hombre una organización de la convivencia compuesta por
las tres clases de magistraturas que mejor respondan a la triple función
principal de la autoridad pública; porque en una comunidad política así
organizada, las funciones de cada magistratura y las relaciones entre el
ciudadano y los servidores de la cosa pública quedan definidas en términos
jurídicos. Tal estructura política ofrece, sin duda, una eficaz garantía al
ciudadano tanto en el ejercicio de sus derechos como en el cumpli- miento de sus
deberes.
(Pacem in Terris, n. 68)
195. Para que la cooperación ciudadana
responsable pueda lograr resultados felices en el curso diario de la vida
pública, es necesario un orden jurídico positivo que establezca la adecuada
división de las funciones institucionales de la autoridad política, así como
también la protección eficaz e independiente de los derechos. Reconózcanse,
respétense y promuévanse los derechos de las personas, de las familias y de las
asociaciones, así como su ejercicio, no menos que los deberes cívicos de cada
uno. Entre estos últimos es necesario mencionar el deber de aportar a la vida
pública el concurso material y personal requerido por el bien común. Cuiden los
gobernantes de no entorpecer las asociaciones familiares, sociales o culturales,
los cuerpos o las instituciones intermedias, y de no privarlos de su legítima y
constructiva acción, que más bien deben promover con libertad y de manera
ordenada. Los ciudadanos por su parte, individual o colectivamente, eviten
atribuir a la autoridad política todo poder excesivo y no pidan al Estado de
manera inoportuna ventajas o favores excesivos, con riesgo de disminuir la
responsabilidad de las personas, de las familias y de las agrupaciones sociales.
(Gaudium et Spes, n. 75)
196. Y, al hablar de la reforma de las
instituciones, se nos viene al pensamiento especialmente el Estado, no porque
haya de esperarse de él la solución de todos los problemas, sino porque, a causa
del vicio por Nos indicado del "individualismo", las cosas habían llegado a un
extremo tal que, postrada o destruída casi por completo aquella exuberante y en
otros tiempos evolucionada vida social por medio de asociaciones de la más
diversa índole, habían quedado casi solos frente a frente los individuos y el
Estado, con no pequeño perjuicio del Estado mismo, que, perdida la forma del
régimen social y teniendo que soportar todas las cargas sobrellevadas antes por
las extinguidas corporaciones, se veía oprimido por un sinfín de atenciones
diversas.
(Quadragesimo Anno, n. 78)
197. La Iglesia aprecia el sistema de la
democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en
las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y
controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de
manera pacífica. Por esto mismo, no puede favorecer la formación de grupos
dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos
ideológicos, usurpan el poder del Estado. Una auténtica democracia es posible
solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la
persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción
de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los
verdaderos ideales, así como de la "subjetividad" de la sociedad mediante la
creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad.
(Centesimus Annus, n. 46)
198. La Iglesia respeta la legítima autonomía
del orden democrático; pero no posee título alguno para expresar preferencias
por una u otra solución institucional o constitucional. La aportación que ella
ofrece en este sentido es precisamente el concepto de la dignidad de la persona,
que se manifiesta en toda su plenitud en el misterio del Verbo encarnado.
(Centesimus Annus, n. 47)
199. En realidad, la democracia no puede
mitificarse, convirtiéndola en un sucedáneo de la moralidad o en una panacea de
la inmoralidad. Fundamentalmente, es un "ordenamiento" y, como tal, un
instrumento y no un fin. Su carácter "moral" no es automático, sino que depende
de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento
humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que
persigue y de los medios de que se sirve. Si hoy se percibe un consenso casi
universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un positivo "signo
de los tiempos", como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve
varias veces. Pero el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores
que encarna y promueve.
(Evangelium Vitae, n. 70)
200. Cuando no se observan estos principios, se
resiente el fundamento mismo de la convivencia política y toda la vida social se
ve progresivamente comprometida, amenazada y abocada a su disolución (cf. Sal
14, 3-4; Ap 18, 2-3, 9-24). Después de la caída, en muchos países, de las
ideologías que condicionaban la política a una concepción totalitaria del
mundo-la primera entre ellas el marxismo-existe hoy un riesgo no menos grave
debido a la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y a la
absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el
corazón de todo ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y
relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de
referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad.
En efecto, "si no existe una verdad última-que guíe y oriente la acción política
entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas
fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con
facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia"
(CA, n. 46). Así, en cualquier campo de la vida personal, familiar, social y
política, la moral-que se basa en la verdad y que a través de ella se abre a la
auténtica libertad-ofrece un servicio original, insustituible y de enorme valor
no sólo para cada persona y para su crecimiento en el bien, sino también para la
sociedad y su verdadero desarrollo.
(Veritatis Splendor, n. 101)
201. Sólo el respeto a la vida puede
fundamentar y garantizar los bienes más preciosos y necesarios de la sociedad,
como la democracia y la paz. En efecto, no puede haber verdadera democracia, si
no se reco- noce la dignidad de cada persona y no se respetan sus derechos. No
puede haber siquiera verdadera paz, si no se defiende y promueve la vida....
(Evangelium Vitae, n. 101)