ARTÍCULO TRES:
La Familia
1.
La Institución de la Familia
2.
El Matrimonio
3.
Hijos y Padres
4.
La Familia, Educación y Cultura
5.
El Carácter Sagrado de la Vida Humana
6.
La Maldad del Aborto y de la Eutanasia
7.
La Pena Capital
8.
La Dignidad de la Mujer
I. LA INSTITUCIÓN DE LA FAMILIA
84. "El Creador del mundo estableció la sociedad
conyugal como origen y fundamento de la sociedad humana"; la familia es por ello
la "célula primera y vital de la sociedad" (Apostolicam Actuositatem, n. 11). La
familia posee vínculos vitales y orgánicos con la sociedad, porque constituye su
fundamento y alimento continuo mediante su función de servicio a la vida. En
efecto, de la familia nacen los ciudadanos, y éstos encuentran en ella la
primera escuela de esas virtudes sociales, que son el ama de la vida y del
desarrollo de la sociedad misma. Así la familia, en virtud de su naturaleza y
vocación, lejos de encerrarse en sí misma, se abre a las demás familias y a la
sociedad, asumiendo su función social.
(Familiaris Consortio, n. 42)
85. La primera estructura fundamental a favor de
la "ecología humana" es la familia, en cuyo seno el hombre recibe las primeras
nociones sobre la verdad y el bien; aprende qué quiere decir amar y ser amado, y
por consiguiente qué quiere decir en concreto ser una persona. Se entiende aquí
la familia fundada en el matrimonio, en el que el don recíproco de sí por parte
del hombre y de la mujer crea un ambiente de vida en el cual el niño puede nacer
y desarrollar sus potencialidades, hacerse consciente de su dignidad y
prepararse a afrontar su destino único e irrepetible. En cambio, sucede con
frecuencia que el hombre se siente desanimado a realizar las condiciones
auténticas de la reproducción humana y se ve inducido a considerar la propia
vida y a sí mismo como un conjunto de sensaciones que hay que experimentar más
bien que como una obra a realizar. De aquí nace una falta de libertad que le
hace renunciar al compromiso de vincularse de manera estable con otra persona y
engendrar hijos, o bien le mueve a considerar a éstos como una de tantas "cosas"
que es posible tener o no tener, según los propios gustos, y que se presentan
como otras opciones. Hay que volver a considerar la familia como el santuario de
la vida. En efecto, es sagrada: es el ámbito donde la vida, don de Dios, puede
ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que
está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico
crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia
constituye la sede de la cultura de la vida.
(Centesimus Annus, n. 39)
86. Pero el hombre no alcanza la plenitud de sí
mismo más que dentro de la sociedad a la que pertenece, y en la cual la familia
tiene una función primordial, que ha podido tal vez ser excesiva, según los
tiempos y los lugares en que se ha ejercitado, con detrimento de las libertades
fundamentales de la persona. Los viejos cuadros sociales de los países en vía de
desarrollo, aunque demasiado rígidos y mal organizados, sin embargo, es menester
conservarlos todavía algún tiempo, aflojando progresivamente su exagerado
dominio. Pero la familia natural, monógama y estable, tal como los designios
divinos la han concebido y el cristianismo ha santificado, debe permanecer como
"punto en el que coinciden distintas generaciones que se ayudan mutuamente a
lograr una más completa sabiduría y armonizar los derechos de las personas con
las demás exigencias de la vida social" (GS, nn. 50-51).
(Populorum Progressio, n. 36)
87. Dentro del "pueblo de la vida y para la vida",
es decisiva la responsabilidad de la familia: es una responsabilidad que brota
de su propia naturaleza-la de ser comunidad de vida y de amor, fundada sobre el
matrimonio-y de su misión de "custodiar, revelar y comunicar el amor" (Familiaris
Consortio, n. 17). Se trata del amor mismo de Dios, cuyos colaboradores y como
intérpretes en la transmisión de la vida y en su educación según el designio del
Padre son los padres (GS, n. 50).
(Evangelium Vitae, n. 92)
88. Como núcleo originario de la sociedad, la
familia tiene derecho a todo el apoyo del Estado para realizar plenamente su
peculiar misión. Por tanto, las leyes estatales deben estar orientadas a
promover su bienestar, ayudándola a realizar los cometidos que la competen.
Frente a la tendencia cada vez más difundida a legitimar, como sucedáneos de la
unión conyugal, formas de unión que por su naturaleza intrínseca o por su
intención transitoria no pueden expresar de ningún modo el significado de la
familia y garantizar su bien, es deber del Estado reforzar y proteger la genuina
institución familiar, respetando su configuración natural y sus derechos innatos
e inalienables.
(Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1994, n. 5)
89. Según el designio de Dios, el matrimonio es el
fundamento de la comunidad más amplia de la familia, ya que la institución misma
del matrimonio y el amor conyugal están ordenados a la procreación y educación
de la prole, en la que encuentran su coronación (GS, n. 50).
(Familiaris Consortio, n. 14)
90. La sexualidad está ordenada al amor conyugal
del hombre y de la mujer. En el matrimonio, la intimidad corporal de los esposos
viene a ser un signo y una garantía de comunión espiritual. Entre bautizados,
los vínculos del matrimonio están santificados por el sacramento. "Los actos con
los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos,
y, realizados de modo verdaderamente humano, significan y fomentan la recíproca
donación, con la que se enriquecen mutuamente con alegría y gratitud" (GS, n.
49). La sexualidad es fuente de alegría y de agrado: "El Creador ... estableció
que en esta función (de generación) los esposos experimentasen un placer y una
satisfacción del cuerpo y del espíritu. Por tanto, los esposos no hacen nada
malo procurando este placer y gozando de él. Aceptan lo que el Creador les ha
destinado. Sin embargo, los esposos deben saber mantenerse en los límites de una
justa moderación" (Pío XII, Discurso, 1951). Por la unión de los esposos se
realiza el doble fin del matrimonio: el bien de los esposos y la transmisión de
la vida. No se pueden separar estas dos significaciones o valores del matrimonio
sin alterar la vida espiritual de los cónyuges ni comprometer los bienes del
matrimonio y el porvenir de la familia. Así, el amor conyugal del hombre y de la
mujer queda situado bajo la doble exigencia de la fidelidad y la fecundidad. La
sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan el uno al otro con los
actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo puramente biológico, sino
que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal. Ella se realiza
de modo verdaderamente humano solamente cuando es parte integral del amor con el
que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte.
(CIC, nn. 2360-2363)
91. Fundada por el Creador y en posesión de sus
propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la
alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e
irrevocable. Así, del acto humano por el cual los esposos se dan y se reciben
mutuamente, nace, aun ante la sociedad, una institución confirmada por la ley
divina. Este vínculo sagrado, en atención al bien tanto de los esposos y de la
prole como de la sociedad, no depende de la decisión humana. Pues es el mismo
Dios el autor del matrimonio, al cual ha dotado con bienes y fines varios, todo
lo cual es de suma importancia para la continuación del género humano, para el
provecho personal de cada miembro de la familia y su suerte eterna, para la
dignidad, estabilidad, paz y prosperidad de la misma familia y de toda la
sociedad humana. Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor
conyugal están ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la
prole, con las que se ciñen como con su corona propia. De esta manera, el marido
y la mujer, que por el pacto conyugal "ya no son dos, sino una sola carne" (Mt
19, 6), con la unión íntima de sus personas y actividades se ayudan y se
sostienen mutuamente, adquieren conciencia de su unidad y la logran cada vez más
plenamente. Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, lo mismo que
el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble
unidad.
(Gaudium et Spes, n. 48)
92. Una cierta participación del hombre en la
soberanía de Dios se manifiesta también en la responsabilidad específica que le
es confiada en relación con la vida propiamente humana. Es una responsabilidad
que alcanza su vértice en el don de la vida mediante la procreación por parte
del hombre y la mujer en el matrimonio, como nos recuerda el concilio Vaticano
II: "El mismo Dios, que dijo "no es bueno que el hombre esté solo" (Gn 2, 18) y
que "hizo desde el principio al hombre, varón y mujer" (Mt 19, 4), queriendo
comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora, bendijo al
varón y a la mujer diciendo: "Creced y multiplicaos" (Gn 1, 28)" (GS, n. 50).
Hablando de una "cierta participación especial" del hombre y de la mujer en la
"obra creadora" de Dios, el Concilio quiere destacar cómo la generación de un
hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto
implica a los cónyuges, que forman "una sola carne" (Gn 2, 24) y también a Dios
mismo, que se hace presente.
(Evangelium Vitae, n. 43)
93. Como he escrito en la Carta a las familias,
"cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo
al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de la
generación está inscrita la genealogía de la persona. Al afirmar que los
esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y
generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico;
queremos subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo
está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación
"sobre la tierra". En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella "imagen y
semejanza", propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación
es, por consiguiente, la continuación de la creación.
(Gratissimam Sane, n. 43)
94. Revelando y reviviendo en la tierra la misma
paternidad de Dios (cf. Efe 3, 15), el hombre está llamado a garantizar el
desarrollo unitario de todos los miembros de la familia. Realizará esta tarea
mediante una generosa responsabilidad por la vida concebida junto al corazón de
la madre (cf. GS, n. 52), un compromiso educativo más solícito y compartido con
la propia esposa, un trabajo que no disgregue nunca la familia, sino que la
promueva en su cohesión y estabilidad, un testimonio de vida cristiana adulta,
que introduzca más eficazmente a los hijos en la experiencia viva de Cristo y de
la Iglesia.
(Familiaris Consortio, n. 25)
95. No hay duda de que la igual dignidad y
responsabilidad del hombre y de la mujer justifican plenamente el acceso de la
mujer a las funciones públicas. Por otra parte, la verdadera promoción de la
mujer exige también que sea claramente reconocido el valor de su función materna
y familiar respecto a las demás funciones públicas y a las otras profesiones.
Por otra parte, tales funciones y profesiones deben integrarse entre sí, si se
quiere que la evolución social y cultural sea verdadera y plenamente humana.
(Familiaris Consortio, n. 23)
IV. LA FAMILIA, EDUCACIÓN Y CULTURA
96. La tarea educativa tiene sus raíces en la
vocación primordial de los esposos a participar en la obra creadora de Dios;
ellos, engendrando en el amor y por amor una nueva persona, que tiene en sí la
vocación al crecimiento y al desarrollo, asumen por eso mismo la obligación de
ayudarle eficazmente a vivir una vida plenamente humana. Como ha recordado el
Concilio Vaticano II: "Puesto que los padres han dado la vida a los hijos,
tienen la gravísima obligación de educar a la prole, y por tanto hay que
reconocerlos como los primeros y principales educadores de sus hijos. Este deber
de la educación familiar es de tanta trascendencia que, cuando falta,
difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de
familia animado pro el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que
favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos. La familia es,
por tanto, la primera escuela de las virtudes sociales, que todas las sociedades
necesitan" (Gravissimum Edu- cationis, n. 3). El correcto deber educativo de los
padres se califica como esencial, relacionado como está con la transmisión de la
vida humana; como original y primario, respecto al deber educativo de los demás,
por la unicidad de la relación de amor que subsiste entre padres e hijos; como
insustituible e inalienable y que, por consiguiente, no puede ser totalmente
delegado o usurpado por otros.
(Familiaris Consortio, n. 36)
97. Al igual que el Estado, según hemos dicho, la
familia es una verdadera sociedad, que se rige por una potestad propia, esto es,
la paterna. Por lo cual, guardados efectivamente los límites que su causa
próxima ha determinado, tiene ciertamente la familia derechos "por lo menos"
iguales que la sociedad civil para elegir y aplicar los medios necesario en
orden a su protección y justa libertad. Y hemos dicho "por lo menos" iguales,
porque, siendo la familia lógica y realmente anterior a la sociedad civil, se
sigue que sus derechos y deberes son también anteriores y más naturales. Pues si
los ciudadanos, si las familias, hechos partícipes de la convivencia y sociedad
humanas, encontraran en los poderes públicos perjuicio en vez de ayuda, un
cercenamiento de sus derechos más bien que la tutela de los mismos, la sociedad
sería, más que deseable, digna de repulsa.
(Rerum Novarum, n. 13)
98. La función social de la familia no puede
ciertamente reducirse a la acción procreadora y educativa, aunque encuentra en
ella su primera e insustituible forma de expresión. Las familias, tanto solas
como asociadas, pueden y deben por tanto dedicarse a muchas obras de servicio
social, especialmente en favor de los pobres y de todas aquellas personas y
situaciones, a las que no logra llegar la organización de previsión y asistencia
de las autoridades públicas. La aportación social de la familia tiene su
originalidad, que exige se la conozca mejor y se la apoye más decididamente,
sobre todo a medida que los hijos crecen, implicando de hecho lo más posible a
todos los miembros.
(Familiaris Consortio, n. 44)
99. Querer, por consiguiente, que la potestad
civil penetre a su arbitrio hasta la intimidad de los hogares, es un error grave
y pernicioso. Cierto es que, si una familia se encontrara eventualmente en una
situación de extrema angustia y carente en absoluto de medios para salir de por
sí de tal agobio, es justo que los poderes públicos la socorran con medios
extraordinarios, pues que cada familia es una parte de la sociedad. Cierto
también que, si dentro del hogar se produjera una alteración grave de los
derechos mutuos, la potestad civil deberá amparar el derecho de cada uno; esto
no sería apropiarse los derechos de los ciudadanos, sino protegerlos y
afianzarlos con una justa y debida tutela. Pero es necesario de todo punto que
los gobernantes se detengan ahí; la naturaleza no tolera que se exceda de estos
límites.
(Rerum Novarum, n. 14)
100. Dentro del "pueblo de la vida y para la
vida", es decisiva la responsabilidad de la familia: es una responsabilidad que
brota de su propia naturaleza-la de ser comunidad de vida y de amor, fundada
sobre el matrimonio-y de su misión de "custodiar, revelar y comunicar el amor" (Familiaris
Consortio, n. 17). Se trata del amor mismo de Dios, cuyos colaboradores y como
intérpretes en la transmisión de la vida y en su educación según el designio del
Padre son los padres (cf. GS, n. 50). Es, pues, el amor que se hace gratuidad,
acogida, entrega: en la familia cada uno es reconocido, respetado y honrado por
ser persona y, si hay alguno más necesitado, la atención hacia él es más intensa
y viva. La familia está llamada a esto a lo largo de la vida de sus miembros,
desde el nacimiento hasta la muerte. La familia es verdaderamente "el santuario
de la vida ... el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y
protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y
puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano" (CA,
n. 39). Por esto, el papel de la familia en la edificación de la cultura de la
vida es determinante e insustituible. Como iglesia doméstica, la familia está
llamada a anunciar, celebrar y servir al evangelio de la vida. Es una tarea que
corresponde principalmente a los esposos, llamados a transmitir la vida, siendo
cada vez más conscientes del significado de la procreación, como acontecimiento
privilegiado en el cual se manifiesta que la vida humana es un don recibido para
ser, a su vez, dado. En la procreación de una nueva vida los padres descubren
que el hijo, "si es fruto de su recíproca donación de amor, es a su vez un don
para ambos: un don que brota del don" (Juan Pablo II, Discurso al VII Simposio
de los Obispos Europeos, n. 5).
(Evangelium Vitae, n. 92)
101. El Evangelio de la vida está en el centro del
mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con
intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y
culturas. En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado
como gozosa noticia: "Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el
pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo
Señor" (Lc 2, 10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta "gran
alegría"; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo
nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y
realización de la alegría por cada niño que nace (cf. Jn 16, 21). Presentando el
núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: "Yo he venido para que tengan
vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida "nueva" y
"eterna", que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está
llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu santificador. Pero es
precisamente en esa "vida" donde encuentran pleno significado todos los aspectos
y momentos de la vida del hombre.
(Evangelium Vitae, n. 1)
V. EL CARÁCTER SAGRADO DE LA VIDA HUMANA
102. La vida del hombre proviene de Dios, es su
don, su imagen e impronta, participación de su soplo vital. Por tanto, Dios es
el único señor de esta vida: el hombre no puede disponer de ella. Dios mismo lo
afirma a Noé después del diluvio: "Os prometo reclamar vuestra propia sangre: la
reclamaré a todo animal y al hombre: a todos y a cada uno reclamaré el alma
humana" (Gn 9, 5). El texto bíblico se preocupa de subrayar cómo la sacralidad
de la vida tiene su fundamento en Dios y en su acción creadora: "Porque a imagen
de Dios hizo él al hombre" (Gn 9, 6).
(Evangelium Vitae, n. 39)
103. "La vida humana es sagrada porque desde su
inicio comporta "la acción creadora de Dios" y permanece siempre en una especial
relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su
comienzo hasta su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el
derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente". Con estas palabras
la instrucción Donum Vitae expone el contenido central de la revelación de Dios
sobre el carácter sagrado e inviolable de la vida humana.
(Evangelium Vitae, n. 53)
104. La inviolabilidad de la persona, reflejo de
la absoluta inviolabilidad del mismo Dios encuentra su primera y fundamental
expresión en la "inviolabilidad de la vida humana". Se ha hecho habitual hablar,
y con razón, sobre los derechos humanos; como por ejemplo sobre el derecho a la
salud, a la casa, al trabajo, a la familia y a la cultura. De todos modos, esa
preocupación resulta falsa e ilusoria si no se defiende con la máxima
determinación "el derecho a la vida" como el derecho primero y fundamental,
condición de todos los otros derechos de la persona. La Iglesia no se ha dado
nunca por vencida frente a todas las violaciones que el derecho a la vida,
propio de todo ser humano, ha recibido y continúa recibiendo por parte tanto de
los individuos como de las mismas autoridades. El titular de tal derecho es el
ser humano, "en cada fase de su desarrollo", desde el momento de la concepción
hasta la muerte natural; y cualquiera "que sea su condición", ya sea de salud
que de enfermedad, de integridad física o de minusvalidez, de riqueza o de
miseria.
(Christifideles Laici, n. 38)
105. En la aceptación amorosa y generosa de toda
vida humana, sobre todo si es débil o enferma, la Iglesia vive hoy un momento
fundamental de su misión, tanto más necesaria cuanto más dominante se hace una
"cultura de muerte". En efecto, "la Iglesia cree firmemente que la vida humana,
aunque débil y enferma, es siempre un don espléndido del Dios de la bondad.
Contra el pesimismo y el egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia están en
favor de la vida: y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel
"Sí", de aquel "Amén" que es Cristo mismo (cf. 2 Cor 1, 19; Ap 3, 14). Frente al
"no" que invade y aflige al mundo, pone este "Sí" viviente, defendiendo de este
modo al hombre y al mundo de cuantos acechan y rebajan la vida" (Familiaris
Consortio, n. 30). Corresponde a los fieles laicos que más directamente o por
vocación o profesión están implicados en acoger la vida, el hacer concreto y
eficaz el "sí" de la Iglesia a la vida humana.
(Christifideles Laici, n. 38)
106. Ahora bien, la razón testimonia que existen
objetos del acto humano que se configuran como no-ordenables a Dios, porque
contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los
actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados
intrínsecamente malos ("intrinsece malum"): lo son siempre y por sí mismos, es
decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien
actúa, y de las circunstancias. Por esto, sin negar en absoluto el influjo que
sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la
Iglesia enseña que "existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente
de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto" (Reconciliatio
et Paenitentia, n. 17). El mismo concilio Vaticano II, en el marco del respeto
debido a la persona humana, ofrece una amplia ejemplificación de tales actos:
"Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los
genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que
viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas
corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que
ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los
encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución,
la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de
trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no
como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son
ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a
quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente
contrarios al honor debido al Creador" (GS, n. 27).
(Veritatis Splendor, n. 80)
VI. LA MALDAD DEL ABORTO Y DE LA EUTANASIA
107. La vida humana se encuentra en una situación
muy precaria cuando viene al mundo y cuando sale del tiempo para llegar a la
eternidad. Están muy presentes en la palabra de Dios-sobre todo en relación con
la existencia marcada por la enfermedad y la vejez las exhortaciones al cuidado
y al respeto. Si faltan llamadas directas y explícitas a salvaguardar la vida
humana en sus orígenes, especialmente la vida aún no nacida, como también la que
está cercana a su fin, ello se explica fácilmente por el hecho de que la sola
posibilidad de ofender, agredir o, incluso, negar la vida en estas condiciones
se sale del horizonte religioso y cultural del pueblo de Dios.
(Evangelium Vitae, n. 44)
108. Ahora bien, es necesario reafirmar con toda
firmeza que nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente,
sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante.
Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros
confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o implícitamente.
Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo.
(Iura et Bona, n. 2)
109. Por tanto, con la autoridad conferida por
Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los obispos de la Iglesia
católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano
inocente es siempre gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en aquella
ley no escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en el propio
corazón (cf. Rom 2, 14-15), es corroborada por la sagrada Escritura, transmitida
por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y
universal.
(Evangelium Vitae, n. 57)
110. Una reflexión especial quisiera tener para
vosotras, mujeres que habéis recurrido al aborto. La Iglesia conoce cuántos
condicionamientos pueden haber influido en vuestra decisión, y no duda de que,
en muchos casos se ha tratado de una decisión dolorosa e incluso dramática.
Probablemente la herida aún no ha cicatrizado en vuestro interior. Es verdad que
lo sucedido fue y sigue siendo profundamente injusto. Sin embargo, no os dejéis
vencer por el desánimo y no perdáis la esperanza. Antes bien, comprended lo
ocurrido e interpretadlo en su verdad. Si aún no lo habéis hecho, abríos con
humildad y confianza al arrepentimiento: el Padre de toda misericordia os espera
para ofreceros su perdón y su paz en el sacramento de la reconciliación. Os
daréis cuenta de que nada está perdido y podréis pedir perdón también a vuestro
hijo, que ahora vive en el Señor. Con la ayuda del consejo y la cercanía de
personas amigas y competentes, podréis estar con vuestro doloroso testimonio
entre los defensores más elocuentes del derecho de todos a la vida. Por medio de
vuestro compromiso por la vida, coronado posiblemente con el nacimiento de
nuevas criaturas y expresado con la acogida y la atención hacia quien está más
necesitado de cercanía, seréis artífices de un nuevo modo de mirar la vida del
hombre.
(Evangelium Vitae, n. 99)
111. La legítima defensa puede ser no solamente un
derecho, sino un deber grave para el que es responsable de la vida de otro. La
defensa del bien común exige colocar al agresor en la situación de no poder
causar perjuicio. Por este motivo, los que tienen autoridad legítima tienen
también el derecho de rechazar, incluso con el uso de las armas, a los agresores
de la sociedad civil confiada a su responsabilidad. A la exigencia de tutela del
bien común corresponde el esfuerzo del Estado para contener la difusión de
comportamientos lesivos de los derechos humanos y de las normas fundamentales de
la convivencia civil. La legítima autoridad pública tiene el derecho y el deber
de aplicar penas proporcionadas a la gravedad del delito. La pena tiene, ante
todo, la finalidad de reparar el desorden introducido por la culpa. Cuando la
pena es aceptada voluntariamente por el culpable, adquiere un valor de
expiación. La pena finalmente, además de la defensa del orden público y la
tutela de la seguridad de las personas, tiene una finalidad medicinal: en la
medida de la posible, debe contribuir a la enmienda del culpable.
(CIC, nn. 2265-2266)
112. Hay una tendencia progresiva, tanto dentro se
la Iglesia como en la sociedad civil, de pedir una aplicación muy limitada e,
incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una justicia
penal cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por tanto, en último
término, con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad. En efecto, la
pena que la sociedad impone "tiene como primer efecto el de compensar el
desorden introducido por la falta" (CIC, n. 2266). La autoridad pública debe
reparar la violación de los derechos personales y sociales mediante la
imposición al reo de una adecuada expiación del crimen, como condición para ser
readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este modo la autoridad alcanza
también el objetivo de preservar el orden público y la seguridad de las
personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y un ayuda para corregirse y
enmendarse (cf. CIC, n. 2266). Es evidente que, precisamente para conseguir
todas estas finalidades, la medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y
decididas atentamente, sin que se deba llegar a la medida de la eliminación del
reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la
sociedad no sea posible do otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la
organización cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya
muy raros, por no decir prácticamente inexistentes.
(Evangelium Vitae, n. 56)
113. La enseñanza tradicional de la Iglesia no
excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad
del culpable, el recurso a la pena de muerte, si esta fuera el único camino
posible para defender eficazmente del agresor injusto las vidas humanas. Pero si
los medios incruentos bastan para proteger y defender del agresor la seguridad
de las personas, la autoridad se limitará a esos medios, porque ellos
corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más
conformes con la dignidad de la persona humana. Hoy, en efecto, como
consecuencia de las posibilidades que tiene el Estado para reprimir eficazmente
el crimen, haciendo inofensivo a aquél que lo ha cometido sin quitarle
definitivamente la posibilidad de redimirse, los casos en los que sea
absolutamente necesario suprimir al reo "suceden muy ... rara vez ... si es que
ya en realidad se dan algunos" (Evangelium Vitae, n. 56).
(CIC, n. 2267)
114. Ciertamente, aún queda mucho por hacer para
que el ser mujer y madre no comporte una discriminación. Es urgente alcanzar en
todas partes la efectiva igualdad de los derechos de la persona y por tanto
igualdad de salario respecto a igualdad de trabajo, tutela de la trabajadora
madre, justas promociones en la carrera, igualdad de los esposos en el derecho
de familia, reconocimiento de todo lo que va unido a los derechos y deberes del
ciudadano en un régimen democrático. Se trata de un acto de justicia, pero
también de una necesidad. Los graves problemas sobre la mesa, en la política del
futuro, verán a la mujer comprometida cada ve más: tiempo libre, calidad de la
vida, migraciones, servicios sociales, eutanasia, droga, sanidad y asistencia,
ecología, etc. Para todos estos campos será preciosa una mayor presencia social
de la mujer, porque contribuirá a manifestar las contradicciones de una sociedad
organizada sobre puros criterios de eficiencia y productividad, y obligará a
replantear los sistemas en favor de los procesos de humanización que configuran
la "civilización del amor".
(Carta a las Mujeres, n. 4)
115. A este heroísmo cotidiano pertenece el
testimonio silencioso, pero a la vez fecundo y elocuente, de "todas las madres
valientes, que se dedican sin reservas a su familia, que sufren al dar a luz a
sus hijos, y luego están dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, a afrontar
cualquier sacrificio, para transmitirles lo mejor de sí mismas" (Juan Pablo II,
Homilía por la Beatificación, 1994). Al cumplir su misión "estas madres heroicas
no siempre encuentran apoyo en su ambiente. Es más, los modelos de civilización,
a menudo promovidos y propagados por los medios de comunicación, no favorecen la
maternidad. En nombre del progreso y la modernidad, se presentan como superados
ya los valores de la fidelidad, la castidad y el sacrificio, en los que se han
distinguido y siguen distinguiéndose innumerables esposas y madres
cristianas.... Os damos las gracias, madres heroicas, por vuestro amor
invencible. Os damos las gracias por la intrépida confianza en Dios y en su
amor. Os damos las gracias por el sacrificio de vuestra vida.... Cristo, en el
misterio pascual, os devuelve el don que le habéis hecho, pues tiene el poder de
devolveros la vida que le habéis dado como ofrenda" (Ibid).
(Evangelium Vitae, n. 86)
116. Hemos de situarnos en el contexto de aquel
"principio" bíblico según el cual la verdad revelada sobre el hombre como
"imagen y semejanza de Dios" constituye la base inmutable de toda la
antropología cristiana. "Creó pues Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de
Dios le creó, macho y hembra los creó" (Gn 1, 27). Este conciso fragmento
contiene las verdades antropológicas fundamentales: el hombre es el ápice de
todo lo creado en el mundo visible, y el género humano, que tiene su origen en
la llamada a la existencia del hombre y de la mujer, corona todo la obra de la
creación; ambos son seres humanos en el mismo grado, tanto el hombre como la
mujer; ambos fueron creados a imagen de Dios. Esta imagen y semejanza con Dios,
esencial al ser humano, es transmitida a sus descendientes por el hombre y la
mujer, como esposos y padres: "Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y
sometedla" (Gn 1, 28). El Creador confía el "dominio" de la tierra al género
humano, a todas las personas, tanto hombres como mujeres, que reciben su
dignidad y vocación de aquel "principio" común.
(Mulieris Dignitatem, n. 6)
117. En el cambio cultural en favor de la vida las
mujeres tienen un campo de pensamiento y de acción singular y sin duda
determinante: les corresponde ser promotoras de un "nuevo feminismo" que, sin
caer en la tentación de seguir modelos "machistas", sepa reconocer y expresar el
verdadero espíritu femenino en todas las manifestaciones de la convivencia
ciudadana, trabajando por la superación de toda forma de discriminación, de
violencia y de explotación. Recordando las palabras del mensaje conclusivo del
concilio Vaticano II, dirijo también yo a las mujeres una llamada apremiante:
"Reconciliad a los hombres con la vida" (Mensajes de la Clausura del Concilio: A
Las Mujeres). Vosotras estáis llamadas a testimoniar el significado del amor
auténtico, de aquel don de uno mismo y de la acogida del otro que se realizan de
modo específico en la relación conyugal, pero que deben ser el alma de cualquier
relación interpersonal. La experiencia de la maternidad favorece en vosotras una
aguda sensibilidad hacia las demás personas y, al mismo tiempo, os confiere una
misión particular: "La maternidad conlleva una comunión especial con el misterio
de la vida que madura en el seno de la mujer.... Este modo único de contacto con
el nuevo hombre que se está formando crea, a su vez, una actitud hacia el
hombre-no sólo hacia el propio hijo, sino hacia el hombre en general-que
caracteriza profundamente toda la personalidad de la mujer" (Mulieris Dignitatem,
n. 18). En efecto, la madre acoge y lleva consigo a otro ser, le permite crecer
en su seno, le ofrece el espacio necesario, respetándolo en su alteridad. Así,
la mujer percibe y enseña que las relaciones humanas son auténticas si se abren
a la acogida de la otra persona, reconocida y amada por la dignidad que tiene
por el hecho de ser persona y no por otros factores, como la utilidad, la
fuerza, la inteligencia, la belleza o la salud. Ésta es la aportación
fundamental que la Iglesia y la humanidad esperan de las mujeres. Y es la
premisa insustituible para un auténtico cambio cultural.
(Evangelium Vitae, n. 99)