SAN ROBERTO BELARMINO

(I542-I62I)

 

VIDA

 

Roberto Belarmino fue uno de los doce hijos (cinco hijos y siete hijas) de Vicente Belarmino, primer magistrado, gonfaloniero, como entonces se decía, de la pequeña ciudad de Montepulciano, y de Cintia Cervin, hermana del Cardenal Cervir, quien presidió el Concilio de Trento en l555 y llegaría a ser el Papa Marcelo ll con un reinado efímero de tres semanas.

Fue un niño débil, enfermizo, pero de una inteligencia excepcionalmente viva, con una marcada inclinación a la poesía. Mientras recibía de su madre una sólida formación cristiana, el joven estaba destinado por su padre al estudio de medicina. A pesar de la oposición paterna, a los l8 años Roberto pidió su admisión en la Compañía de Jesús. Al término de su noviciado se le envió al Colegio Romano para el estudio de la filosofía.

Profesor de letras, primero en Florencia, luego en Mondovi (l563-l567), ejercitó sus talentos de poeta, pero era ya un predicador notable. Después de dos años de teología en Padua, causó impresión sobre todo como sustentante de uan tesis ante la Universidad de Génova.

Enviado a Lovaina por mandato del superior General de la Compañia, a la sazón San Francisco de Borja, tanto para terminar sus estudios como para iniciarse en la enseñanza, Belarmino se vio además con el cargo de las predicaciones dominicales a los estudiantes. Tanto en el templo como en la facultad de gente se apiiñaba alrededor del joven maestro de 28 años, y entre ella algunos protestantes, prontos a la cítica y a la discusión: circunstancia providencial que desde esta época orientó la enseñanza de Roberto Belarmino hacia la controversia.

Ordenado sacerdote en l570 y profesor de Teología en el colegio de los Jesuitas, Belarmino adoptó como texto la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino. Luego, ávido de leer y de hacer leer las Sagradas Escrituras en su texto original,aprendió y enseño el griego y el hebreo. Aun compuso una gramática hebrea y colaboró en la edición del Antiguo Testamento conforme a los Setenta. En fin, en una vasta obra sobre los “escritores eclesiásticos” dio un informe acerca de todos los autores de los dos testamentos y sus comentadores, desde Moisés hasta sus propios contemporáneos.

Es entonces cuando Belarmino se enfrentó con un heresiarca célebre, Bayo, el cual, aunque condenado recientemente por el Papa Pío V,no dejaba de ejercer su influencia perniciosa en Lovaina y en Flandes. Discreto y cortés, el santo religioso evitaba pronunciar el nombre de su adversario; pero cuidadoso ante todo de salvaguardar la verdad y de preservar a las almas, no perdía una sola ocación de señalar y de refutar sus errores.

Las perturbaciones resultantes de la invasión de Flandes por Guillermo el Taciturno, y a la vez su salud siempre precaria, obligaron al brillante profesor y predicador a dejar el país. Por otra parte, París le ofrecía las más importantes cátedras; en Milán lo pedía San Carlos Borromeo para su Catedral. Finalmente, Belarmino fue escogido para inaugurar en Roma una cátedra de controversia (l576). Tenía por misión preparar a los futuros testigos de la Fe católica en los países invadidos por la Reforma: alemanes, ingleses, etc.

Su erudición, la claridad de sus exposiciones, la naturalidad y la dignidad de su polémica, su cinvicción comunicativa (¿no llegó aun a ofrecerse él mismo para ir a combatir al protestantismo con la perspectiva del martirio?) le ganaron de golpe todas las simpatías. Su curso se pubicó con el título de “Discusiones a propósito de las controversias entre la Fe católica y las herejías de este tiempo”, que sigue siendo la principal obra de San Roberto Belarmino. Al mismo tiempo daba su concurso al Papa y a los cardenales para la publicación de las obras de San Ambrosio, la composición del ritual de Gregorio Xlll y la revisión del texto de la Vulgata.

Estos trabajos se interrumpieron en l590, cuendo por orden del Papa Sixto V tuvo que acompañar el sabio jesuita, en calidad de teólogo, al Cardenal Gaetano, legado en Francia, para arbitrar el conflicto entre la Liga y Enrique de Navarra. ¡Con cuánta sabiduría, con qué ponderación cumplió su papel! Consultado un día sobre el asunto puramente político, supo excusarse finamente: “Monseñor, yo no fui enviado a Francia sino para examinar las cuestiones relativas al mantenimiento de la religión y a sus progresos; por lo tanto no creo poder ocuparme, den desobedecer, de las que no atañen sino a los intereses temporales”. Y a la delicada cuestión de saber si los parisinos incurrirían en excomunión en el caso de que se sometieran a Enrique Navarra, Belarmino respondió decididamente: “No”. Se dice que Enrique lV se lo agradeció siempre y que una vez convertido en el “Rey Cristianísmo” se hizo amigo del jesuita cardenal.

Una ruda prueba esperaba a Belarmino a su retorno a Roma. Su gran obra “Discusiones sobre las controversias”. . . estaba a punto de ser puesta en el Indice. El Papa Sixto V estimaba que un pasaje de este libro restringía demasiado la jurisdicción temporal del Pontífice romano por no reconocerle la soberanía directa del mundo entero. Sin embargo, parece que Cristo quiso evidenciar la ortodoxia de su servidor: Sixto V murió antes de poder promulgar la bula que ya tenía redactada, y su sucesor, Gregorio XlV, no la tomó en cuenta.

De nuevo en su cargo de padre espiritual en el Colegio Romano, Belarmino fue entonces el director de San Luis Gonzaga, a quien asistió a la hora de su muerte y a cuyo favor rindió su testimonio ante la Sagrada Congregación de Ritos para promover la causa de beatificación.

Nombrado rector de ese mismo Colegio Romano, y luego Provincial de la Compañia en Nápoles, el P. Belarmino fue llamado muy pronto a Roma (l598) por el Papa Clemente Vlll, quien lo ligó a su persona en calidad de teólogo, con la funciones de consultor del Santo Oficio y examinador de Obispos.

Al año siguiente lo creó cardenal: “A éste ----dijo el soberano Pontífice en el Consistorio---- lo hemos escogido porque la Iglesia de Dios no tiene otro semejante a él en cuanto a la doctrina y porque él es además el sobrino de un excelente y santo Pontífice”. Y el nuevo príncipe de la Iglesia tuvo que acumular los cargos: miembro del Santo Oficio, de la Congregación de Ritos, de la Congregación del indice, de la Congregación para la reforma del Brevario y de la instituida para el examen del matrimonio del Rey Enrique lV.

Sin cambiar un ápendice en sus hábitos de vida austera, prohibiéndose sacar de su alta dignidad el menor provecho para sí mismo o para los suyos, el Cardenal Belarmino no temió, a riesgo a veces de desagradar, señalar los abusos y pedir reformas en el estado eclesiástico y en el gobierno de la Iglesia. Su franqueza le valió una semidesgracia. Impedido en sus proyectos personales por las advertencias del inflexible consejero, Clemente Vlll tuvo la habilidad de alejarlo sin desacreditarlo: lo nombró Arzobispo de Capua, confiriéndole personalmente la aconsagración Episcopal (l602).

Después de la teoría, el ejemplo. El nuevo Arzobispo, lógico y consciente de su responsabilidad, no dejó de aplicar los principios que él mismo había enunciado, en conformidad a los derechos con los decretos del Concilio de Trento, con relación a los deberes del cargo pastoral. El Cabildo metropolitano de Capua estaba relajado: “Entonces ----escribe un contemporáneo---- se vio al Arzobispo, en todo tiempo, ir cada mañana a la Catedral para celebrar allí el Oficio con los canónigos. Con mis propios ojos lo veía yo, para mi edificación, abril su Brevario y salmodiar” (Cipriano, teatino). Otro encarece: “El Arzobispo iba al coro todos los días, a fin de formar al Cabildo con dulzura, lo cual no dejaba de ser necesario. Su solo ejemplo bastó, no tuvo que aplicar el rigor” (Guidotti). Cosa más admirable todavía: teniendo por objeto principal la asiduidad al coro el darles una lección a los canónigos negligentes, el Santo no la consideraba como una liberación de su obligación personal: una vez más recitaba él en particular todas las horas canónicas, y en cuanto le era posible, en los momentos de la jornada para los que están prescritas, sin detrimento de una hora de oración mental antes de Prima y de la Misa cotidiana.

El Cardenal Belarmino no llegó a ser Papa: en los dos cónclaves tan cercanos de l605, estaba él en la fila de los “papables”. ¡Qué Papa habría sido! Hay una declaración muy elocuente sobre su mentalidad en este terreno: “Juro, para el caso en que fuera electo Soberano Pontífice (cosa que no deseo y que le pido a Dios aparte de mí) no elevar a ninguno de mis parientes ni de mis allegados al cardenalato, ni a ningún principado temporal, ducado o condado, o alguna otra nobleza. Tampoco los enriquecería; me contentaría con ayudarles a vivir decentemente en su estado”.

Paulo V quiso cuando menos retenerlo en Roma, como conservador de la Biblioteca del Vaticano, y aceptó su renuncia de Arzobispo de Capua, por ser incompatibles esos dos cargos.

Mezclado desde ese momento en todos los asuntos religiosos y en todas las relaciones de la Iglesia con los diversos Estados, el Cardenal Belarmino desempeño un papel activo en el conflicto entre la Santa Sede y la República de Venecia a propósito de la exención de los clérigos y de la inmunidad eclesiástica; luego, en el asunto más grave de Inglaterra ----cuando el Rey Jacobo l pretendía imponer a los católicos el juramento de fidelidad que le reconocía al soberano, como instituido de derecho divino, una autoridad ilimitada en el doble dominio espiritual y temporal, y por lo contrario le negaba al Papa todo poder de amonestar y de deponer a los príncipes, así como de desligar a sus súbditos del juramento de fidelidad; en fin, en Francia, donde la publicación póstuma del libro de Guillermo Barclay “sobre el poder del Papa y su autoridad respecto de los príncipes seculares”, había provocado una gran efervescencia en la Corte y en el Parlamento.

Miembro del Santo Oficio, el Cardenal Belarmino siguió de cerca uno de los asuntos más espinosos de la época: el proceso de galileo. Contra los fanáticos del sentido literal, el sabio Doctor preconizaba la prudencia en la interpretación de los textos relativos al concepto del sistema de Copéenico, era igualmente hostil a una condenación prematura de esta hipótesis científica: “. . . Esto sería ----decía él---- correr el gran riesgo no sólo de irritar a los filósofos y a los teólogos escolásticos, sino de daño a nuestra Santa Fe acusando de error a la Escritura. . . Si estuviese verdaderamente demostrado que el sol está en el centro del mundo, y la tierra en el tercer cielo; que el sol no gira alrededor de la tierra, sino que es la tierra la que gira alrededor del sol, habría que poner mucho miramiento con los pasajes de la Sagrada Escrituraque parecen contrarios, y decir que no los comprendemos, en lugar de declarar falso lo que se nos demuestre. . . Pero, para creer en tal demostración, yo espero que se me la presente. . . En caso de duda no se debe abandonar la interpretación de la Escritura dada por los Santos Padres”.

Encargado por el Papa de notificar a Galileo la sentencia del Santo Oficio que declaraba que su teoría era “absurda en filosofía y errónea en teología”, Belarmino desempeñó su delicada misión y luego rindió su informe a la Congregación. Habiendo corrido tendenciosos rumores con relación ala abjuración de Galileo y a la sentencia que se le había impuesto, el Cardenal hizo una aclaración: “Galileo no abjuró entre mis manos ni entre las de ninguno otro en Roma, ni en otra parte, que nosotros sepamos, ninguna de sus opiniones o doctrinas: tampoco se le impuso penitencia absolutoria. Tan sólo se le notificó la declaración hecha por el Papa y publicada por la Congregación del Indice, en que se dice que la doctrina atribuida a Copérnico, según la cual la tierra gira alrededor del sol, y que el sol permanece en el centro del Universo sin moverse de Oriente a Occidente, no puede defenderse ni sostenerse en un sentido contrario a la Sagrada Escritura” (H. de Lépinois, Les pièces du procès de Galilée).

A principios de l62l, el Cardenal Belarmino tomó parte todavía en el Cónclave que eligió a Gregorio XV. Pero sus fuerzas declinaban. Renunciando a todas sus funciones, se retiró al noviciado de San Andrés donde, por fidelidad a una antigua amistad, se dedicó a trabajar hasta el final en la causa de beatificación de Felipe de Neri, dejar de prepararse íntimamente a la muerte.

Campeón de la fe católica y polemista hasta en su lecho de agonía, antes de expirar quiso ratificar solemnemente ante testigos cuanto había dicho y escrito, tanto en sus exposiciones doctrinales como en sus refutaciones de las herejías. Murió el l7 de septiembre de l62l.

Por mucho tiempo esperó los honores de la Iglesia. Después de muchas tentativas que diversas circunstancias hicieron fracasar, no fue beatificado sino a los tres siglos de su muerte, el l923; fue canonizado en l928 y en l93l proclamado Doctor.

 

OBRAS

 

La obra fundamental de San Roberto Belarmino es “Discusiones sobre Controversias de la Fe cristiana contra los herejes de este tiempo”, publicación de su curso dado en el Colegio Romano. Como el título lo indica, el autor se desentiende de los errores ya combatidos y refutados en los siglos anteriores, para no atacar directamente sino las negaciones y falsificaciones introducidas por el protestantismo de su tiempo.

I. Las regalas de la Fe: l ) La Palabra de Dios, Escritura y Tradición; 2 ) Cristo, Jefe de toda la Iglesia; 3 ) el Soberano Pontífice, Vicario de Cristo en la tierra; su poder espiritual y temporal.

II. La Iglesia : l ) La Iglesia docente, reunida en Concilio y dispersa por toda la tierra; 2 ) Los miembros de la Iglesia militante, clérigos y sus inmunidades, monjes y votos de religión, laicos y naturaleza del poder civil; 3 ) La Iglesia sufriente del Purgatorio; 4 ) La Iglesia triunfante del Cielo.

Ill. Los Sacramentos: l ) Sacramentos en general; 2 ) Bautismo y Confirmación; 3 ) Eucaristía; 4) Penitencia 5) Extrema-Unción, Orden y Matrimonio (Indulgencias y Jubileo).

  IV.            La Gracia: l ) La Gracia en el Primer hombre; 2 ) La pérdida de la Gracia y el estado de pecado; 3) El recobro de la Gracia: a) Gracia y libre albedrío, b) justificación, c) buenas obras.

Como se ve por este simple sumario, si no es una exposición completa del dogma católico, al menos se tratan directa y metódicamente todos los puntos de doctrina negados de alguna manera por los protestantes.

Las herejías se confrontan con hechos y símbolos que según el Apocalipsis señalarán la venida del Anticristo (t. lV). Sin embargo, sin dejarse llevar a la indignación y a los anatemas, muy objetivamente y conforme a los textos y las referencias, el autor expone las ideas erróneas, luego las hace polvo con argumentos escriturarios y patrísticos, sin omitir los de la razón.

Tanto cuanto los pretendidos reformadores rechazan la autoridad de la Iglesia, él se apoya, al contrario, en esa autoridad seberana e infalible. La Iglesia no suplanta a la Sagrada Escritura, ni prohibe buscar en ella la Verdad. Pero la Iglesia es quien tiene misión de presentar y luego de interpretar la Palabra de Dios. Sólo su testimonio garantiza la autenticidad de los Sagrados Libros en cuanto a su origen y en cuento a su inspiración; y su enseñanza es la que determina la significación de los textos con una certeza infalible. ¿Acaso no está probado por la propia Escritura este papel de la Iglesia, reafirmado luego a menudo por los Padres?

El valiente polemista nunca deja de tener el cuidado de una escrupulosa exactitud. Veinte años después de haber publicado esta obra, él mismo la revisaba, y anotaba al final de su trabajo: “He explicado pasajes oscuros; he completado otros demasiado lacónicos; en otras partes he hecho correcciones; en suma, he dado la última mano al conjunto de mi obra” (Revisión de los lobros de Roberto Belarmino por él mismo).

Otros libros u opúsculos, menos importantes, son fruto de la misma inspiración, precisan artículos de la doctrina y refutan objeciones.

“La exención de los clérigos” recuerda que este privilegio, aun cuando a los interesados los sustrae de la jurisdicción del poder civil cuando se trata de cosas eclesiásticas, no los dispensa, sin embargo, de obedecer las leyes y a los jefes temporales en cuanto lo exijan el orden social y el bien común.los dos libros sobre las “Indulgencias y el Jubileo” explican cómo la Iglesia, depositaria de un tesoro espiritual, puede disponer de él para provecho de sus fieles tanto en la tierra como en el Purgatorio: es una réplica a los sarcasmos de Lutero y de Calvino.

Al “Libro de la Concordia” publicado por los luteranos alemanes contesta Belarmino con su “Juicio” . . . sobre ese mismo libro. Los desmenuza al máximo y descubre en el seis errores concernientes a la persona de Cristo y 67 mentiras.

Defensor intrépido de los derechos de la Iglesia, y en particular de los poderes y prerrogativas del Soberano Pontífice, en la advertencia al lector que precede a su obra sobre las Controversias, San Roberto Belarmino escribe: “La primera razón que me ha determinado es que creo de gran utilidad a la causa de la Iglesia que en esta época se escriba mucho en su favor”. ¿No era éste, en efecto, el medio más oportuno de combatir los innumerables escritos difundidos a la sazón por los enemigos de la Iglesia? “Martillo de herejes”, Belarmino golpeaba redoblando los golpes: “Seguramente que no hay jesuita que haya hecho más honor a su Orden ni autor que haya sostenido mejor la causa de la Iglesia romana en general y la del Papa en particular” (Bayle, Dictionnaire historique et critique). Para él, en efecto, las dos nociones son inseparables: “La Iglesia es el conjunto de hombres unidos por la profesión de una misma Fe cristiana y la participación en los mismos sacramentos, bajo la autoridad de pastores legítimos, principalmente del Romano Pontífice, único vicario de Jesucristo aquí abajo” (De los Concilios y de la Iglesia, lll, 2) (Del Romano Pontífice, V, 3). Este fue el tema de sus debates con el rey Jacobo l de Inglaterra a propósito del famoso juramento de fidelidad que éste pretendía imponer a sus súbditos católicos: “Yo reconozco que nuestro soberano señor Jacobo es el verdadero y lejítimo rey de este reino. . . y que el Papa no tiene ni por sí mismo, ni por nunguna otra autoridad de la Iglesia o de la sede romana, poder alguno de deponer al rey, de disponer de los dominios de su majestad, ni de desligar a ninguno de sus súbditos de la obediencia y de su sumisión que le deben. . .”. Acerca de este documento decía Belarmino: “Está compuesto con tanto artificio, que nadie puede hacer profesión de sumisión al poder civil sin ser pérfidamente constreñido a renegar del primado de la Sede Apostólica” (Cartas familiares, 52). Jacobo l contestó de manera sarcástica a los dos Breves pontificios y a la carta del Cardenal: “Al triple lazo un priple capotazo”. Y Belarmino replicó a su vez. Al “Don real” reivindicado por el rey, oponía el “Don sacerdotal”, propio del Papa.

La función principal del Papa consiste en conservar y luego en propagar la Verdad revelada: él es Juez Soberano en todas las cuestiones que conciernen a la fe y a las costumbres. De aquí su infalibilidad cuando como Pastor Supemo enseña a toda la Iglesia. Los concilios generales mismos le están subordinados, y sus definiciones no son válidas sino con la aprobación de este supremo Doctor (Sobre los Concilios, ll, 2). Pero, entiéndase bien, este priviligio de la inerrancia no se aplica a las ciencias puramente humanas (De Romano Pontífice, lV, 2). La infalibilidad pontificia no equivale tampoco a una inspiración personal permanente. El Papa está moralmente obligado a recurrir a los medios normales de conocer la verdad como si no contara nunca con luces especiales. Finalmente, la infabilidad no entraña la impecabilidad: pero sí entraña la inerrancia en materias esenciales para la vida de la Iglesia: dogma, moral y culto.

La segunda función del Papa consiste en regir al pueblo cristiano entero. Sucesor de Pedro, sólo él tiene sobre la Iglesia entera jurisdicción plena: aunque los obispos, sucesores de los Apóstoles, tienen una autoridad directa sobre sus respectivas diócesis, el poder del Papa es superior al de todos los obispos, no sólo por la extensión y la eficacia sino también por el origen, puesto que lo recibe directamente de Jesucristo, mientras que los otros no lo reciben sino por medio de él. Poderes legislativo y ejecutivo; consiguientemente jucicial y coercitivo en caso necesario, en cuanto concierne a la disciplina eclesiástica, son también prerrogativas del Soberano Pontífice (De Romano Pontífice, lV, l5). Y el libre ejercicio de su autoridad espiritual exige que él sea independiente respeto de las jurisdicciones temporales: este es el privilegio de la exención. Además, así como en el ser humano la carne está normalmente subordinada al espíritu sin dejar sin embargo de conservar sus caracteres u perseguir su fin propio, así también en la sociedad humana es necesario que el orden material esté bajo la dirección y el control del orden espiritual, sin que sin embargo haya confusión o invasión del uno sobre el otro: por lo cual, aunque encargado directamente de las cosas espirituales, el Soberano Pontífice, secundariamente y de manera indirecta, tiene un derecho de inspiración y de intervención en el dominio temporal, en la mededa en que éste toca lo espiritual. No debe substituirse al poder civil hasta el grado de hacer leyes, imponer una forma de gobierno, nombrar o destituir a los jefes legítimos. Pero, cuando la Fe y la moral están en peligro, cuando la salvación de las almas lo exige, el Papa advierte a los responsables; llegado el caso, amenaza, y luego castiga. “Es menester que el poder temporal esté subordinado al poder espiritual. Por lo tanto, si el poder temporal se extravía, será juzgado por el poder espiritual” (Bonifacio Vlll, Bula Unam Sanctam): “La costumbre de los soberanos Pontífices es emplear primeramente la corrección paternal, enseguida privar a los culpables de la participación en los Sacramentos por las censuras eclesiásticas, y finalmente desligar a sus súbditos del juramento de fidelidad, así como desposeerlos a ellos mismos de toda dignidad y de toda autoridad real, si es necesario. . . “ (Del Romano Pontífice, V, 7-l2; El Poder del Soberano Pontífice, Xll, Contra Barclay, c. l l ). (La translación del Imperio, Xl l ). “Pero jamás se ha oído decir desde el principio de la Iglesia hasta nuestros días que algún Soberano Pontífice haya hecho matar o aprobado el tiranicidio de ningún príncipe, ni siquiera de hereje, ni de un pagano, ni de un perseguidor” (Carta a Blackvellum).

“Todo poder viene de Dios”, y consiguientemente también el poder civil. Pero de una manera diferente el poder eclesiástico y pontificio. No pudieron reivindicar el poder civil ningún ser humano con un título suficiente y determinado, ese poder reside inmediatamente en la multitud; y ella, no pudiendo ejercerlo por sí misma, lo delega en sus representantes, de una manera o de otra, de donde resulta el régimen correspondiente: monarquía, asistocracia, democracia. Aunque la autoridad misma es de derecho divino, la forma de gobierno no lo es, puesto que no deja de ser variable, conforma al deseo de las sociedades mismas. Muy distinto es lo que ocurre en la Iglesia, en la que la monarquía es de derecho divino, y por lo tanto inmutable, siendo conferida la autoridad de manera inmediata a un solo hombre (Los laicos, lll; la Exención de los clérigos, l).

También por su veneración a la Santa Sede y a la persona del Soberano Pontífice, por su afán de asegurarles el máximo de dignidad y de autoridad, desde el principio del reinado de Gregorio XV Belarmino aconsejó las medidas propias para corregir los abusos demasiado frecuentes en la elección de los Papas. En lo sucesivo el cónclave sería cerrado; los votos, secretos; y el candidato debería reunir nominalmente cuando menos los dos tercios de los votos: disposiciones cuya sabiduría se ha comprobado, puesto que después de más de tres siglos de experiencia todavía ahora están en vigor.

“La edición latina de la Biblia llamada Vulgata. ¿En qué sentido definió el Concilio de Trento que debe ser ella tenida por auténtica?”: título de una disertación de Belarmino, título suficientemente extenso para indicar por sí solo el contenido de la obra. Y la respuesta a esta pregunta puede resumirse en estas pocas palabras del autor: “Cuantos he podido leer hasta ahora me parece que concuerdan con dos puntos: l) que la dicha versión debe ser considerada como exenta de todo error en lo que concierne a la fe Católica y a las buenas costumbres; 2) que debe ser utilizada en el uso público de las Iglesias y de las escuelas, aunque, por otra parte, se le puedan hallar faltas”. Sabido es que el Cardenal Belarmino tomó una parte activa en la revisión de la Vulgata, precisamente para corregir sus faltas y preparar la edición Sixto-Clementina, por el nombre de los Papas que la patrocinaron. Con cuánta franqueza y precisión, a propósito de la iniciativa de Sixto V, distinguía el Santo y sabio Prelado, en la persona del Soberano Pontífice, por una parte la opinión del Doctor privado y por otra la enseñanza del Jefe de la Iglesia universal: “Vuestra Ssntidad ----le escribe a Clemente Vlll---- sabe a qué peligro se expuso Sixto V y expuso a toda la Iglesia cuando emprindió la corrección de los sagrados libros según las luces de su ciencia particular. . .” Sin embargo, no le atribuye ningún error positivo, y salvaguarda la memoria del Pontífice difunto, pues le reconoce el designio de revisar él mismo su obra. Belarmino pidió a la comisión que presidió, tras de haber efectuado las necesarias correcciones, que la obra se reimprimiera bajo el título de “Biblia Sagrada, según la edición Vulgata, restablecida por los cuidados de Sixto, Supremo Pontífice.

En “La expresición clara de todos los Salmos”, San Belarmino comenta el texto original hebreo, explicándolo por medio de traducciones autorizadas por la Iglesia. El sentido místico, las aplicaciones morales y la piedad ocupan allí sin embargo mayor espacio que una rigurosa exégesis. “Esta no es para mí una tarea laboriosa, sino deliciosa ----escribió él----. ¡Qué mayor ducha podía yo tener que consagrar unas horas de mis noches a contemplar esta verdad: que el Señor es Nuestro Dios!”

La cuestión de la Gracia enfrentaba a molinistas y tomistas, atrubuyendo los primeros la eficacia de la Gracia a la cooperación humana, los segundos a la premoción física de Dios determinando la voluntad humana en el sentido de la Gracia concedida. Belarmino toma una posición intermedia entre estas dos opiniones extremas: “No se puede comprender cómo la Gracia eficaz consiste en una persuasión íntima que el libre albedrío del hombre podría rechazar, pero que sin embargo tendrá unfaliblemente su efecto, a menos que agreguemos que Dios les envía a quienes El ha decretado ayudar eficazmente e infaliblemente la interior persuasión que El ve que corresponde a las disposiciones de sus almas, y cuando sabe infaliblemente que esa persuasión no será desaprovechada” (De la Gracia y el Libre Albedrío, l, l2).

Asimismo, contra sus propios maestros de Padua que enseñaban “la predestinación según la previsión de las obras por Dios”, Belarmino se adhería a la doctrina de San Agustín sobre la “predestinación gratuita”.

La tesis de Belarmino ha cobrado autoridad en la Compañia de Jesús y por esto mismo en la Iglesia entera. En su enseñanza teológica, los jesuitas adoptaron obligatoriamente la siguiente teiría: “Entre la Gracia eficaz y la Gracia sufuciente no hay solamente diferencia ‘en el acto segundo’, teniendo la una su efecto, no teniéndolo la otra, por el uso del libre albedrío mismo, ayudado por la Gracia operante; sino que esa diferencia existe también en el acto primero, porque teniendo la ciencia de los futuros condicionales, Dios, por una voluntad eficaz y la intención de producir ciertamente en nosotros el bien, escoge adrede determinados medios, y los confiere de una cierta manera y en el tiempo preciso en que ve que infaliblemente se seguirá el efecto: otros escogería si hubiese previsto que aquéllos serían ineficaces” (J. de la Servière, Thèologie de Bellarmin, p. 665).

Signo a la vez de la extensión de su genio y de la universalidad de su celo apostólico, San Roberto Belarmino escribió la Doctrina Cristiana, que es precisamente un Catecismo.

Encargadode redactar algunas instrucciones para los hermanos coadjutores de la Compañia, preparaba esas lecciones elementales de Catecismo con tanto cuidado como sus cursos en la Facultad. Publicaba a petición del Papa Clemente Vlll, esa Doctrina Cristiana comprende una edición abreviada, para uso de los niños, y una edición completa destinada a los maestros. En el pequeño catecismo el maestro interroga, y el alumno responde; en el mayor es a la inversa. El autor dividió su obra en tres partes correspondientes a las tres virtudes teologales: Fe, Esperanza, Caridad. A la Fe, liga todos los Artículos del Símbolo de los Apóstoles; a la Esperanza, la oración dominical y la Salutación Angélica; a la Caridad, los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, y luego los Sacramentos y las virtudes cardinales con los vicios que se les oponen. Lo corona todo un capítulo sobre las postrimerías. Plan arbitrario si se quiere; pero ¿no es lo esencial en esta materia la exposición de la doctrina entera y de manera clara, accesible a todos?

Dom Guéranger lo elogiaba con entusiasmo: “Todo el mundo sabe que el gran Belarmino, cubierto de los laureles que le había merecido una magnífica defensa de la Fe católica en las célebres Controversias, no desdeño el componer un simple catecismo para niños, bajo el título de Doctrina Cristiana”. Este precioso opúsculo, actualmente muy poco conocido en Francia, aunque tuvo cuando menos dos ediciones en nuestra lengua, fue aprobado por un Breve de Clemente Vlll, recomendado todavía por Urbano Vlll y honrado por una Constitución de Benedicto XlV dirigida a todos los Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos, exhortando a todos sus hermanos en el episcopado a adoptarlo para la enseñanza de sus pueblos. Así es que no se le podría negar a este catecismo publicado oficialmente en toda la Iglesia y extendido en el mundo católico entero, como lo prueban sus ediciones en múltiples lenguas ----en italiano, francés, español, alemán, flamenco, inglés, griego moderno, eslavón, armenio, árabe. . .----, no se le podría negar el valor de un documento irrefutable de las creencias de la Iglesia” (Memoria sobre la cuestión de la Inmaculada Concepción, p. 52).

El Papa León Xlll motivó en los siguientes términos su aprobación a una nueva edición de la dicha obra: “Porque se trata de un libro que el uso de los siglos y el juicio de la mayor parte de obispos y Doctores de la Iglesia han recomendado” (Analecta, Diciembre l902).

Más significativa todavía es la decisión del Concilio Vaticano l: cuando se habló del proyecto de un Catecismo universal, el pequeño catecismo de Belarmino fue el designado como modelo.

Una explicación, artículo por artículo, del Símbolo, explicación redactada por el Obispo de Capua para uso de sus sacerdotes, es un complemento del Catecismo de Belarmino.

Una admonición dirigida a su propio sobrino Angelo della Ciaia, promovido Obispo de Reano, resume las anteriores enseñanzas del Santo Doctor sobre las prerrogativas y obligaciones de los obispos: residencia, predicación, ordenaciones, abstención de acumulación de beneficios, empleo de las rentas eclesiásticas, condenación del nepotismo, relaciones con los príncipes.

“Las exhortaciones domésticas” fueron dirigidas por el Padre espiritual a los religiosos del Colegio Romano y de diversas casas: entre ellas, tres panegíricos de San Ignacio, pronunciadas en la Iglesia del Gesú en Roma. Los 87 sermones de Lovaina tratan de las materias más diversas: homilías para los domingos y fiestas de guardar, la verdadera Fe y la Verdadera Iglesia, explicaciones del “Missus est angelus” o del salmo “Qui habitat in adjutorio”. Instrucciones muy subtanciales, en general y sin tono oratorio. El santo religioso nos da a conocer también sus meditaciones en el curso de sus retiros anuales: para ello son apúsculos como “El conocimiento de Dios”, “La Ascención del espíritu a Dios por la escala de las criaturas”, que San Francisco de Sales calificaba de maravillosos, y un tratado sobre “La obediencia ciega”, cinco libros sobre “La eterna felicidad de los Santos”, tres libros sobre “El gemido de la paloma o el don de lágrimas”, dos sobre “Las palabras de Cristo en la Cruz”, dos sobre “El arte de bien morir”.

Hay que agregar todavía dos obras que han permanecido inéditas: un “Comentario de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino” que no es sino el Curso de Teología impartido por el joven profesor en Lovaina; una refutación, en quince capítulos, de los errores de Bayo, con ayuda de argumentos extraídos del Comentario precedente; una “Controversia entre ciertos hermanos predicadores y el Padre Molina”, que expone los puntos esenciales del debate: gracia eficaz, gracia del primer hombre, ciencia de los frutos contingentes, concordancia de la Providencia y libre albedrío, predestinación.

En fin, si no abordó la materia ex-professo, sabemos que el Cardenal Belarmino usó de todo su poder para propagar el culto y preparar la definición del Santo Oficio, en presencia del Soberano Pontífice, el 3l de agosto de l6l7, habló así: “A mi parecer, se puede definir que la doctrina según la cual la Santísima Virgen María fue concebida sin pecado debe ser aceptada por todos los fieles como piadosa y santa, de tal suerte que ya no sea lícito sostener ni adoptar el sentimiento contrario sin temeridad ni escándalo, y sin ser sospechoso he herejía”. A las objeciones que se le hicieron, respondió, sin retractar nada de lo dicho, pero precisando aún más su pensamiento: “Si no se quiere llegar ahora a una definición formal, cuando menos habría que imponer a todos los eclesiásticos, seculares y regulares, el precepto de recitar el Oficio de la Inmaculada Concepción, conforme al rito de la Iglesia. De esta manera se llegaría a lo mismo sin definición” (Bourassé, Summa aurea de laudibus, B.V.M., t. X).

Un contemporáneo, a la vez émulo y amigo de San Roberto Belarmino, el célebre historiador Cardenal Baronio, hace especialemente el elogio del autor de las Controversias. Compara la obra del Santo Doctor con la “fortaleza construida por David de la que colgaban las armas de los bravos”. De hecho, allí hay como un arsenal en que los defensores de la Iglesia van a aprovisionarse constantemente. Y, lo que no es menos significativi, los enemigos de la Iglesia, los protestantes de entonces, se encarnizaron en denigrarlo, hasta crear un “Colegio antibelarminiano”, por ejemplo en Heidelberg.

¿Ha envejecido la obra de Belarmino? Ella es, ni más ni menos de su tiempo. Por sabio que fuese, no disponía sino de la ciencia adquirida en su época; y nadie puede reprocharle el no haber conocido los descubrimientos que desde hace tres siglos han enriquecido la historia, la lingüística, la exégesis. Además, los argumentos que él oponía expresamente “a los herejes de su tiempo” no son ya en todo apropiados, esto es claro, para los ateos o los protestantes de ahora, cuya mentalidad es tan diferente. Así es que su doctrina no hay que transponerla tal cual a otra época. Pero, como los principios en los que se apoyan sus exposiciones y refutaciones son ciertamente los principios inmutables de la Fe Católica, válidos para todos los tiempos, basta con revestirlos de una forma adaptada a las circunstancias de tiempo, y lugar y de personas, cosa que el mismo Santo Doctor supo hacer de manera genial.

En los registros del Consistorio figura en memoria de San Roberto Balarmino este elogio que los siglos ratificarán a porfía: “Este fue un hombre notabilísimo, eminente teólogo, intrépido defensor de la Fe Católica, martillo de herejes; y al mismo tiempo, piadoso, prudente, humilde y muy caritativo”.