Cortesía de www.edoctusdigital.netfims.com para la BIBLIOTECA CATÓLICA DIGITAL
 

SAN GREGORIO DE NACIANZO
(329 - 390)

 

VIDA

 

Nació en Arianzo, en Capadocia. Su padre, primeramente pagano, después de su conversión vino a ser “obispo de Nacianzo”; es conocido en la Historia bajo el nombre de Gregorio el Anciano. Su madre Nona, piadosa cristiana, había consagrado al niño a Dios desde su nacimiento.

De la escuela de Cesarea salió muy pronto para Alejandría, luego de allí para Atenas, donde se le unió uno de sus compatriotas, Basilio, con quien lo ligó una estrecha amistad.

Por un tiempo retórico o vendedor de elocuencia, no soñaba sino en la vida monástica. Pero su padre veía ya en él un precioso colaborador, y quizá un futuro sucesor, y lo ordenó sacerdote (36I). Sus nuevas funciones, que llenaban forzado, no hicieron sino reavivar sus gustos por la ascesis y el estudio. Y un ida se fugó hasta donde estaba su amigo Basilio, quien en las riberas del Iris, en el Ponto, llevaba ya la austera existencia de los Padres del desierto. Juntos, y tanto para ellos mismos como para los demás monjes que no tardaron en reunírseles, compusieron una colección exquisita con los más bellos pensamientos de Orígenes: la Filocalia.

Sin embargo, la situación había llegado a ser dramática en Nacianzo. El viejo obispo, hábilmente engañado, había firmado la fórmula equívoca y semiarriana del Sínodo de Rímini; y de allí un movimiento cismático y una sublevación de fieles contra el prelado. Gregorio acudió para restablecer el orden. Obtuvo de su padre una solemne profesión de fe plenamente ortodoxa. Y calmó los ánimos. Mientras tanto Basilio había venido a ser Obispo de Cesarea (año de 370). Para poner fin a las intrusiones del arzobispo de Tiana, Antimo, tuvo la idea de crear varios nuevos obispos en las pequeñas ciudades de Capadocia. Y muy naturalmente, quiso confiar uno de ellos, el de Sásima, a su amigo. Por docilidad y bondad de alma, aunque muy a su pesar, Gregorio se dejó consagrar; pero menos dispuesto todavía para las funciones episcopales que para el sacerdocio, el nuevo obispo no fue jamás a su sede, y por el contrario volvió a su querida soledad (año 372).

A instancias de su anciano padre, consintió en volver una vez más a Nacianzo para ayudarlo en su tarea. Esto fue por poco tiempo: ya muerto en 374 Gregorio el Anciano, seguido de cerca por su mujer Nona, el hijo, desolado, aun sin esperar el nombramiento del obispo sucesor, se refugió en el monasterio de Santa Tecla, en Seleucia, para dedicarse allí a la contemplación.

Pero parecía que la Providencia contrariaba sin cesar los designios de Gregorio.

A la muerte del emperador arriano Valente (378), que había instalado a los herejes en todas las iglesias de Constantinopla, los católicos vieron en el advenimiento de Teodosio la ocasión de un desquite de la ortodoxia. Suplicaron a Gregorio ponerse a la cabeza de ellos para restablecer y defender la verdadera Fe. San Basilio, quien decididamente parecía disponer a su gusto de su amigo, lo presionó para que aceptara. En la modesta Iglesia de la Anastasis, Gregorio refutó la herejía y expuso el dogma en una serie de Discursos llenos de la más pura doctrina y adornados de la más cálida elocuencia.

No sin dificultad logró eliminar a “Máximo el cínico”, candidato de Pedro de Alejandría a la sede patriarcal de Constantinopla; y finalmente fue conducido por Teodosio en persona hasta la Catedral de Sofía, donde clero y pueblo lo aclamaron (año 380). Al año siguiente, el segundo Concilio de Constantinopla ratificaba solemnemente esta elección.

Habiendo quedado vacante la sede de Antioquía por la muerte de su titular, Melesio, San Gregorio, presidente de la asamblea electiva, vio descartado a su candidato, Paulino, en beneficio de un cierto Flaviano. Además, no contentos con haberlo contrariado, prelados de Egipto y de Macedonia osaron objetar la validez de su propia elección a la sede de Constantinopla. Asqueado por estas intrigas y, a pesar de su buen derecho y de su lealtad, temiendo dejarse llevar por la lucha a reivindicaciones ambiciosas, dimitió y salió de Canstantinopla (año de 381).

De nuevo en Nacianzo, durante el tiempo justo para prepararle un digno pastor en la persona de su primo Eulalio, se retiró finalmente a su país natal, a Arianzo, a la propiedad heredada de sus padres, donde pudo dar libre curso a sus gustos y a sus aspiraciones de siempre, el ascetismo y la poesía. Ocho años apacibles que prepararon su alma contemplativa para la paz eterna (año 390).

 

OBRAS


De cuarenta y cinco “Discursos” que no quedan, cinco son especialmente importantes, clasificados por el orador mismo como “Discursos teológicos”, y que le han valido en la Historia el bello sobrenombre de “Teólogo”. Fueron pronunciados por el nuevo obispo de Constantinopla aun antes de su entronización solemne, cuando se trataba, para expulsar la herejía, de reafirmar la verdadera Fe. El primero expone y refuta los errores de los homeos concernientes a la naturaleza de Dios y al misterio de la Santísima Trinidad; el segundo habla de los atributos de Dios, subrayando claramente que no nos son conocidos sino por analogía, puesto que el Ser infinito no deja de ser incomprensible; el tercero establece la Trinidad de las Personas, tanto como su consubstancialidad en la unidad de naturaleza, y sus relaciones recíprocas en la unidad de acción; el cuarto se enfrenta al arrianismo, que veía en la Trinidad no solamente Tres Personas distintas, sino tres seres diferentes de los que Uno solo, el Padre, era verdaderamente Dios, no siendo los otros dos, el Hijo y el Espíritu Santo, sino sus primeras creaturas que Aquél se ha asociado para realizar el resto de su obra; el quinto, en fin, se dedica a probar por la Escritura la divinidad del Espíritu Santo.

Dos discursos, que contienen también numerosas referencias escriturísticas y teológicas, tratan: el uno de la consagración y la entronización de obispos; el otro de la manera de llevar las discusiones para salvaguardar a la vez los derechos de la verdad y las exigencias de la caridad.

Un discurso curiosamente intitulado “De la fuga” es una especie de autoapologia, puesto que tiende a justificar su propia fuga para librarse de la ordenación sacerdotal. En realidad el episodio no fue para él sino una coacción de escribir un tratado completo, en II7 capítulos, sobre la sublimidad del sacerdocio.

Dos discursos fustigan con vehemencia la infame actitud de Juliano el Apóstata.

Vienen luego sermones de circunstancias para las fiestas litúrgicas; panegíricos de santos o de mártires, entre los cuales está San Atanasio, que le proporcionó la ocasión de rehacer la historia del arrianismo; oraciones fúnebres, la de su padre Gregorio el Anciano, la de su hermano menor Cesáreo, la de hermana Gorgonia, la de su amigo Basilio.

A pesar de la retórica y del énfasis que son como concesiones al gusto de la época, los discursos de San Gregorio de Nacianzo tienen claramente el sello de su carácter; elevación de pensamiento, claridad de la exposición, delicadeza de la sensibilidad.

Aunque nació poeta, no fue solamente para ejercitar su genio por lo que San Gregorio de Nacianzo escribió en verso. Esto fue en él, al menos en parte, una forma de apologética. Porque los apolinaristas habían adoptado este método para hacer penetrar más fácilmente sus doctrinas en el pueblo. Era menester seguirlos a su propio terreno y combatirlos con sus propias armas. No es de admirar por lo tanto que sus “poemas teológicos” carezcan de lirismo y sean más bien prosa versificada. El rigor de la doctrina y la propiedad de los términos casi no se prestan para el lenguaje figurado y para la libertad de expresión que constituyen la elegancia de la poesía.

Por el contrario, los poemas históricos y las elegías revelan un gran talento.

El Santo canta “Su propia vida”, sus aflicciones más todavía que sus gozos, en una melopea mística de I949 versos. Luego celebra a otros personajes, a sus padres, sus amigos en términos a menudo conmovedores.

Su prosodia es generalmente de forma clásica. Sin embargo allí nace, en distintos pasajes, la innovación que vendrá a ser característica de la poesía moderna: el acento tónico en cambio de la cuantidad métrica.

En cuanto a la correspondencia de San Gregorio de Nacianzo, es sobre todo de carácter privado. Sus cartas las dirige a amigos, ordinariamente son breves y no conciernen sino a los asuntos personales de dos interlocutores. Solamente dos, de las 244 que han sido conservadas, tratan de teología: están dirigidas al sacerdote Cledonio, y tienen por objeto la cuestión de unidad de Persona y la dualidad de naturalezas en Cristo contra el error apolinarista.

El historiador Rufino de Aquilea escribe: “Prueba manifiesta de error en la Fe es no estar de acuerdo con la Fe de Gregorio”.

No solamente es universalmente reconocida su ortodoxia, en consecuencia, sino que además su doctrina sienta autoridad y viene a ser como una regla de la verdadera Fe. Los Concilios aceménicos mismos la han citado en muchas ocasiones.

En seguimiento de San Atanasio y del Concilio de Nicea, Gregorio expone claramente el dogma de la Santísima Trinidad: distinción de las tres Personas o hipóstasis, pero igualdad y consubstancialidad absolutas que entrañan la unidad de conocimiento, de voluntad y de acción: “Allí hay diversidad en cuanto al número, pero no división de substancia” (Discurso 29, 2).

San Gregorio de Nacianzo es entre los teólogos el primero que precisa las propiedades distintas de las tres Divinas Personas: el Padre no tiene su ser de ninguno otro, el Hijo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo” (Discursos 25, I6; 3I, 29; 42, I5).

En cristología, no contento con afirmar la unión de las dos naturalezas, divina y humana, en la única Persona del Verbo, subraya la realidad completa de esa naturaleza humana, dotada consiguientemente de una alma racional: “En El hay dos naturalezas: es Dios y hombre. . . es hombre puesto que es alma y cuerpo. . . Sin embargo, no hay dos Hijos ni dos dioses. . . Uno y otro son los dos elementos que constituyen al Salvador; pero el Salvador no es el uno y el otro” (Carta I0I).

De aquí se desprende la divina maternidad de María: “Quien no reconozca a María como Madre de Dios se separa de la divinidad” (Discurso 29, 4, Carta I0I).

Los Angeles, creaturas espirituales e inmortales, inteligentes y libres, han sido santificados desde su creación (Discursos 6, I2-I3). Los ángeles rebeldes perdieron, por envidia y por orgullo, la Gracia (Discursos 28, 9); proscritos del Cielo, pero no aniquilados, se han convertido en los enemigos de los hijos de Dios (Poemas I, I).

El hombre, creado en un estado dichoso, decayó de él por el pecado, que ha traído consigo, aparte de la pérdida de la Gracia y de la amistad de Dios, el desarreglo de las pasiones, los sufrimientos de la vida terrena y finalmente la muerte (Discursos I6, I5; 38, 4-I7). Sin embargo, no está irremediablemente perdido. Conserva su razón, que desde luego le permite elevarse del espectáculo del universo al conocimiento de su Creador; luego, su libre albedrío, que con el socorro de la Gracia puede aspirar todavía a la felicidad eterna. Pero la Gracia, don gratuito de Dios, es indispensable: de ella es de donde viene toda iniciativa en la empresa de la salvación, sin exceptuar el primer deseo de la buena voluntad humana (Discursos 37, I3).

Tal Gracia es el fruto de los méritos de Jesucristo, el Verbo encarnado, quien por su vida totalmente pura y sobre todo por su dolorosísima Pasión y muerte en la Cruz ha rescatado a la humanidad culpable, poniéndose en lugar de ella para ofrecer a la justicia divina la reparación que ésta exigía (Discursos 30, 5; 37, I).

El Bautismo es lo que aplica en el hombre la Gracia redentora, lo incorpora a Cristo y le abre la puerta del Cielo. Se debe bautizar aun a los niños, sobre todo si están en peligro de muerte. Solamente el martirio, por la asimilación que confiere al sacrificio de Cristo, podrá suplir el Bautismo (Discurso II, 28; 40, 23-26).

Jesucristo sigue estando realmente presente entre nosotros en el Sacramento de la Eucaristía; y perpetúa su inmolación del Calvario gracias al sacrificio del altar (Discursos 8, I8; 2, 95, Carta I5I).

Desde el instante de la muerte las almas justas son admitidas a la visión beatífica: los cuerpos no podrán participar de ella sino después de la resurrección.

En cuanto a los réprobos están condenados a un infierno eterno, donde las penas son por lo demás de orden moral muchísimo más que de orden físico (Discursos 40, 36; Poemas II, I).

VER MÁS

 

BIBLIOGRAFIA

A. Bénoit. S. Grégoire de Nazianze.

P. Batiffol. La littérature grecque.

Bardenhewer. Les Pères de L’Eglisc.

Tixeront. Histoire des dogmes.

M. Guignet. S. Grégoire de Nazianze, orateur et épistolier.

Boulenger. Grégoire de Nazianze, discours funèbres.

Plagnieux. S. Grégoire de Nazianze, théologien.

Fleury. S. Grégoire de Nazianze et son temps.

Puech. Histoire de la littérature grecque.

Gallay. La vic de S. Grégoire de Nazianze.

D.T.G. T. VI, col. I839-I844.