SAN BUENAVENTURA

(I22I – I274)

 

VIDA

 

Su verdadero nombre es Juan de Fidanza, que era el de su padre. Nació en Bagnorea, cerca de Vierbo, en Toscana. Se dice que el sobrenombre de Buenaventura, con el cual es universalmente conocido, se le dio a consecuencia de una curación milagrosa lograda, durante su infancia, o por el taumaturgo San Francisco de Asís en persona, o por su propia madre Ritella, que quiso expresar así su gratitud por el “feliz acontecimiento” (buona ventura).

La Orden de San Francisco estaba entonces en plena florescencia. En el Convento de los Frailes Menores de su pueblo natal fue donde el niño hizo sus primeros estudios. Pero a la edad de l7 años, en l236, ya estaba él en París y rápidamente conquistaba el título de “maestro en artes”.

Primeramente estudiaba del ideal franciscano, en el que veía una reviviscencia del Cristianismo más auténtico, también sintió por un momento la tentación muy normal de abrazar una carrera menos austera. Pero -----primera característica del sentimiento que había de dominar toda su vida-----, el solo recuerdo de la Pasión de Cristo bastó para disipar sus vacilaciones.

Novicio y estudiante, fue el discípulo de los más reputados maestros: Juan de la Rochela, Guillermo de Auvernia, y sobre todo el célebre franciscano Alejandro de Hales, a quien llamaba “maestro y padre” y de quien fue también el preferido por razón de sus dotes intelectuales extraordinarias y aún más por el transparente candor de su alma: “¡No parece sino que el pecado de Adán no lo hubiera alcanzado a él!”, decía de él su maestro.

Obtuvo el grado de Bachiller bíblico en l248. Comienza a “leer la Sagrada Escritura”, luego a comentar las Sentencias de Pedro Lombardo. Viene a ser entonces colega de Santo Tomás y contrae con él una conmovedora amistad que a despecho de ciertas divergencias de método no se debilitán jamás.

Maestro de la Universidad de París en l253, inaugura sus cursos de teología con brillantes exposiciones sobre los misterios de la Trinidad y de Cristo. Interviene luego vigorosamente en la querella suscitada pos Guillermo de Saint-Amour entre seculares y religiosos, en la que se objetaba de manera particular la presencia de las Ordenes Mendicantes en las cátedras de la Universidad.

Parecía definitivamente rota la carrera del joven profesor cuando en l257, a sus treina y seis años, fue electo Ministro General de su Orden, en substitución de Juan de Parma, que había renunciado. Otra carrera se habría ante él, en la cual no causaría menor admiración, pues la sabiduría de su administración y el prestigio de su talento y de su virtud le valieron que sus contemporáneos le otorgaran el título de “segundo fundador” de la Orden franciscana. En efecto, el relajamiento y la división comenzaban a introducirse en la milicia del Poverello de Asís. Las visitas personales del nuevo Ministro en todas las provincias y en todos los conventos reanimaron la primitiva flama. Seis capítulos generales corrigieron los abusos, sobre todo los relativos al espíritu de pobreza, y revisaron las constituciones. Se dio un nuevo impulso a la doble orientación de la Orden: la vida mística y la vida misionera, particularmente en los países del Islam. A petición de los capitulares, se decidió él a escribir la vida de San Francisco: el poner bajo los ojos de los religiosos los ejemplos concretos de su fundador y modelo ¿no era el medio eficaz de recordarles su vocación y de estimular su generosidad? Con esta finalidad, Buenaventura siguió literalmente lospasos del estigmatizado de Alvernia: quiso visitar los lugares que guardaban el recuerdo de su presencia, interrogar a los testigos que le habían sobrevivido, penetrarse él mismo de la mentalidad cuyas huellas encontraba. Por este motivo Tomás de Aquino canonizó nuy gentilmente a su amigo: “Dejemos ----dijo---- que un santo escriba la vida de otro santo”.

Bien conocido en la Corte de Francia, en la que a la sazón reinaba San Luis, luego en las capitales y las grandes ciudades de Europa, San Buenaventura era tenido en alta estima, sobre todo en Roma, por los Papas sucesivos. Unos de ellos, Clemente lV, le dio de ello una prueba insigne proponiéndole la sede episcopal de York. Pero la humildad del Hermano menor declinó tal honor (l265). Pero su humildad no le permitió sin embargo resistir a la obediencia cuando, algunos años más tarde, el Papa Gregorio X le ordenó formalmente aceptar la doble dignidad de Cardenal y de obispo de Albano (l273).

Sin embargo, este nuevo cargo era incompatible con el de Ministro general de una Orden tan importante como la de los Franciscanos, y tanto más cuanto que el Soberano Pontífice quería confiar al nuevo príncipe de la Iglesia el estudio y la presentación en el futuro Concilio de la grave cuestión del retorno de las iglesias griegas a la unidad romana. Fue en Lyon donde se celebraron, uno tras otro, el capítulo general de la Orden, en el que San Buenaventura presentó su dimisión, y el Concilio ecuménico, en el que su habilidad, su ciencia, y su prestigio se coordinaron para obtener la abjuración de los cismáticos y su reconocimiento del Primado de la Sede de San Pedro.

Fue también en Lyon donde al día siguiente de este feliz éxito caía mortalmente enfermo el Santo Doctor y expiraba unos días más tarde a la edad de cincuenta y tres años (l4 de julio de l274).

Su elogio fúnebre fue pronunciado por el Dominico Pedro de Tarentaise, el futuro Papa Inocencio V. Y ----hecho sin precedente en los alales eclesiásticos---- el Papa ordenó a todos los obispos y sacerdotes de la cristiandad el celebrar una misa por el descanso de su alma.

Canonizado en l482 por el Papa Sixto lV, San Buenaventura fue proclamado Doctor de la Iglesia un siglo más tarde por Sixto V (l587).

 

OBRAS

 

Una primera edición de los escritos de San Buenaventura hecha en el Vaticano a fines del siglo XVl, por órdenes de Sixto V, constaba de 94 obras de importancia desigual.

El “lector de la Sagrada Escritura” comentó el libro del Eclesiastés, el libro de la Sabiduría, luego los evangelios de San Lucas y San Juan. Varía en todo esto el modo según que el autor ora anote sus meditaciones personales, ora haga la exégesis de los textos ante sus alimnos, ora, en fin, se proponga proporcionar temas escriturarios a los predicadores. Sin buscar precisamente la originalidad, se abreva abundantemente en los Padres: en San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín, San Gregorio, San Juan Crisóstomo, San Beda el Venerable, San Bernardo y aun en Hugo de Saint Víctor. Y por reglageneral prefiere sobre todo la exposición del sentido literal, al grado de manifestar una reserva vecina de la desconfianza respecto del sentido alegórico o místico: “Quien desdeñe la letra de la Sagrada Escritura no llegará jamás a comprender su significación espiritual. . . Que tenga cuidado el comentarista: no se debe buscar a todo trance la alegoría, ni explicarlo todo de manera mística” (Breviloquio, prólogo, 9).

¿Es también una obra exegética el conjunto de las veintitrés conferencias sobre el examerón? Más que una explicación del texto del Génesis, San Buenaventura quiere, a propósito de la obra de los seis días descrita por la Biblia, poner en guardia a sus alumnos contra ciertas tesis seudocientíficas sobre el origen del mundo y de la humanidad, sostenidas por algunos maestros de Artes en la Universidad.

En aquella época todo profesor de teología comenzaba por explicar las “Sentencias de Pedro Lombardo”, y solía contentarse con ello.

San Buenaventura siguió la división del Maestro. Cuatro libros: l ) el conociemiento de Dios; 2 ) la creación, la caida del ángel y del hombre; 3 ) la Encarnación de la Redención; 4 ) los Sacramentos y las postrimerías. Pero aquí no había sino un marco. Verdadero comentarista y no simple repetidor, el profesor sabe agrupar alrededor de estas cuestiones anejas que trata a su manera y marca con su sello. Cada cuestión es seguida de una o de varias “dudas”, que dan lugar a nuevas pruebas y a la solución de las objeciones. Luego, sus otras obras, en particular el “Breviloquio” y las “Cuestiones Disputadas” proporcionan precisiones y nuevos desenvolvimientos a la enseñanza esbozada en el Comentario inicial.

“Mi intención, decía él, no es contradecir las opiniones nuevas, sino reproducir las más comunes y las más autorizadas” (lV, Sent. l l ). Las opiniones nuevas provenían a la razón de la introducción de la filosofía aristotélica en el estudio de la teología por San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino, mientras que las opiniones comunes eran las de San Agustín, apoyadas por la filosofía platónica. Sin excluir totalmente a Aristóteles, en el cual reconocía “a uno de los más eminentes estre los filósofos”, prefiere, tanto por afinidad de espíritu como por convicción, las ideas y el método del obispo de Hipona: “Entre los filósofos, Platón recibió el lenguaje de la sabiduría, Aristóteles el de la ciencia. El primero consideraba principalmente las razones superiores, el segundo las razones inferiores. Pero lo mismo el lenguaje de la razón que el de la ciencia se le dieron por el Espíritu Santo a San Agustín como a principal comentarista de toda la Escritura” (Sermón sobre Cristo maestro de todo). Y así, en el problema de la creación, por ejemplo, sostiene las tesis agustinianas de las “razones seminales”, de la pluralidad de las formas substanciales, etc.

Para él, Cristo es la fuente de todo saber, y su Iglesia es a la vez guardiana y dispensadora de ese tesoro. Así es que el pensamiento cristiano no tiene que pedirle prestado nada ni a los árabes, ni a los griegos, ni a ninguna escuela pagana.

¿No es Cristo mediador universal en el orden de la ciencia tanto como en el del ser, el de la gracia y el de la gloria? El Verbo de Dios es el supremo ejemplar: de El deriva toda existenci, toda actividad, toda luz.

El tono perentorio de tales declaraciones, junto al de sus conferencias sobre las “Iluminaciones de la Iglesia”, en las que, dócil a las directivas de la Santa Sede, repudia el aristotelismo, doctrina y método, dejaría ver en San Buenaventura un enemigo irreductible de toda filosofía profana. El conjunto de sus obras revela que él no temía y proscribía sino sus peligros, sus ingerencias abusivas y que para poner en guardia a sus discípulos cuidaba de señalar sus lenguas. A la “ceguera” del Filósofo oponia la ciencia universal del Verbo Divino. Por ejemplo, ¿los jóvenes estudiantes se desconcertaban al oír que Aristóteles enseñaba la eternidad del mundo? Pero ¿qué podía valer esta teoría y cómo podía conciliarse con el relato tan claro de la creación en la Biblia? (Hexamerón, XVll ).

Aunque la ciencia y la filosofía no son despreciables, como tampoco ningún elemento de la naturaleza humana, son sin embargo gravemente indigentes, como esta naturaleza misma en su conjunto; tienen una urgente necesidad de que las complete la Revelación. “Aislada e independiente, la filosofía lleva fatalmente al error; así es que no se concibe sino subordinada a la teología” (Breviloquio, prol.). “La ciencia precede de la Fe y la prepara dándole a la inteligencia natural nociones tales como la existencia de Dios; . . . pero de discernir a la Divinidad misma, de saber cómo se armonizan en Dios la unidad de naturaleza y la pluralidad de las personas, la ciencia es incapaz, a menos de ser esclarecida por la FE” (lV Sent., l l l, 25-26).

Por lo cual, aunque espiga en los filósofos algunas ideas o modos dialécticos, no cera de dominarlos, de juzgarlos. Admira los sublimes vuelos de Platón, pero le reprocha el hacer remotar todo conocimiento y toda rectitud a un mundo puramente inteligible o ideal; critica a Aristóteles por su realismo demasiado vulgar, pero le aprueba el hacer partir el conocimiento humano de la experiencia sensible (lV Sent., ll, 39).

Por lo demás, aunque su humildad le arranque la confesión de que no es él sino un “simple compilador” (lV Sent., ll, prol.), protesta también que “la fidelidad a un maestro, cualquiera que sea, jamás debe ser con perjuicio de la verdad. . . y por venerable que sea una tradición no se tiene el derecho de presentarla como cierta si aparece dudosa” (ll Sent., ll, 30). Para él opinión más común era sinónimo de opinión mássegura: por lo cual se aliaba con ella ordinariamente, a condicion sin embargo de que estuviese sólidamente establecida. La mejor prueba de su independencia de espíritu es que en las Sentencias de Pedro Lombardo que tenía que explicar, no temía reprobar hasta quince.

En cuanto a las cuestiones que seguían siendo dudosas, se contentaba con exponer los pareceres de los principales maestros, con señalar su desacuerdo, pero sin tomar partido y sin tratar de ponerle punto final al debate. De aquí la impresión de vaguedad que dejan algunas de sus exposiciones; pero en cambio da la impresión de prudencia y moderación, además de la serenidad del tono. Avido únicamente de la verdad, pero sin pretensión de pertenecerle en propiedad, se mostraba respetuoso de las ideas ajenas: en las dudas, libertad; y ante todo caridad.

En cuanto a él mismo, entre las opiniones libres, da la preferencia a las que le parecen más propias para fomentar la piedad, o sea, las que obran más eficazmente en el corazón y en la voluntad; porque uno de los rasgos distintivos del pensamiento de San Buenaventura es que la “voluntad es la facultad más noble del ser racional” (lV Sent. Lll, l7). Y esto es lo que da a su teología un carácter más afectivo que intelectual, hasta llevarlo a veces a ciertas exageraciones que se rozan con la inexactitud.

Por ejemplo, cuando expone los motivos de la Encarnación y de la Redenció, concede la prioridad a un motivo real pero solamente secundario: a saber, el perfeccionamiento de la creatura humana y el ejemplo que la perfección del Verbo Encarnado da al resto de los hombres (lV Sent. Lll, 3). Por temor a conocer a creaturas una prerrogativa que Lll, 3). Por temor a conocer a creaturas una prerrogativa que él cree se le debe reservar a Dios, se niega a reconocer en los ángeles espíritus completamente inmateriales. (lV Sent. Ll, 3). Y, hablando de la eterna bienaventuranza, la hace consistir, lógicamente con su sistema, en la voluntad que se adhiere a Dios más que en la inteligencia que goza de su contemplación (lV Sent., lll, l7).

San Buenaventura parece temer que el conocimiento de Dios, aun al cabo de una teología muy profundizada, se quede en una pura especulación. Y en esto no se equivoca: “¡Mal haya la ciencia que no sea para amar!” (Reduccion de las artes a la teología, 26). Así es que pone énfasis en los aspectos del conocimiento más aptos para suscitar el amor, para hacer que “la Fe viva por la Caridad”. “Se esfuerza por hacer que la iluminación de la inteligencia sirva para la piedad y la devoción del corazón” (Juan Gersón, Examen de doctrinas, l).

El Breviloquio es, como su nombre lo indica, un resumen. Lo que el “Comentario sobre las Sentencias” expone en cuatro mil páginas, el Breviloquio lo condensa en un centenar, en un orden casi idéntico. Conforme a su mérito, heredado de San Agustín y con la impronta de neo-platonismo, el autor nos da de cierta manera un manual completo, aunque abreviado, de teología, dividido en siete partes: l) Dios, su naturaleza, sus atributos, la Trinidad; 2) la creación, los espíritus, la materia, el hombre; 3) el pecado, el original y el actual; 4) la Encarnación y la Redención, motivos y circunstancias; 5) la Gracia, su origen, su naturaleza, sus efectos; 6) los Sacramentos, su institución, su administración, su eficacia; 7) las postrimerías, estado de las almas separadas, resurrección, juicio.

Las “Cuestiones disputadas” son tratados particulares, dogmáticos o morales, indudablemente curso de teología dados por el Doctor Seráfico. Siete de ellas conciernen a la ciencia de Cistro; ocho, al misterio de la Trinidad, notables por un carácter más original. Planteada la existencia de Dios como una verdad primera, evidente, que no acepta ninguna duda, el misterio de la Trinidad, verdad de Fe, proporciona un conocimiento real de ese Dios; porque, lejos de negar en algo sus perfecciones tales como la unidad, la infinitud, la Trinidad de las personas, se presenta, por los atributos divinos, como la verdadera florescencia de la vida divina. Las otras cuatro cuestiones tratan de la “perfección evangélica y especialmente de la virtudes de humildad, de pobreza, de castidad y de obediencia: cuestiones que se dicutían de hecho en el libelo de Guillermo de Saint-Amour”, Los pelogros de los últimos tiempos, virulento ataque contra las Ordenes en sus cursos, San Buenaventura fija por escrito su argumentación, la cual, llevada a Roma, contribuyó eficazmente a la defensa de las religiones incriminadas.

“El Itinerario del alma de Dios” es una obra a la vez filosófica, teológica y mística. Adoptando el método inverso al que había seguido en el Breviloquio, el autor traza esta vez el camino por el cual el alma se eleva gradualmente, a partir de las creaturas, hasta el conocimiento del Creador y llega finalmente a la unión íntima con Dios.

El libro comprende siete capítulos: l) el conocimiento de Dios por medio de sus vestigios en el universo; 2) el conocimiento de Dios en esos mismos vestigios; 3) el conocimiento de Dios por su impronta en las potencias de la naturaleza; 4) el conocimiento de Dios en su imagen restaurada por los dones gratuitos (el alma humana); 5) el conocimiento de la unidad de Dios por su aspecto primordial, el Ser; 6) el conocimiento de la Santísima Trinidad en Dios por el aspecto del Bien; 7) del transporte mental y místico en el que, quedando la inteligencia en reposo, el amor se ejercita totalmente en Dios. Salta a la vista que “esta es una de las más bellas consagraciones de las facultades humanas que haya podido hacerle a Dios la filosofía” (A. de Margerie, Essai sur la philosophie de S. Bonaventure).

Esas sucesivas fases en la ascensión a Dios pueden reducirse en suma a tres grandes etapas: a) adivinar al Creador gracias a las huellas que El ha dejado en el universo; b) reconocer a Dios en su imagen más perfecta, el alma humana; c) entregarse a Dios con miras a una pertenencia y a una semejanza perfectas. Los medios que recorre este itinerario están tomados de dos filosofías, la aristotélica y la platónica: por una parte, el esfuerzo de abstracción, que del conocimiento sensible desprende la idea, y del efecto la causa; por otra parte, la iluminación gracias a la cual los rayos del pensamiento divino iluminan la inteligencia humana. “Por lo tanto, abre los ojos, apresta el oído, desliga tus labios y aplica tu corazón, a fin de ver a tu Dios en todas las creaturas, de oírlo, alabarlo, amarlo, rendirle homenaje, proclamar su grandeza, si no quieres que el universo se levante contra ti”. Pero la condición sine qua non del arranque es la humildad. En lugar de enorgullecerse del poder de la razón, que el espíritu humano se incline ante el poder del Creador si quiere comprender algo en su obra, y sobre todo descubrirlo a El mismo a través de los misterios de su Providencia. He aquí la base de la verdadera sabiduría. Por lo cual “la viejecilla que barre el atrio de la Iglesia es quizá más sabia que el sabio que se agota sobre sus libros, porque siendo ella más humilde, es más accesible a las luces de la Fe”. Y a todo lo largo de este itinerario, los sostenes indispensables son el recuerdo amoroso de los grandes misterios de la Encarnación y de la Redención, la devoción a la Sagrada Eucaristía, al Sagrado Corazón de Jesús y a la Santísima virgen María, con la sumisión a la autoridad de la Iglesia y la caridad para con el prójimo.

“La reducción de las artes a la teología” expresa una idea dominante de San Buenaventura: toda luz del espíritu humano y todo estudio, cualquiera que sea su objeto inmediato, debe converger en el conocimiento de Dios. Las seis grandes luces de la presente vida -----la de la Revelación y la del conocimiento sensible, la de la mecánica tanto como la de la razón, la de la filosofía junto con la de moral----- deben desembocar en la luz de la gloria.

Nueve Conferencias sobre los “Dones del Espíritu Santo”, siete sobre los “Mandamientos”, etc. . . En total, un centenar de conferencias, cerca de quinientos sermones, en que la flama oratoria no es inferior a la densidad de la doctrina ni al poder de la argumentación, completan la obra teológica de San Buenaventura.

El Doctor Seráfico se halla más a sus anchas todavía, si es posible, en la teología mística. “Después de haber alcanzado la cumbre de la especulación, escribe sobre teología mística con tal perfección que los más competentes lo tienen por príncipe de los místicos” (León Xlll).

El “Tratado de la Triple Vía” justifica su título porque aquí propone el autor tres medios preogresivos para conducir al alma a la conquista de la verdadera Sabiduría y a la unión íntima con Dios: la meditación, la oración y la contemplación.

El Soliloquio es una serie de meditaciones en las que el alma habla consigo misma. En diversas materias, tales como los efectos del pecado, la vanidad de los bienes terrenos, la muerte, el juicio, el infierno, el cielo el alma se plantea cuestiones y halla las respuestas apropiadas en la Sagrada Escritura o en los textos de los Padres.

El Arbol de la Vida o Arbol de la Cruz es un conjunto de cuarenta y ocho meditaciones sobre la vida y la muerte del divino Salvador. Viene luego el Oficio de la Pasión del Señor, en el que se dice que la vida contemplativa se realiza por el ardiente amor del Divino Crucificado.

Cinco Fiestas del Niño Jesús son meditaciones sobre los episodios evangélicos de la infancia de Cristo, con una interpretación alegórica o mística de los hechos para enseñar cómo el alma cristiana puede, a su manera, concebir, dar a luz, nombrar, adorar, busca, y ofrecer espiritualmente al Hijo de Dios.

En La Viña Mística se desenvuelve la comparación empleada por Jesús mismo. San Buenaventura le aplica al sentido espiritual las propiedades, las exigencias y los frutos de la viña material.

Especialmente a religiosos y religiosas destinó La Preparación para la Misa, La Perfección de la Vida, El Régimen del alma. Y para uso de Superiores Las Seis del Serafín: seis alas que nos osn sino las virtudes indispensables en el ejercicio de la autoridad: el celo de la Justicia, la piedad, la paciencia, una vida ejemplar, una discreción inteligente y el sacrificio por la causa de Dios.

La campaña llevada por Guillermo de Saint-Amour y Gerardo de Abbeville contra las Ordenes Mendicantes obligó a San Buenaventura a presentarse, contra el gusto personal en la arena de la polémica. Para defender a los religiosos atacados, y especialmente a los Franciscanos, cuyo Ministro General era él, escribió varios opúsculos: Apología de los Pobres, Precisiones sobre la Regla de los Hermanos Menores, Apología contra los adversarios de los Hermanos menores.

Pero su cargo hacía de él un legislador. Aparte de sus exhortaciones al cumplimiento de la regla, en varias ocasiones tuvo que explicar puntos de ella, y hacer aquí y allá modificaciones de detalle. Así redactó las Constituciones generales del Capítulo de Narbona, luego un Reglamento particular para los Novicios, varias Cartas circulares, de las cuales una contiene “Veinticinco puntos que se deben observar” y otra tanta de “la Imitación de Cristo”. En fin, las mismas circunstancias hicieron de és un historiador, puesto que lo llevaron a escribir la Leyenda de San Francisco. Leyenda en el sentido medieval: no es relato fabuloso, sino “algo que se debe leer”. Tal es, ciertamente, en efecto, la intención del autor: quiere que los cristianos y sobre todo sus religiosos se vean obligados a leer una vida edificante. Así es que escribió una Hagiografía, una vida de santo, y no una biografía, relato histórico de la vida: el santo es lo que él quiere poner de relieve, aun dejando enla sombra muchos rasgos que no conciernen sino al hombre. Así presentado, el Poverello de Asís viene a ser un ideal viviente de perfecciín cristiana, el ejemplo concreto de la búsqueda de Dios en sus creaturas y del alma íntegramente entregada al amor.

“San Buenaventura ha dejado a la posteridad monumentos de su espíritu verdaderamente divino, en los que con una gran abundancia de excelentes argumentos, con orden y método, con claridad y lucidez se exponen cuestiones dificilísimas y envueltas en gran oscuridad; monumentos en que brilla con esplendor la verdad de la Fe católica, en que se destruyen los perniciosos errores y las herejías; los espíritus de los fieles se inflaman maravillosamente del amor de Dios y del deseo de la patria celestial. En efecto, lo que hay de notable y de particular en Buenaventura es que no contento con distinguirse por la sutileza de la discusión, la facilidad en la enseñanza, la sagacidad en las definiciones, sobresale en tocar las almas por una virtud completamente divina, porque en sus escritos junta a un saber inmenso el ardor de una piedad fervorosa que mueve al lector al mismo tiempo que lo instruye, penetra en los más profundos repliegues del alma, hiere el corazón con dardos seráficos y los llena con una maravillosa dulzura de devoción” (Sixto V, Bula Triumphantis Jerusalem).

Todavía mejor que este elogio de estilo redundante, la actitud de los Soberanos Pontífices en el curso de los siglos muestra la autoridad de que goza el Doctor Seráfico en la Iglesia. Su influencia directa fue considerable en el Concilio de Lyon, en l274; su doctrina fue invocada en el Concilio de Viena de l3ll, en los de Constanza (l4l4-l4l7), de Basilea (l43l). de Florencia (;438), de Letrán (l5l2), y luego en muchas sesiones del Concilio de Trento y también en el último Concilio del Vaticano.

El mismo Papa Sixto V, en aquel mismo documento, en términos exquisitos tomados de la liturgia de la fiesta de San Pedro y San Pablo, asociaban a San Buenaventura con Santo Tomás de Aquino, “los dos Olivos y los dos brillantes Candelabros de la Casa del Señor. . . Porque, agregaba él, entre ellos hay una unión perfecta, una maravillosa semejanza de virtud, de santidad y de méritos. . . La teología escolaástica ha sido ilustradapor el prodigioso genio, la aplicación constante y los inmensos trabajos de estos dos doctores, el angélico Santo Tomáas y el seráfico San Buenaventura”.

Tales palabras deberían bastar para hacer a un lado las alusiones que tienen a hacer de los dos colaboradores y amigos, rivales. Aunque fueron diferentes por el giro mental y por los méritos , así como por la vocaión y el género de vida, eso no fue para oponerse sino para completarse. . . : “Toda la obra de San Buenaventura está dominada por la misma voluntad, única, de tender hacia Dios, de conducir hacia El a las almas; el esfuerzo intelectual no tiene en él sentido sino ordenado a la Fe y al amor. Por lo cual, ante Santo Tomás, convencido de que la demostración de las verdades de la Fe bastaba, San Buenaventura se diferencia. El, por su parte, recurre más a los caminos del Espíritu Santo y de la Gracia. El no admite que la sola razón pueda llevar a Dios: toda filosofía debe estar subordinada a las nociones sobrenaturales que iluminan la esperanza humana y que no son sino la Fe y la Sabiduría de Dios. En todas las cosas se debe reconocer la esencia de la Divinidad, su signo, su unidad. Así su teología y su filosofía, extremadamente ligadas, son místicas, inspiradas por la pasión sobrenatural de Dios. Por eso él es claramente heredero de San Agustín, su maestro preferido, de San Anselmo y de San Bernardo. Pero de ninguna manera se prohibe a sí mismo el hacer que sirva para sus demostraciones cuando pueda serles útil: toma argumentos de Aristóteles; y aunque no pone la razón en el primer plano, entiende perfectamente que iluminada por la Gracia la razón trabaja por llevar al hombre hacia su objetivo supremo. Precisamente porque las cosas son signos de Dios, se debe conocerlas bien. Así, de este conjunto coherente y sutil surge una teoría del conocimiento, una doctrina metafísica, una regla de vida, todo unido en un solo ómpetu que tomando al hombre al yaz de la tierra lo eleva hasta los empíreos de la Gracia. La mística especulativa halló en San Buenaventura su punto de cumplimiento: después deél nadie lo ha excedido” (Daniel Rops, L’Eglise de la Cathédrale et de la Croisade, p. 4l2).

Y si se necesita de una autoridad suprema para subrayar el acuerdo de los dos santos Doctores y el carácter complementario de sus doctrinas y de sus métodos, he aquí la del Papa León Xlll: “No hay la menor duda de que los católicos y en particular los jóvenes, esperanza de la Iglesia, que se consagran al estudio de la filosofía y de la teología según la doctrina de Santo Tomás de Aquino, encontrarán un gran provecho en estudias igualmente las obras de San Buenaventura, arsenal en que tomarán armas invencibles para hacer frente a los salvajes asaltados de los enemigos de la Iglesia y de la sociedad humana" (”arta al Ministro General de los Hermanos Menores, l3 de dic. De l885).