LA FILOSOFÍA DE SAN BUENAVENTURA

Etienne Gilson

LAS IDEAS Y La CIENCIA DIVINA

La decisión inicial por la que una filosofía como la de San Buenaventura se coloca entre la fe y la teología, delimita rigurosamente el campo de investigaciones que le es accesible. En una doctrina como la de San Alberto Magno o de Santo Tomás, el teólogo puede legítimamente, y hasta debe efectuar una selección de los problemas filosóficos cuya solución venga a incorporarse al edificio que él construye; pero dicha elección ha de efectuarla a título de teólogo. Si razona como filósofo todos los problemas le parecerán legítimos e interesantes, por lo menos en la medida en que satisfagan las exigencias de su razón. Con San Buenaventura ocurre todo lo contrario: una vez sentada su definición, la filosofía no puede perder de vista los tesoros de las verdades garantizadas por una autoridad divina y guardadas en el depósito de la fe; se encuentra por tanto orientada desde sus primeros pasos en una dirección que ya conoce, que acepta declaradamente, y hacia la cual se dirige deliberadamente. La verdadera filosofía se distinguirá, pues, de las otras precisamente por cuanto sabe evitar la vana curiosidad que se propone a sí misma como fin y se pierde en los pormenores infinitos de los hechos. Y este es el objeto a que tiende en definitiva el privilegio de que goza la filosofía cristiana de efectuar la sistematización total del saber humano. Quien se entrega al conocimiento de las cosas por ellas mismas, se dispersa irremediablemente en la multiplicidad de la experiencia. Es preciso pues que hagamos nosotros la selección de problemas, y desde un punto de vista exterior a las cosas; será la teología quien haga dicha selección. Hay tres problemas metafísicos, y no debe haber más de tres: la creación, el ejemplarismo y el retorno a Dios por modo de iluminación. En esto está toda la metafísica, y el filósofo que los haya resuelto será por ello mismo un gran metafísico.

Delimitadas de esta forma las fronteras de la filosofía cristiana, podemos señalar ya su centro: porque si es verdad que estos tres sean los solos problemas verdaderamente filosóficos, uno de ellos lo es eminentemente, tanto que se le puede considerar como el problema metafísico por excelencia. Sea Dios mirado como causa eficiente, o ejemplar o final de las cosas, siempre será El mismo el objeto último de nuestro estudio. El metafísico partirá, pues, de las cosas particulares, y en sus principios constitutivos se fundará para elevarse hasta la sustancia universal e increada, hasta el Ser que es principio de todas las cosas, el medio y el fin. Sin embargo una cosa habrá que el metafísico no sabrá realizar, y es descubrir cuál sea la naturaleza propia de esta causa primera; será incapaz de elevarse por solos los recursos de la razón natural hasta el conocimiento del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y no podrá por lo mismo elegir la Trinidad como centro de perspectiva, debiendo por tanto ceder su puesto al teólogo. Lo mismo ha de ocurrirnos si estudiamos el problema de la causa eficiente de las cosas, porque tampoco en él el metafísico se encuentra amo único de un terreno que le pertenezca a sólo él; el físico persigue como él el estudio de las causas, y puede como él también elevarse hasta el conocimiento de la existencia de Dios. Y lo mismo cuando el metafísico suba hasta el conocimiento de Dios como fin último de las cosas todas, porque en este nuevo terreno el metafísico se encuentra con el moralista, que persigue también por caminos peculiares suyos, la determinación de un soberano bien y un último fin. Pero el caso es distinto cuando el filósofo se eleva hasta Dios considerado como causa ejemplar de todas las cosas; entonces efectivamente es sólo en perseguir aquel fin, se establece en un dominio que le es exclusivo, es un verdadero metafísico; el ejemplarismo es el corazón mismo de la metafísica: ut considerat illud esse in ratione omnia exemplantis, cum nullo communicat et verus est metaphysicus .

Ahora bien, es un hecho bien notable el que en este punto central de la metafísica esté totalmente ausente Aristóteles; es más, se ha excluido voluntariamente. Entregado a las ciencias de las cosas consideradas en sí mismas, este hombre extraordinario en quien se encarna la razón natural en su estado puro, no puede obrar de otra manera, tiene que negar las ideas. Y así le vemos combatir con todas sus energías una verdad que ni siquiera debía tomarse la molestia de descubrir, pues ya su maestro Platón la había descubierto. Empero necesariamente ha de suceder que o bien las cosas subsistan por sí mismas, y sean para nosotros simples objetos de curiosidad, y en ese caso no tienen por qué depender de la realidad trascendente de las ideas, o bien que el ejemplarismo sea la verdad, y entonces las cosas tomadas en sí mismas no pueden constituir el término de nuestros conocimientos. Sabe bien Aristóteles que entre Platón y él se ha entablado una lucha a muerte; él persigue el ejemplarismo con sus sarcasmos y su odio: execratur ideas Platonis; por esto precisamente la idea central de la metafísica es en el aristotelismo el lugar de más densas tinieblas: del ejemplarismo nace toda luz, y su negación origina toda oscuridad.

Pero no sería suficiente decir que la filosofía puramente natural del hombre "que mirara siempre hacia abajo" implicaría necesariamente el desconocimiento de las ideas, es preciso también añadir que la razón humana, aun la bien dirigida hacia lo alto, como lo estaba la de Platón, puede muy bien percibir la verdad del ejemplarismo, pero no descubrir su raíz oculta, ni escrutar su profundidad. Para concebir cómo de un solo y mismo Dios, causa de todas las cosas, que siempre permanece idéntico a sí mismo, ha podido proceder libremente la multiplicidad de creaturas, es preciso seguir un camino cuya entrada, la razón natural, dejada a sus propias fuerzas, nunca podrá descubrir, ni trasponer una puerta que es la doctrina del Verbo increado. Sólo partiendo de ahí descubre el entendimiento, cima donde se ordena naturalmente la verdad de las cosas; empero quien no conoce la puerta no puede entrar, y si los filósofos consideran tan frecuentemente las verdades supremas como contradictorias e imposibles, es sencillamente porque esta puerta está cerrada para ellos. Una vez más venimos a comprobar que a la filosofía le trae cuenta alumbrarse con las luces de la revelación, ya que solamente por ella obtendrá la conciencia clara de su propia verdad.

Dios es espíritu puro y la verdad soberana. Ni siquiera podríamos ponerlo en duda, pues las pruebas mas inmediatas de su existencia nos lo han demostrado como el inteligible supremo y como la Verdad primera. Ahora bien, un ser cuya esencia misma es conocer, y cuya sustancia es totalmente inteligible, por ser espíritu puro, no puede menos de conocerse a sí mismo. Y, pues es a la vez todo entendimiento y todo inteligible, se conoce íntegramente, comprendiendo a la vez y en un solo acto, todo cuanto es. Esforcémonos ahora por concebir qué relación puede señalarse entre un tal sujeto que conoce y el acto por el cual él se conoce a sí mismo. Cuando aprehendemos un objeto exterior, el conocimiento que de él tenemos se añade en cierta manera a nuestro pensamiento para enriquecerlo y completarlo; empero cuando Dios se conoce, el acto por el cual él se conoce es idéntico al sujeto cognoscente, puesto que la esencia divina es precisamente conocer, y es además idéntico al objeto conocido, ya que este acto aprehende totalmente el objeto. Se origina, pues, de este caso único una relación a la que ninguna otra se puede comparar: un sujeto que piensa y se refleja de alguna manera, pero íntegra y adecuadamente, en el acto por el cual se piensa. El conocimiento que de sí mismo tiene puede recibir legítimamente el nombre de semejanza, pues lo representa tal como es, pero esta semejanza es de un tipo único, ya que de hecho es idéntica a su modelo. A diferencia de las demás semejanzas que nos da la experiencia cotidiana, ésta no se distingue absolutamente en nada del sujeto que reproduce e imita; en nada, salvo que la presenta a sí misma, y en cierta manera la pone ante sí; semejanza adecuada por cuanto es la totalidad de lo que representa, pero sólo semejanza, pues nace de Dios, de Él saca su contenido, y de Él se distingue en cuanto que Él es posible y necesario, para constituir otro Él. Esta semejanza, así llevada hasta el extremo límite, más allá del cual sólo sería identidad, es por tanto la esencia misma de la similitud, la semejanza en sí misma, aquello cuya naturaleza toda consiste en asemejarse; respecto de Dios, es Dios; tomando de Él su origen, expresa todo lo que Él es, sabe y puede: es el VERBO.

Y éste es también el punto de partida, o más exactamente el centro de perspectiva del verdadero metafísico. El Padre ha engendrado desde toda la eternidad un Hijo que le es semejante; se ha expresado al concebirse, y como se conocía perfectamente, se ha expresado íntegramente. Ahora bien, lo que Dios es no consiste en la actualidad perfecta de su ser, es también todo aquello que Dios quiere hacer, y todo aquello que Dios puede hacer, aunque jamás llegue a realizarlo; el acto por el cual Dios se piensa, se conoce y se expresa, no sería por tanto una imagen íntegra de sí mismo si no representase, al mismo tiempo que el ser infinito de Dios, todos los posibles que en él se encuentran aun virtualmente contenidos. Pero al mismo tiempo se ve también que el Verbo contiene necesariamente los arquetipos de todas las imitaciones posibles de Dios, sea cual fuere su grado de perfección. Por lo mismo, que las cosas posibles sólo deben su posibilidad al ser infinito que las producirá, sus ideas se han de encontrar inevitablemente incluidas en la representación perfecta que Dios se da a sí mismo. Se concluye de aquí que el Verbo es el modelo de las cosas, al mismo tiempo que la expresión de Dios, y si le comparamos a la concepción que el artista se forma de sus obras futuras, podremos decir que el Verbo es el arte del Padre, y el medio de que Él se vale para producir todas las cosas. Pero si el Verbo ofrece a la elección del Padre una multitud infinita de seres posibles, debe constituir también la fuente primera de nuestro conocimiento. Los principios del ser son en efecto los principios del conocer, y nada que sin Él haya podido ser, podrá sin ti ser conocido. Cristo se halla pues en el centro de todo: Dios, semejanza perfecta de Dios, lugar de los arquetipos de todas las semejanzas parciales de Dios, es a la vez el señor que manda en lo más alto de los cielos, y habla al interior de nuestras almas, el origen de nuestra ciencia, de las cosas que conocemos y de los modelos que ellas reproducen.

Si hemos de remontarnos hasta el Verbo para alcanzar la fuente misma de las ideas, el conocimiento de este hecho capital debe dominar hasta en los ínfimos pormenores el modo según el cual nos las hemos de representar. Sabiendo que su ser se halla incluido en el acto mismo que el Verbo realiza, estamos en el derecho de suponer que participan en la esencia misma del acto que les da el ser, y por lo mismo, de formular sobre su naturaleza una hipótesis bien fundada. Recuérdense en efecto las metáforas expresivas por las que la Escritura y los teólogos designan la relación eterna entre el Hijo y el Padre: el Verbo es engendrado, expresado, dicho, comparaciones todas que suponen que una palabra ha sido pronunciada desde toda la eternidad por el Padre; ninguna de ellas pretende expresar totalmente el acto misterioso que significa, pero insisten en que entre todas ellas hay algo de común y este punto oculto al que dirigen nuestro pensamiento es precisamente la fuente de la primera de las ideas.

¿Qué es en efecto lo que decimos con el término "palabra" o "verbo" que aquí aplicamos a Dios? En nuestra experiencia humana una palabra, o un verbo, es esencialmente algo que se dice, y decir es lo mismo que hablar. Y en el origen de toda palabra hay siempre un acto de conocimiento. Si pues queremos explicar completamente la naturaleza del verbo o palabra, es preciso ante todo poner una inteligencia y un acto de conocimiento. Esta inteligencia, al conocer, engendra, o como decimos en el lenguaje ordinario, "concibe" la representación de su objeto, y en esto consiste su misma esencia de naturaleza inteligente. Es fecunda y generatriz por lo que tiene de primitivo en sí misma y, podemos sin dificultad comprobarlo, en que antes de todo acto de conocimiento, sólo existen, una frente al otro, la inteligencia y su objeto, mientras que después están la inteligencia, el objeto v además el concepto de este objeto.

Tratemos ahora de definir la imagen así concebida. Es esencialmente una semejanza, una especie de copia formada por la inteligencia a imitación del objeto que conoce, y que viene a constituir como su "doble". Este carácter de semejanza es tan rigurosamente inseparable del conocimiento como lo es el de su fecundidad. Todo conocimiento es, en el sentido riguroso del término, una asimilación. El acto por el que una inteligencia se apodera de un objeto para aprehender su naturaleza supone que esta inteligencia se hace semejante a este objeto, reviste por un momento su forma, y por cuanto puede en cierto modo hacerse todo, puede también conocerlo todo. Es, pues, evidente que si todo acto de conocimiento engendra algo, este algo sólo puede ser una semejanza. Contrastemos ahora estos dos caracteres del pensamiento; es una semejanza concebida o expresada por una inteligencia, y en esto es precisamente en lo que el Verbo consiste.

Poco importa en efecto, que la inteligencia en cuestión se conozca a sí misma o conozca otro objeto distinto, como tampoco importa que exprese su concepción exterior o interiormente; ni' su naturaleza propia ni la del Verbo se alteran por eso. Cuando el entendimiento se conoce a sí mismo, engendra una imagen de lo que él es; cuando conoce otro objeto distinto de sí, engendra una semejanza del objeto; y en uno y otro caso, esta semejanza expresada por el pensamiento constituye el verbo, la palabra dirigida por la inteligencia a otras inteligencias, sin hacer otra cosa que transformar el verbo ya concebido interiormente en un verbo exteriormente expresado. Y esto que la experiencia nos permite comprobar en nosotros mismos es la imagen de lo que ocurre en Dios. Y debe ser así si, como más tarde veremos, nuestro conocimiento no es sino una humilde participación de la fecundidad divina. Dios puede ante todo pensarse, y, al conocerse, expresa en sí, por un acto del todo interior, al Hijo o Verbo eterno, que resulta ser la semejanza del Padre, porque proviene precisamente de un acto de conocimiento. Empero una vez proferido interiormente este Verbo, Dios puede expresar al exterior una nueva semejanza del mismo por medio de signos que la manifiesten, y estos signos externos no serán otros que las creaturas, verbos o palabras que exteriorizan los arquetipos eternamente concebidos por el pensamiento de Dios.

De esta forma, desde un extremo al otro de este proceso por el que las ideas expresan a Dios, y las cosas a su vez, a las ideas, no encontramos sino imágenes de fecundidad y de generación; y esto es lo que da su carácter distintivo a la teoría de las ideas tal como la concibe San Buenaventura. El término propio que designa en esta doctrina la semejanza engendrada por un acto de conocimiento es el de expresión. Y bajo este término que San Buenaventura usa de continuo, representa siempre el acto generador que nosotros designamos exactamente por el de concepción, aunque su uso haya atenuado su fuerza primitiva. Y como el fruto de un pensamiento no puede ser sino una semejanza, la expresión debe ser una semejanza puesta y engendrada más bien que comprobada. La relación, pues, de la idea con la sustancia divina, considerada en su origen metafísico, se confundirá con la relación del Hijo para con el Padre. Al concebir y engendrar desde toda la eternidad por el acto en que El se piensa a sí mismo, cuanto puede y quiere manifestar de su propio pensamiento hacia fuera, Dios ha expresado todas las cosas en su Hijo: Pater enim ab aeterno genuit Filium similem sibi, et dixit se et similitudinen suam similem sibi, et cum hoc totum posse suum; dixit quae posset facere et onmia in eo expressit. Tiene pues su profunda razón San Buenaventura cuando usa la palabra expresión tan continuamente para significar la relación de las ideas para con Dios en que se funda la esencia de las mismas. Desde su comentario sobre Pedro Lombardo afirma que ratio cognoscendi in Deo est summe expressiva e identifica el término idea con el de similitudo expressiva; vuelve a repetir lo mismo en sus cuestiones disputadas sobre la ciencia de Cristo, y con la misma energía seguirá manteniéndolo finalmente en las conferencias sobre el Hexaemeron. Trátase, pues, aquí de un término cargado de significación; y de no entender bien su alcance cabe el riesgo de desfigurar la doctrina bonaventuriana de las ideas.

En efecto, ¿cómo se representa generalmente la relación de las ideas con el pensamiento divino? Se dirá por ejemplo que un punto que pudiese conocer lo que es capaz de engendrar, conocería, al conocerse a sí mismo, la recta y la circunferencia; o que una unidad, dotada de facultad cognitiva, que reflexionara sobre sí misma, conocería todos los números. Así Dios, que es capaz de producirlo todo, conocería todo con sólo conocerse capaz. Empero esta manera, de conocer las cosas, por muy digna que parezca de Dios, en realidad no lo es tanto. Porque Dios no conoce las cosas discursivamente, es decir pasando de un principio a su contenido. Dios debe ver las cosas en sí mismas y no como consecuencias reducidas a un principio, o implicadas en él. Además Dios no produce las cosas confusamente y en cuanto ellas se condicionan indirectamente unas a otras; produce cada una de ellas por si y distintamente; éste es el modo de pensar del artista que determina su modo de producción; por lo tanto, si Dios produce las cosas distintamente, quiere decirse que las conoce individualmente. Añádase además que Dios conoce cosas que Él no ha producido, como el pecado; ¿cómo pues las podría conocer como implicadas en su potencia productora? "). Pero el argumento decisivo contra esta tesis inspirada en Dionisio no está ahí; la verdad es que un conocimiento sin ideas es imposible, por lo mismo que es contradictorio. El hecho de conocer, repetimos lo antes expuesto, supone siempre que el sujeto cognoscente se hace semejante al objeto conocido, y esta semejanza no es otra cosa que la idea. La única cuestión por tanto que cabe plantear en lo que al conocimiento divino de las cosas se refiere, no es si hay ideas distintas en Dios, sino únicamente si Dios posee las ideas y la semejanza, o si más bien Él es esta semejanza y estas ideas mismas. Esto es lo que inmediatamente vamos a examinar, planteando el problema en la siguiente forma: ¿hay en Dios una real pluralidad de ideas?

La extrema dificultad que al proponernos el estudio de esta cuestión encontramos se funda precisamente en su carácter hasta cierto punto contradictorio. Para su solución es preciso excogitar un procedimiento que permita conciliar lo uno con lo múltiple; los filósofos paganos ni habían descubierto ni podían hacerlo; y por eso la razón sola no podía apenas llegar a libertar a Dios de las cadenas de la necesidad. Sin ideas, nada de providencia ni de libertad divina; empero con ideas, no cabe la unidad de Dios. Este es el dilema cuya solución no llegó a encontrar la especulación puramente filosófica. Que tal sea realmente el nudo de la dificultad podemos nosotros asegurarlo fácilmente, al comprobar que, asesorados como estamos por la Revelación, aun y todo, sólo a fuerza de grandes esfuerzos llegamos a elevarnos hasta tan alta verdad. Cuando pretendemos alcanzar, con sola la razón pura, la unidad en la multiplicidad que caracteriza el arte divina, nuestra imaginación hace que fracase nuestro intento; aquel ser infinito puramente espiritual que nosotros quisiéramos representarnos figúrasenos como una infinidad material, extendida en el espacio, cuyas partes en consecuencia son unas exteriores a las otras, y cuya multiplicidad es inconciliable con toda verdadera unidad. Ni tenemos, pues, ni podemos tenerla, intuición simple de la unidad del arte divino; la concluimos por el raciocinio sin percibirla; el razonamiento puede imponernos su afirmación como una necesidad puramente abstracta, pero sólo el éxtasis, iluminación especial que la gracia divina puede otorgar al alma, sería capaz de hacérnosla comprobar.

Sólo, pues, cuando hemos reconocido la contradicción de un conocimiento que no se verificara por medio de ideas, nos vemos forzados a atribuir las ideas a la Inteligencia suprema; pero por lo mismo que se trata de atribuírselas a Dios, el ser total, estas ideas no pueden distinguirse de su misma sustancia. Este es el primer punto que nuestra razón, si no hacernos comprender, sí al menos puede hacernos aceptar. Y esta tesis por lo demás tanto menos violentamente va a extrañarnos cuanto con cuidado mayor se vayan descartando todas las ilusiones que puedan contribuir a obscurecemos su verdadero sentido. Hemos ya dicho que la relación de las cosas a las ideas y de las ideas a Dios es relación de semejanza; pero no hay que descuidarse sobre múltiples significaciones que se ocultan bajo esta palabra. Ante todo pueden dos cosas asemejarse por poseer ambas una misma cualidad; así dos hojas blancas son semejantes por participación real de una misma blancura. Es evidente que esta semejanza no conviene a la creatura que nada tiene que a la vez pertenezca al creador. Pero hay otra semejanza que consiste en que una cosa reproduce rasgos de otra, sin poseer realmente lo que a ésta pertenece. En este segundo sentido no hay inconveniente en afirmar que la creatura se asemeja a Dios. Ahora bien, aún en este caso la relación puede ser entendida en dos sentidos muy diferentes; pues existe diferencia bien grande entre una copia que reproduce los rasgos de su modelo y un modelo cuyos rasgos reproduce la copia. La diferencia entre estas dos relaciones se expresa en dos palabras diferentes: la semejanza de la copia a su modelo se llama imitación, y así es como la creatura se asemeja al Creador; la semejanza del modelo a la copia se llama ejemplaridad, y de esta manera se asemeja el Creador a la creatura.

Consideremos ahora una cualquiera de estas dos semejanzas; cada una de ellas puede ser estudiada en cuanto que se expresa, esto es, como causante de un conocimiento, o en cuanto que es expresiva esto es, como representativa y objeto de su pensamiento. Si consideramos la idea o ejemplar de las cosas, podemos primero mirarla como productora de su objeto, y por tanto expresándose en él; pero puede también ser mirada como representando a su objeto, constituyendo entonces para nosotros un medio de conocerlo. Si por otra parte paramos nuestra atención en la copia expresada por este modelo, puede presentársenos como expresando a su vez en nuestro entendimiento el modelo que ella imita, o simplemente como representándolo y dándolo a conocer. Es evidente que el conocimiento que de estos dos géneros de relaciones resulte ha de ser tan distinto como lo son las mismas relaciones. El conocimiento que se fundamenta en el carácter expresivo de las copias, y que de cada una de ellas sube a su modelo, introduce y hasta supone una multiplicidad real en la inteligencia que lo adquiere; es incompatible con una verdadera unidad, y depende necesariamente de los diversos intermediarios que utilice. El conocimiento que se funda en la semejanza del modelo a sus copias es por el contrario un conocimiento que produce las cosas; no es pues conocimiento que provenga de fuera ni que suponga que algo externo venga a agregarse al sujeto cognoscente para alterar su simplicidad introduciendo en él alguna composición. Éste es precisamente el conocimiento que Dios tiene de todo en las ideas. Puesto que Él se expresa a sí mismo, y su expresión implica la semejanza, es preciso que el entendimiento divino que expresa eternamente todas las cosas en su verdad suprema, posea eternamente en sí las semejanzas ejemplares de todas las cosas sin que estos ejemplares puedan venirle de fuera ni distinguirse de Él. Y estos ejemplares son las ideas, ideas divinas que no son distintas de Él, pero son lo que Él es, y esencialmente.

Indistintas de la esencia una de Dios, las ideas no pueden ser realmente distintas entre sí; la raíz de esta verdad, como de la precedente, se encuentra en la naturaleza de la expresión. Hemos ya demostrado en efecto que Dios se asemeja a las cosas en que es su verdad expresiva. Al decir que Dios conoce las cosas por sí mismo en cuanto que contiene sus semejanzas, decimos, pues, simplemente que Dios conoce las cosas en cuanto que es la luz ola verdad suprema expresiva de estas cosas. Ahora bien, la verdad divina, aunque una en sí absolutamente, es capaz de expresarlo todo por modo de semejanza ejemplar. Siendo acto puro es por lo mismo superior a toda especie, a todo género, y está exenta de toda multiplicidad. La pluralidad de las cosas que son expresadas por dicha verdad debe en efecto su multiplicidad a la intervención de la materia, y, como toda materia está ausente de Dios, lo que fuera de Él es múltiple debe en Él ser uno; y por ende las ideas de las creaturas no pueden ser realmente distintas en Dios.

Añadamos sin embargo que estas ideas, aunque no realmente distintas, lo son desde el punto de vista de la razón. La palabra "idea" significa en efecto la esencia divina considerada en relación con una creatura. Ahora bien, esta relación no es en Dios nada real, porque no puede existir relación real entre una unidad infinita y una multiplicidad finita; pero es necesario que los nombres que designan las ideas y las distinguen, correspondan a algo, so pena de resultar todas equivalentes y por consiguiente totalmente vanas. Este algo es precisamente la semejanza; y para conocer su naturaleza, una vez más hemos de volver a recordar lo que es la expresión.

La verdad que se expresa es única e idéntica a sí misma tanto para la razón como en realidad. Las cosas expresadas en cambio son múltiples virtualmente en cuanto que son realizables, y realmente múltiples una vez realizadas. En cuanto a la expresión misma, y por lo tanto la idea, es para nosotros intermedia entre el sujeto cognoscente y la cosa conocida: respectum medium inter cognocens et cognitum. Tomada en sí misma se confunde con la verdad que la expresa, pero mirada en relación con lo que expresa, se acerca para nosotros a la naturaleza de las cosas expresadas. Por consiguiente, las expresiones e dos cosas diferentes por la esencia divina, en sí miradas, son realmente idénticas, pero consideradas con respecto a las cosas, reciben una especie de multiplicidad, porque expresar a un hombre no es expresar un asno, como predestinar a Pedro no es predestinara Pablo, y crear un hombre no es crear un ángel. Según eso las ideas designan las expresiones divinas no con respecto al mismo Dios, sino con respecto a las cosas; se introduce pues una cierta multiplicidad no en lo que ellas son, ni siquiera en lo que significan, sino en lo que connotan. Ocurre como si la multiplicidad de las cosas materiales, reflejo de las ideas divinas, proyectase una especie de reflejo diverso sobre su unidad tanto que creyéramos, por una ilusión natural, encontrar ya en ella reformada una pluralidad que no podría allí existir por cuanto supondría la existencia de la materia en Dios. Allí sólo puede darse la distinción que cabe introducir entre las ideas, la distinción de razón, si es verdad que no puede existir en Dios relación real con las cosas, pero distinción fundada en las cosas con tal de cuidarse de no hipostasiar indebidamente las relaciones reales de las cosas con Dios. San Buenaventura buscó en vano una comparación sensible que nos permitiera imaginarnos de alguna manera esta relación. Quizás la que más se aproximara a su deseo fuera aquella de la luz que a la vez sería su iluminación y su propia irradiación; si la irradiación exterior do este punto luminoso se confundiera con él, él sería al mismo tiempo cada uno de sus rayos aun cuando éstos fueran perpendiculares los unos a los otros. De esta forma la verdad divina es como una luz, y sus expresiones de las cosas son otras tantas irradiaciones luminosas orientadas a lo que ellas expresan; pero la comparación es deficiente porque ninguna luz es su propia irradiación, y porque además nadie podrá imaginar lo que sería una irradiación intrínseca. Por eso nosotros hemos prevenido al lector diciéndole que la intuición de una verdad de ese género puede estar preparada por el conocimiento discursivo, pero que éste no puede en definitiva dárnosla.

De lo que antecede se desprende fácilmente hasta dónde puede llegar la multiplicación de las ideas. Por lo mismo que su pluralidad no es real y carece de otro fundamento del que encuentra en las cosas, existen necesariamente tantas ideas cuantas cosas. Por ser expresiones, deben multiplicarse según la multiplicidad de lo real que ellas expresan, y por ser unas en sí mismas, hemos de concebir tantas cuantos géneros, especies y hasta individuos. Aun hay más. El fundamento de la diversidad de ideas reside en la diversidad de sus objetos; según eso, la expresión, que como verdad divina que es una, connota sin embargo una infinidad de cosas, entre las cuales está particularmente el número finito de las cosas creadas. Lo que nos autoriza pues a concebir como múltiples a las ideas no es que su objeto sea creado; todas las relaciones de la infinidad de los posibles expresados en el acto divino, con el acto que los pone, son otros tantos fundamentos que nos permiten concebir la multiplicidad de ideas. Del hecho de que Dios pueda crear una infinidad de cosas, aunque en realidad sólo haya creado un número finito, y que no puede crear nada que no conozca, podemos deducir que existe en Dios una infinidad de ideas. Infinidad que por lo demás no entraña confusión ninguna, ya que la confusión sólo podría existir si todas las ideas fueran realmente distintas, porque entonces su actualización sería incompatible con la distinción y el orden. Pero como la multiplicidad de ideas se funda en la inmensidad de la verdad divina que por un solo acto expresa y conoce la totalidad de lo posible, sería imposible que en ese acto único se' introdujera la más mínima confusión. San Buenaventura ha llevado tan lejos el sentido de esta unidad real de las ideas en Dios, que, así como se niega a hacer llegar hasta ellas la distinción que separa a los seres que representan, asimismo rehúsa también atribuirles el orden o la jerarquía de perfección existente entre los seres cuyos modelos son ellas. El hombre es más noble que el caballo, pero la idea de hombre no lo es más que la de caballo; las cosas están ordenadas, y Dios las conoce como ordenadas; pero entre las ideas por las cuales Dios las conoce, no hay tal orden real. Atribuir un orden o una perfección a las ideas, sería atribuirles ante todo una subsistencia separada, e introducir en Dios mismo la pluralidad. Las ideas, por tanto, no tienen relación ninguna sino con sus ideados; entre sí no la tienen: in ideis non est ordo ad invicem, nec secundum rem, nec secundum ratio, sed tantum ad ideata.

Constituida de esta forma la teoría de las ideas, nos permite abordar el estudio de la ciencia divina, y ante todo en qué se funda su posibilidad. El argumento más frecuentemente invocado para demostrar que Dios se conoce a sí mismo, pero que fuera de sí no conoce nada, consiste en sostener que no podría conocer las cosas sino volviéndose a ellas y recibiendo su impresión en su entendimiento. De ser esto así el entendimiento divino dependería evidentemente de las cosas, pues estaría en potencia con respecto a ellas, y les sería deudor de su perfección. La consecuencia es tanto más rigurosa cuanto que todo conocimiento es una asimilación; debería pues Dios modelar su pensamiento según las cosas para llegar a conocerlas, y esta sumisión a lo real no puede conciliarse con la perfección del ser divino. Pero esta objeción preliminar cae por tierra por sí misma si las ideas de las cosas no son distintas en Dios de su ser mismo. Al conocer las cosas, hasta los más insignificantes individuos, Dios no aparta su pensamiento de sí mismo, porque si conoce por sus ideas, conoce por sí mismo, y en un tal modo de conocer son las cosas quienes reciben su perfección del sujeto cognoscente, sin que Él deba nada en absoluto a los objetos conocidos. Y no es que el conocimiento deje en este caso concreto de ser una asimilación, sino que la relación de semejanza se plantea entonces en un sentido totalmente diverso del que se imagina. El conocimiento de Dios se asemeja a las cosas, no porque las imite, sino porque las expresa, y como la verdad divina se expresa a sí misma y a todas las demás cosas en una sola, única y soberana expresión, realiza al mismo tiempo la perfecta semejanza de sí mismo y de las cosas sin depender de ninguna manera de sus objetos.

Como sabemos que la diversidad de las ideas depende únicamente de la de las cosas que ella connota, podemos muy bien distinguir también desde este punto de vista, tres aspectos diferentes de la ciencia divina: el conocimiento de aprobación, el de visión y el de simple inteligencia. Por el primero conoce Dios los bienes que en número finito podrán ser creados en el decurso de los tiempos; su número es finito, porque lo es el tiempo, y un número infinito de seres no podrían hallar cabida en un tiempo finito. Por el conocimiento de visión, contempla Dios no sólo los bienes sino también los males, y como tal conocimiento actúa sobre los bienes o males que han existido, existen y existirán en el tiempo, actúa también sobre un número de objetos finitos. Por el conocimiento de simple inteligencia, conoce Dios no solamente lo real pasado, presente o futuro, apruébelo o lo desapruebe, sino también todo lo posible; y los posibles para un ser como Dios no. son finitos sino infinitos; es decir que Dios conoce y comprende con un solo acto, una infinidad de esencias aunque nunca llegue a realizarlas.

Esta misma independencia divina respecto de los seres que ella expresase nota en los caracteres peculiares que la distinguen. Es anterior a los objetos, y por eso la ciencia divina puede condicionar el ser de las cosas mudables, sin quedar ella sometida a cambio ninguno; Dios las conoce mutables, y conoce su mutabilidad, pero la conoce inmutablemente. Su conocimiento, pues, nada les debe; no recibe de ellas este conocimiento cuando ellas comienzan a ser, no lo modifica a merced de sus transformaciones sucesivas, ni lo olvida cuando ollas perecen. Tampoco en esto ninguna comparación del mundo sensible podría representar suficientemente semejante modo de conocimiento; se podría sin embargo imaginarlo como análogo a un ojo fijo eh un muro, el cual por sí mismo, y sin recibir ninguna impresión externa fuera capaz de ver a. todos los transeúntes y sus movimientos. Los cambios que estos transeúntes sufrieran, tío tendrían repercusión alguna en semejante órgano visual, y el conocimiento que de las cosas podría él adquirir sería análogo al que tiene Dios. Y lo que decimos respecto de la inmutabilidad de la ciencia divina podemos' repetirlo de cada uno de sus atributos. La ciencia de Dios, es necesaria en sí, pero con infalibilidad expresa la contingencia de las cosas contingentes; es inmaterial pero conoce las cosas materiales; su actualidad abarca todo lo posible; su unidad descubre simultáneamente todas las divisiones, del mismo modo que, en un simple pensamiento humano, la idea de una montaña no es mayor que la de un grano de mijo; su espiritualidad contiene los cuerpos; exenta de toda relación de espacio como el alma humana, la ciencia divina abarca todas las distancias. Y la razón de todos estos atributos y de otros muchos que podríamos todavía enumerar, siempre es la misma: quia illa ars est causa, sequitur quod in illa arte est repraesentatio causabilium incausabiliter. Las ideas divinas son causas, y por tanto no debemos razonar sobre ellas como si hubiesen sido causadas por sus objetos.

Por consiguiente las creaturas, buenas o malas, presentes, pasadas o futuras, y la legión infinita de los posibles, permanecen presentes, con una permanencia eterna, ante los ojos de Dios. Que esta presencia sea posible aun cuando las creaturas mismas sean transitorias acabamos de demostrarlo; bueno será sin embargo agregar que esta presencia tiene su raíz más profunda en el carácter radicalmente intemporal de Dios. El presente de su conocimiento no es divisible en instantes ni extensible en duración temporal; es un presente perfectamente simple, que abarca todos los tiempos, tanto que se ha podido decir de él que es una esfera cuyo centro está en todas partes, y cuya circunferencia no existe. Sitúese en este eterno presente el acto único por el cual Dios piensa simultáneamente las ideas, y llegará a concebirse lo que puede ser la presencia de todas las creaturas en el pensamiento divino; no cabe la presciencia de Dios sino con respecto a la futurición de las cosas mismas, porque si la relacionamos consigo mismo esta presciencia divina no es otra cosa que un conocimiento inmóvil que abarca a todo en su perpetuo presente.

Esta doctrina de las ideas y de la ciencia divina lleva el sello de una elaboración tan profunda, y ocupa en la historia de la filosofía un lugar tan importante, que podría extrañar a alguien no verla apreciada en su justo valor. Generalmente los autores se contentan con notar que en su conjunto está perfectamente de acuerdo con la de Santo Tomás. Es indudable que ambos conceden importancia considerable a este punto doctrinal, que los dos fundamentan la ciencia divina en las ideas, considerándolas como realmente idénticas al ser divino y distintas solamente con distinción de razón; pero si los elementos que forman parte de estas dos doctrinas son materialmente 'idénticos, el espíritu que preside su organización y los interpreta es idénticos, distinto.

Parece cierto ante todo que el ejemplarismo no ocupa con exactitud el mismo lugar en las dos doctrinas. Santo Tomás considera que no puede uno ser metafísico desconociendo las ideas, y no yerra seguramente sobre la situación central que ocupa esta doctrina en filosofía, pero no la juzga como el solo bien propio del metafísico. En ninguna parte habrá su pluma estampado fórmula comparable a la de San Buenaventura que hace del ejemplarismo la esencia misma del metafísico. La razón de esta diferencia está sin duda ante todo en que en San Buenaventura no se señala ninguna distinción entre nuestro conocimiento teológico del Verbo y nuestro conocimiento filosófico de las ideas, pero esto se explica por su hostilidad latente contra el aristotelismo. Mientras Santo Tomás se empeña en disminuir y aún allanar la distancia que separa a Aristóteles del ejemplarismo, San Buenaventura confunde el ejemplarismo con la metafísica, precisamente para excluir completamente a Aristóteles de la una como lo está ya del otro. Si la metafísica es el ejemplarismo, y Aristóteles ha negado las ideas, podrá muy bien este gran pensador quedar en el corazón mismo de la ciencia, pero no se diga que haya siquiera entrado en la metafísica. Esta hostilidad decidida que se encuentra implícitamente en las primeras obras de San Buenaventura, se hace manifiesta en las conferencias sobre el Hexaemeron; y tanto más claramente se manifestaba cuanto el aristotelismo se iba afirmando y extendiendo más.

Ni es solamente el lugar de preferencia del ejemplarismo lo que diferencia a estas dos doctrinas, es también, y quizás principalmente, la manera de interpretarlo. Santo Tomás considera con preferencia el Acto puro en su aspecto de ofrecerse a nuestro pensamiento como una total realización de si mismo; en esta energía estática infinita, lo que le interesa sobremanera es lo de estática. Dios es para él una perfección cuya fecundidad está eternamente completa, y nadie como él ha puesto de manifiesto este total perfeccionamiento. Por esto mismo las ideas divinas se presentan en Santo Tomás como pruebas eternamente realizadas por el entendimiento divino sobre las relaciones de las cosas con la esencia creadora. Dios se piensa, y al pensarse, se contempla al mismo tiempo en la infinidad de modos particulares en que es imitable por las creaturas; por tanto la visión y la distinción de las ideas en Dios se refieren ante todo a la perfección del conocimiento que de sí mismo tiene, y si no puede ignorar sus imitaciones creadas, y por lo mismo las formas y las ideas, es porque ignorarlas supondría que alguna parte de su esencia escapaba a su conocimiento. Este carácter de relación debido a Dios y eternamente existente entre las cosas y Dios aparece de la manera más palpable en la distinción establecida por Santo Tomás entre los posibles creados y los posibles que nunca lo serán. Según él la voluntad de crear que selecciona ciertos posibles con preferencia a otros para realizarlos, determina en cierto modo sus ideas, mientras que las ideas de los posibles no realizados quedan indeterminadas hasta cierto punto podemos, pues, considerar las ideas divinas como el conjunto de todas las participaciones posibles en Dios por modo de semejanza, a las que Él conoce y que halla en sí más o menos determinadas, según que su objeto haya o no de ser realizado.

Si por otra parte consideramos la doctrina de San Buenaventura, comprobaremos que concuerda en cada una de sus tesis esenciales con la de Santo Tomás, pero que sobre todo al espíritu le sugiere con una insistencia notable la fecundidad del acto por el cual Dios pone las ideas. Lo mismo que para Santo Tomás, las ideas son para San Buenaventura eternamente actuales; pero hace hincapié sobre todo en que son eternamente proferidas, dichas o expresadas por el pensamiento de Dios. El conocimiento que Dios posee de las ideas participa de la fecundidad por la cual el Padre engendra al Verbo; de ahí su notable insistencia en emplear también para las ideas el término expresión que caracteriza tradicionalmente la generación del Verbo divino. Por eso mismo, San Buenaventura no ha tenido inconveniente en llevar hasta el fin 1a comparación entre la sabiduría divina y la fecundidad natural de los seres creados cuando una imagen de la Sagrada Escritura le proporciona ocasión: in sapientia aeterna est ratio fecunditatis ad concipiendum, producendum et pariendum quidquid est de universitate legum; omnes enim rationes exemplares concipiuntur ab aeterno in vulva aeternae sapientiae seu utero. Y por eso mismo, finalmente, las ideas que engendra esta fecundidad infinita son como ella misma perfectamente actuales, y por tanto igualmente distintas, sin atención a la realización externa de copias materiales que las imiten, pero sin afectarlas.

Es éste un punto de importancia para quien se interese en la filiación de las doctrinas filosóficas. Lo que podríamos llamar el expresionismo de San Buenaventura supone una concepción de Dios de inspiración profunda y muy distinta de la de Santo Tomás, amén de radicalmente incompatible con la de Aristóteles. Puede muy bien tomar del filósofo griego la fórmula misma por la que lo define; pero el Acto puro en que piensa San Buenaventura participa ante todo de la fecundidad del Dios cristiano, y porque esta fecundidad penetra más profundamente la noción del Acto puro en San Buenaventura que en Santo Tomás, vémosle fundar el acto por el que Dios conoce las ideas en el acto por el que su pensamiento las expresa. Y esto es alejarse del teoretismo de Santo Tomás para adentrarse por los caminos que llevará Duns Scoto, los de un Dios que produce determinadamente leas esencias, esperando que con Descartes llegue a crearlas libremente.

VII. LA ANALOGÍA UNIVERSAL

EL punto donde se realiza el paso de la acción creadora a las cosas creadas es también el punto donde muchos de los que siguen el pensamiento de San Buenaventura pierden su ánimo y lo abandonan. Mientras habla de Dios y de sus atributos, su voz no emite sonidos insólitos, lo mismo que cuando expone lo que su doctrina tiene de más personal; pero cuando, por el contrario, llega al dominio de la creatura, parece cambiar de modo de expresión; su lenguaje es constantemente figurado, cargado de comparaciones místicas, lleno de alusiones a textos tan familiares para él y para sus oyentes que una sola palabra característica incluida en una frase basta a recordarlos. El proceso mismo de sus razonamientos parece tan extraño como su forma de expresión. El lector espera encontrar silogismos y demostraciones en forma, y San Buenaventura en cambio sólo le ofrece correspondencias, analogías, conveniencias que apenas satisfacen, y que a él sin embargo parecen llenarle profundamente. Las imágenes se agolpan en su pensamiento, suscitándose indefinidamente unas a otras evocadas por una inspiración cuya lógica a las veces no encontramos, hasta tal punto que los mismos filósofos neoescolásticos y teólogos de hoy se dan en esto por vencidos y abandonan a San Buenaventura para seguir las exposiciones limpias y luminosas de Santo Tomás.

Es importante a pesar de todo perseverar en la empresa comenzada, y de creer es que en este como en tantos otros puntos, pacientemente interrogado, el pensamiento medieval acabará por soltar su secreto. Este modo de expresión que en San Buenaventura se desarrolla con una abundancia maravillosa, encuéntrase en menor grado en otros pensadores de su época, y se renueva en el Renacimiento con una frondosidad tal que constituye uno de los rasgos característicos originales del período. Hoy los historiadores mejor intencionados tratan de excusarlo. A las veces quiere verse en esto algo así como un juego o recreo, una satisfacción en que concuerdan el poeta soñador y el sabio que demuestra, pero sin que su razón se deje engañar. Otras veces por el contrario se concede que el filósofo toma en serio sus clasificaciones, y que su razón, engañada por la imaginación, halla un sincero placer en repartir a todos los seres por las graderías de la creación. Por nuestra parte estamos en la convicción de que se trata de cosa muy distinta de un juego o de una ilusión. Muy lejos de ser accidental o un elemento de supererogación, el simbolismo de San Buenaventura ahonda sus raíces profundas en el corazón mismo de su doctrina, encontrando su justificación completa 'en los principios metafísicos en que se funda, y es a su vez imperiosamente exigido por los mismos como el modo único que les permite aplicarse a lo real.

Comencemos por destacar que la misma noción de creatura recibe en esta doctrina un sentido totalmente particular. No existe sistema alguno metafísico de importancia al que no se haya impuesto el problema del origen radical de las cosas, y para todos ellos es este el punto último a que la inteligencia no se acerca sino con temor, y que es el límite más allá del cual no podrían concebirse ulteriores investigaciones. Pero cuando se trata de una filosofía de inspiración cristiana, el problema se complica, pues se encuentra en la precisión de tener que satisfacer a nociones básicas ya definidas so pena de error. El Dios cristiano es el Ser perfecto, que se basta a sí mismo totalmente, y a quien nada se puede ni añadir ni quitar. Por otra parte el Dios cristiano es fecundidad infinita a la vez que actualidad infinita. Su esencia, en la medida en que este término puede aplicársele, debe pues satisfacer a la doble condición de ser una perfección totalmente realizada, pero al mismo tiempo capaz siempre de crear. Es más, como, ya lo hemos visto, debe ser tanto más fecunda cuanto más perfectamente acabada.

Para llegar a resolver esta dificultad los teólogos escolásticos apelan a la doctrina de la creación ex nihilo, en cuyos términos todos están unánimes, y a la que consideran como fundamental, pero cuya fórmula se repite con excesiva frecuencia sin atención a las presuposiciones iniciales que son las únicas que le pueden dar algún sentido. Esta doctrina iba acompañada, en efecto, durante el siglo XIII, de representaciones entonces familiares a todos, y cuyo olvido envuelve frecuentemente a los historiadores en una serie de dificultades de las cuales inculpan a los filósofos a quienes van explicando. Si suponemos por ejemplo que el término ser es necesariamente unívoco, el ser de la creatura vendrá a ser o bien como algo que se toma prestado de Dios, o bien como algo que se le añade, y lo mismo en uno que en otro caso nos veremos llevados a lo imposible. Porque si el ser creado es algo que se recibe prestado del Creador, luego Dios al crear no produce nada, puesto que este ser existía ya; en cambio el ser divino, al fragmentarse y limitarse, se empobrece y pierde de su propia perfección. Si por el contrario el ser de la creatura es algo enteramente nuevo que viene a llenar el vacío de una nada, debe por necesidad agregarse al ser divino y sumarse a él. Imposible por tanto eximirse de este dilema: o existe después de la creación más ser que antes y en ese caso Dios no era todo el ser, o después no existe más ser que antes, y tendríamos que la creación no es nada.

En realidad esta argumentación está totalmente fuera del dominio de la especulación medieval. Desde el momento en que San Buenaventura establece el mundo conocido como un contingente que reclama una causa necesaria, el punto de partida sensible, que antes nos parecía él tipo del ser, se convierte en un simple análogo, una simple imagen del Ser verdadero, cuya existencia reclama, y del que depende. Entonces, no al ser contingente y visible del que hemos partido, sino al ser necesario e invisible en que hemos concluido, es a quien propia y exclusivamente ha de darse el nombre de ser; lo que nosotros contemplamos, comprendemos y tocamos no es sino una copia, una especie de imitación. Y si esto es así, el problema de la creación se presenta bajo un aspecto totalmente diverso de lo que al principio imaginábamos. No se trata ya en absoluto de saber cómo puede Dios crear el mundo sin que su cualidad de Ser se sienta por ello afectada, puesto que no existe medida común entre las dos realidades tan distintas que designamos con esta palabra ser. Trátase simplemente de saber qué transformación debemos nosotros lógicamente imponer a nuestra representación del mundo para tener, reducido a la condición de ser análogo, derivado y participado, lo que en un principio nos parecía el ser primitivo y por excelencia. La solución de este problema central se halla en lo que podríamos llamar la ley de analogía universal.

Lo análogo se opone a lo equívoco y a lo unívoco. La consideración de lo equívoco podemos eliminarla inmediatamente. Dos seres que llevan el mismo nombre, o a quienes se da el mismo epíteto, sin que entre ellos haya ninguna relación real, se designan con una denominación equívoca. No es éste el caso del ser divino y del ser creado.

Y pues nuestro punto de partida metafísico es la consideración del mundo en concreto, incluyendo en él al hombre y a su pensamiento, el ser divino a que nosotros llegamos en conclusión sería una palabra sin sentido de no existir ninguna clase de relación entre él y el ser de que procedemos. Por lo tanto, o toda prueba de la existencia de Dios es imposible y sofística, o existe algo de análogo entre el ser que atribuimos a la creatura y el que a Dios atribuimos, como necesario para la explicación de la existencia de las creaturas.

Quédanos, sin embargo, todavía por indagar si esta analogía de sentido llega hasta la identidad, es decir, si el término ser es unívoco y designa un solo y mismo ser común a Dios y las cosas. También en esto la respuesta ha de ser negativa. Para que el ser tuviera un sentido unívoco en el Creador y en las creaturas, sería preciso que el ser fuera el mismo en uno y otro caso, que las cosas finitas tuvieran una participación real y substancial en Dios, en una palabra, el ser debía ser un tercer término común a Dios y a la creatura. Hemos ya visto arriba qué imposibilidades resultarían de esto, para Dios, que dejaría de ser inmutable, y para la producción de la creatura, que no podría llevar en ninguna forma el nombre de creación. Si, pues, hemos podido afirmar con razón que la acción propia de un ser, en el sentido en que Dios lo es, sólo puede consistir en una producción radical del ser que sucede a la nada, ahora nos vemos obligados a decir por otra parte que el ser de las creaturas no es participado del de Dios, y que ontológicamente hablando, no hay nada de común entre ellos.

Todo esto es cierto en los dominios del ser, pero no en el de las relaciones. A falta de univocidad que se fundamentaría en la posesión indivisa de un elemento común, podemos nosotros invocar la analogía que se fundamenta en la comunidad de relaciones entre dos seres substancialmente distintos. De este orden procede lo que se llama la proporcionalidad, que consiste, no en una relación entre varios seres, sino en una relación existente entre las relaciones que unen a dos pares de seres, aunque estos seres sean tan distintos cuanto se quiera. Por ejemplo: el Doctor es análogo al piloto en el orden de la proporcionalidad, porque el Doctor es para la escuela que rige, lo que el piloto para la nave que conduce. Cuando los dos pares de seres considerados son de la misma especie, cantidades aritméticas por ejemplo, a la relación que los une se le llama proporción; muchas veces, en un sentido amplio, se da también el nombre de proporción a una y otra clase de relaciones. De todas formas, no se trata en manera alguna de comunidad de ser pues la relación de proporción o de proporcionalidad sólo se establece entre individuos distintos dentro de una misma especie, o entre individuos específicamente distintos.

Un segundo género de relaciones, cuya consideración sea quizás más importante todavía para la explicación de la naturaleza creada, es el que se establece entre dos seres, uno de los cuales juega el papel de modelo y el otro de copia. San Buenaventura se refiere en esto a textos precisos de Aristóteles, pero probablemente también a observaciones que presentaban carácter de evidencia inmediata para el sentido común. Existe, en efecto, un particular género de seres, que reciben el nombre de imágenes, cuyo carácter distintivo es ser engendrados por vía de imitación. Para que un ser pueda ser llamado imagen de otro, ante todo debe parecérsele, pero sobre todo esta semejanza ha de proceder del acto mismo que le da origen: nada más parecido a un huevo que otro huevo, y sin embargo no decimos de uno que sea imagen del otro, y es que la relación de semejanza que los une no se apoya en relación de filiación. Una analogía de este género, aunque muchísimo más próxima que la de proporción, tampoco permite sin embargo la subsistencia de comunidad alguna de ser entre los dos términos que ella relaciona; es pues igualmente compatible con las, exigencias que implica la noción de creación.

Desde luego, fácilmente se comprende que la analogía es no solamente posible sino inevitable entre Dios y el mundo que Él ha creado. Es más, existen analogías múltiples y de órdenes diversos establecidas por el acto mismo que daba origen a las creaturas, y no a título de relaciones exteriores o accidentales, sino consubstancialmente a su mismo ser: la analogía es la ley según la que se ha realizado la creación. Nadie tiene pues por qué extrañarse de ver a San Buenaventura discutir con minucia escrupulosa el sentido preciso de los términos que le han de servir para designar los aspectos y grados diversos de esta relación: no se trata de simples clasificaciones verbales o puramente abstractas, se trata más bien de establecer la estructura del mundo que habitamos y nuestra propia estructura. Y como la regla según la que debemos usar de las cosas está inscrita en la ley por la que han sido constituidas, la metafísica de la naturaleza va a llevarnos de la mano al fundamento mismo de la moralidad.

Si se tratara de distinguir los grados en la analogía, desde las creaturas más ínfimas hasta llegar a la infinitud de la perfección divina, la empresa sería imposible. Y seríalo aún en el sentido de que implicaría contradicción, porque por mucho que se le añadiera indefinidamente un bien creado de cualquier grado, nunca se podría llegar a alcanzar la infinitud de Dios. En realidad el número de estos grados sería también infinito. En cambio entra dentro de lo posible el esforzarse por ordenar los seres colocándose en el punto de vista de cómo Dios está presente en ellos. Mirados bajo este aspecto, fácilmente se comprende que no es infinito el número de grados que han de considerarse, sino que por el contrario cualquier creatura, por baja que sea, es suficiente para elevar la mente del hombre hasta Dios; y sin embargo hay grados en número finito que distinguir, pues existen creaturas ordenadas hacia Dios por medio de otras creaturas, mientras que éstas segundas lo están inmediatamente por sí mismas. Podrán fácilmente distinguirse tres grados principales: consideración de la presencia de Dios en las cosas sensibles, en los seres espirituales, como las almas y los espíritus puros, y en nuestra propia alma que se halla inmediatamente unida a Él.

Y pues no se trata de igualar al Creador, sino sólo de descubrir su presencia por las huellas que en su obra ha ido dejando, ante todo hemos de preguntarnos de qué naturaleza son estas huellas, y cómo es posible distinguirlas. Muy frecuente es hablar de las huellas y de las imágenes de Dios; en realidad ¿a qué corresponden estas expresiones? En la época de San Buenaventura era esta cuestión todavía controvertida. Los teólogos hubieran querido con preferencia que a cada grado de ser correspondiera un determinado grado de semejanza con Dios. Según unos la palabra vestigio debiera reservarse para designar la semejanza de Dios impresa por Él en las cosas sensibles, mientras que la palabra imagen designaría la huella divina que los seres espirituales llevan en sí. Pero San Buenaventura se cree con derecho a encontrar vestigios de Dios aun en las substancias espirituales sin que por esto dejen de ser también imágenes; de ahí que no le satisficiera esta distinción. Pretendían otros que el vestigio correspondiera a una representación parcial, en tanto que la imagen a una representación total de Dios. Esta distinción, apenas le puede satisfacer más que la anterior, porque ante todo Dios es simple, o sea que mal podrá ser representado por partes, y además siendo infinito como es, no podría ser totalmente representado ni por una creatura ni por el universo mundo. Ha de hallarse, pues, otro principio de distinción.

En primer lugar, y es éste el principio más evidente, en la forma como las creaturas representan al Creador hay grados de proximidad y de alejamiento. En este sentido, la sombra es una representación lejana y confusa de Dios; el vestigio una representación, también lejana, pero distinta; y la imagen es a la vez próxima y distinta. De este primer modo de distinción se desprende otro más: las creaturas son sombras de Dios por aquellas de sus cualidades que se refieren a él sin especificar el género de causa bajo el que se las considera; el vestigio es la propiedad de un ser creado que se refiere a Dios considerado como causa eficiente, ejemplar o final; finalmente imagen es toda propiedad de la creatura que supone a Dios no sólo como causa sino también como objeto.

De estas dos primeras distinciones derívanse todavía otras dos. Ante todo en lo que se refiere al género de conocimiento a que estas diversas analogías conducen. Pues se dividen en más próximas y más lejanas, han de distinguirse necesariamente por la precisión de les conocimientos que respecto de Dios ambas nos proporcionan. En cuanto sombra, la creatura sólo puede conducir al conocimiento de los atributos que son comunes en el mismo sentido a las tres divinas personas, como el ser, la vida y la inteligencia. En cuanto vestigio, la creatura nos lleva a los atributos comunes a las tres divinas personas, pero que se apropian particularmente a' alguna de ellas, como el poder al Padre, la sabiduría al Hijo y la bondad al Espíritu Santo. En cuanto imagen, la creatura nos lleva al conocimiento de los atributos que con propiedad corresponden a una divina persona, y sólo a ella: la paternidad al Padre, la filiación al Hijo y la expiración al Espíritu Santo.

Finalmente, de los anteriores se deriva un nuevo modo de distinción, el que encontramos en los seres en donde se hallan estos diversos grados de analogía. Es evidente que, contra lo que pretendían los teólogos cuyas opiniones hemos citado, estos modos de semejanza no se excluyen mutuamente. Quien posee lo más, posee también lo menos. Las creaturas espirituales son imágenes de Dios, puesto que es su objeto, pero a la vez son también vestigios y sombras, pues es su causa, y lo es en los tres géneros de causa dichos. En cambio quien posee lo menos no ha de poseer necesariamente lo más; y por lo mismo las creaturas materiales podrán ser sombras o vestigios de Dios, pero en manera alguna sus imágenes, por lo mismo que no es Él su objeto.

Saquemos ante todo las consecuencias que de esta doctrina se derivan con relación a la naturaleza y estructura del mundo sensible. Si la relación establecida por el acto creador entre el mundo y Dios es una verdadera relación de analogía, el acto creador necesariamente ha tenido que dejar sus huellas en las cosas; es más, esta relación de analogía ha de estar forzosamente inscrita en lo más profundo de las cosas. La analogía, efectivamente, o no está comprendida en la noción misma de creación, o de estarlo es la ley que rige la sustancia de la creatura. Sabemos ya por las pruebas de la existencia de Dios que ninguna propiedad de las cosas encuentra su razón suficiente en las cosas mismas; por lo tanto son por necesidad, y como por naturaleza, imitaciones o analogías de Dios.

Consideremos en efecto un ser corporal cualquiera; su esencia nos demostrará inmediatamente que Dios ha creado todo según la triple regla de la medida, el orden y el peso: omnia in mensura, et numero et pondere disposuisti (San. 11, 21). Este cuerpo posee en efecto cierta dimensión exterior que es su medida, un orden interior de sus partes que es su número, y cierto movimiento que procede de una inclinación que lo arrastra como el peso a los cuerpos. Podemos sin embargo adentrarnos más en la sustancia misma del cuerpo; antes de poseer el peso, número y medida, que vienen a ser otros tantos vestigios de Dios, y corresponden a los atributos apropiados, este cuerpo posee el ser o la sustancia, tomados en su aspecto más general y menos determinado, sombras del Ser primero de que proceden. Ahora bien, si permitimos a la luz de la fe iluminar nuestra razón; ¡qué riquezas hallaremos en esta lejana sombra! Todo ser se define y determina por una esencia, y toda esencia se halla a su vez constituida por el concurso de tres principios: la materia, la forma y la composición de ambas. ¿Por qué la creatura corporal se halla necesariamente constituida según este tipo? Ninguna razón encontraríamos a priori, y hasta la estructura íntima de los seres de que el mundo está compuesto permanecería inexplicable si se prescindiera de lo que la fe nos enseña con respecto a la esencia primera, origen de todas las esencias y a cuya imitación han sido todas constituidas. Esta unidad en la trinidad antes que en ningún ser aparece en Dios. Un principio original o fundamento del ser, un complemento formal de este principio, un lazo que los une: el Padre que es origen, el Hijo que es imagen, el Espíritu Santo que es amor y comunicación, este orden interno que constituye la esencia divina es también la ley que rige la economía interna de los cuerpos creados.

No bastaría decir de esta concepción que San Buenaventura no la considera ni como un juego ni como un sueño poético; puede decirse, sin miedo a errar, que para él constituye el centro único de perspectiva desde el cual el mundo creado deja de ser un desorden ininteligible para llegar a ser penetrable a la razón. Si supiéramos mirar las cosas, cada una de ellas y cada una de sus propiedades se nos mostrarían en su verdadera luz, como la aplicación a un caso particular de una regla de la sabiduría divina. Y este, y no otro, ha sido el objeto de los estudios emprendidos por los filósofos, y sobre todo por el más grande de ellos, Salomón; no andaban, pues, equivocados los espíritus humanos más sobresalientes al buscar en este sentido la razón última de las cosas, y, del mismo modo, su más grande equivocación ha sido retardarse tantísimo tiempo en la contemplación de estos vestigios corporales que no son sino las más lejanas de las analogías divinas. A quien penetre una vez hasta estos principios constitutivos y verdaderamente primeros, le parecerá que la creatura queda reducida a una especie de representación de la Sabiduría divina, por el estilo de lo que serían un cuadro o una estatua: creatura non est nisi quoddam simulacrum sapientiae Dei et quoddam sculptile. Es también como un libro en que está escrita en caracteres muy llamativos la Trinidad creadora: creatura mundi est quasi quidam liber in quo relucet, repraesentatur et legitur Trinitas fabricatrix, y nosotros, ante ese, libro, permanecemos incapaces de leer en él la sabiduría de Dios, inscrita en los vestigios de las obras divinas. Como un lego iletrado que llevara un libro sin cuidarse de su contenido, así somos nosotros ante este mundo cuya lengua nos resulta tan desconocida como el griego o el hebreo, o como una lengua bárbara de la que ignoramos completamente hasta el origen.

Ante expresiones tan enérgicas, uno necesariamente se pregunta hasta dónde será preciso tomarlas en sentido literal. ¿Qué es lo que exactamente querrá decir San Buenaventura cuando afirma que el mundo visible es un libro cuyas palabras son los seres particulares?

Pareciera al principio que sólo se tratara de una comparación. Los cuerpos creados estarían naturalmente dotados de una naturaleza que los constituiría en su sustancia propia y, además, como cosa extrínseca y, hasta cierto punto, accidental, gozarían de la propiedad de ser análogo, o vestigios de Dios. Empero esta interpretación, ya poco verosímil después de los análisis precedentes, está en oposición con declaraciones de San Buenaventura todo lo categóricas que fuera deseable. Toda creatura, nos dice, es por naturaleza imagen y semejanza del Creador: omnis enim creatura ex natura est illius aeternae sapientiae quaedam effigies et similitudo. Y en otra parte, y más vigorosamente todavía, que el ser imagen o vestigio de Dios, no puede ser algo accidental, sino sólo propiedad substancial de toda creatura: esse imaginem Dei non est homini accidens, sed potius substantiale, sicut esse vestigium nulli accidit creaturae. Trátase, pues, aquí de una denominación bien intrínseca.

Cabría entonces la interpretación inversa: si es natural a las cosas representar a Dios, esta semejanza que con el Creador tienen ¿no será lo que constituye su propia sustancia? Adoptando este punto de vista, el mundo se convierte en un conjunto de imágenes o signos, y viene a ser, según expresión de Berkeley, un lenguaje del Creador a las creaturas. Pero dos dificultades se oponen a esta nueva interpretación. La primera, y no la menos grave, es que nos llevaría por caminos torcidos a hacer de cada creatura una participación del ser divino. Siendo las cosas, en el sentido activo del verbo ser, semejanzas de Dios, necesariamente habían de poseer un grado de perfección muy superior al que de hecho vemos que tienen los cuerpos. Al hablar de la voluntad humana, que como más adelante veremos, es mucho más semejante a Dios de lo que lo son las substancias materiales, especifica San Buenaventura que ella no participa de la semejanza de Dios ni como el cisne y la nieve participan de la misma blancura, ni como la especie sensible del color que representa, sino tan sólo al modo en que el espejo participa de la semejanza de los objetos. En el orden sobrenatural sólo la gracia y la gloria beatífica son semejanzas de Dios en el segundo sentido; el alma que posee la gracia o la gloria no participa de la semejanza divina sino en el tercer sentido; y ninguna creatura, ni la Gracia ni la Gloria celestial, son el ser divino en el primer sentido que hemos señalado. La única semejanza substancial del Padre es el Verbo; todo lo demás no podría serlo sin ser Dios.

La segunda objeción contra una interpretación de esta clase sería una objeción de hecho. Si la misma sustancia de las creaturas se redujese a su semejanza con Dios, ningún espíritu humano podría jamás desconocerla; pero nosotros sabemos ya muy bien que esto no es así, pues nos vemos obligados a imponernos continuos esfuerzos para no olvidar que este y no otro es el sentido profundo de la creación. Existe, pues, un aspecto en las cosas bajo el cual no aparece su carácter de vestigios, e incluso es capaz de encubrírnoslo completamente. Lejos de ser semejanza de Dios en el estado puro, no son respecto de esta semejanza sino reflejos proyectados sobre la materia que los constituye. Este reflejo, aunque lejano y débil, es sin duda el único que les da orden, medida y peso, en una palabra inteligibilidad. A pesar de todo podemos nosotros no apercibirnos de ello, o rehusar voluntariamente atenderlo; entonces el vestigio que ante nuestros ojos tenemos, desaparece, y sólo queda la naturaleza, un residuo lúcido pero desprovisto de inteligibilidad, y con el que se alimenta la ceguera de los filósofos.

De esta suerte, la creatura corporal es susceptible de una definición rigurosa. La sombra y el vestigio, por lo mismo que sólo son sombras y vestigios, esto es, analogías extremamente lejanas, no son capaces de subsistir aparte, ni de proporcionar la sustancia de seres completos en sí. A este grado de alejamiento, el rayo inteligible proyectado por el foco divino pasaría inadvertido a través del vacío de la nada; pero allí donde no existe conocimiento consciente cabe lugar para el conocimiento realizado. Ser el orden, como Dios, es la perfección suprema; conocer el orden, como el hombre, es imitar esta perfección; pero recibir el orden, como las cosas, también es participar de la analogía divina, al inscribir y realizar en su propia sustancia una ley que ni siquiera conocen. El espectador que contempla una estatua participa del pensamiento del artista más íntimamente que la estatua misma, y, sin embargo, esta estatua expresa a su manera, materializándola, la imagen creadora que le señala sus contornos y distribuye sus partes en el espacio. Tal es el pensamiento de Dios. Más abajo del límite en que deja de ser cognoscible, continúa todavía capaz de obrar eficazmente. Esta materia inerte que el artista halla a su disposición y que modela según el orden y medida de su idea, Dios puede dársela si le place, y le place, por lo mismo que anhela comunicar su perfección bajo todas las formas en que ella pueda ser recibida. La analogía divina, pues, atravesará el pensamiento, y descenderá hasta la materia, esto es, irá a imprimirse en un fondo pasivo cuya definición misma consiste en manifestar una analogía divina que él no percibe en sí mismo, pero que la recibe.

Empero al mismo tiempo se hace manifiesto que si los cuerpos no son analogías divinas subsistentes por sí mismas, sin embargo lo que constituye el elemento positivo e inteligible de su ser es el ser sombras o vestigios de Dios. No existe en ellos la materia sino en cuanto receptor de la analogía que la informa, de tal manera que, en todo lo positivo de su ser, son orden, medida y peso. Y en este punto hemos llegado a la línea metafísica desde donde van a dividirse los filósofos cristianos y paganos, y desde donde vamos a poder definitivamente juzgar a unos y otros. La filosofía pagana se define como tal por el objeto que señala a sus investigaciones; efectivamente consiste en el estudio de la naturaleza. Y ¿qué es la naturaleza? Simplemente un vestigio desconocido. No podemos decir que la filosofía natural no tenga objeto, ni que el universo de las cosas sensibles, como ella lo considera, se reduzca a una simple ilusión; pero el objeto que ella se asigna, considerado precisamente y en sí mimo, es incompleto, y además lo mira bajo tal aspecto que, lo que podría proporcionarle verdadera inteligibilidad, se esfuma y deja de ser visible. Esta filosofía no ser equivoca pues, al dejarse seducir por la belleza de la creatura, porque es bella de verdad, pero sí al dejarse retener por ella como si fuera de por sí su propia razón de ser, cuando sólo es un signo que nos invita a seguir más adelante. Nos encontramos en un punto en que es preciso elegir bien el camino a seguir, porque una vez en él, nos será difícil volver atrás: aunt sistitur in pulchritudine creaturae, aut per illam tenditur in aliud. Si primo modo tunc est in via deviationis. Es muy diversa, pues, esta discusión de la existente entre realistas e idealistas. No cabe duda de que existe un objeto del entendimiento, ni de que dicho objeto subsiste independientemente de él; hay creaturas, pero estas creaturas pueden ser interpretadas como cosas o como signos: creaturae possunt considerari ut res vel ut signa. El error de los filósofos consiste precisamente en haber descuidado lo que constituía a la creación en un sistema de signos inteligibles, para quedarse simplemente con un conglomerado de cosas ininteligibles.

Ya que Dios creó el mundo como un autor compone un libro, para manifestar su pensamiento, convenía que estuvieran en él presentes los principales grados posibles de expresión, y, por consiguiente, que fuese creado en él un grado de analogía superior al de la sombra y los vestigios. Ser análogo de un modelo cuya semejanza se lleva inscrita en la sustancia misma del ser, es ya una manera de representarlo. Empero, hay un modo de representación y de expresión muy superior al del vestigio y la sombra, y es precisamente el de la imagen, del que las substancias espirituales constituyen el tipo más acabado, consistente en tener conciencia de esta analogía, en saber que, por sus más íntimas raíces metafísicas, es una semejanza; en comprender que la ley que define el ser de una creatura predetermina la regla de su vidas en anhelar ser cada vez más conforme al patrón según cuyo modelo se sabe formado.

El secreto que justifica, pues, la existencia de las almas es el mismo que justifica la existencia de los cuerpos, pero sólo con ocasión de las almas se descorre plenamente. Una bondad infinita es fecunda y creadora en virtud de su misma infinitud; pero esta fecundidad no puede menos de llevar a su vez el sello de la bondad que manifiesta. Esta perfección suprema se comunica ante todo para sí; quiere por tanto efectos que sean para ella, y que a ella se dirijan; pero ningún efecto se dirigirá más completamente hacia ella que el que la conozca y ame. Conocer y amar una Perfección que no os ha conocido ni amado sino por sí, es algo más que imitar el objeto de este conocer y este amar, es reproducirlos en el acto mismo por el que ellos os han conferido el ser. La imagen, pues, más que un efecto de Dios, diríamos que es un análogo de la vida divina, y por eso cuando el alma se observa atentamente a sí misma, en el seno de sus obscuras profundidades encuentra un como reflejo de la esencia creadora.

Y ¿qué es esta imagen en realidad? Es la analogía que el acto generador imprime en el ser engendrado. En otros términos, y más brevemente, es una imitación por vía de expresión. Ahora bien, la imitación de un modelo puede hacerse por dos órdenes distintos: el de la cualidad y el de la cuantidad. Cuando un ser posee una esencia cualitativamente semejante a la de su causa, se dice que es semejante a ella; más tarde habremos de preguntarnos si la semejanza no será una analogía divina más inmediata aún que la imagen creada. Pero un ser puede representar a otro por una especie de conformidad más externa y hasta cierto punto cuantitativa; entonces, para establecer relación de analogía basta que entre el orden y la configuración de los elementos, tales como existen en la causa y se hallan dispuestos en el efecto, aparezca cierta correspondencia. Trátase, pues, aquí menos de una analogía de esencias que de una relación entre la ordenación interna y la estructuración de los seres considerados, y ésta es precisamente la que designamos con el nombre de imagen. La imagen es literalmente una conformidad, es decir, una analogía de formas, y por consiguiente una relación compuesta simultáneamente de cualidad y cuantidad.

Podrá parecer en un principio que una relación de este género no cabe entre Dios y el alma humana, ya que la cuantidad no ocupa lugar alguno ni en causa ni en efecto; pero en defecto de la cuantidad propiamente dicha, y de la configuración espacial a que ella daría lugar, podemos nosotros señalar conveniencias o conformidades espirituales, más profundas aun que las de los cuerpos, y legitimar plenamente este modo de relación de analogía. En primer lugar el alma humana es imagen de Dios en razón del orden particularísimo que a Él la une.

Los tres aspectos primitivos bajo los cuales muéstrasenos la unidad de la esencia divina son el poder, la luz y la bondad. En cuanto es soberano poder y majestad, Dios ha hecho todo para su gloria. En cuanto luz suprema, lo ha creado todo para su manifestación. En cuanto bondad suprema, todo para su comunicación. Ahora bien, no hay gloria perfecta sin testigo que la admire, ni manifestación digna de tal nombre sin espectador que la conozca, ni comunicación posible de un bien sin un beneficiario que pueda recibirlo y servirse de él. Empero, admitir un testigo que ensalce esta gloria, conozca esta verdad y goce de este don es admitir una creatura racional, cual es el hombre. Podemos, pues, decir con San Agustín que las creaturas racionales están ordenadas inmediatamente hacia Dios, lo que significa que Dios, y sólo Él, constituye su razón suficiente. Quizás se vea mejor la naturaleza inmediata de esta relación comparándola con la que une a las creaturas no racionales con el Creador. La existencia de cosas desprovistas de inteligencia no es exigida inmediatamente por un Dios que se manifiesta y se comunica, pero sí por la existencia de un testigo como el hombre que en ellas contemplará, como en un espejo, las perfecciones de Dios. Existen, pues, las cosas para el hombre, y como el hombre lo es para Dios, las cosas son indirectamente para Dios. El hombre, por el contrario, no existe sino para Dios, y no hay intermediario necesario entre Dios y el hombre; lo cual quiere decir que hay una relación inmediata entre Dios y el hombre.

Pero la naturaleza de las relaciones que unan entre sí a varios seres bata por sí misma para determinar cierto grado de acuerdo o desacuerdo entre ellos. Cuanto esta relación es más inmediata, más íntimo es también el acuerdo y la afinidad de los seres entre los que la relación existe. El alma racional, o la creatura espiritual, sea cual fuere, por el mero hecho de hallarse asociada en calidad de testigo a la gloria de Dios, se halla por lo mismo colocada en una relación tan estrecha y en tan íntimo acuerdo con Dios que más no es posible. Ahora bien, a medida que este acuerdo se estrecha entre dos seres, la semejanza entre ellos resulta más expresa y formal. Así, por ejemplo, decir que el hombre está ordenado a Dios es lo mismo que afirmar que puede participar de su gloria. Empero el hombre no puede participar de la gloria divina sino modelándose en Dios, reproduciendo en sí mismo la imagen de Dios, en una palabra, y hablando literalmente, configurándose a Él. Decir, pues, que si el hombre es capaz de llegar hasta allí, es que lleva impresa en su rostro, desde su origen mismo, la luz de la faz de Dios, equivale rigurosamente a decir que, si lleva en sí el reflejo de esta luz, es porque su alma es naturalmente apta para participar de la perfección divina y configurarse a 'ella. Exprésese como se quiera esta relación, lo cierto es que supone entre Dios y el hombre una conveniencia de orden inmediato, y que no tendría explicación posible si el alma humana no fuese imagen expresa de Dios.

Y lo que decimos como cierto de la analogía o conveniencia de orden, podemos con el mismo derecho decirlo de la analogía o conveniencia de proporción. Esta conveniencia, como ya lo hemos indicado arriba, consiste en una semejanza de relaciones. Pero caben dos clases de relaciones comparables entre sí; relaciones que existen entre determinados objetos y otros que les son exteriores, y relaciones existentes en el interior mismo de dos objetos. Puede, por ejemplo, compararse la relación existente entre Dios y sus efectos, con la que media entre el hombre y sus efectos; pero se puede también comparar las relaciones internas que constituyen la esencia divina con las relaciones internas que definen la esencia de la persona humana. El primer orden dé comparación conduce a analogías reales, pero de carácter relativamente superficial. Podrá, por ejemplo, decirse que toda creatura es a los efectos que produce lo que Dios a las creaturas a que da origen por creación. Sin embargo es bien evidente que la relación es infinitamente diversa en ambos casos, y que el artista que da forma a una materia preexistente no es imagen expresa de un Dios creador.

Cuando las relaciones consideradas son de orden interno, o, como dicen los filósofos, intrínsecas, la cosa es muy diversa. Indudablemente la esencia divina no puede revestir ninguna forma, y por ende no es representable en este sentido por ninguna imagen; pero nótese que además de las imágenes corporales que exigen configuración corporal, existen imágenes espirituales que no requieren sino configuración espiritual. Entonces ya no se trata de una cantidad de masa, sino del número y de las relaciones de ciertas propiedades. Así por ejemplo, del mismo modo que se representa un triángulo bajo la forma de vértices unidos por tres lados, se podrá formar una imagen espiritual en que tres facultades correspondieran a los tres vértices, y la reducción al acto de una por la otra a los lados que los unen. San Agustín ha insistido largamente en gran número de sus obras sobre esta proporción interna entre las tres personas divinas y las potencias espirituales del alma, pero en ninguna parte lo ha destacado tanto como en su tratado De Trinitate; recojamos pues con él las analogías esenciales que hacen nuestra alma semejante a la esencia de Dios.

Ante todo nos encontramos con que las tres potencias constitutivas del alma, memoria, entendimiento y voluntad, corresponden, por su mismo número, a las tres divinas personas; además esta correspondencia se extiende más lejos, pues no basta decir que en el hombre existen tres potencias espirituales como en Dios existen tres personas divinas; es preciso afirmar que estas tres potencias del alma, incluidas en la unidad del alma a que pertenecen, reproducen un plan interno del que la esencia divina nos proporciona magnífico modelo. En Dios, unidad de esencia y distinción de personas; en el hombre, unidad de esencia y distinción de actos. Más aún, existe correspondencia exacta entre el orden y las relaciones recíprocas de los elementos de que estas dos trinidades están constituidas. Del mismo modo que el Padre engendra el conocimiento eterno del Verbo que lo expresa, y que el Verbo a su vez se une al Padre por el Espíritu Santo, así la memoria o la mente, fecunda por las ideas que encierra, engendra el conocimiento del entendimiento o verbo, y el amor nace de ambos como lazo que los une. No se trata pues de una correspondencia accidental; la estructura de la Trinidad creadora condiciona, y por consiguiente explica, la estructura del alma humana; una vez más se nos muestra la analogía como ley constitutiva del ser creado.

Sería sin embargo un grave error considerar esta ley, como una especie de definición estática que regula y fija definitivamente la constitución de la creatura racional. La imagen no es cualidad inamisible, y existen muchos grados en la configuración del alma a Dios. Indudablemente, pues consideramos como una propiedad substancial del alma la analogía que con el Creador tiene, no podemos negar que el alma sea necesariamente semejante al Creador, por lo menos con una semejanza material e ignorada. Empero una analogía tan confusa y mal desarrollada no bastaría a hacer del alma una verdadera imagen de Dios. La imagen, según antes lo hemos indicado, es una conformidad expresa, esto es, una conformidad estricta, y no puede serlo sino en la medida en que ella se conozca a sí misma y se quiera como tal. La estructura del alma racional puede por tanto ser análoga a la de la Trinidad; y esto aunque ella misma no lo sepa; pero si, por el contrario, se aparta de Dios y de sí misma para volverse hacia la materia, entonces el alma vuelve a caer en la analogía más lejana de los cuerpos materiales. De esta suerte el alma humana es una imagen de Dios que puede obscurecer su vestigio, e inversamente, lo que marca el paso del vestigio a la imagen es la aptitud de la analogía divina para conocerse como tal y transformar en una relación explícita la ley que se esconde en la sustancia de su mismo ser. Para evitar aquella degradación y realizar la transformación, bástale al alma volverse a Dios y contemplar el misterio de la Trinidad creadora tal como las Escrituras y la fe nos lo revelan. Entonces, en presencia del arquetipo mismo de su ser, se ilumina ella con claridad incomparable, se conoce a sí misma como análoga al modelo perfecto que reproduce, y descubre su fundamento metafísico último en esta analogía que la asemeja a Dios. Por lo mismo, el alma humana no decaerá de su altísima dignidad nativa sino cuando se tome a sí misma por objeto. Ver la imagen de uno es también verlo a Él. Así, apártese el alma de las cosas sensibles, y sin volverse directamente a Dios, considere en sí misma la unidad de su esencia y la trinidad de sus potencias que se engendran unas a otras; el alma continúa indudablemente siendo imagen de Dios, aunque menos lúcida y menos inmediatamente conforme que la precedente, pues no esclarece la imagen a la luz del modelo, pero también menos inadecuada quizás, por lo mismo que el objeto inferior que aprehende es captado por ella en su ser y en su sustancialidad.

Trátase, pues, aquí de definir a las almas en su esencia propia, y de encontrar en ellas la imagen de Dios es explicar su naturaleza misma: nam imago naturalis est quae repraesentat per id quod habet a natura. A nadie va a extrañar después de esto la tranquila audacia con que San Buenaventura resuelve los más espinosos casos de procedencia; su principio de analogía le proporciona el medio de resolución. Afirma de manera especial que el ser imagen de Dios es propiedad del hombre cuando se le compara con los animales, pero no cuando con los ángeles se le compara, pues tiene con ellos esta cualidad común; que si es verdad que según algunos los ángeles son imágenes más expresas y perfectas de Dios, sin embargo, las almas humanas expresan a su vez aspectos de Dios que no los expresan los ángeles; que la razón de imagen no se halla en más alto grado en el hombre que en la mujer, ni en el señor que en el esclavo, en cuanto al ser mismo de la imagen, pero que, accidentalmente, por razones que se fundan en la diferencia corporal de los sexos, la imagen puede ser más clara en el hombre que en la mujer; finalmente, que la imagen de Dios reside más en nuestro conocimiento que en nuestra afectividad, por lo mismo que está representada en nosotros por dos facultades cognitivas y una sola facultad afectiva.

Quédanos todavía por salvar un último grado en el orden de la analogía: por encima de la sombra, del vestigio y de la imagen está la semejanza. En un sentido indeterminado, la similitud o semejanza es un género más amplio del que la imagen es sólo una especie; mas en el sentido propio y técnico de la expresión expresa un modo eminente de la participación en la perfección divina, el modo más inmediato que sea compatible con la condición de creatura. En efecto, la imagen, como la hemos definido, se funda esencialmente en una relación, y, trátese de una relación de orden, o de una configuración de partes, implica necesariamente intervención de la cuantidad y por tanto de la espacialidad y una inevitable exterioridad. La semejanza en cambio es cualidad pura. No supone identidad sino que la excluye formalmente, pues no cabe semejanza entre dos seres idénticos; pero supone que entre estos seres distintos media comunidad de alguna cualidad: similitudo dicitur rerum differentiam eadem qualitas.

¿Cómo empero descubrir una cualidad divina que pueda ser, no sólo imitada al exterior y figurada, sino poseída por la creatura? Obsérvese ante todo que para ser participada como tal por el alma humana, una cualidad debe ser algo creado; pues si se tratase del ser divino, por su simplicidad absoluta, no podría ser participado sino totalmente o de lo contrario no ser participado. Por otra parte necesariamente se impone que una cualidad divina llegue a la creatura en forma asimilable, sin lo cual el actual estado del hombre y del mundo serían su estado definitivo. Bastándose a sí mismos, y llegados al presente al término de su historia, sin tener que llegar a ser otra cosa fuera de lo que son, no habrían menester de nada sino de lo que tienen y son. Pero si el estado final del hombre y del mundo consiste en una perfección y gloria de que su estado actual no es sino una especie de prefiguración, se impone que la fuerza espiritual que los mueve y arrastra hacia sus últimos destinos los anime ya desde el momento presente. O existe, pues, en el seno de la naturaleza una cualidad sobrenatural que prepare la transfiguración final, o es que esta transfiguración nunca tendrá lugar. Ahora bien, esta cualidad no puede ser a la vez sobrenatural y participable por el hombre sino a condición de ser simultáneamente creada y trascendente al resto de la naturaleza: esto es, la gracia.

La gracia pues está destinada esencialmente a hacer al hombre capaz de obtener su último fin. Dios, en la plenitud de su bondad, ha creado un alma racional y destinada a la eterna felicidad; esta alma, imperfecta y caída por el pecado, le es preciso repararla nuevamente, volver a crearla en cierto modo, para restituirla a la dignidad de su primitiva condición; pero la salvación no puede consistir para el alma sino en la posesión del bien soberano de que ella es indigna. Esto es lo trágico del destino humano: una creatura consciente de su fin y que se halla de él separada por un espacio sin común medida con los recursos naturales de que dispone. Pero entonces es cuando Dios viene también en su ayuda. La distancia que la creatura no puede salvar, se encarga el Creador de hacérsela hacedera, no ciertamente rebajando hacia el hombre su esencia inmutable, sino infundiendo en el alma una cualidad, creada, pero a pesar de todo deiforme, que hace al hombre agradable a Dios y digno de la gloria eterna.

Supongamos pues ahora a esta cualidad deiforme penetrando en el alma en cuyo seno Dios la introduce. Esta alma está ya orientada hacia Dios e inmediatamente ordenada hacia él. Representa además la configuración divina por la disposición interna de sus potencias. Va ahora a recibir un don que no solamente la dirigirá hacia Dios como la imagen, sino que la hará capaz de entrar en sociedad con Él. Si hemos podido considerar como una analogía divina las relaciones externas precedentes, ¿cómo podríamos no colocar en el grado más eminente de la analogía a esta gracia que aproxima hasta el contacto lo que por sí no se puede confundir? Por la semejanza de la gracia viene a ser el alma templo de Dios, esposa de Dios; no puede concebirse aproximación más inmediata para la creatura, pues para realizar algo mejor que recibir la gracia, sería preciso ser la Gracia misma increada, es decir el Espíritu Santo; para tener algo más que la semejanza de Dios, habríamos de ser esta misma semejanza, esto es el Verbo. Más noble que poseer a Dios, sólo sería ser Dios.

Y de esta suerte, desde los ínfimos grados de la naturaleza hasta el punto supremo en que la creatura reformada se hace digna de unirse a Dios, el universo todo se nos muestra como sostenido, regido y animado por la analogía divina. Empero, si esta es la ley que preside a su organización, debe necesariamente ser también la que explique su estructura; por lo tanto la metafísica de la analogía ha de completarse con una lógica de la analogía cuyas leyes nos quedan por determinar.

Ateniéndonos a las apariencias inmediatas, la lógica de San Buenaventura no es sino la lógica de Aristóteles. El silogismo es para él el instrumento por excelencia de la demostración científica, el medio para elaborar el conocimiento probable en los dominios en que la demostración no aparece, en una palabra, el instrumento que permite a la razón enriquecer sus conocimientos deduciendo de los primeros principios las consecuencias que de ellos se desprenden. Sin embargo, es imposible estudiar mucho tiempo las obras de este filósofo sin darse cuenta de que la lógica aristotélica es para él más un procedimiento de exposición que un método de invención. Otra lógica distinta vivifica y alimenta con sus descubrimientos a la del Estagirita, y no podía ser de otra suerte. En un mundo cuyas subestructuras metafísicas acabamos de descubrir, el único procedimiento de explicación procedente era el de discernir, bajo el desorden y diversidad aparente de las cosas, los hilos tenues de la analogía que las enlazan entre sí y las unen a todas con Dios. De ahí esta prodigiosa multiplicidad de semejanzas, correspondencias, proporciones y conveniencias en que algunos se sienten hoy tentados año ver sino un juego de inteligencia, encantamiento de la imaginación, o en el mejor de los casos, una embriaguez del alma que trata de olvidar su condición humana, pero en el que es preciso buscar ante todo el único medio de exploración e interpretación exactamente adaptado al mundo de un metafísico de esta naturaleza.

En verdad San Buenaventura no tenía ningún esfuerzo que realizar para descubrir las hipótesis directivas en que había de inspirarse su lógica de la invención. Por lo mismo que el mundo se ofrecía a sus ojos como un libro preparado para ser leído, y que en la naturaleza veía una revelación sensible análoga a la de las Escrituras, había de poder aplicar de igual manera al libro de las creaturas los métodos tradicionales de interpretación que se venían siempre aplicando a los libros santos. Y en efecto, así como en el texto sagrado encontramos un sentido inmediato y literal, pero también otro alegórico por el que descubrimos las verdades de fe que la letra significa, y otro tropológico que nos muestra las enseñanzas morales encerradas en una narración de apariencia histórica, y un tercero anagógico por el que nuestra alma se siente elevada al amor y deseo de Dios, del mismo modo es preciso no detenerse en el sentido literal e inmediato del libro de las creaturas sino buscar el sentido profundo de sus enseñanzas teológicas, morales y místicas. El paso entre ambos dominios se efectúa tanto más fácilmente cuanto que en realidad son inseparables. Si las cosas pueden ser consideradas como signos en el orden de la naturaleza, es porque juegan ya este papel en el orden de la revelación. Los términos empleados en cualquier ciencia sólo designan cosas; los que emplea la Sagrada Escritura designan cosas, y estas cosas a su vez designan verdades de orden teológico, moral o místico. Al tratar, pues, a los cuerpos y las almas como alegorías de la Trinidad creadora no hemos hecho otra cosa sino aplicar al mundo sensible los métodos de exégesis escrituraria ordinariamente aceptados; y sólo entonces ha encontrado el mundo su verdadero sentido: et sic patet quod totus mundus est sicut unum speculum plenum luminibus praesentatibus divinam sapientiam, et sicut carbo effundens lucem.

Una vez aceptados estos principios directivos de la interpretación, rétanos todavía seleccionar el instrumento que ha de permitirnos aplicarlos. Y el silogismo de Aristóteles es aquí manifiestamente impotente. Como adaptado que es a un universo compuesto de naturalezas cuyas nociones permite él analizar, nos deja sin medios para explorar les secretos de un mundo simbólico como el de la tradición agustiniana y el de San Buenaventura en particular. El único método que en tal caso puede manifestar alguna fecundidad es el razonamiento por analogía, y en especial el razonamiento de proporción. Si la ley íntima que rige las esencias de los seres materiales es la de una conformidad, y como configuración con la esencia divina, todo razonamiento que sea realmente explicativo ha de poner de manifiesto cierta correspondencia entre lo creado y lo increado. El silogismo no será de ninguna manera excluido de esta lógica, pero se hallará totalmente subordinado a ella. Es sorprendente en San Buenaventura el paralelismo existente entre su concepción de la metafísica cristiana y su concepción de la lógica cristiana. Así como para él el verus metaphysicus es el que coloca decididamente el ejemplarismo por encima del mundo ciego de Aristóteles, del mismo modo, y por una consecuencia por otra parte necesaria, el verdadero lógico es el que pone a Jesucristo como centro de todos los razonamientos: haec est logica nostra, haec est ratiocinatio nostra, quae habenda est contra diabolum qui continuo contra nos disputat. Ahora bien, si tomamos a Cristo y la fe que Él nos ha revelado como menor del silogismo, todos nuestros conocimientos darán muy pronto nacimiento a otras tantas proporciones analógicas correspondientes. El razonamiento por analogía de proporción será por tanto la verdadera lógica del cristiano. Y de esto se convencerá mejor quien considere algunos ejemplos de parecidas transposiciones tomadas de San Buenaventura.

He aquí en primer lugar el mathematicus, es decir, el a la vez matemático y astrónomo. El objeto de su estudio es la cantidad abstracta, o la materia sensible considerada precisamente en su razón de cantidad. Entre las figuras geométricas de que se ocupa está el círculo, y puede estudiar su centro, bien en sí mismo, bien a propósito de la medida de la tierra, o bien con ocasión de los movimientos de los cuerpos celestes. Ahora bien, el centro del universo es la Tierra; central y pequeña, está colocada en el punto más bajo de la creación; y por lo mismo que es pequeña y está muy baja, recibe todas las influencias de los cuerpos celestes, a los cuales debe su prodigiosa fecundidad. Como el Hijo de Dios, pobre, miserable descendido del cielo a este bajo lugar, revestido de nuestro barro, hecho de nuestra tierra, no solamente ha venido a la superficie de la tierra, sino que ha querido bajar hasta las profundidades de su centro. Por su Crucifixión, Jesucristo ha llegado a ser el centro del centro mismo del mundo: operatus est salutem in medio terrae, porque después de su crucifixión su alma descendió a los profundos infiernos para librar allí a los justos que lo esperaban. De esta forma Cristo es para el reino celestial lo que la Tierra es para la máquina del mundo: proporción alegórica, a la cual se agrega otra proporción tropológica, esto es, moral, porque este centro del mundo es también el centro de la humildad, del cual nadie puede apartarse sin resultar condenado: in hoc medio operatus est salutem, scilicet in humilitate cordis .

Consideremos ahora el orden de las formas tal como la filosofía las encara. Las formas intelectuales y abstractas son como intermedias entre las razones seminales y las formas ideales. Desde que las razones seminales se introducen en una materia, engendran allí otras formas; lo mismo ocurre en lo concerniente a las formas intelectuales que engendran el Verbo o palabra interior en el pensamiento en que aparecen; asimismo, pues, las formas ideales no pueden subsistir en Dios sin que el Verbo sea engendrado por el Padre; sólo así quedan satisfechas las exigencias del razonamiento, pues semejante fecundidad es ya una dignidad, y si a la creatura sí, con más derecho se le ha de atribuir al Creador. .

Otro razonamiento del mismo género: no se podría alcanzar el grado más elevado de perfección realizable en el mundo mientras el apetito de la forma que agita a la materia no alcance a la unión del alma racional con un cuerpo material; solamente entonces se sentirá satisfecho el deseo de la materia. Del mismo modo podríamos por tanto decir que el mundo carecería del más alto grado de perfección si la naturaleza que contiene las razones seminales, y la que encierra las razones intelectuales y la de las razones ideales, no concluyesen por convenir en la unidad de una sola persona, lo que sólo ocurrió en la Encarnación del Hijo de Dios: praedicat igitur tota naturalis philosophia per habitudinem proportionis Dei Verbum natum et incarnatum.

Podríamos, sin ningún provecho, multiplicar ejemplos de este género, pues San Buenaventura no tiene igual en inventar proporciones y analogías. Cuanto más avanzado está en su carrera doctrinal, más se complace en multiplicarlas, hasta poder decirse que constituyen la materia íntegra de sus últimos tratados. Indudablemente la intrepidez con que en este punto procede justifica hasta cierto punto la ilusión de los historiadores que en todo esto sólo ven un juego. Así como el cuerpo, dice, no puede unirse al alma sino por medio del humor, del espíritu y del calor que lo disponen para recibirla, así también Dios se une al alma sólo cuando la encuentra humedecida por las lágrimas de la compunción, espiritualizada por el desprecio del mundo y ardiendo en el deseo de la patria celestial. Virtuosidad es ésta en que se complace San Buenaventura, pero cuyas conclusiones le parecen metafísicamente evidentes: ecce qualiter in philosophia naturali latet sapientia Dei. Y es preciso que lo sean a sus ojos, pues la superioridad indiscutible de la filosofía cristiana sobre la pagana consiste en que sola ella posee el secreto de esta lógica mística y de las perspectivas profundas que sobre el orden de las cosas nos abre. Existen tres cielos incorruptibles y cuatro elementos movibles, por eso Dios ha creado los siete orbes planetarios: ut fiat debita connexio, concordia et correspondentia. El total de diez esferas y de cuatro elementos hace en realidad al mundo tan hermoso, perfecto y ordenado que a su manera viene por ello a ser representativo de su principio; de ahí aquellas largas y minuciosas consideraciones sobre las propiedades de los números senarios y septenarios, sobre la correspondencia entre estos números y el de las edades de la vida, entre éste de las edades de la vida y el de las edades de la humanidad, y entre éste y el de las etapas de la creación, y entre éste de las etapas de la creación y el de las iluminaciones interiores, y entre éste y el de las alas del Serafín que se apareció a San Francisco, y entre éste de las alas del Serafín y el de las gradas del trono de Salomón, entre este número de las gradas y el de los seis días, después de los cuales Dios llamó a Moisés desde el seno de la nube, los seis días después de los cuales Jesucristo condujo a sus discípulos sobre la montaña para transfigurarse ante ellos, los seis grados de la ascensión del alma hacia Dios, las seis facultades del alma y sus seis propiedades. Y podríamos seguir en esa forma casi hasta el infinito.

La expresión no tiene nada de exagerado; es del mismo San Buenaventura, y el razonamiento por el que la justifica permite observar que sus más sutiles variaciones sobre las propiedades de los números corresponden en él a un método definido. La interpretación del mundo presente o futuro le parece perfectamente contenida en un número finito de hechos o de nociones que vienen a ser como los gérmenes de donde esta interpretación debe brotar. Para sacarla es preciso apelar a lo que él llama las teorías, es decir las explicaciones deducidas de estos gérmenes por el pensamiento discursivo; ahora bien, del mismo modo que un rayo de luz reflejado por un espejo puede engendrar un número indefinido de imágenes, del mismo modo que se puede intercalar un número indefinido de ángulos intermedios entre un ángulo recto y un obtuso, o de un obtuso y un agudo, del mismo modo también que los granos pueden multiplicarse hasta el infinito, así también, de las semillas de la Escritura, pueden engendrarse una infinidad de teorías. De esta guisa, sin obstáculo alguno va el espíritu deslizándose de correspondencia en correspondencia; un pasaje de la Escritura, declara el Doctor Seráfico, llama a muchos otros; no tiene, pues, obstáculos que temer en esto la imaginación. Tampoco en este otro libro, el de la naturaleza, los ha de encontrar mayores. Como estrechamente modelada sobre la estructura de las cosas, sola la lógica de las cosas nos permite progresar y elevarnos en la amplia vía iluminativa, descubriendo la presencia de Dios en el interior de cada uno de los seres que encontramos a lo largo del camino.

También en esto la proximidad doctrinal entre San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino es tan engañosa como inevitable. No habrá gran dificultad en cotejar cierto número de textos correspondientes, en comprobar que ambos usan de la analogía, razonan por vía de proporciones, y sorprenden en el seno de las cosas el vestigio o la imagen de la Trinidad creadora. La concordancia de ambas doctrinas en los principios metafísicos de la analogía y c. parentesco de las fórmulas que las expresan, son igualmente incontestables; y sin embargo el espíritu que las anima es profundamente distinto. La noción de analogía no tiene el mismo sentido para San Buenaventura que para Santo Tomás de Aquino, y en las fórmulas, muchas veces idénticas de que usan, casi nunca tiene el mismo valor el término principal.

En la doctrina de Santo Tomás de Aquino la analogía encierra en sí y jerarquiza una significación platónica y una significación aristotélica. Para satisfacer a las exigencias del ejemplarismo señala la dependencia y parentesco que une a las cosas particulares con sus modelos eternos; pero para no apartarse de la lógica aristotélica separa lo análogo de lo unívoco por una línea de demarcación infranqueable. De ésta manera cuando se da a los términos de que usa Santo Tomás el valor que él mismo les otorga, cuando afirmamos que un ser es análogo a otro, designa tanto una relación de desemejanza como de semejanza. Sin embargo es preciso ir más lejos. Preocupado preferentemente de cerrar cuantos caminos llevan al panteísmo, y de excluir toda comunicación substancial de ser entre Dios y la creatura, insiste Santo Tomás con mucho mayor complacencia sobre la significación de separación que sobre la unión de la analogía. Esta tendencia fundamental de su mente se hace ostensible ya desde las primeras obras y se afirma de una manera palpable en su Comentario sobre las Sentencias; a la analogía agustiniana que une, ata, y trata siempre de buscar comunidad de origen para señalar semejanzas de parentesco, opone Santo Tomás la analogía aristotélica, que separa, distingue, da a los seres creados una sustancialidad y suficiencia relativas, al mismo tiempo que las excluye definitivamente del ser divino.

La tendencia fundamental de San Buenaventura es exactamente inversa a la de Santo Tomás. Los filósofos que citara constantemente no son los que exaltan la creatura, confundiéndola con el ser divino; sino los que perjudican a la inmensidad de Dios, atribuyendo una independencia y suficiencia excesivas a la creatura. Allí, pues, donde Santo Tomás se muestra sobre todo preocupado de colocar a la creatura en su propio ser para eximirla de pretender el ser divino, muéstrase sobre todo preocupado San Buenaventura en esclarecer los lazos de parentesco y dependencia que unen la creatura con su creador, para impedir a la naturaleza atribuirse una completa suficiencia y constituirse como un fin en sí. No es, pues, un análisis del contenido de su noción de analogía lo que nos hará comprender la mente de estos dos filósofos, porque para ambos lo análogo es a la vez lo semejante y lo distinto; pero sí se la podrá conocer, y de la más exacta manera, observando el movimiento por el que su mente recorre el campo de esta noción común, y sobre todo el sentido de este movimiento. Augustinus autem Platonem secutus quantum fides catholica patiebatur, escribe Santo Tomás; San Buenaventura sigue a su vez a San Agustín y nos conduce ante este universo de símbolos transparentes cuya exuberante floración nunca había sido alcanzada ni lo será después sobrepasada. Thomas autem Aristotelem secutus quamtum fides catholica patiebatur, podríamos también nosotros repetir con él; y por eso la analogía tomista nos lleva a ese mundo de formas y substancias en que cada ser participa sólidamente de su ser, y lo es esencialmente antes de representar a otro ser distinto de él. Diferencia filosófica profunda, de la que sólo es signo exterior pero verídico la diferencia de aspecto que presentan las dos doctrinas: la analogía tomista ordena la arquitectura sobria y despojada de las esencias distintas que jerarquiza la Summa contra Gentiles; la analogía bonaventuriana proyecta, a través de la aparente heterogeneidad de los seres, el lazo tenue, pero indefinidamente ramificado, de sus proporciones conceptuales o numéricas, y da lugar a ese pulular de símbolos que se llama Itinerarium mentis in Deum, Itinerario del alma hacia Dios.