CAPÍTULO III

EN EL CASO DE LOS NIÑOS

Tratándose aquí una cuestión moral, debemos estudiarla bien para ver si en su solución hay algo que no esté de acuerdo con las buenas costumbres, que es precisamente lo que afirmaremos de la doctrina de nuestros adversarios.

Hay tres géneros de hombres no habituados a la observancia de los mandamientos. En primer lugar los niños, que por su corta edad no pueden tener ese hábito. En segundo lugar, los recién convertidos a la fe, antes de lo cual no puede haber hábito alguno en los mandamientos porque Todo lo que no es según la fe, es pecado (Rm 14, 25) y Sin fe es imposible agradar a Dios (Hb 11, 6). Por último, los pecadores que han pasado la vida en el pecado.

En cualquiera de estos casos la afirmación contraria es abiertamente falsa.

La tesis contraria no vale en el caso de los niños: como en toda profesión y oficio, el hombre adquirirá, ingresando en la vida religiosa, un hábito sólido y arraigado en las virtudes propias de ese estado.

Ejemplo de los santos y de Nuestro Señor.

Si la práctica de los preceptos debiera preceder necesariamente al camino de los consejos emprendido en el ingreso a la religión, sería una cosa irracional, que la Iglesia no podría aprobar, el que los padres ofrezcan a Dios a sus hijos de corta edad, para ser educados en la observancia de los consejos antes de que puedan ejercitarse en la práctica de los mandamientos. Ahora bien, las costumbres de la Iglesia, cuya autoridad tiene gran peso, y numerosos pasajes de la Escritura, establecen lo contrario.

En efecto, dice San Gregorio (XX, q. 1, Cap. Addidistis): "Si el padre o la madre sometieran a su hijo o su hija, niños todavía, a la disciplina regular dentro de un monasterio, una vez que pasen éstos los años de la pubertad ¿les será lícito salir y unirse en matrimonio? Rehusamos dar una respuesta". Poco importa al caso presente en la forma en que está planteado, que estén o no obligados a la observancia regular para siempre, pues si el haber guardado los mandamientos fuera condición necesaria para practicar los consejos, en ningún caso sería lícito someter a la observancia regular a quienes no hayan cumplido esta condición.

Esta costumbre de consagrar los niños a la religión está confirmada no sólo por numerosas leyes eclesiásticas, sino también por el ejemplo de los Santos. Narra San Gregorio en el libro segundo de los Diálogos que "Comenzaron a reunirse con el bienaventurado Benito ciudadanos nobles y piadosos de Roma, y a entregarle sus hijos para que los criase en el servicio de Dios Omnipotente. En esta ocasión y con este buen propósito entregó Eutiquio a su hijo Mauro, y Tertulo Patricio a su hijo Plácido. El jovenzuelo Mauro, en virtud de sus excelentes costumbres, fue ayudante del Maestro; y Plácido estaba aún en la infancia". El mismo San Benito, como narra San Gregorio en el libro citado, siendo todavía niño abandona el estudio de la literatura, su casa y los bienes paternos; y no deseando sino agradar a Dios, sólo procuró vivir santamente.

Y aun podemos descubrir el origen de esta costumbre en los mismos Apóstoles. En efecto dice Dionisio al fin de la Jerarquía Eclesiástica: "Los pequeñuelos, elevados a una vida superior, se habituarán a vivir santamente, inmunes de todo error y exentos de toda impureza. De esto se dieron cuenta nuestros divinos jefes y creyeron oportuno recibir a los niños". Y aunque aquí hable Dionisio de la admisión de los niños en la religión cristiana por el bautismo, con todo la razón allí aducida vale también para nuestro propósito, porque en ambos casos hay que educar a los niños en aquellas cosas que han de observar luego, para que se habitúen a ellas.

Investigando más atrás todavía, encontramos apoyando nuestras tesis la autoridad del mismo Señor. En efecto se lee en San Mateo (19,13) que Presentaron a Cristo ciertos niños para que pusiese sobre ellos las manos y orase; mas los discípulos les reñían. Jesús, por lo contrario, les dijo: Dejad en paz a los niños y no les estorbéis que vengan a Mí, porque de los que son como ellos es el reino de los cielos. San Jerónimo observa: "Si se aparta de Cristo a la niñez inocente, ¿quién merecerá acercarse a Cristo? ¿Pues si han de ser santos, por qué impedir a los hijos llegarse al Padre? Y si han de ser pecadores ¿por qué pronunciáis la sentencia de condenación antes de ver la culpa?" Si es evidente que el camino de los consejos nos acerca tanto a Cristo según aquello de San Mateo (19, 21): Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres y sígueme, ¿con qué razón se ha de impedir a los niños acercarse a Cristo por la observancia de los consejos? Hay con todo, muchos que, como dice Orígenes comentando el pasaje citado, antes de tener claro discernimiento de cómo se han de usar los derechos para con los niños, censuran a los que por la simplicidad de su doctrina consagran a Cristo a los niños y a otros menos instruídos aún. El Señor en cambio, exhortando a sus discípulos, hombres ya maduros, a ser condescendientes en provecho de los niños, les dice, a fin de que se hiciesen como niños, para con los niños, para ganar a los niños: De los que son como ellos es el reino de los cielos. Y Él mismo, siendo Dios, se hizo niño. Debemos pues tener esto presente, no sea que presumiendo poseer una sabiduría superior, despreciemos, jactándonos de grandes, a los pequeños de la Iglesia impidiendo a los niños llegar a Jesús.

Retrocediendo un poco más, leemos en San Lucas (1,80) de San Juan Bautista: El niño iba creciendo y era confortado en espíritu hasta el día que se manifestó a Israel. "El futuro predicador de penitencia -comenta San Beda-, para poder con más libertad enseñar a sus discípulos y apartarlos de las vanidades del mundo, pasó su juventud en el desierto; no fuera que, como dice San Gregorio Niceno, habituándose a esas engañosidades que entran por los sentidos, incurriese en alguna confusión o error acerca de la elección del verdadero bien. Por eso fue elevado a un grado tal de gracia, que sobrepujó a todos los profetas, pues viviendo castamente, sin el aguijón de las pasiones, conformó desde el principio al fin sus deseos a los designios de Dios".

Como se ve, no sólo es lícito, sino muy conveniente para merecer mayores gracias, abandonar el mundo desde la niñez y vivir en el desierto de la vida religiosa: Bueno es para el hombre haber llevado el yugo desde su mocedad, dice Jeremías (Lm 3,27). Y asigna como motivo: Se estará quieto y callado porque lo llevó sobre sí. Esto da a entender que quienes se elevan sobre sí mismos llevando el yugo de la religión desde su adolescencia, se hacen más aptos para las observancias de la vida religiosa, la cual consiste en el descanso de los afanes del mundo y el silencio de los tumultos de las gentes. La senda por la cual comenzó el joven a andar, esa misma seguirá también cuando viejo, dicen los Proverbios (22,6). Por eso San Anselmo, en el Libro de las Semejanzas compara con los ángeles a los que vivieron en el monasterio desde su niñez; y con los hombres, a los que se convierten en la edad madura.

Además de la autoridad de la Escritura, podemos probar también nuestra tesis con la doctrina de los filósofos. Aristóteles, en el libro segundo de la Ética: "No es indiferente -dice- ser educado desde la niñez de tal o cual manera. La educación en gran parte, o casi toda -es decir en su totalidad- consiste en habituar al hombre desde su niñez, en lo que ha de hacer toda la vida". Y en el libro octavo de la Política: "Es preciso que el legislador se preocupe de la formación de los jóvenes, a quienes se debe educar en aquellas actividades que estén de acuerdo con las cualidades de cada uno".

Otra prueba: El común proceder de los hombres. Los hombres, en efecto, son dedicados desde su niñez a aquellos oficios o artes que han de seguir toda su vida. Los que han de ser clérigos, por ejemplo, son educados desde su niñez en el clero. Los que han de ser soldados, es necesario que se ejerciten en la milicia desde la juventud, como dice Vegecio en su obra Del Arte Militar. Los que han de ser artesanos, deben aprender su oficio desde la niñez. ¿Y por qué fallará la regla sólo tratándose de los futuros religiosos, pretendiendo que no se deben ejercitar en la vida religiosa desde su niñez? Por el contrario, es menester que cuanto más difícil de realizar es una empresa, tanto más se debe el hombre acostumbrar a sobrellevarla desde la niñez.

Conclusión evidente: con respecto a los niños es falso afirmar que para abrazar los consejos en el ingreso a la vida religiosa, es necesario haber practicado antes los mandamientos.

CAPÍTULO IV

EN EL CASO DE LOS RECIÉN CONVERTIDOS A LA FE

Los recién convertidos tienen en la religión excelentes medios para perseverar en la gracia, y que deben aprovechar cuanto antes. El ejemplo de San Pablo y San Mateo.

Toca considerar si la tesis de nuestros adversarios es aplicable a los recién convertidos a la fe.

A primera vista aparece el absurdo de privarles del estado religioso por no haberse ejercitado en los mandamientos. Consta, en efecto, que los discípulos de Cristo, apenas convertidos a la fe, fueron admitidos en su compañía, primer ejemplar de la perfección de los consejos, que sobrepasó, sin duda alguna, a cualquier estado religioso. El mismo San Pablo, el último de los Apóstoles por su conversión y el primero por su predicación, abrazó la vida de perfección evangélica apenas convertido a la fe. Escribiendo a los Gálatas (1, 15) dice: Mas entonces plugo a Aquel que me destinó desde el seno de mi madre y me llamó con su gracia, revelarme a su Hijo para que yo predicase a las naciones. Desde aquel punto ya no consulté carne ni sangre. Otra prueba: el ejemplo del mismo Cristo. En San Mateo (4, 1) se lee que Jesús, después de su bautismo, fue llevado por el espíritu al desierto. Y una glosa comenta: "Entonces, esto es, después del bautismo, para enseñar a los bautizados a huir del mundo y consagrarse a Dios en la soledad".

Una última prueba: el laudable proceder de muchos hombres que convertidos a Cristo de la infidelidad, abrazan en seguida la vida religiosa. ¿Habrá un discutidor tan poco escrupuloso capaz de aconsejarles que no entren en religión para procurar conservar allí la gracia recibida en el bautismo, sino que se queden en el siglo? ¿Qué hombre sano de juicio les va a impedir que, habiendo ya vestido a Cristo en el sacramento del bautismo, lo vistan por una perfecta imitación?

Conclusión: También en esta categoría de hombre es francamente ridículo impedirles el ingreso a la religión so pretexto de no estar ejercitado en la práctica de los mandamientos.

CAPÍTULO V

EN EL CASO DE LOS PECADORES ARREPENTIDOS

Cuanto mayor haya sido su pecado e ingratitud, tanto más grande ha de ser su expiación y generosidad cuando se conviertan. Para ello la vida religiosa les da excelentes medios, más seguros que los que tendrían en el mundo.

Veamos finalmente si en la tercera categoría de hombres no formados en la observancia de los mandamientos, a saber, de los que hacen penitencia por sus pecados, es aplicable la afirmación contraria.

Aquí vendría bien citar lo que dice el Evangelio sobre la conversión de San Mateo, a quien llamó el Señor de entre las ganancias de su mesa de recaudación para que le siguiera. Y aunque no haya recibido inmediatamente el Apostolado, abrazó sin embargo la perfección de los consejos. Se lee en efecto en San Lucas (5, 28) que levantándose dejó todas sus cosas y le siguió; y como dice San Ambrosio comentando este pasaje, "dejó las cosas propias el que robaba las ajenas". Lo que demuestra claramente que los pecadores arrepentidos, por grandes que sean sus pecados, pueden comenzar sin demora el camino de los consejos; y aun más, para hablar con más verdad, les es en gran manera provechoso para llegar a la perfección, ir por el camino de los consejos, San Gregorio, comentando en una homilía aquello de San Lucas (3, 8) Haced frutos dignos de penitencia, dice: "A quien no cometió nada ilícito, se le concede con todo derecho usar de las cosas lícitas. Pero quien ha caído en pecado, debe prescindir aún de las cosas lícitas en la medida en que recordare haber obrado las ilícitas". Y poco después: "Esto advierte a la conciencia de cada uno que procure sacar por medio de la penitencia, tanta mayor utilidad de las obras buenas, cuanto más graves daños se haya causado por el pecado". Ahora bien, en el estado religioso los hombres se abstienen aún de las cosas lícitas y procuran aprovecharse de las obras perfectas. Luego es evidente que los convertidos del pecado, estando habituados, no precisamente a la observancia de los preceptos, sino más bien a su transgresión, deben tomar el camino de los consejos ingresando a la vida religiosa, que es el estado de la perfecta penitencia. El Papa Esteban, amonestando a un cierto Astolfo que había cometido graves delitos, le dice: "Haz caso a nuestro consejo: entra en un monasterio, humíllate bajo el mando del abad, y apoyado con las oraciones de muchos hermanos, observa con sencillez de espíritu todo lo que te fuere mandado". Y más adelante: "Pero si prefieres hacer penitencia pública permaneciendo en tu casa o en el mundo- lo cual no lo dudes, te resultará mucho más desagradable, duro y penoso- , ya te hemos aconsejado lo que debes hacer". Y agrega otros castigos severísimos, pero le advierte que mejor y más provechoso que todo eso es entrar en religión.

No hay duda pues, que es altamente provechoso para los que no hayan cumplido los mandamientos, antes bien, vivido en el pecado, aconsejarles el ingreso a la religión, a pesar del esfuerzo de esos sabihondos que quieren impedirles abrazar los consejos. Contra ellos la doctrina del Apóstol: Hablo como hombre en atención a la flaqueza de vuestra carne: Así como habéis empleado los miembros de vuestro cuerpo en servir a la impureza y a la injusticia para cometer la iniquidad, así ahora los empleéis en servir a la justicia para santificaros (Rm 4, 19). "Hablo como hombre -comenta una glosa- porque debéis más sumisión a la justicia que al pecado". Y Baruc (4, 28) dice: Si vuestra voluntad os movió a descarriaros de Dios, le buscaréis con una voluntad diez veces mayor, luego que os hayáis convertido, porque después de habernos apartado de Dios por el pecado, debemos tender a cosas mucho más elevadas, y no contentarnos con medianías.

Numerosos ejemplos de los santos apoyan ésto. Muchos de ellos de uno y otro sexo, después de haber cometido graves pecados y delitos en los que malgastaron toda su vida, abrazaron inmediatamente el camino de los consejos sin esperar un previo ejercicio en los mandamientos.

Además de la autoridad y ejemplo de los santos, están de parte nuestra los escritos de los filósofos. En efecto, dice Aristóteles en el libro segundo de la Ética: "Al apartarnos completamente del pecado, debemos elegir el justo medio, como se hace al enderezar el árbol torcido". Hay que restituir al recto camino por la práctica de las obras perfectas de virtud.

Por consiguiente, a ninguna categoría de hombres es aplicable la doctrina contraria: que nadie debe entrar en religión sin haberse ejercitado antes en la observancia de los mandamientos.

CAPÍTULO VI

RELACIÓN ENTRE LOS CONSEJOS Y LOS MANDAMIENTOS

Los preceptos de la caridad -para con Dios y para con el prójimo- son el fin a que todos están obligados. Unos llegarán cumpliendo solamente los mandamientos que a esa caridad se refieren; otros, en cambio, llegarán más pronta y perfectamente cumpliendo también los consejos evangélicos en la vida religiosa como medios más seguros. Por lo tanto los niños, los pecadores y los recién convertidos pueden ingresar a la vida religiosa para comenzar allí el cumplimiento más seguro y perfecto de los predichos preceptos.

Para extirpar radicalmente este error, busquemos su raíz u origen. Dicho error procede, a nuestro parecer, de pensar que la perfección consiste principalmente en los consejos, y que los mandamientos se ordenan a los consejos como lo imperfecto a lo perfecto. Así claro está, habría que pasar de los mandamientos a los consejos, como se llega a lo perfecto pasando por lo imperfecto. Aplicar esto así no más a los mandamientos, es caer en un error.

a) La caridad es el fin de la vida cristiana.

Los principales mandamientos son el amor de Dios y del prójimo, como nos consta por lo que dice el Señor en San Mateo (22, 37), que el principal mandamiento de la ley es: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos constituyen esencialmente la perfección de la vida cristiana. Sobre todo esto tened caridad -dice San Pablo- que es el vínculo de perfección (Col 3, 14). Todas las demás virtudes -explica una glosa- hacen perfecto al hombre en cuanto se ordenan a la caridad; y la caridad las une a todas ellas. Por eso el Señor al dar el precepto de amar al prójimo, añadió: Sed pues, perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48) y sobre aquello de San Mateo (19, 27): He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido, dice San Jerónimo: "Pues no basta haber dejado todas las cosas; añade lo que es perfecto: y te hemos seguido". Los Apóstoles seguían al Señor no tanto con los pasos del cuerpo como con los afectos del alma. Por lo que dice San Ambrosio comentando aquello de San Lucas (5, 27) y le dijo: Sígueme: "Le manda que lo siga no tanto con el movimiento del cuerpo, sino con el afecto del alma". Todo lo cual nos demuestra evidentemente que la perfección de la vida cristiana consiste principalmente en el impulso de la caridad hacia Dios.

La consecución de su fin constituye la perfección de una cosa. Ahora bien, el fin de la vida cristiana es la caridad, a la que todo debe convergir como se lee en la epístola a Timoteo (1, 1, 15): El fin del precepto es la caridad, y explica una glosa: "La caridad es el fin, es decir, la perfección; del precepto, esto es, de todos los preceptos, cuyo cumplimiento es el amor de Dios y del prójimo".

Es necesario advertir que se ha de juzgar de manera diversa sobre el fin mismo y sobre los medios que a él conducen. Con respecto a los medios conducentes al fin, hay que prefijar cierta medida en conformidad con el fin. Pero acerca del fin mismo no hay medida alguna, sino que cada cual lo alcanza en cuanto puede. El médico, por ejemplo, usa con discreción de la medicina para no excederse en ella; pero procura sanar al enfermo lo más perfectamente que puede. Así también el precepto del amor de Dios: siendo el último fin de la vida cristiana, no tiene límite alguno que permita decir: Tanto amor de Dios cae bajo el precepto; un amor mayor que exceda los límites del precepto, cae bajo el consejo, sino que a cada uno se manda amar a Dios cuanto pueda, como se ve por el enunciado mismo del precepto: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y cada uno la practica según su capacidad: unos con más, otros con menos perfección. Falta totalmente a este precepto quien en su amor no prefiere a Dios antes que todas las cosas. En cambio, quien prefiere a Dios como último fin dejando de lado todas las cosas, cumple este precepto más o menos perfectamente según el mayor o menor apego que les conserve, según aquello de San Agustín en el libro de las LXXXIII cuestiones: "El veneno de la caridad es la esperanza de adquirir y poseer bienes temporales -o sea, esperarlos como si fueran el último fin-; su alimento, el debilitamiento de la pasión; su perfección, la ausencia total de pasión".

Pero hay otro modo perfecto de observar este mandamiento, que no se da en esta vida. Dice San Agustín en el tratado de la perfección de la justicia: "Aquel precepto de la caridad: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, etc., se cumplirá perfectamente en aquella plenitud de la caridad que habrá en la patria", y después agrega: "¿Por qué no se le habría de mandar al hombre esta perfección, por más que no pueda conseguirla en esta vida? No se corre como es debido si no se sabe a dónde hay que correr. Y ¿cómo se sabría si ningún precepto lo mostrase?"

b) Los demás mandamientos y los consejos son medios para llegar a la perfección de la caridad.

Y a estos preceptos del amor de Dios y del prójimo se ordenan todos los demás preceptos como a su fin; por lo que dice San Agustín en su Enquiridión: "Todo lo que el Señor nos manda, por ejemplo, no fornicarás; y lo que no nos manda sino que nos aconseja especialmente, como: Bueno es al hombre no tomar mujer, llega a cumplirse perfectamente cuando se dirige a amar a Dios y al prójimo por amor de Dios".

Ahora bien, los demás mandamientos de la ley se ordenan a los de la caridad de diverso modo que los consejos. En efecto, hay cosas que se ordenan al fin de tal modo que sin ellas no se lo puede alcanzar -el alimento, por ejemplo, para conservar la vida-. Otras en cambio están ordenadas al fin de modo que por medio de ellas se alcance el fin con más facilidad, seguridad y perfección. Así, el alimento es totalmente necesario para conservar la vida del cuerpo; la medicina, en cambio, preserva la salud para que se la pueda tener más segura y perfectamente.

Del primer modo se ordenan los demás preceptos de la ley al de la caridad. En efecto, de ninguna manera puede cumplir los preceptos de la caridad quien adora otros dioses -con lo que se aparta del amor de Dios-, o el que comete homicidios y robos, que van contra el amor del prójimo.

Del segundo modo se ordenan los consejos a la caridad. En cuanto al consejo de virginidad, es expresa la sentencia del Apóstol al demostrar que se ordena al amor de Dios: "El que está sin mujer, está cuidadoso de las cosas del Señor, de cómo ha de agradar a Dios; mas el que está con mujer, está afanado en las cosas del mundo, cómo ha de dar gusto a su mujer" (1Co 7, 32). Sobre el consejo de pobreza el mismo Salvador dice que conduce a su seguimiento, según consta por San Mateo, en el capítulo 19. Y ya se ha visto que este seguimiento consiste en los sentimientos de la caridad. Ahora bien, la caridad se perfecciona al disminuir la pasión; y la pasión y amor por las riquezas se disminuyen -y aun se quitan totalmente- despreciando las riquezas. Dice en efecto San Agustín en la carta a Paulino y Terasia que "el amor de los bienes terrenos ya alcanzados es mucho más vehemente que la angustia que causa el deseo de alcanzarlos, porque una cosa es renunciar a poseer lo que nos falta, y otra separarnos de lo ya poseído".

Ambos consejos se ordenan también al amor del prójimo. En efecto; si aquellos preceptos referentes al amor del prójimo que el Señor dio en San Mateo, capítulo v, requieren en el alma una cierta disposición para cumplirlos, evidentemente nadie va a estar mejor dispuesto a observarlos que el alma que no anda preocupada por sus cosas: aquel que se ha propuesto no poseer nada estará más dispuesto a dejarle el manto también, si es necesario, al que quiere robarle la túnica, que quien desea tener posesiones en el siglo.

Nótese que la caridad no es sólo fin, sino también raíz de todas las virtudes y de todos los preceptos que regulan los actos de virtud. Por consiguiente, si por los consejos progresa el hombre en el amor de Dios y del prójimo, también por ellos progresa en el cumplimiento de aquellas obligaciones referentes a la caridad. Así, por ejemplo, quien se ha propuesto guardar continencia o pobreza por Cristo, estará más lejos de cometer adulterios o robos. Hay además en la religión multitud de observancias, como vigilias, ayunos, alejamiento del trato con seglares, por las cuales el hombre está menos expuesto a los vicios y se le facilita el camino de la perfección. Y de esta manera la práctica de los consejos está encaminada a la observancia de los mandamientos, no como si éstos fueran un fin, pues no se guarda la virginidad para evitar los adulterios, o la pobreza para no robar; sino para adelantar en el amor de Dios: lo más perfecto no tiene por fin lo menos perfecto. Luego es evidente que los consejos están dentro del plan de la vida perfecta, no porque en ellos consista principalmente la perfección, sino porque son, en cierta manera, el camino o los instrumentos para alcanzar la perfección de la caridad. San Agustín dice en su libro sobre las costumbres de la Iglesia, hablando de la vida de los religiosos: "Hay que estar siempre alerta para domar la concupiscencia y conservar el amor entre los hermanos"; y en el mismo lugar: "La caridad es lo que principalmente se debe guardar, y a la caridad se adapta la virtud, las conversaciones, el trato, las facciones del rostro". Y en la colación de los Padres dice el Abad Moisés: "Por ella -es decir, la pureza de corazón y la caridad- oramos y sufrimos todo; por ella desechamos los padres, la patria, los honores, las riquezas, los placeres de este mundo y todo otro deleite; por ella nos imponemos rigurosos ayunos, vigilias, trabajos, la desnudez del cuerpo, lecturas y otros trabajos, para que podamos preparar y conservar nuestro corazón inmune de toda perversa concupiscencia, a fin de que, subiendo por estos escalones, lleguemos con nuestro esfuerzo a la perfección de la caridad".

c) La perfecta caridad exige el cumplimiento simultáneo de los consejos y mandamientos que a ella se ordenan.

Por consiguiente, así como hay dos modos de observar los preceptos, a saber: perfecto e imperfecto, así también hay un doble ejercicio en los preceptos: uno, que es ejercitarse en la perfecta observancia de los preceptos y que tiene lugar por la práctica de los consejos, como ya se ha dicho; el otro es el ejercicio en la imperfecta observancia, como se la practica en la vida seglar, sin los consejos. Decir pues, que es necesario ejercitarse en la práctica de los mandamientos antes de abrazar los consejos, equivale a decir que el hombre se debe ejercitar en la observancia imperfecta de los mandamientos antes de ejercitarse en la perfecta; lo que es del todo inexacto, tanto si consideramos los mandamientos en sí mismos como en su práctica. En efecto, ¿puede haber hombres tan poco cuerdos capaces de detener a uno que quiere amar perfectamente a Dios y al prójimo, obligándolo a amarlos primero imperfectamente? ¿No equivale esto a contradecir aquella forma de amor expresada en los mandamientos de la caridad divina con aquellas palabras: Amarás al Señor Dios con todo tu corazón? ¿O tienen miedo de que el hombre empiece demasiado pronto a amar a Dios, como si en este amor fuera capaz de sobrepasar la medida? Glorificad al Señor cuanto pudiereis, que todavía quedará El superior, dice el Eclesiástico (43, 32); y San Pablo escribiendo a los Corintios: Corred de tal manera que la alcancéis (1, 9, 24); y a los hebreos (4, 11): Apresurémonos a entrar en aquel reposo, pues por grande que sea el entusiasmo con que el hombre comience el camino de la perfección, siempre le quedará algo en que adelantar hasta que logre la perfección última en la Patria.

Si examinamos la práctica misma de los mandamientos, veremos con más claridad el absurdo. ¿Quién va a decirle a uno que quiere guardar continencia que viva primero castamente en el matrimonio? ¿Quién va a decirle a uno que quiere guardar pobreza, que viva antes santamente entre las riquezas ,como si las riquezas dispusiesen el alma a la pobreza y no le obstaculizaran más bien el propósito de vivir pobremente, como se ve en el caso de aquel joven (Mt 19) que no aceptó del Señor el consejo de vivir pobremente y se retiró triste a causa de las riquezas que tenía? Y eso que sólo hemos relacionado los consejos con los preceptos de la caridad. Si los relacionáramos con los demás preceptos ¿quién no verá la cantidad de absurdos que se siguen? Pues si por los consejos y la observancia religiosa se quitan las ocasiones de pecados que son causa de la transgresión de los preceptos ¿quién no ve cuán necesarios son estos consejos y observancias para eludir estas ocasiones? ¿Quién va a decir a un joven: vive entre mujeres y en compañía de lujuriosos, para que así, ejercitado en la castidad, puedas observarla luego en la religión -como si fuese más fácil guardar castidad en el mundo que en religión-? Y lo mismo dígase respecto de las otras virtudes y pecados.

Los que predican tales doctrinas se parecen a aquellos generales que exponen a sus soldados en el período de instrucción a lo más recio de las batallas. Es cierto que si se cumplen los mandamientos en la vida seglar, se los cumplirá mejor en la vida religiosa. Pero así como por una parte la práctica de los mandamientos en la vida seglar prepara al hombre para observar mejor los consejos, por otra las preocupaciones de esa vida son un impedimento para la observancia de los consejos. Por eso dice San Gregorio en el principio de su Moral: "Cuando mi ánimo me incitaba a servir al mundo presente tan sólo en apariencia, comenzaron a surgir de entre las preocupaciones de este mundo tantas cosas delante de mí, que quedé aprisionado en él, no sólo en apariencia, sino, lo que es más grave, con el alma misma. Pero huyendo con presteza de todas aquellas preocupaciones, me dirigí al puerto del Monasterio".