Pretorio
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Residencia del gobernador romano, desde donde éste administraba justicia. Etimológicamente Praetorium es la sede del pretor. En los campamentos militares era la tienda del comandante en jefe. El pretorio tiene especial significado en la historia evangélica, porque su nombre aparece repetidas veces con motivo del juicio y condena de Jesús (Mt 27, 27; Mc 15, 16; Jn 18, 28 y 33; 19, 9) y, en todo caso, era el lugar de residencia del prefecto, en este caso Poncio Pilato, donde Jesús fue sentenciado a muerte. El pretorio del gobernador de Judea estaba de forma habitual en la ciudad de Cesarea del Mar, capital de la provincia, donde aquél vivía en el antiguo palacio de Herodes (Hch 23, 35). Cuando el titular se trasladaba a otra ciudad, concretamente a Jerusalén, a donde solía subir en las fiestas de la Pascua, el lugar de residencia era el antiguo y lujoso palacio de Herodes el Grande, como sabemos por Flavio Josefo. El palacio se levantaba en la «Ciudad Alta», al sur de la actual Puerta de Jafa, en lo que hoy es Barrio Armenio. Otro gran edificio residencial de la Jerusalén de entonces era el viejo palacio de los Asmoneos, cercano a la explanada del templo, que, al parecer, solía ser ocupado por Herodes Antipas, cuando éste u otros personajes de la familia herodiana iban a la ciudad. La Torre Antonia, en el ángulo noroccidental del templo no era en realidad más que un cuartel destinado entonces a la cohorte auxiliar que servía de guarnición romana en la ciudad. Allí también tenía su sede el comandante o tribuno de la misma. Josefo describe dicha fortaleza e insiste en que poseía dependencias de cierto lujo, como correspondía a la residencia de la máxima autoridad romana de la ciudad, el tribuno. Pero ninguno de estos edificios podía compararse con la espléndida magnificiencia del Palacio de Herodes el Grande, rodeado de jardines y cuya descripción detallada aparece en la obra «Guerra Judía» de Flavio Josefo (Bell. lud. V, 176-182). Por su parte, en los Hechos de los Apóstoles se llama por cuatro veces simplemente «cuartel» a la Antonia y nunca praetorium (Hch 21, 34 y 37; 22, 24; 23, 10).

Una de las muchas tradiciones locales de Jerusalén situaba el lugar de la condena de Jesús en la iglesia de Santa Sofía, contigua al lado occidental de la explanada del templo, en el valle del Tyropéon. Probablemente debía fundarse en la vaga localización de la antigua sede del Sanedrín. Pues bien, a partir del siglo XIV comienza a desarrollarse en Jerusalén la piadosa práctica del Via Crucis y, para materializar su recorrido, que teóricamente debía iniciarse en el pretorio, se escogió como punto de partida el entorno donde la referida tradición localizaba la condena de Jesús, que, al parecer, confundía la sentencia del Sanedrín con la de Pilato. Un ajuste «científico» trató entonces de fundamentar la referida práctica suponiendo que el pretorio coincidiría con la Torre Antonia, como ya había sugerido Teodorico en el siglo XII, fortaleza que, según todos los indicios no debía hallarse muy lejos del lugar, quizás un poco más al nordeste, donde se estableció la primera estación en Madrasi el-Malakiya. Desde entonces el estudio de la Torre Antonia ha sido objeto de la atención de los historiadores cristianos. Desgraciadamente dicha fortaleza fue totalmente arrasada durante el asedio de Jerusalén en el año 70, según nos narra Josefo.

En este contexto hay que señalar aquí la atribución popular de un arco que atraviesa la Vía Dolorosa en su comienzo, al propio edificio pretorial, que se designaba como «Arco del Ecce Homo», bajo el cual Pilato se habría dirigido al pueblo mostrando a Jesús tras la flagelación y pronunciando la frase: «He aquí al hombre» (Jn 19, 5). Uno de lo arqueólogos que ha prestado mayor atención al estudio de la Torre Antonia fue el P. Vincent, quien, tras las obras realizadas en el contiguo convento de las Damas de Sión, pudo confirmar que, como se había ya supuesto, el arco de la calle no era sino una de las tres arcadas que formaba una puerta o arco triunfal de la Aelia Capitolina de los tiempos del emperador Adriano, otro de los cuales correspondería al arco del presbiterio de la iglesia del convento. En el subsuelo apareció un extenso enlosado de época romana, que recubría un aljibe y otros elementos arquitectónicos, los cuales fueron estudiados por la religiosa Sor Aline de Sion, formando el argumento de una tesis doctoral, que fue publicada en 1955. El enlosado sería el lithostroton del evangelio (Jn 19, 13), donde además algunos graffiti o grabados sobre las piedras podrían estar relacionados con la escena del escarnio de un rey de broma, de la que hablan los evangelios (Mt 27, 27-31; Mc 15, 16-19; Jn, 19, 2-3) y que precedió al Ecce Horno, ya que uno de los conjuntos parecía referirse al juego romano llamado «La corona o la espada», en el que simbólicamente se triunfaba como rey o se era condenado a muerte. Como resultado de las citadas excavaciones y de los análisis subsiguientes, se creó un modelo de reconstrucción de la Torre Antonia, no sólo como cuartel, sino también como palacio y posible residencia ocasional del gobernador. La torre se había convertido en un edificio enorme, con grandes patios enlosados y hasta con acceso público restringido, pues sería atravesado por una carretera que conduciría al Monte de los Olivos. Además de Vincent y Sor Aline, otros arqueólogos se hicieron eco de la reconstrucción, como M. Avi-Yonah, si bien no todos coincidían en ciertas interpretaciones. Es el modelo de la Torre Antonia, popularizado en mapas y maquetas, principalmente en la famosa y gigantesca maqueta del Hotel Holy Land en Jerusalén.

Otros autores siempre se opusieron a esta reconstrucción ideal de la fortaleza y a la interpretación de que la Antonia fuera el pretorio, como es el caso de P. Benoit, profesor de la «Ecole Biblique et Archéologique Frangaise» de Jerusalén. Hoy en día todos los arqueólogos reconocen que tanto el famoso enlosado, como las otras estructuras, pertenecen al foro de la Aelia Capitolina en la primera mitad del siglo II d. C. Los grabados sobre las losas no son más que tabulae lusoriae de niños que jugaban en la plaza, similares a otros que aparecen sobre el empedrado de otras plazas romanas de Jerusalén, como la Plaza de la Columna en la Puerta de Damasco, tal y como se encuentran en otras muchas ciudades del mundo romano. Según esto, la verdadera Torre Antonia sería de dimensiones notablemente más reducidas, sin extenderse a lo que después sería el foro de Adriano. Aunque nada se conserva de ella, la entalladura de la roca sobre la que fue construida permite seguir la línea de sus cimientos. Por lo que se refiere al aspecto del edificio, la descripción de Josefo, combinándola con otros indicios, nos sugiere una fortaleza de base rectangular con patio en medio. En cada uno de los ángulos había una torre, siendo mayor y de planta más alargada la situada al suroeste. Desde este cuartel se podía descender mediante escaleras a la explanada del templo en la zona no restringida a los judíos, como vemos claramente en la descripción de Hechos (Hch 21, 31-40). El edificio nunca fue considerado el pretorio de Jerusalén, el cual se hallaba, como hemos dicho, en el antiguo Palacio de Herodes de la ciudad, del que se han encontrado escasísimos restos arqueológicos, pues fue destruido en el asedio del 70 y después su solar sirvió de campamento a la Legión X Fretensis durante casi 200 años. También en este caso puede hablarse de la localización de los cimientos y poco más, salvo la zona fortificada al norte del palacio, cuyas tres torres describe Josefo con todo detalle. Una de ellas, la de Fasael según unos, o la de Hípico, según otros, se conserva con bastante integridad en su mitad inferior; es la conocida como Torre de David en la Ciudadela, cerca de la Puerta de Jafa.

BIBL. - VINCENT, P., Le Lithostrotos evangelique, Revue Biblique 59 (1952): 513-530; ALINE DE SION, S. M., La forteresse Antonia á /erusalem et la question du Prétoire, Jerusalén 1955; BENOIT, P. «The Archaeological Reconstruction of the Antonia Fortress», en YADIN, Y. (ed.), Jerusalem Revealed. Archaeology in the Holy City, 1968-1974, Jerusalén 1976, pp. 87-89.

J. González Echegaray