Esperanza
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SUMARIO: 1. El libro de la esperanza. -2. Esperanza, esperar. - 3. El evangelio de la esperanza. - 4. Fe, esperanza y caridad. - 5. ¿Qué es la esperanza? - 6. Necesidad de la esperanza. - 7. El don de la esperanza. - 8. Cualidades de la esperanza: 8.1. Esperanza confiada. 8.2. Esperanza sufriente 8.3. Esperanza alegre. 8.4. Esperanza vigilante. 8.5. Esperanza escatológica.


1. El libro de la esperanza

Una buena definición de la Biblia sería «el libro de la esperanza». En el Antiguo Testamento la esperanza está en el que ha de venir y en el Nuevo en el que ya ha venido, que ya se ha ido, pero que volverá.

Israel vive con la esperanza de una intervención de Yavé que cambie el rumbo de la historia. Eso será fundamentalmente con la venida del Mesías, (o incluso sin referencia alguna mesiánica) que establecerá en el mundo el prometido reine' de Dios. Su esperanza se basa, en efecto, en las promesas hechas repetidamente a Israel (Rom 9, 4) y heredadas por los cristianos (Gal 3, 29), la principal de las cuales es el reinado eterno de la dinastía davídica (2 Sam) inaugurado por el Mesías-Rey (Miq 5, 2-4; Jer 23, 5-6). Será como una vuelta al estado feliz paradisíaco, una restauración del equilibrio original (Is 11, 5-9; Ez 47, 12).

Cuando desaparece la dinastía davídica, las esperanzas de Israel se centran en el «Siervo de Yavé», retratado en los cuatro poemas de Isaías (Is 42, 1-4. 6-7; 49, 1-6s; 50, 4-7; 52, 13-53, 12).

El esperado Mesías triunfante se convierte en el Siervo humillado que se somete a la opresión injusta, como víctima expiatoria por los pecados del mundo. El Siervo, desde su postración y su pobreza, llevará la salvación a todas las naciones.

Esta misión liberadora del Siervo de Yavé la realizó Jesucristo a través de su entrega voluntaria a la muerte, por todos los crímenes e injusticias de la humanidad.

En medio de los avatares e infortunios de Israel, los profetas mantuvieron viva la esperanza en el pueblo (Jer 25, 11; 29, 10; Is 40, 1-31; Ag 2, 21-23; Zac 4, 1-10).

Pero esas promesas no acaban de cumplirse. El pueblo se mueve entre la esperanza y la desesperanza.

Jesucristo, el Mesías, realizará las esperanzas de Israel, pero no en el aspecto de un triunfalista reino terrestre tal como el pueblo literalmente interpretaba.

En definitiva, la esperanza, constitutiva esencial de la religión de Israel; lo es también de la religión cristiana. Jesucristo establece que es espiritual y temporal al mismo tiempo; que no es de este mundo, porque viene del cielo, pero que tiene que funcionar en este mundo. Y si fue un error de los judíos la interpretación puramente material del reino de Dios, es también un error de los cristianos cuando se lanza el reino más allá de las estrellas y se deja todo él para la otra vida, aunque tenga allá su culminación y su realización perfecta.

2. Esperanza, esperar

Todo lo que el Nuevo Testamento dice sobre la esperanza lo ha dicho prácticamente Pablo.

El vocablo «esperanza» (elpis) aparece 53 veces en el N. T., pero ni una sola vez en los evangelios. 36 veces en las cartas paulinas; cinco en la carta a los hebreos, de la escuela paulina; tres en la primera carta de Pedro y una en la primera carta de Juan.

El verbo «esperar» (elpizo) aparece treinta veces en el N. T. Dos en Mateo, tres en Lucas, una en Juan, dos en Hechos, diecisiete en las cartas paulinas, una en Hebreos, dos en la primera carta de Pedro, una en la segunda de Juan y una en la tercera.

De las cuatro veces, que aparece en los evangelios, la de Mateo (12, 21) es una cita literal de Is 42, 4. Las otras tres (Lc 23, 8; 24, 21; Jn 5, 45) tienen una significación vulgar sin referencia religiosa o escatológica alguna.

3. El evangelio de la esperanza

A pesar de todo, el evangelio de Jesús es el evangelio de la esperanza, la Buena Noticia, anunciadora de un futuro feliz.

El reino de Dios instaurado por Jesús (Mt 4, 17) es un reino utópico, pero realizable en este mundo. Camina hacia un final feliz que culmina en el más allá.

El evangelio, por tanto, engendra en el hombre, en el creyente, el deseo y la esperanza de alcanzar un día esa prometida felicidad, a la que están llamados todos los hombres (1 Tim 2, 4). A medida que el reino, basado en la justicia y en el amor fraterno, se vaya abriendo camino, se irá consiguiendo el estado de bienestar al que el hombre aspira.

Pero, sin desechar ese objetivo final, puramente humano, antes bien tomándolo incluso como un compromiso, la esperanza se dirige hacia la segunda venida de Jesucristo al final de los tiempos, pues sólo entonces la humanidad entrará definitivamente en el reino de Dios, en la vida eterna (Mt 18, 8).

La esperanza es, por tanto, material y espiritual, temporal y eterna. Por supuesto que todo esto es objeto de fe.

4. Fe, esperanza y caridad

La esperanza está en intima relación con la fe y la caridad, las tres virtudes teologales. La esperanza alimenta la fe y la fe está garantizada por la caridad. La fe abre el camino hacia el final feliz y ese camino se recorre con la esperanza y la caridad, las cuales hacen que la fe está siempre viva.

Fe, esperanza y caridad son, en definitiva, diversos aspectos de una misma realidad. Las tres van siempre juntas, de tal forma, que si falta una, las otras también faltan. La una sin las otras no puede subsistir. La fe mantiene la esperanza y la caridad, el amor, es la manifestación de ambas. Sólo con fe y con amor se puede llegar a ese mundo ideal que esperamos.

La fe da firmeza y garantía a la esperanza (Heb 11, 1) y la esperanza llena de paz y de alegría a la fe (Rom 15, 13), y las dos actúan y se desarrollan por el amor operativo. Las tres configuran el ser religioso y el ser social del cristiano.

Sin la fe, que nos lleva al conocimiento de Jesucristo, la esperanza se queda en la nada. Y sin la esperanza la fe se muere. La fe nos asegura que Jesucristo ha resucitado y que también nosotros resucitaremos con él y la Esperanza, apoyada en estas realidades, es la fuerza que necesitamos para mantenernos en nuestro camino hacia el Padre. Este recorrido hay que hacerlo sembrándolo de amor a Dios y de amor al prójimo.

Tenemos, pues, que las tres virtudes informan de manera indisoluble la vida del cristiano. La fe nos dice que somos peregrinos de Dios, la esperanza termina con la visión de Dios —la posesión de lo que espera— y el amor nos da la felicidad temporal y eterna.

5. ¿Qué es la esperanza?

La esperanza es espera y deseo de alcanzar lo esperado. Entre las definiciones que se han dado de la esperanza cristiana, creo que esta es la que mejor expresa su naturaleza: «La espera confiada, firme, paciente, perseverante de la salvación y de la gloria eterna en Jesucristo».

Tres son, por tanto, sus constitutivos: espera del futuro, confianza y perseverancia. El cristiano está cimentado en la fe, estable e inconmovible en la esperanza del evangelio (Col. 1, 23). La espera es la razón de su vida.

La esperanza es esperar lo que nos está reservado en el cielo (Col 1, 5), la salvación que tenemos en Cristo y que todavía no tenemos en plenitud, «estamos salvados en esperanza», la eternidad gloriosa (2 Tim 2, 10), «la esperanza de la vida eterna» (Tit 1, 1-2), estar con Cristo que es nuestra esperanza (1Tim 1, 1), vivir eternamente con él (1 Cor 1, 9), amándole y siendo amados por él.

He aquí el final del camino: «viviremos siempre con el Señor» (1 Tes 4, 17), «reinaremos con él» (2 Tim 2, 12). Al cristiano se le puede definir como «un esperante en Cristo» (1 Cor 15, 10).

6. Necesidad de la esperanza

Sin esperanza no es posible vivir. La vida cae en el vacío de la nada. Es esencial a la naturaleza humana mirar hacia el futuro. Nuestro presente está condicionado, de algún modo, por el pasado, y lo está también por el futuro. En cierta manera lo que somos hoy está marcado: por lo que hemos sido, por lo que seremos y por lo que queremos ser. Sin mirar al futuro, la vida pierde su dinamismo.

Desde la Biblia, estar sin esperanza es estar sin Dios, o estar en los ídolos, es decir en la nada (Ef 2, 12). Sin esperanza en la otra vida, la muerte es una tragedia, la aflicción máxima (1Tes 4, 13), es encerrarse en la materialidad de la vida, donde no puede darse el adecuado desarrollo de la persona en sus aspectos espiritual y religioso. El hombre está hecho para la inmortalidad (Sab 2, 23).

Si esto no se cree, y, si, por otra parte, se tiene por delante un horizonte cerrado, también en lo puramente humano, sin perspectivas dé logros temporales, la esperanza se muere y en su lugar nace la desesperación. Eso es para Dante el infierno, una mansión de desesperados, en cuyo frontispicio figura esta inscripción: «Perded toda esperanza los que aquí entráis».

Vivir sin esperanza es un morir o un vivir muriendo, donde todo carece de sentido, donde no merece la pena seguir alimentando la existencia, mientras que vivir con la esperanza de una inmortalidad bienaventurada llena la vida de dinamismo y de ilusión.

Todo esto significa que la esperanza es un constitutivo existencial del hombre en sus diversos aspectos, personal, social y religioso, el motor vital que le impulsa, de manera radical, hacia el futuro, al que aspira, y en el que espera.

7. El don de la esperanza

La esperanza cristiana no es un sentimiento psicológico producido por el hombre que, ante el infortunio y la desgracia, ante la vaciedad, la inconsistencia y la transitorialidad de las cosas, siente la necesidad natural de creer y de esperar un futuro mejor.

Es verdad que en la vida cotidiana, en la Biblia y en los evangelios nos encontramos con gentes perseguidas, marginadas, enfermas, que esperan y piden la liberación de tantos sufrimientos. Es verdad también que la respuesta de la Biblia es consoladora: en la otra vida habrá una justa retribución de nuestros actos y lo que ahora parece una desgracia tendrá la recompensa deseada: Los que lloran serán consolados, los que tienen hambre de que reine la justicia serán saciados y los que son perseguidos entrarán a tomar posesión del reino de Dios (Mt 5, 3-12) .

Pero ese deseo natural de cambios substanciales en un estado de necesidad, no es la esperanza cristiana, pues eso supondría que en un estado de bienestar, cuando la vida es un placer, no habría esperanza.

La esperanza cristiana no está en relación y en dependencia con el estado emocional en que el hombre se encuentra. Es algo consubstancial a su vida de creyente. Esto significa que la esperanza cristiana no es una cosa creada por el hombre, sino algo que le viene ofrecido de fuera y que él acepta como constitutivo fundamental de la fe.

La esperanza es un don de Dios y el objeto que persigue un puro regalo. Un regalo desconocido, del que no nos es dado disponer a nuestro antojo y que Dios nos tiene reservado en la otra vida como la sorpresa más grande que podamos imaginar, cuando iluminados con su misma luz veremos que somos semejantes a él, poseedores de su misma naturaleza divina (1 Jn 3, 2-3).

La esperanza, por si misma, no puede alcanzar lo que espera. Lo alcanza por la bondad de Dios. Es una pura dádiva, lo mismo que la fe. Todo es gracia.

8. Cualidades de la esperanza

He aquí algunas de las características de la esperanza cristiana.

8.1. Esperanza confiada. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su propio Hijo por nosotros para que tengamos vida eterna (Jn 3, 16). Si Jesucristo murió por nosotros, y «vino para salvar» (1 Tim 1, 15) y «no para condenar" (Jn 3, 17), y si «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1 Tim 2, 41), estamos salvados. Dudar de la salvación es dudar de Dios y de la eficacia redentora de la muerte de Cristo.

Ante el futuro, el cristiano no tiene miedo alguno. Sabe que le espera una bienaventuranza eterna, el encuentro con Cristo para estar eternamente con él.

La salvación es incuestionable. El «día del Señor», el último día, en realidad es el primer día, del día del nacimiento para la vida, cuando nuestro cuerpo material será transformado en cuerpo celeste (1 Cor 15, 44).

Un cristiano en el límite es amor. Y nuestro amor alcanza su más alto nivel de perfección, cuando, al compartir nosotros ya en este mundo la condición de Cristo, nos hace esperar confiados el día del juicio. Amor y temor son incompatibles. El amor auténtico elimina el temor, ya que el temor está en relación con el castigo y «el que teme es que no ha logrado aún el amor perfecto» (1 Jn 4, 17-18).

Esta visión positiva del futuro no es la de un iluso, o la de un fatuo optimista, sino la de un hombre de fe, pues Jesucristo nos ha liberado del peligro mortal» (2 Cor 1, 10).

La comunidad humana es también una comunidad salvada (1 Tim 4, 10), pues la redención de Jesucristo afecta a todo el género humano. Si en Adán todos pecamos, en Cristo todos hemos sido justificados (Rom 5, 19; 15, 22). Si Adán arrastró a la muerte a los hombres, el nuevo Adán los conduce a la vida. La obra redentora de Jesucristo no está acaparada por nadie, por ninguna colectividad religiosa que se sienta la poseedora única y absoluta de los bienes sobrenaturales, se extiende a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos y de todos los espacios, pues «el universo mundo está sometido a Jesucristo» (1 Cor 15, 27).

La esperanza es confiada y cierta, porque se apoya en la palabra de Dios, el cual es siempre fiel a su palabra, 1 o que significa la mayor de todas las seguridades.

Pero, por otra parte, es también incierta e insegura, en cuanto que se basa en algo desconocido que está por encima de la constatación humana, algo misterioso que escapa a todas nuestras previsiones y que hay que aceptar en la oscuridad de la fe: «La fe es la garantía de las cosas que se esperan, la prueba de aquellas que no se ven» (Heb 11, 1).

La esperanza es perfecta, cuando cambia su nombre por el de «confianza». Dios es «esperanza» y «confianza», como le definió Jeremías (Jer 17, 10). Y eso mismo es el cristiano. Si no tiene confianza en Dios, su esperanza está muerta. El mismo es un muerto espiritual. Eso de no tener esperanza es cosa del mundo pagano (Ef 2, 12; 1 Tes 4, 13).

8.2. Esperanza sufriente. La «espera confiada», no por ser «confiada» es espera pasiva, sino activa y dinámica. Por una parte, mantiene al cristiano en tensión y en marcha hacia la glorificación futura, y, por otra, le hace aguantar y soportar las tribulaciones de este mundo. Y esto a nivel individual y colectivo, como Iglesia y como miembro de la misma.

La esperanza circula por el camino del sufrimiento y del dolor, algo substancial en el tejido de la naturaleza humana. Los sufrimientos están en la raíz de la esperanza y constituyen una prueba de su consistencia, pues, a partir de ellos, se producen en cadena unas situaciones que culminan en la esperanza: «Los sufrimientos producen la paciencia, la paciencia consolidada produce la fidelidad, la fidelidad consolidada produce la esperanza y la esperanza no defrauda» (Rom 5,4-5).

El evangelio de Juan emplea una sola vez el verbo zarsein (confiar), al predecir a sus discípulos un futuro de tribulaciones: «En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad (zarseite), yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). La frase equivale a esta otra: «Creéis en Dios, creed también en mí» (14, 1). Confiad en mí, confiad en Dios. El triunfo de Jesucristo sobre las fuerzas del mal garantiza el triunfo de la esperanza.

El sufrimiento, lejos de debilitar la fe y la esperanza, las fortalece. Sin la paciencia perseverante, la esperanza se agota.

No hay que inquietarse por nada. Nada vale la pena, confiar en el Señor, pues ante la gran esperanza en él, todas las demás esperanzas son la nada. No vacilar en la fe, ser fuertes en las dificultades (1 Cor 16, 13), firmes e inconmovibles en la espera de una resurrección dichosa.

Jesucristo exhorta a sus discípulos a que se abracen al sufrimiento, como él se abraza; que carguen con la cruz y que le sigan (Mt 16, 24-25). La cruz es la señal con que el cristiano está marcado, la garantía de que tras ella viene la felicidad. En las situaciones más difíciles y desesperanzadas, «hay que esperar contra toda esperanza» (Rom 4, 18), como Abrahán, modelo de fe y de esperanza: La teología de la esperanza es la teología de la cruz, pues Cristo, muerto en la cruz, es nuestra esperanza. ¡Salve, o Crux, Spes Unica!

8.3. Esperanza alegre. Hay que estar alegres, pues la parusía, el encuentro con el Señor, el principio de la felicidad, está cerca (Flp 4, 4). «Nos alegramos con la esperanza de alcanzar la vida eterna» (Rom 5, 3). La tristeza es propia de los que no tienen esperanza (1 Tes 4, 13), pero no de un creyente, el cual tiene la seguridad de alcanzar el premio deseado.

La esperanza produce gozo hasta en los sufrimientos y persecuciones: «Dichosos vosotros, cuando os insulten y persigan... ¡Alegraos entonces! Estad contentos, porque en el cielo os espera una gran recompensas" (Mt 5, 11-12).

La prueba de que la fe y la esperanza están consolidadas es que las dificultades producen alegría (Sant 1, 2). San Pablo y los demás apóstoles vivían a tope esta realidad: «Se me ensancha el corazón, reboso de alegría, a pesar de todas mis penalidades» (2 Cor 7, 10). "Los apóstoles salieron del Consejo llenos de alegría por haber sido considerados dignos de sufrir por Jesús» (He 5, 41).

A pesar de todo, la prueba, superada con fe y con esperanzas no es merecedora de la vida eterna, que siempre es un don, nunca un mérito.

El creyente sabe que, por sí mismo, es totalmente incapaz de llegar a Dios, al absoluto trascendente, el inaccesible, fundamento y objeto de la esperanza. Por eso, renuncia a sus propias fuerzas y recursos y pone toda su esperanza en la misericordia y en la fidelidad divinas.

8.4. Esperanza vigilante. El encuentro con Cristo, el esperado, es imprevisible. El momento llegará cuando menos se piense. Por eso, hay que vivir en tensión, estar alerta, en vigilia permanente (Mt 24, 22-23. 50; 25, 13; Mc 13, 33-38; Lc 21, 36).

No hay que dormir en la noche de la indiferencia y del olvido. El cristiano tiene que permanecer en todo momento como los siervos vigilantes, ceñida la cintura, en actitud plena de disponibilidad, las lámparas encendidas, en vigilancia activa, bien dispuestos. Si así es, cuando el señor y dueño de la casa llegue, se pondrá a servirles en la mesa del banquete mesiánico, pues el Señor es el Mesías que vuelve (Lc 12, 35-38).

Hay que tener siempre puesto el traje de bodas para poder sentarse en la mesa. Mientras llega el señor hay que cumplir cuidadosamente con el deber y el que hacer de cada día. Como el criado fiel y honesto, honrado, cumplidor de su cometido, al que, por portarse así, el señor le pone al frente de toda su hacienda (Mt 24, 45-51).

Hay que estar siempre preparados, pues de aquel día nadie sabe nada (Mt 24, 36). Puede venir como el ladrón, sin avisar. Y hay que estar como el portero, atento para abrir la puerta al dueño de la casa que puede llegar a cualquier hora de la noche (Mc 13, 34-36).

Todo esto supone estar desarraigados de este mundo, de las cosas terrenas, pasajeras y caducas, que no ofrecen seguridad alguna, lo cual no quiere decir desentenderse de las realidades humanas. El cristiano sabe que no es de este mundo, pero que está en el mundo, comprometido, además, en la transformación de este mundo, en la creación de un mundo nuevo, donde todas las cosas serán regeneradas, donde todo será nuevo, donde el amor será la vida de cuantos creyeron y esperaron (1 Cor 13, 13).

El evangelio se mueve en los espacios de la utopía que hay que realizar con fe, con esperanza y con amor.

8.5. Esperanza escatológica. La esperanza cristiana es, por naturaleza, escatológica, tiende a las verdades últimas, traspasa las barreras de este mundo, va más allá de la muerte. Su última razón de ser descansa en el otro mundo. Se orienta hacia el futuro absoluto, hacia la plenitud de la salvación, encuentra su pleno sentido en la escatología.

El objeto de la esperanza es futuro y presente al mismo tiempo, pues el presente es también escatológico. Porque ese futuro es Cristo, estar con Cristo, y, Cristo ya ha venido, se ha ido, pero se ha quedado y vendrá en gloria.

En el último día, que es para cada uno el día de la muerte, se romperá el velo de la fe y tendrá lugar la visión de las realidades sobrenaturales que informan nuestra vida.

Estamos, pues, en el «ya» (escatología realizada) y en el «todavía no» (escatología final o final de la escatología). Con la muerte se desvelará lo que ya somos, se revelará la vida eterna que ya poseemos.

En ese último día, el día de la salvación, tras un juicio de amor y sobre el amor entre un Padre y un hijo que se aman, entraremos a participar del banquete celestial (Mt 21, 1-10; Lc 12, 35-38), donde todo será alegría y júbilo, pasaremos a ser miembros en plenitud del reino de Dios, la celebración de la comunión gozosa con una comunidad congregada en torno al rey, veremos a Dios (Mt 5, 8) cara a cara (1 Cor 13, 12) y estaremos eternamente con él (1 Tes 4, 7).

Todos, al fin, tenemos que morir. El cuerpo es corruptible y se corromperá, pero será revestido de incorrupción, de inmortalidad (1 Cor 15). Vivimos en una casa terrena que está en ruinas, que hace agua por todas partes, pero pasaremos a vivir en la casa del Padre, una casa celeste, indestructible, hecha por Dios, un arquitecto al que no se le derrumba ningún edificio (2 Cor 2, 1-5).

Se trata de una corporeidad espiritualizada, celeste. La vida del cristiano es una conformación con la muerte y con la resurrección de Jesucristo. «Esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo lleno de miserias conforme a su cuerpo glorioso» (Flp 3, 20-21). «Injertados en Cristo y partícipes de su muerte, hemos de compartir también su resurrección» (Rom 6, 5). Este es el fundamento y la garantía de la esperanza. -> fe; amor; confianza; sufrimiento; alegría; vigilancia; parusía; escatología.

BIBL. — J. MOLTMAM, Teología de la esperanza, Sígueme, Salamanca, 1976; L. BoRos, Vivir de la esperanza. Expectación del tiempo futuro en la ideología cristiana, Verbo Divino, Estella, 1991; J. ALFARO, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Herder, Barcelona, 1972; J. R. FLECHA ANDRÉS, Esperanza y moral en el Nuevo Testamento, «Studium Legionense», León, 1975; B. HARING, Rebosad de esperanza, Sígueme, Salamanca, 1973; E. PIRONIO, Alegres en la esperanza, ed. Paulinas, Madrid 1979; PH. DELHAYE, Esperanza y vida cristiana, Rialp, Madrid, 1978; J. L. Ruiz DE LA PEÑA, La otra dimensión. Escatología cristiana, Sal Terrae, Santander, 1986.

Evaristo Martin Nieto