Conversión
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SUMARIO: 1. La conversión como evangelio. En el AT. a) Misericordia constituyente. b) Misericordia reconstituyente. Jesús, rostro misericordioso de Dios. - 2. La conversión en Dios: Aspecto contemplativo. - 3. Dimensiones de la conversión: Aspectos operativos. 3.1. Ruptura-Apertura. Ruptura. a) Con el pecado (amartia). b) Con la autosuficiencia (anomía). c) Con la injusticia (adikía). d) Con la mentira (psgysma). Apertura. 3.2. Reorientación existencial frente al Otro, los otros y lo otro. 3.3. Configuración cristológica. 3.4. Nueva antropología. 3.5. Proceso de maduración y discernimiento. 3.6. Instancia permanente, a nivel personal y eclesial. 3.7. Conversión al hermano. - 4. Conversión y cosmovisión. - 5. Conversión y fiesta.- 6. Estructura sacramental de la conversión.


1. La conversión como evangelio

Al abordar el tema de la conversión desde una perspectiva bíblica, el primer elemento a destacar es que se trata de "buena noticia", de que es "evangelio" y corazón del evangelio. Lo que la caracteriza no es la llamada al hombre para que se convierta -elemento común a todas las religiones- sino la proclamación de la conversión de Dios al hombre hasta convertirse en conversión del hombre. Este es el elemento distintivo de la conversión evangélica.

Conceder el mismo peso a los enunciados éticos que a los teológicos, al abordar el tema de la conversión en la propuesta de Jesús, supone una desnaturalización de la misma. La confesión no es llamada al "esfuerzo" sino oferta de "gracia". Y de aquí se derivarán las ulteriores urgencias de la conversión para el hombre, urgencias del "amor primero" (cf. I Co 5, 14; Apo 2, 4), que habrán de resolverse desde esa plataforma, pues "Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él (1 Jn 4, 16).

A. EN EL AT.

Ya en el AT. se contempla este protagonismo de Dios bajo el tema de la misericordia. Una de las experiencias más antiguas y profundas de Israel es la de que Yahvéh es un "Dios clemente y mísericordioso". El texto de Ex 34, 6 puede aducirse a este respecto como paradigmático en el frontispicio de su historia, texto en el que aparecen los vocablos típicos de la misericordia: "Yahvéh, Yahvéh, Dios misericordioso (rahum) y clemente (hanun), tardo a la cólera y rico en amor (hesed) y fidelidad (hemet), que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la rebeldía y el pecado". Y del que se hace eco el sal 103, 8.

Experiencia que amplía con otra no menos significativa: el mismo, Israel, se autocomprende como una realidad surgida históricamente de la iniciativa misericordiosa de Dios -"Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto... He bajado para libarle de la mano de los Egipcios "(Ex 7, 7ss)- y mantenida en la existencia gracias a ella, pues "Si el Señor no hubiera estado con nosotros, nos habrían tragado vivos" (Sal 124, 1-2). Y si es cierto que Israel descubre la misericordia divina desde el propio pecado y la propia desgracia (Sal 51, 1ss), esa misericordia, sin embargo, pertenece a la esencia íntima de Dios y supera cualquier otra fuerza en él (cf Os 11,8 ss). Es el crisol donde se funden todos los matices del amor divino: el de padre (Is, 63, 16; Os 11, 1 ss; Sal 103, 13), el de esposo (Os 2, 3) y el de madre (Is 49, 14-15). Es el rostro más común de Dios, que llega a ser definido como "el Misericordioso" Eclo 50, 19). Es, además, la revelación de su omnipotencia y envuelve a toda la creación, ya que "la misericordia del hombre es para su prójimo, pero la de Dios es para toda carne" (Eclo 18, 13), y así "tienes misericordia de todos porque todo lo puedes" (Sab 11, 23) y procediendo así "te haces respetar" (Sal 130, 4).

Israel celebrará, proclamará, invocará y se acogerá a esa misericordia, protagonista de su historia, que es toda ella "historia de salvación ". Dios irrumpe en ella para salvar y permanece como en ella como salvador.

Un acercamiento a esta denominación del amor salvador de Dios, que es su misericordia, nos permitirá descubrir los siguientes aspectos:

a) Misericordia constituyente. Lo apuntaba al principio: Israel emerge entre los pueblos como una decisión de la misericordia de Dios: "Cuando Israel era un niño, yo lo amé; de Egipto llamé a mi hijo" (Os 11, 1). Y todos sus ulteriores progresos se deberán no a su poder o al número de sus gentes, sino a una intervención gratuita y generosa del Señor. "Cuando se multiplique tu ganado.... que no se engría tu corazón ni te olvides del Señor tu Dios. Fue él quien te sacó de Egipto...; quien te ha conducido a través de ese inmenso y terrible desierto... fue él quien hizo brotar agua para ti de la roca y te ha alimentado en el desierto con el maná... Y no digas: con mis propias fuerzas he conseguido todo esto" (Dt 8, 13-17). Y en términos parecidos se expresa el Sal 44, 4-5. Josué, por su parte, en el discurso de despedida insistirá en esta lectura: la historia de Israel es una historia pilotada, protagonizada por la misericordia de Dios (Jos 24, 1 ss). Pero no sólo la realidad de Israel, sino toda la realidad creada emerge de ese amor benevolente de Dios, porque amas todo cuanto existe, y no aborreces nada de lo que hiciste; pues, si odiaras algo, no lo habrías creado. ¿Cómo subsistiría si tú no lo quisieras? ¿Cómo permanecería si tú no lo hubieras creado? Pero tú eres indulgente con todas tus cosas, porque todas son tuyas, Señor, amigo de la vida" (Sab 11, 24-26).

b) Misericordia reconstituyente. Pero ese amor primero no se vio correspondido. Los testimonios bíblicos al respecto son abundantes. "Desde el día en que saliste del país de Egipto hasta que llegasteis a este lugar habéis sido rebeldes al Señor" (Dt 9, 7). "Cuando Israel era un niño, yo lo amé... Cuanto más los llamaba, más se apartaban de mí.. Yo enseñé a andar a Efraim y lo llevé en mis brazos. Pero no han comprendido que era yo quien los cuidaba" (Os 11, 1-3).

El profeta Ezequiel subrayará esa falta permanente de correspondencia (Ez 20, 5ss), y Jeremías mostrará su extrañeza ante un hecho sin precedentes ni analogías en la historia de los pueblos: "Id hasta las costas de Chipre a investigar, enviad observadores a Cadar para informaros a ver si ha sucedido algo semejante... Pasmaos de ello, cielos, temblad llenos de terror. Que mi pueblo ha cometido un doble crimen: me han abandonado a mí, fuente de agua viva, para hacerse algibes, algibes agrietados, que no retienen el agua (Jr 2, 10-13).

Sin embargo, esa actitud negativa del pueblo no bloquea ni paraliza el dinamismo del amor de Dios, que no sólo es el primero, sino "dura por siempre" (Sal 52, 3), pues se renueva cada mañana" (Lm 3, 22-23). "Mi pueblo está aferrado a su infidelidad. ¿Cómo te trataré Efraim? ¿Acaso puedo abandonarte, Israel? El corazón me da un vuelco, todas mis entrañas se estremecen... No dejaré correr el ardor de mi ira..., porque soy Dios, no un hombre" (Os 11, 7-9).

c) Misericordia estimulante. El pecado hundió a Israel en el desaliento, borró de su horizonte la alegría. Los mensajes de los profetas Ezequiel y Deutero Isaías, junto a ciertos salmos de lamentación, radiografían con justeza esta experiencia de una comunidad empobrecida y desanimada. La casa de Israel anda diciendo: "Se han secado nuestros huesos; se ha desvanecido nuestra esperanza, todo se ha terminado para nosotros" (Ez 37, 11). ¡Ésa es la palabra de Israel!; muy distinta de la de Dios. "He aquí que yo voy a abrir vuestros sepulcros... Sabréis que yo soy Yahvéh cuando abra vuestros sepulcros y os haga salir de ellos, pueblo mío. Infundiré mi espíritu en vosotros y viviréis" (Ez 37, 12-14). Y todo porque Dios no puede desentenderse, es el "redentor" por derecho, "el goel de Israel, y con semejante, "goel" ¿qué podrá temer? (cf Rom 8, 31).

Israel tiene futuro sólo porque el futuro es Dios y de Dios. Dios tiene la última palabra, la misericordia, y en ella reside el futuro de Israel.

B. JESÚS, ROSTRO MISERICORDIOSO DE DIOS

"De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo" (Hb 1, 1-2), también en el tema de la conversión de Dios al hombre. A pesar de la densidad e intensidad con que lo revela el AT., estamos aún en el campo de lo fragmentario. Es en Cristo, imagen de Dios invisible e impronta de su ser" (Hb 1, 3), donde brilla con mayor perfección el rostro del Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo" (II Co 1, 3).

Jesús irrumpe en la historia como encarnación y proclamación de esa realidad, por eso con él se alcanza "la plenitud de los tiempos" (Gal 4, 4). Los tiempos del hombre se agotaron sin renovar al hombre; comienza el tiempo de Dios que se inaugura con la mayor osadía: la conversión de Dios en hombre y con la llamada de ese Dios convertido a la conversión. Por eso, la conversión en Jesús es prioritariamente anuncio del designio salvador de Dios; implica renuncias, porque ese designio tiene sus incompatibilidades: la entrada en ese mundo nuevo, en ese tiempo nuevo exige arrojar lastres o, si se prefiere, exige "liberaciones"; y, finalmente, comporta denuncias de todo aquello, y de todos aquéllos, que obstaculiza(n) o paraliza(n) ese plan salvador.

Jesús para ser anuncio, evangelio de conversión, "se vació" (Flp 2,6ss) -renuncia- y puso al descubierto las resistencias surgidas ante su proyecto evangelizador -denuncia-.

En este sentido, conviene advertir un matiz importante. Entre Juan Bautista y Jesús existe una gran diferencia: Juan es predicador de conversión a Dios, Jesús encarna la conversión de Dios. En Juan predomina el aspecto ético-ascético, en Jesús, el teológico-celebrativo.

2. La conversión en Dios: Aspecto contemplativo.

Un acercamiento atento a la Sagrada Escritura nos advierte de que la conversión del pueblo es posible porque es querida por Dios. Es su voluntad, pues "Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tm 2, 4; cf. Ez 18, 23); él es el agente principal: 'Te voy a seducir; la llevaré al desierto y hablaré al corazón.... y ella me responderá como en los días de su juventud' (Os 2,16-17), por eso: Señor, haznos volver para que seamos salvados (Sal 80, 4), pues "nadie viene a mí si el Padre no lo atrae" (Jn 6, 44), ya que "es Dios quien obra en vosotros el querer y el obrar" (Flp 2, 13); y es la meta: "Buscadme a mí y viviréis" (Ami 5, 4); pero, sobre todo, es el paradigma, el modelo de la conversión (Jn 3, 16; FIp 2, 6ss). Sí, Jesús es la visibilización, el sacramento de la conversión de Dios al hombre y del hombre a Dios. Y como en él la conversión de Dios al hombre es total y sin reservas, así ha de ser la conversión del hombre a Dios, total y sin reservas (Mt 10, 37 ss). No puede ser dubitativa ni fragmentaria, sino decisiva y radical. El encama el sí de Dios al hombre y el sí del hombre a Dios, pues "el Hijo de Dios, Cristo Jesús no fue sí y no; en él no hubo más que sí. Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él" (II Co 1, 19-20). "Sed... como vuestro Padre" (Mt 5, 48; cf Lc 6, 36); "Aprended de mí" (Mt 11, 29). Pablo recomendará: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo" (FIp 2, 5).

3. Dimensiones de la conversión: Aspectos operativos

La consideración de la conversión hasta ahora contemplada quedaría incompleta si se eleminara de ella o se silenciara la necesidad de respuesta-acogida a esa iniciativa de Dios. El anuncio de la conversión es verdadero evangelio para el hombre con tal que éste se conciencie de su situación y se apreste a recibir la salvación que le es ofrecida, porque "hemos probado que nos hallamos todos bajo el pecado" (Rom 3, 9). Este proceso de acogida supone dos momentos fundamentales: de ruptura y de apertura.

3.1. RUPTURA-APERTURA

Ruptura

a) Con el pecado (amarla). Conversión supone rechazo del pecado, no sólo en cuanto acto aislado sino también en cuanto actitud global y programática para la vida. Rescatar el pecado de la dimensión anecdótica, circunstancial y cuantificable (aunque esto no se ignore) es la primera exigencia para una recta comprensión del mismo.

En el NT, especialmente en el Evangelio de s. Juan, resulta clara la dialéctica entre pecado (actitud) y pecados (actos); entre pecado (potencia configurante) y pecados (concreciones históricas). Jesús, participando de esa dialéctica, opta preferentemente contra el pecado actitud y fuerza configurante (Jn 1, 29; 16, 8).

La atomización moralizante de la vida, reflejada en una moral casuista, es el alto precio pagado, que de rechazo, directa o indirectamente, ha contribuido a una interpretación y vivencia reductiva del sacramento de la penitencia.

b) Con la autosuficiencia (anomía). Si quiere percibirse lo esencial de la conversión, hay que tener presentes las palabras de Jesús cuando insiste en la necesidad de cambio: "hacerse como niños", es decir, renunciar a la autosalvación para percibir y recibir la gracia de la salvación (Ef 2, 5).

La auténtica conversión se da cuando el hombre se descentra, para ser centrado por Dios; cuando no quiere operar su salvación por sus propias fuerzas, sino que deja de mirar a sí mismo y confía audazmente en Dios y de él espera todo bien. El reconocimiento por parte del hombre de su incapacidad salvífica supone la posibilidad de recibir la salvación de Dios como gracia. Con esto no se está postulando ni defendiendo una delegación de responsabilidades, una alienación en la exterioridad (Dios es "más íntimo a mí mismo que yo mismo" afirma san Agustín), sino una descentralización egoísta que descubra (revele) al hombre su dimensión relacional.

c) Con la injusticia (adikía). El convertido ha de redimensionar todo el sistema de relaciones personales con Dios, con los otros (personas y cosas) y consigo mismo, para rescatarlo de infiltraciones y tergiversaciones egoístas.

Una exigencia fundamental de la conversión es la práctica de la justicia, entendida como, "caminar en la presencia del Señor" con todas las implicaciones de esa opción.

Justicia es una categoría central en la Biblia. Es atributo de Dios, y en cuanto tal significa primordialmente salvación. Y es vocación del hombre, consistiendo en su justa relación con la creación y particularmente dentro de ella con el hombre y con el Creador. Es un término de relación interhumana (Is 16-17 Lc 6, 36-38) intercreatural (Is 11, 5-9 = Rom 8, 18-26) y del hombre con Dios (Is 1, 11-20 Mt 7, 21-23). Convertirse, en este sentido, significa "volverse" con una nueva actitud a Dios, al hombre y al mundo.

d) Con la mentira (psgysma). La mentira, como actitud existencial contra la Verdad, es uno de los principales obstáculos de la conversión y, consecuentemente, una de las rupturas impuestas a todo aquel que busca la luz (Jn 3, 20).

La conversión aporta una nueva filiación. El diablo es padre de la mentira" (Jn 8, 44 mientras que el convertido está llamado a ser "hijo de la luz" Jn 12, 36; y Tes 5, 5) y, en consecuencia, a vivir como tal (Ef 5, 8).

La conversión es liberación, pues para ser libres nos liberó Cristo, y sólo la Verdad hace libres (Jn 8,32).

Apertura

La conversión no se comprende sólo ni principalmente desde las rupturas que impone; la "buena noticia" de Jesús no es una resta, una sustración a la vida del hombre ("No he venido a abolir, sino a dar plenitud" Mt 5, 17). No es una cadena interminable de "no es", sino un SI (II Co 1, 19), fundamental y global a Dios Padre. SI que reviste la modalidad de un retorno. Con una peculiaridad: el camino no lo recorre en su totalidad el hombre solo; también Dios se ha puesto en camino para facilitar y posibilitar el reencuentro. Más aún, Dios nos precede en ese camino (Lc 15, 20).

La conversión a Dios, escribe Juan Pablo II, consiste siempre en descubrir su misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno (cf 1 Co 13,4) a medida del Creador y Padre... La conversión a Dios es siempre fruto del "reencuentro" de este Padre, rico en misericordia. El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no sólo como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo "ven" así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a él" (Dives in misericordia, n.° 13).

Los términos bíblicos que objetivan la realidad de la conversión arrojan cierta luz sobre su modalidad shub (volver) y metanoein (pensar-más allá).

Con el verbo shub se designa el retorno de la cautividad a la tierra patria, a la casa del Padre; el camino existencial del hombre no sólo ha de corregir en unos grados su orientación, ha de girar completamente para recuperar la libertad. Con metanoein (transmentatio) se quiere indicar que el hombre no sólo tiene que enriquecer su pensamiento con algunos elementos nuevos sino que tiene que trascenderse a sí mismo, para "llegar a conocer cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento" (Ef 3, 18-19). No se trata sólo de adquirir una nueva mentalidad, sino de tener la mentalidad de Cristo (1 Co 2, 16). Y esta reorientación sólo es posible con la gracia de Dios (2Co 5, 18), ofrecida de manera multiforme en Jesucristo, Camino para posibilitar nuestros pasos y Verdad para iluminar nuestros pensamientos.

La conversión, pues, supone un "éxodo", una "salida" de esas servidumbres fundamentales (pecado, autosuficiencia, injusticia y mentira) y una "entrada" en espacios explorados sólo por el amor de Dios y explorables sólo desde ese amor.

3.2. REORIENTACIÓN EXISTENCIAL FRENTE AL OTRO, LOS OTROS Y LO OTRO

Lo hemos indicado más arriba: la conversión recupera, restaura las justas relaciones rotas por el pecado, entendido éste fundamentalmente como "desorientación" existencial y "fractura" violenta de la solidaridad entre los seres y los estados de la creación.

Efectivamente, el pecado "desorientó" al hombre. "¿Dónde estás?" (Gn 3, 9), es la pregunta de Dios a un Adán que antes de perder el Paraíso ya se había perdido en él. Al pecar se confundió, por eso, desorientado, "me escondí" (Gn 3, 10), e introdujo una fractura violenta en las relaciones interhumanas e intercreaturales (Gn 3, 14-19; Rom 8, 20).

La conversión a Cristo, "último Adán" (1Co 15, 45), reordenador y recapitulador de la creación, "pues en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra... todo fue creado por él y para él... y todo tiene en él su consistencia" (Col 1, 15ss, Ef 1, 10) implica la recuperación de esa armonía original - "cielos nuevos y tierra nueva" (II Pe 3, 13) por la que gimen la creación y el mismo hombre (Rom 8, 20s).

La conversión devuelve al hombre la orientación y la relación original, que nunca debió perder.

3.3. CONFIGURACIÓN CRISTOLÓGICA

La llamada a la conversión hecha por Jesús se concreta en "creed en el evangelio" (Mc 1, 15), que es "Jesucristo, Hijo de Dios" (Mc 1, 1). Por eso, creer en el evangelio se resuelve en el seguimiento de Jesús.

Seguir no es imitar, ni repetir, sino hacer avanzar; perseguir y proseguir el camino, el proyecto, la causa de Jesús. Desde aquí se entiende el dicho evangélico: "Yo os aseguro: el que cree en mí, hará él también las obras que yo hago, y aún mayores" (Jn 14, 12), y las afirmaciones paulinas sobre la aportación positiva del creyente a la obra de Cristo (Col 1, 24) que si no es insuficiente en sí misma, no está, sin embargo, completada hasta que no incluya, desde la libertad, a todo el proyecto creatural de Dios (Cf Col 1, 15-20).

Seguir a Jesús exige conocer y vivenciar su mensaje y su recorrido existencial; asumirlo como propuesta alternativa para la existencia propia y ajena', pues "quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él" (1 Jn 2, 6); asumir su estilo y su contenido.

Seguimiento que implica esfuerzo (Lc 13, 24), violencia (Mt 11, 12), pero que no es forzoso ni violento, sino propuesto y abrazado desde la libertad: el que quiera... (Mc 8, 34). Seguimiento que es un camino interior hacia el interior de Cristo.

Seducido por Cristo, Pablo aparece como un claro exponente de esta realidad. "Para mí, vivir es Cristo" (FIp 1, 21) "con Cristo estoy crucificado; vivo yo, pero no yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,19-20).

No se trata de ninguna despersonalización ni enajenación del Apóstol, sino de una personalización de Cristo, admitido conscientemente como referente existencial primordial. Pablo siente y consiente con Cristo; vive y convive con Cristo; existe y coexiste en Cristo. Se trata de una configuración que redimensiona a la persona entera: sentimientos (Flp 2, 5ss) y mentalidad (IICo 2, 16).

Desde esta configuración personal, la actuación del cristiano reviste la modalidad de una acción de Jesús, porque "es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20). Eso es, precisamente, lo que significa llevar "las señales de Jesús" (Gal 6, 17): afrontar la vida arrostrando las implicaciones del seguimiento, escuchando la llamada de la conversión, que es la llamada urgente del amor (IICo 5, 14).

"Corramos con constancia en la competición que se nos presenta, fijos los ojos en el pionero de /a fe, Jesús" (Hb 12, 1-2).

El cristiano nunca debe perder de vista a Jesucristo como referencia primordial de la vida, so pena de despistarse, adentrándose por caminos equivocados y estériles: caminos que no conducen a ninguna parte.

Se trata de "tomar conciencia de su persona" (Flp 3, 10), de "incorporarse a él" (Flp 3, 9), de personalizar "su misma actitud" (FIp 2, 5), de "vivir como él vivió" (Jn 2, 6), de mantener vivo y abierto su recuerdo (2 Tm 2, 8 ss)..., y eso no se improvisa.

Al "seguimiento cristiano" le es imprescindible ese talante contemplativo e interiorizador de la persona de Cristo, hasta el punto de experimentar su presencia como una seducción permanente (Flp 3, 12), inspiradora de los mayores radicalismos (Flp 8, 8). ¡No perderle de vista! Y esto significa reconocerle como "memoria dinámica y dinamizadora", descubrirle como inspiración permanente de las opciones concretas del hombre.

3.4. NUEVA ANTROPOLOGÍA

La cristificación, el ser y existir en Cristo, no es sino "la criatura nueva", pues "el que está en Cristo, es una criatura nueva" (IICo 5, 17).

La conversión alumbra al hombre nuevo (Ef 2, 15), habitante de "los cielos nuevos y la tierra nueva donde habita la justicia" (II Pe 3, 13). Esto significa presentar a Cristo como la verdadera referencia antropológica. De hecho, la cristología es el punto de partida de la verdadera antropología.

"Hagamos al hombre" (Gn 1, 26), fue la primera decisión solemne de Dios, su gran proyecto. Y para plasmarla, se miró a sí mismo: "a nuestra imagen y semejanza" (Gn 1, 26). Expresión aún no desentrañada satisfactoriamente, porque quizá ahí resida todo el "misterio" del hombre; expresión que, en todo caso, encierra una referencia ineludible del hombre a Dios, y una presencia y preferencia indestructible de Dios en y por el hombre.

A partir de ahí, Dios y el hombre son compañeros de camino. Y todo ese itinerario ha sido un acompañamiento humanizador, no exento de dramatismo. Pues si el proyecto humano de Dios "era muy bueno" (Gn 1, 31), la materia con que fue amasado (Gn 2, 7) muy pronto mostró su fragilidad. La Biblia nos habla, casi a renglón seguido, de un profundo desencanto (Gn 6, 6). Pero, inaccesible al desaliento, Dios no cejó en su propósito, porque hacer al hombre y hacerlo hombre es la gran tarea de la historia de la salvación.

El NT hablará de Cristo como "nuevo Adán" (1 Co 15, 45ss); ahí descansa la obra humanizadora de Dios. Sólo ahí logra el hombre ser imagen del Dios invisible (Col 1, 15). Mientras tanto, no hay reposo.

Hoy la exégesis no olvida, al considerar el texto de la creación del hombre, la perspectiva profético-escatológica del mismo. Allí, ¿se cierra o se abre un proyecto? El Adán de Génesis y su circunstancia, ¿fueron una realidad o una profecía?

Ya teólogos medievales ponían en duda, o negaban sin más, que aquel estado paradisíaco hubiera tenido lugar.

En cualquier caso, san Pablo es bastante claro: "Así es como dice la Escritura: Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida. No es primero el espiritual, sino el animal; después viene el espiritual. El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo, viene del cielo. Como el terreno, así son los hombres terrenos; como el celeste, así serán los celestes" (1 Co 15, 45-48).

No es que haya dos hombres, dos proyectos humanos independientes salidos de las manos de Dios. Sólo hay uno, que pasa de lo animal a lo espiritual, gracias a la intervención de Dios mismo. Así, el primer hombre es tipo del que había de venir; Adán es profecía o anuncio de Cristo, el antitipo (Rom 5, 14).

Los escritos neotestamentarios presentan a Jesús como verdadero hombre y paradigma del hombre verdadero (Jn 19, 5): es el horizonte y la utopía humanos; nuestra tensión y nuestra inspiración, pero, además, el protagonista y el espacio de ese nuevo y definitivo perfil del hombre, "porque él... de los dos pueblos hizo uno... para crear en sí mismo de los dos, un solo hombre nuevo" (Ef 2, 14-15).

El cristiano, por la conversión, unido a Aquél que tomó un cuerpo de carne (Col 1, 22) ha muerto al pecado (Rom 8, 10) por la incorporación a la muerte de Cristo en el bautismo (Rom 6, 5s), de donde tiene origen el nuevo nacimiento (Tit 3, 5) a una nueva dimensión existencial: "ser hechura de Dios" (Ef 2, 10). "Pues si alguno está en Cristo, es una criatura nueva; el ser antiguo ha desaparecido, hay un ser nuevo" (IICo 5, 17; Gal 6, 15). Novedad que comporta acogida: "Vivid según Cristo, el Señor; enraizados en él, dejáos edificar y construir por él" (Col 2, 6) y abandono: `Despojáos del hombre viejo... y revestíos del hombre nuevo, creado según Dios" (Ef 4, 22-24).

La conversión encarna y visibiliza la categoría de la novedad a nivel antropológico y creacional en general.

La llamada de Jesús a la conversión es la propuesta de una nueva humanidad. El proyecto humano revelado y encarnado en él difería cualitativamente de los modelos considerados en su tiempo como "canónicos"; de ahí la exigencia: "A vino nuevo, odres nuevos" (Mc 2, 22). Jesús trae esa inaudita posibilidad: no se trata de más de lo mismo -más vino del mismo vino-, sino de "otro" vino, "el mejor" (Jn 2, 10), extraído de su propia Vid (Jn 15, 1). ¡Con Jesús, llegó el cambio!

3.5. PROCESO DE MADURACIÓN Y DISCERNIMIENTO

Si la conversión no puede ser fragmentaria ni dubitativa, sino, desde el primer momento, decisiva, tampoco puede ser automática: es un camino, una transformación. No es un hecho aislado ni aislable.

Herederos de una mentalidad y espiritualidad fixistas, no estamos habituados a entender y vivir la fe, y la conversión, como un proceso, como una realidad abierta, in fieri. Eso significa que el hecho cristiano, y el hecho de la conversión, es decisivo pero no se agota en una sola decisión; al algo dinámico, móvil, que nunca está en el mismo punto.

En este sentido, pueden aplicarse al proceso de conversión lo que Pablo afirma de sí mismo respecto de su proyecto cristiano: "No es que lo tenga ya conseguido o que sea ya perfecto, sino que continúo mi carrera por si logro alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús (¡estupenda definición de la conversión-vocación!). Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Por eso, olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta... Así pues, todos los perfectos (convertidos) tengamos estos sentimientos" (Flp 3, 12-15).

La conversión se inserta en un proceso de maduración personal protagonizado por el Espíritu Santo; implica un ejercicio permanente de discernimiento respecto de los valores auténticos: "No os amoldéis a este mundo (ruptura), antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de modo que podáis discernir (apertura) cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, agradable y perfecto" (Rom 12, 2); y exige el trabajo de la propia estructura personal para adecuarla a la nueva situación (Ef 4, 1 ss; Col 3, 1 ss).

Tal proceso generará nuevas referencias: de una existencia centrada en uno mismo a una existencia referida a Dios -"ninguno vive para sí mismo ni muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor" (Rom 14, 8)-, a Cristo -"mientras vivo en este mundo de la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí" (Gal 2, 20)- y a su proyecto histórico: el Reino (Mt 6, 33).

3.6. INSTANCIA PERMANENTE, A NIVEL PERSONAL Y ECLESIAL

La llamada a la conversión no es la "primera" llamada, sino la "única" llamada: no hay otras llamadas, ni llamadas a otra cosa. La conversión es la única propuesta existencial de Jesús, y es la que renovarán los discípulos después de la pascua (Hch 2, 3 7).

Vivir en estado y actitud de conversión, atentos al Dios que está a la puerta, llamando (Ap 3, 20) e invita a la vigilancia (Mt 24, 42; 1 Pe 4, 7). Una instancia permanente a nivel personal (Lc 13, 1 ss) y a nivel eclesial, como recuerda el juicio a las iglesias en el libro del Apocalipsis (Ap 2-3).

3.7. CONVERSIÓN AL HERMANO

Es éste uno de los aspectos operativos más importantes de la conversión en la Sagrada Escritura, como correctivo a una evasión espiritualista, "pues a Dios nadie /o ha visto" (1 Jn 4, 12; cf. Ex 3, 20).

"¿Dónde está tu hermano?" (Gn 4, 9) es la pregunta que pende sobre toda pretendida conversión a Dios. Ya el libro de Isaías denunciaba la equivocación de confundir la voluntad de Dios con elaboraciones litúrgicas y ascéticas (Is 58), hechas a medida de los deseos y gustos de la religión más que de la verdadera fe.

La mediación humana es indispensable para el encuentro con Dios (1 Jn 3, 11-24), y las necesidades humanas determinan el juicio divino sobre el hombre (Mt 25, 34-46). Convertirse a Dios exige convertirse al hermano; más aún, convertirse en hermano.

¿Qué es ser hermano? Ante todo, una revelación: "Todos vosotros sois hermanos" (Mt 23, 8), porque "uno solo es vuestro Padre" (Mt 23, 9). Pero también un quehacer. Es reconocer otra existencia con las mismas raíces, pero con desarrollos autónomos. Ser hermano es un hecho referencial y diferencial, plural y solidario. Es reconocer que la vida no sólo se recibe y se vive, sino que se convive; que el hombre no es pleno en plena soledad, sino en plena comunión. Es vocación de acercamiento al otro, y de integración respetuosa del otro en mí y de mí en el otro, de lo mejor de ambos; es saberse mitad de una realidad que sólo es completa en el encuentro. Es llegar a creer en la posibilidad del trasvase de corazones, es ampliar las capacidades de entrega y acogida, sintiendo al otro corno piedra viva en la construcción de la propia vida y sientiéndose piedra viva en la construcción del otro (Cf II Pe 2,5ss).

Conversión matizada por tres rasgos fundamentales: conversión corno reconciliación como misericordia y como comprensión.

Reconciliación:

"Si al presentar tu ofrenda ante el altar..." (Mt 5, 23s). La conversión a Dios no puede ser una coartada, ni compatible con la ruptura de comunión con el hermano, a quien no sólo habrá de perdonarse siete veces (Mt 18, 2lss).

Reconciliar no significa anular ni eliminar la alteridad o la diversidad, sino buscar los puntos comunes para, desde ellos, potenciar la cohesión y la comunión; volver a conciliar, a recuperar el principio sano de la relación, con una indeclinable voluntad de llegar a "la verdad en el amor" (Ef 4, 15).

Misericordia:

El principio de la conversión de Dios al hombre es la misericordia, y la conversión del hombre al hombre debe inspirarse en el mismo principio.

San Pablo invita a revestirse de entrañas de misericordia (Col 3, 12) y a practicarla con alegría (Rom 12, 8). Una misericordia operativa: el juicio final versará sobre la misericordia practicada u omitida (Mt 25, 31-46; St 2, 13).

Es la tarea confiada a la Iglesia (IICo 5, 18-19), que no sólo "debe profesar y proclamar la divina misericordia en toda su verdad" (Dives in misericordia, n° 13), sino visibilizaria.

Comprensión:

"Acoged bien al que es débil en la fe, sin discutir opiniones... Dejemos, por tanto de juzgarnos los unos a los otros; juzgar más bien, que no se debe poner tropiezo o escándalo al hermano... Procuremos, por tanto, lo que fomenta la paz y la mutua edificación...; acogeos mutuamente como os acogió Cristo" (Rom 14, 15-17).

Estas recomendaciones de Pablo son un avance de aquellas otras de Francisco de Asís formuladas en la Regla bulada. "Aconsejo, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo que, cuando van por el mundo, no litiguen, ni contiendan con palabras, ni juzguen a los otros; mas sean benignos, pacíficos, mansos y humildes, honestamente hablando a todos" (cap 3), y "que no desprecien ni juzguen a los otros que vieren vestidos de vestiduras blandas y de color, usar manjares y bebidas delicados, mas cada uno júzguese y despreciése a sí mismo" (cap. 2).

4. Conversión y cosmovisión

La conversión es un principio generador y regenerador de perspectivas; posibilita otra visión de la realidad: más fraterna (Mt 23, 8), más confiada (Mt 6, 25 ss), redimida por el amor de Dios (Jn 3, 16), centrada en Cristo, piedra angular y clave de bóveda (Ef 1, 3ss; Col 1, 15ss), alfa y omega (Apo 1, 8), y también más crítica (Rom 12, 2).

La conversión introduce un "antes" y un "después" no sólo a nivel personal el que está en Cristo es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo" (IICo 5, 17) sino también a nivel creatural "cielos nuevos y tierra nueva" (II Pe 3, 13).

El convertido recupera la visión original de Dios sobre el mundo (Gn 1, 31), generando un sano optimismo (Rom 8, 28-39; 1 Co 3, 21), descubriendo la plusvalía de sentido existente en toda criatura (Sab 11, 24-26) y revalidándola (Sal 8; 103).

Esa fue la experiencia de Francisco de Asís. Al mirar retrospectivamente su vida, distingue dos períodos netamente diferenciados: "cuando estaba envuelto en pecados y cuando el Señor me concedió la gracia de hacer penitencia". Al primero corresponde la siguiente lectura de la vida: "me era muy amargo ver leprosos"; al segundo: "lo que antes me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo" (Test. 1-3). Sólo desde su conversión al Evangelio, redescubre Francisco, o mejor, se le revela el rostro fraterno de la creación (canto de la criaturas). Y es que la conversión supone un cambio de visión.

5. Conversión y fiesta

Quizá se pasa por alto este dato con demasiada facilidad y frecuencia: la conversión es una propuesta alegre y de alegría.

En su anuncio de la conversión, Jesús se expresa en clave de fiesta. Las imágenes del banquete (Lc 14, 16), de las bodas (Mt 22, 2) visualizan la llamada a la conversión como la invitación a una fiesta, la fiesta que Dios ha preparado para el hombre.

Se subraya que la conversión provoca "alegría en los cielos" (Lc 15, 7) entre los ángeles del cielo" (Lc 15, 10); y debería provocar también alegría entre los hombres "Hijo, deberías alegrarte" (Lc 15, 32).

Tras la conversión, el eunuco, puntualiza el libro de los Hechos, "siguió gozoso su camino" (Hch 8, 39); y tras la proclamación de la Buena Nueva en Sainaría, "hubo una gran alegría en aquella ciudad" (Hch 8, 8).

La conversión no puede formularse ni envolverse en tonos negros o morados. "Estad alegres..." (Flp 4, 4; 1 Te 5, 16). ¡Encontrarse con Dios no es para menos! Y ha de visibilizarse en formas significativas de esa realidad, a lo que no contribuyen la "lobreguez" de ciertos espacios y la "rigurosidad" de ciertas fórmulas.

6. Estructura sacramental de la conversión

Es éste un aspecto fundamental al que, sin embargo, no voy más que aludir, pues, de otra manera, supondría entrar en una lectura profunda de la teología sacramental. Una cosa es clara, la conversión cristiana se visibiliza y actualiza sacramentalmente. Así ocurre con la de Dios al hombre, visibilizada en Cristo, sacramento de conversión, del encuentro de Dios con el hombre y del hombre con Dios (IICo 5, 18). Y eclesialmente. Es un asunto personal, pero no individual, con profundas implicaciones comunitarias.

En este sentido, el bautismo es el sacramento fundamental y primario de la conversión, de la incorporación a Cristo (Rom 6, 3-11) y de la configuración existencial con él (Gal 2, 19, 3, 27), así como de la incorporación a la comunidad (Ef 4, 5), Por otra parte, se subraya la idea de fuerza regeneradora, debida a la acción del Espíritu (Tit 3, 5; Jn 3, 1-8).

A partir de esta presentación en el NT, particularmente en los escritos paulinos, se desarrolla una exigente parénesis. Así, una correcta inteligencia del bautismo excluye el abuso de la abundante gracia de Dios (1 Co 10, 1-13), exige la más dura lucha contra la concupiscencia y las pasiones pecaminosas (Rom 6, 12-14.19; Gal 5, 24) y ofrece múltiples motivos para el esfuerzo moral (Ef 5, 6-14; Fip 2,15s; Col 3, 12-17; 1 Tes 4, 3-8; 1 Jn 2, 6; 3, 6)...

La eucaristía desempeña también un papel importante como estructura sacramental de conversión. No es sólo pan y vino convertidos en cuerpo y sangre de Cristo (1 Co 11, 23-25), es también alimento de los convertidos a Cristo (1 Co 11, 26-30; Jn 6, 34) y de conversión en Cristo (Jn 6, 53-58). Por otra parte, no conviene olvidar la eucaristía como ámbito y urgencia de conversión al hermano (1 Co 11, 17-22. 33).

Por último, una estructura sacramental donde visibilizar la conversión como actitud permanente es la del llamado sacramento de la reconciliación en cuanto concreción del perdón de la Iglesia y en la Iglesia (St 5, 16; Jn 20, 23). Una estructura sacramental ésta marcada hoy por una profunda crisis, que está urgiendo, quizá, un replanteamiento o una revisión profunda de la misma. —> misericordia; arrepentimiento; perdón; reino; pecadores.

Domingo Montero