Amor a Dios
DJN
 

Como buen judío Jesús aceptó y predicó el primer y fundamental «mandamiento»: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas» (Mc 12,30 y par. Mt 22,37 y Lc 10,27) tal como aparece en Dt 6,5. En ello no es innovador, como cabía esperar. Su aportación más nueva es añadir a este mandamiento el segundo sobre el amor del prójimo, vinculando íntimamente ambos mandatos. También lo es la más honda motivación que presenta de la relación con Dios que se llama amor.

Es necesario profundizar en el sentido de este «mandamiento» del amor a Dios y en la motivación que se acaba de mencionar.

Ya había sido un importante avance veterotestamentario el plantear la relación con Dios en términos de amor y no sólo ni principalmente de temor y obediencia.

Aunque el amor esté formulado como mandamiento, es fácil advertir, como sucede con el «mandamiento» del amor a los demás, que difícilmente puede tratarse de una orden en sentido estricto. Cuando se trata del amor, es decir, de una relación análoga a la del amor interhumano, no se puede imponer o mandar. Ya en la teología del Deuteronomio —el libro que más claramente plantea la relación de Israel con su Dios en términos de amor— el primer mandamiento de amar a Dios está en el contexto de los múltiples beneficios que Yahveh ha hecho a su pueblo como señal y realización de la peculiar relación que ha tenido y tiene con él. El amor a Dios es, pues, responder en la misma moneda y está motivado por el previo amor de Dios al pueblo.

Hay, además, muchos otros textos donde, de un modo u otro, aparece la relación primera de Dios con el ser humano, prevalentemente con el judío o el pueblo de Israel, en forma de amor, interés, cariño...

De este modo parece claro que el mandamiento, más que propiamente tal, es un modo de formular sintéticamente la necesaria respuesta a la actitud de Dios hacia el ser humano.

En la misma línea, mucho más profundizada y universalizada, se mueve el Nuevo Testamento siguiendo y desarrollando el mensaje de Jesús.

Este mensaje puede resumirse diciendo que presenta una imagen relativamente nueva de un Dios que está incondicionalmente a favor del ser humano con independencia de lo que éste sea y haga, un Dios al que podemos y debemos llamar Padre, mejor, «Abbá», o sea, «papá». En la base de esta predicación está la experiencia del Padre que el Jesús histórico tiene y comunica a los demás para que también ellos la experimenten y vivan sus consecuencias.

Ello, siempre por analogía con la realidad humana, implica una determinada actuación previa de Dios hacia los seres humanos en la línea del amor y que requiere, por ende, una respuesta recíproca.

Evidentemente esta presentación de Dios no es para fomentar un mero conocimiento estético o teórico, sino para que el ser humano entable con El una nueva relación que le haga existir para siempre de una forma nueva, en lo cual, en definitiva, consiste la salvación, como veremos más abajo. De ahí la importancia del tema.

Esa relación puede adecuadamente calificarse de amor a Dios, aunque ello haya también de entenderse de modo analógico, tomando como punto de partida la relación humana conocida y experimentada como amor.

Siendo esto así, el amor no se manda simplemente ni se impone, tal como veíamos más arriba. Hay un ofrecimiento de relación por parte de Dios hacia los seres humanos, que respeta la forma de ser de éstos tal como la ha creado el mismo Dios. Ofrecimiento cuya única iniciativa corresponde al Señor.

Si tenemos en cuenta no sólo los datos del Jesús histórico, sino el significado total de Jesucristo como Hijo, el mensaje de Jesús cobra nueva hondura.

En realidad todo el proceso de la Encarnación del Hijo hasta la muerte y resurrección es la revelación del máximo amor de Dios hacia el ser humano como ofrecimiento de relación para que éste responda de modo parecido. Jesús es el perfecto revelador de este amor, podríamos decir, su hipóstasis o personificación. No sólo porque lo manifieste con sus palabras. En su vida es el hombre que realiza en sí mismo este diálogo amoroso con Dios y es modelo para los demás. En su persona el ser humano ama a Dios y es amado por Él. Toda su vida, especialmente su muerte («nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» Jn 15, 13) y resurrección son testimonio de este don del Padre al mundo.

Resumen y comentario de esto podrían ser las palabras de Jn 3, 16: «Dios ha amado tanto al mundo que ha entregado a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca sino tenga vida eterna», en 1 Jn 4,9. El amor de Dios se ha manifestado en que Dios ha enviado a su Unigénito al mundo para que vivamos por medio de ÉI. El amor consiste, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envío a su Hijo... o las de Pablo en Rm 5,8: «Dios comprueba su amor hacia nosotros porque, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros».

La capacidad de responder en reciprocidad a esta oferta es don del Espíritu y no fruto del esfuerzo humano. Este tema no aparece tan claramente en los Evangelios, sino más bien en textos como Rm 5, 5b: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado». Pero, además, el simple análisis del amor pone de relieve esta característica de espontaneidad. Por otra parte, la predicación de Jesús no insiste en los aspectos de obligación, sino en los de invitación a la respuesta amorosa. Los seres humanos han de abrirse libremente al ofrecimiento que Dios, por Jesús, les hace.

Jesús modelo del amor a Dios

Jesús no solo exhorta al amor de Dios y revela sus más hondos fundamentos y motivaciones, sino que es un perfecto modelo de cómo el ser humano ha de amar a Dios en justa reciprocidad al ofrecimiento que El mismo ha hecho tomando la iniciativa.

Desde un punto de vista meramente humano Jesús cumple perfectamente los planes de Dios sobre él, aun a costa de grandes sacrificios, especialmente el de la propia vida. No es que el hecho de que el amor cueste trabajo aumente la calidad de la relación, pero manifiesta si es verdadero o pura ilusión. En el caso de Jesús no cabe duda de este cumplimiento, que es una muestra de amor a Dios. No realiza su misión por temor, miedo, deseo de ganar méritos ni nada parecido, sino por sentirse unido al Padre. En lo cual consiste, en definitiva, el amor.

El amor a Dios no es, simplemente -aunque también ello sea un importante componente- un sentimiento de cercanía, sino una vida conforme al plan de Dios. Y la de Jesús es una plena realización de ello.

El primero que ha percibido la entrega de Dios a la humanidad, su interés por ella, su deseo -hablando a nuestro modo-de que los seres humanos estén cerca de Él hasta la plena unión/comunión ha sido Jesús de Nazaret. Y ha vivido coherentemente con esta percepción. Ha respondido al amor de Dios sin reservas.

Esa respuesta de Jesús se ha realizado en su entrega también a los seres humanos. Su amor a Dios pasa sin solución de continuidad a la humanidad, a la cual también ama hasta la muerte; entrega su vida por y a los demás como forma concreta de vivir el amor a Dios.

En qué consiste el amor a Dios

Sacando las consecuencias de este modelo, el amor a Dios no consiste sólo en sentimientos o retórica, sino en la entrega de todo el ser como respuesta a la actuación de Dios manifestada en Cristo. Entrega que no se identifica exactamente con la guarda de unos determinados preceptos, la cual podría llevarse a cabo por otros motivos distintos del amor.

En su nivel más profundo consiste en la íntegra aceptación del designio o plan de Dios sobre los seres humanos, con exclusión de cualquier otro señorío (Mt 6,24; Lc 16,13) o dicho con otras palabras, la búsqueda del Reino (Mt 6,33; Lc 12,31). Opción por Dios como centro de la existencia con confianza absoluta en Él (cfr. Mt 6,25-34; Lc 12. 22-32). Naturalmente esto puede expresarse diciendo que se cumple la voluntad de Dios, del mismo modo que Jesús lo hizo (Mt 7, 21; Mc 3, 35; Mt 12, 50; Jn 4,34). Pero ha de darse a esta expresión toda su profundidad, puesto que cabe un cumplimiento real por mero temor o por otras razones. Es evidente que ello incluye el cumplir los contenidos éticos de los mandamientos. Pero con una actitud personal muy diferente de la de temor o deseo de ganar méritos. Es más bien por identificación amorosa con Dios. De ahí la vinculación que la teología joánica establecerá entre amar a Dios y cumplir los mandamientos (Jn 14,21-24; 15,10 1 Jn 5,3). Quien realmente ama a Dios hace lo que entiende que Dios quiere; lo cual, por otra parte, no es su voluntad arbitraria, sino el mayor bien para el ser humano individual y la humanidad en su conjunto. En ello, en efecto, se manifiesta, entre otras cosas, el amor e interés de Dios hacia los seres humanos.

Es, pues, un amor real, acorde con la naturaleza del ser humano. Incluye afecto, como no podía ser menos, descentramiento, salida de uno mismo y práctica, que tiene como referente principal al hermano, a todos los hermanos en la medida de lo posible, donde se encuentra a Dios en este mundo y en la vida presente. Tal como se decía más arriba sobre la práctica de Jesús, el auténtico amor a Dios es inseparable del amor a los demás, al prójimo.

Amor a Dios, salvación y unión con Dios

La finalidad última del amor, tal como nosotros podemos comprenderlo, es la total unión entre quienes se aman. También en esto Jesús, el Hijo, nos resulta modelo. Y más que modelo. Porque es la identificación total con el Padre, comunidad absoluta con Él.

Es importante percibir la importancia del amor a Dios en la concepción cristiana de la salvación. Es mucho más que un mero precepto que se cumple por buenas razones. Es, realmente, el establecer comunión/unión con Dios en lo que consiste en definitiva la salvación.

Dicho de otro modo: toda la Revelación, y muy especialmente su culminación en la Vida, Muerte y Resurrección de Jesucristo, es la comunicación del amor de Dios hacia los seres humanos. Comunicación en forma de ofrecimiento porque el amor no se impone sino se ofrece. Todo amor, también el divino, en cuanto podemos hacernos cargo de él, no es un «algo», sino una relación personal que une a dos seres. Tal es lo que Dios pretende en su comunicación con el ser humano. Dios quiere unirlo consigo para hacerlo participar de su mismo divino Ser. Y para ello, puesto que tal unión ha de ser libremente consentida y aceptada por el destinatario, se vale de todos los medios posible, de modo muy especial el de la persona de su Hijo Nuestro Señor Jesucristo encarnado, muerto y resucitado por nosotros, tal como veíamos más arriba.

El amor produce vida, porque produce relación real entre quienes se aman. Ahora bien, cuando es Dios quien ama ello es mucho más real. Porque es imposible que Dios ame y no ocurra nada y las cosas o personas permanezcan como están. La única salvedad es que, dada la libertad humana que Dios mismo ha querido, la relación y unión no es impuesta sino ofrecida. Una vez aceptada, sin embargo, la transformación integral del ser tiene lugar. En esto consiste, en último término, la salvación del ser humano. De ahí que la relación del amor no sea un elemento más en el plan divino, ni una virtud más sino el factor clave para comprender y vivir el destino último y definitivo de la humanidad según Dios. agape; amor.

BIBL. —ANTOINE VERGOTE, «Amarás al Señor tu Dios». La identidad cristiana, Santander, Sal Terrae 1999; FEDERICO PASTOR-RAMOS, La salvación del hombre en la muerte y resurrección de Cristo. Estella, Verbo Divino 1991.

Federico Pastor