VIDA ETERNA
DC


SUMARIO: I. El dato bíblico.—II. Historia de la doctrina.—III. Reflexión teológica.


I. El dato bíblico

La fe cristiana profesa la esperanza en la vida eterna, realización consumada de la promesa de salvación. Em el Antiguo Testamento el concepto de vida conlleva la idea de plenitud existencial (hayyim, plural intensivo que significa indistintamente vida y felicidad); es más que la mera existencia y sólo es posible en la comunión con Dios y en el marco de la Alianza.

Los llamados salmos místicos (Sal 16,49 y 73) presagiaron esa vida como realidad más fuerte que la muerte, una vida que comienza a gestarse ahora en el misterioso intercambio de la relación interpersonal Dios-hombre. Los profetas apuntaban al carácter comunitario y encarnado de la felicidad escatológica con los símbolos del pueblo (Am 9,11ss.) o la ciudad (Is 65,17ss.). Ya en el umbral del Nuevo Testamento, el israelita piadoso se muestra convencido de que su vida «está en las manos de Dios» (Sab 3,1), pues «el Señor será su recompensa» (Sab 5,15) y lo resucitará «para la vida eterna» (Dan 12,2; 2 Mac 7,9.14).

Los evangelios sinópticos dan fe de la frecuencia con que Jesús se ha referido a la fase escatológica del Reino. Entre los símbolos empleados en las parábolas destacan los del banquete mesiánico o el convite nupcial (Mt 22,1-10; 25,1-10; Lc 12,35-38; 13, 28s.; 14,16-24), que prolongan la perspectiva social y encarnada de la predicación profética, ratificada en fin por Ap 21,2.4.

En el evangelio y las cartas de Juan retorna con vigor el concepto veterotestamentario de vida (eterna). Ella se encuentra en el Logos (Jn 1,4), quien se encarna para comunicarla por un nuevo nacimiento (Jn 1,13s.; 3,5), en cuyo origen está la fe y a partir del cual es ya poseída: «el que cree tiene vida eterna» (Jn 3,36; 6,40,47,54; 1 Jn 5,11-13).

Si el estadio terreno de la vida eterna se caracteriza por la fe, el estadio escatológico canjea la fe por la visión de Dios (Mt 5,8; 1 Cor 13,12; 2 Cor 5,7); tal visión diviniza al hombre («seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es»: 1 Jn 3,2) y tiene lugar en el seno de una intimidad amorosa que el Nuevo Testamento describe como un ser-con-Cristo (Lc 23,43; He 7 7,59; 1 Tes 4,17; 2 Cor 5,8; Flp 1,23), que sería la categoría específicamente neotestamentaria para denotar el estadio escatológico de los bienes salvíficos.

En suma, la Escritura utiliza varias expresiones para verbalizar el término de la esperanza de los creyentes; las más relevantes son las de vida eterna, visión de Dios, divinización del hombre, ser-con-Cristo. Todas tienen un carácter tentativo o aproximativo; cada una remite a las demás y se esclarece y completa con ellas, como lo mostrará la reflexión teológica.


II. Historia de la doctrina

La tradición eclesial ha meditado largamente sobre algunos de los datos escriturísticos que se acaban de reseñar. Uno de ellos es el del cielo como sociedad o «comunión de los santos»; el sujeto primero de la gloria celeste es esa unidad transpersonal que llamamos Iglesia. En realidad, la índole eclesial de la felicidad escatológica está en el origen de las incertezas de la patrística acerca del momento en que comienza la bienaventuranza esencial (si inmediatamente después de la muerte o sólo a partir de la parusía), incertezas que reaparecen en el medievo con Juan XXII y que darán origen a la intervención magisterial de Benedicto XII que se analizará más adelante.

Junto al carácter comunitario de la vida eterna, la patrística subraya igualmente la categoría visión de Dios, con sus efectos divinizantes y su dimensión cristológica, muy presente desde Ignacio de Antioquía y ya virtualmente contenida en la dimensión eclesial, dado que la comunión (escatológica) de los santos es el ser-con-Cristo de los miembros de su cuerpo, llegado a la consumación en la integridad de los que le pertenecen.

El artículo de la vida eterna representa la conclusión obligada de los variados símbolos de fe, desde los más concisos (DS 6ss.) hasta los más extensos (DS 13-16,39). Pero habrá que esperar varios siglos antes de que el magisterio extraordinario se pronuncie al respecto; su primera intervención es la constitución dogmática Benedictus Deus, antes aludida (DS 530); la categoría clave es aquí la visión de Dios, acerca de la cual se hacen una serie de precisiones: a) el hecho: los bienaventurados «vieron y ven la esencia divina»; b) el modo: se trata de una «visión intuitiva», «facial» (cf. 1 Cor 13,12), inmediata (sin que ninguna criatura se interponga); c) las consecuencias: el gozo, la bienaventuranza y la vida eterna.

Es de notar el carácter marcadamente intelectual que reviste aquí el concepto de vida eterna, entendida en un sentido secamente cognitivo, sin los densos matices vivenciales que, según se verá luego, alcanza en la Escritura. El elemento cristológico es aludido muy de pasada (los bienaventurados «están en el cielo... con Cristo») y a la visión se le asigna como término no la realidad personal trinitaria, sino «la esencia divina». En este punto, el concilio de Florencia (DS 693) aporta una precisión importante: el objeto de la visión intuitiva es «el mismo Dios trino y uno, tal cual es».

El Vaticano II, en su constitución Lumen Gentium, ha enriquecido esta doctrina magisterial con sustanciales complementos. El n. 48 recoge el dato visión de Dios y su virtualidad divinizante: «en la gloria... seremos semejantes a Dios porque lo veremos tal cual es». Pero inmediatamente añade la impronta cristológica: «ser con Cristo», «entrar con él a las bodas»; en el n. 49 se afirma que «los bienaventurados están íntimamente unidos con Cristo». Se hace también patente la índole social-eclesial de la vida eterna, de la que la Iglesia aparece frecuentemente como sujeto (cf. nn. 48-51, passim). El concilio, en suma, ha sabido corregir precedentes unilateralidades recuperando importantes elementos de la revelación bíblica sobre la vida eterna.


III.
Reflexión teológica

La teología ha de comenzar preguntándose por qué tanto la revelacióncomo los símbolos y la tradición eclesial confieren a la categoría vida una innegable prioridad, a la hora de expresar la esperanza cristiana en la salvación consumada. Para responder a este interrogante, hay que partir del primer artículo del credo: Dios crea por amor; el amor es biógeno, generador de vida; luego Dios crea para la vida. Así pues, en el credo cristiano, los artículos primero y último se coimplican.

Por otra parte, la vida es la condición de posibilidad de toda propuesta salvífica coherente; sin ella, en efecto, los demás componentes de la oferta de salvación quedan sometidos al poder corrosivo de la caducidad. Sin el contenido vida, ¿a quién atañe, en última instancia, el discurso sobre la salvación? ¿Al mundo, a la historia, a la humanidad, en una palabra, al universal, pero no al singular? Todo se salva en abstracto; nada ni nadie se salva en concreto. Es decir, en realidad no hay salvación, puesto que no hay de quién predicar la salvación.

Por estas razones, es comprensible que el primero de los contenidos de la idea cristiana de salvación sea la vida. Una vida que es milagro de un amor que es misterio: vida eterna. Ahora bien, la aseveración de una vida ilimitada, lejos de abolir el carácter dilemático de la condición humana, lo acentúa. La muerte es una de las dimensiones de la contingencia, seguramente la más ostensible e incisiva, pero no la única. La derogación del límite temporal, y sólo de él, plantea más dificultades de las que resuelve; equivale a la consolidación endémica del resto de las limitaciones, con el aumento cumulativo de la contingencia.

Así pues, si la vida eterna ha de ser no perdición, sino salvación, tiene que importar, a más de la superación del límite vital, una mutación ontológica, la promoción del ser humano a un status cualitativamente superior. Si se alza la barrera impuesta al hombre por la naturaleza, el resultado ha de ser su desembocadura en la transnaturaleza, su divinización. La fe cristiana ha sido siempre consciente de esto. Por eso emplea, junto a la categoría vida eterna la de visión de Dios; la vida eterna es visión de Dios; la visión de Dios es divinización del hombre.

Los numerosos pasajes bíblicos donde se describe la salvación consumada como un «ver a Dios», «conocer a Dios cara a cara», etc., han sido entendidos frecuentemente en un sentido áridamente noético. Para ello se olvidó tanto el contenido pregnante que recibe en hebreo el verbo «conocer» («ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero»: Jn 17,3; cf. Jn 10,14s.) como el contexto cultural en el que se incardinaba la propia expresión «ver a Dios». Puesto que el horizonte comprensivo de esta visión es el Reino, «ver a Dios» equivale aquí a «ver al rey». Ahora bien, el rey de la corte oriental es inaccesible para la generalidad de sus súbditos; sólo a los miembros de su corte y a los consanguíneos les es dado contemplarlo tal cual es. Así, la clave que descifra la imagen visión de Dios es: convivencia, participación vital, comunión interpersonal. Ven a Dios los que gozan de su intimidad y comparten su vida; los que han sido divinizados. «... Seremos semejantes a él porque le veremos tal cual es»; la visión conlleva la semejanza; la vida eterna deifica a quien la disfruta.

¿Y quién es el Dios a quien veremos, en cuya vida participaremos y comulgaremos? Pues el Dios cristiano es tres personas; es el Dios Padre, el Dios Hijo, el Dios Espíritu. Si la categoría visión se entiende en el sentido existencial —más que noético— antes apuntado, como expresión del misterio de una vida compartida en el seno de una entrañable relación de tú a tú, entonces es claro que esta recíproca inferencia interpersonal está exigiendo una connaturalidad y homogeneidad en el ser de los sujetos mutuamente referidos. Apenas es pensable una relación de este tipo, directa, inmediata, sin tal afinidad ontológica. El Dios a quien veremos, en cuya vida comulgaremos, es el Hijo, el «consustancial a nosotros según la humanidad», como reza el símbolo de fe (D 148).

«Ver a Dios» y «ser con Cristo» es, pues, una y la misma cosa. Cristo glorioso es la totalidad de la promesa cumplida, la plenitud del Reino, el paraíso y la vida eterna. Y en tanto que él es persona divina, pura relación al Padre y al Espíritu, en y por Cristo nos relacionamos inmediatamente con las otras dos personas de la Trinidad. Realmente la única forma de llegar al Padre es en la mediación del Hijo: «Felipe, el que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9). El es, como señala la carta a los Hebreos, nuestro pontífice, no sólo a lo largo de la historia, sino incluso más allá de ella y durante toda la eternidad. También en la vida eterna seguirá siendo cierto que el cuerpo es el mediador de todo encuentro interpersonal; en este caso, el cuerpo glorioso de Cristo, «en el que habita la plenitud de la divinidad» (Col 2,9).

En cuanto antecede hemos definido la vida eterna tomando como marco de referencia la relación constitutiva del hombre a Dios. Pero el ser humano es, también constitutivamente, relación al otro (socialidad) y al mundo (mundanidad). La salvación escatológica ha de consumar igualmente estas dos notas propias de su condición.

La vocación a una solidaridad realmente universal, que abrace a todos los hombres de todas las épocas, está presente en cualquier proyecto sociopolítico de inspiración humanista. Así mismo, el señorío del hombre sobre el cosmos es el ideal indeclinable de la ciencia, la técnica y el arte. El internacionalismo revolucionario sueña con una humanidad fraternamente reconciliada. La creación científica y artística aspira a transfigurar la materia bruta en realidad domesticada y humanizada. Sin embargo, este doble anhelo de una socialidad y una mundanidad consumadas es permanentemente contrarrestado por los hechos. La filantropía internacionalista de las proclamas y los manifiestos es batida, una y otra vez, por la embriaguez idolátrica de los diversos racismos o por el impasible egoísmo de las naciones y las clases más favorecidas. La ciencia, que entronizó al hombre como señor de su planeta, le notifica que éste es apenas un arrabal periférico en la inmensidad inabarcable del cosmos. Esa misma ciencia ha puesto en marcha, además, una tecnología cuyos excesos son responsables de una degradación ecológica que, de no atajarse a tiempo, reconvertirá el cosmos en un caos de detritus.

La fe cristiana no se desalienta ante estas aporías de la socialidad y la mundanidad humanas. La vida eterna, comunión en el ser de Dios, será también (según se ha indicado más arriba) «communio sanctorum»; realización de la solidaridad sin fronteras raciales, temporales o espaciales, en cuyo ámbito se experimentará la verdad (ahora sólo perceptible en la oscuridad de la fe) de que todos somos hermanos de todos. La vida eterna confirmará que vivir en plenitud es con-vivir, con-vivencia, comunión; que el gozo sólo puede ser total cuando abraza a la totalidad de los hermanos. En la vida eterna ningún miembro del cuerpo de Cristo es superfluo; todos son necesarios. Si faltase alguno, faltaría algo imprescindible para la plenitud de todos, porque todos se desvelarán a cada uno como una parte de su yo en la comunión del nosotros.

Si la vida eterna es esto, la utopía realizada de la fraternidad, ello significa que dicha fraternidad es realizable. La dimensión social de la vida eterna se erige como instancia crítica de las múltiples insolidaridades reinantes en la vida temporal y como dinámica estimulante de su superación. La comunión de los santos refuta la aceptación fatalista del horno homini lupus, de una humanidad indefectiblemente conflictiva. No es cierto que los hombres y los grupos humanos sean naturalmente irreconciliables, puesto que están llamados a un destino de conciliación y comunión. No es cierto tampoco que se pueda llegar al amor por el odio, o a la paz por la guerra, o al entendimiento por el enfrentamiento.

Por todo ello, lejos de diferir pasivamente al final de la historia la reconciliación universal, la fe impulsa a anticiparla activamente en el tiempo; la comunidad cristiana ha de ser signo sacramental de la fraternidad escatológica, que además de esperar lo significado, obra lo que significa.

Por otra parte, la comunión de los santos verá finalmente consumada su relación al mundo. La nueva creación es el topos connatural a esta humanidad nueva, abierto a un poder para el que la materia es pura plasticidad, ya no degradable por el frenético abuso de la hybris tecnocrática, sino ennoblecida por un uso que imprime en ella la forma del espíritu. Si el hombre expresa ahora su mundanidad en una acción sobre la materia dictada a menudo por sus necesidades, y pese a ello tal acción puede ser creadora, la actividad propia de la existencia escatológica, libre ya de toda indigencia, será tan gratuita como gratificante; será pura creatividad que ennoblece (y no degrada) lo que toca; un obrar que es descansar, un descansar que es obrar; una acción que no procede (como ahora) de la carencia de algo, sino de la plenitud que se desborda y se comunica a la realidad extrahumana. Si alguna analogía anticipa ya esta relación hombre nuevo-mundo nuevo, es la de la creación artística, con la que el ser humano no busca sino la comunicación de la belleza por la transfiguración de la materia bruta en materia humanizada.

Al igual que ocurría antes con la nota de la socialidad, este paradigma escatológico del ser-en-el-mundo denuncia el activismo paroxístico dirigido al tener antes que al ser, el ávido productivismo que deforma grotescamente el poder creador del hombre, enajenándolo en lo que Marx llamaba «el fetichismo de la mercancía». Tampoco esta enajenación es necesidad fatal, y a ella ha de oponerse el cristiano, sabedor de cómo será su relación con el mundo y, por tanto, de cómo puede y debe ser ya.

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Juan Luis Ruiz de la Peña