UNITARIANISMO
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SUMARIO: I. Formas antiguas (s. II-IV).—II. Humanismo y reforma (s. XVI-XVII).—III. Las iglesias unitarias anglosajonas (s. XVII-XIX).—IV. Problemática actual.—V. Temas de fondo. Identidad del cristianismo.


Se llama unitario aquel tipo de cristianismo que, de un modo o de otro, rechaza o devalúa el dogma de la Trinidad y afirma que en Dios no existe más que una gran persona, un todo en el que vienen a incluirse y condensarse los aspectos de lo divino. Por eso, los defensores de esta tendencia suelen llamarse también antitrinitarios: niegan la existencia de una comunión personal intradivina y consideran a Cristo y al Espíritu Santo como formas diferentes de hablar del mismo Dios o como simples criaturas.

Más que un sistema fijo y bien preciso de teología, el unitarianismo ofrece un modo genérico de asumir y pensar el cristianismo. Por eso puede condensarse y se condensa en múltiples caminos o sistemas. Distinguimos de un modo aproximado aquellos que son más importantes: Formas antiguas (s. II-IV); humanismo y reforma (s. XVI-XVII); las iglesias unitarias (s. XVIII-XIX). Desde ese fondo estudiaremos los problemas y aspectos más salientes de eso que podemos llamar el unitarianismo cristiano.

Éste es un tema que viene a situarnos en el centro del dogma y de la vida de la Iglesia cristiana. Se trata de saber quién es Dios y de expresar su misterio de unidad y comunión en referencia a la vida de los hombres. Ciertamente, Dios es uno, como ha confesado el Shema de la Biblia (Dt 6, 4-6) y como luego han precisado en clave de pensamiento racional los mayores filósofos de la tradición judía, cristiana y musulmana. Por eso, al ocuparnos de este tema debemos situarnos en el centro de las reflexiones filosófico-teológicas de las religiones proféticas y del mismo pensamiento (ontología, teodicea) de Occidente.

El tema es también muy importante en clave de ecumenismo religioso más extenso, en relación con el budismo e hinduismo, el universalismo chino y las diversas corrientes de experiencia espiritual que se han venido a dar sobre la tierra (zoroastrismo y gnosis, esoterismo y ocultismo, etc.). Aquí no podemos estudiar más por extenso los problemas que están relacionados con esa perspectiva más extensa, pero hemos querido señalarlos: se trata de expresar el ser de Dios en su posible carácter personal y transcendente (judaísmo, islamismo), se trata de indicar su hondura siempre huidiza y silenciosa (budismo) o de indicar su realidad abarcadora como fondo de todo lo que existe (hinduismo); se trata, en fin, demostrar la novedad del cristianismo, allí donde se vinculan y se implican sus dogmas primordiales.

El hecho de que dentro de la misma tradición eclesial haya existido y siga existiendo un movimiento unitarista antitrinitario es de máxima importancia: nos sitúa en el espacio donde los cristianos sienten más dificultades en aceptar aquello que parece más característico y distinto en su creencia: la comunión interpersonal divina (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y la encarnación del Hijo en Cristo. Y con esto podemos empezar ya nuestra exposición.


I. Formas antiguas

Existen en la Iglesia primera varias formas de unitarianismo que se encuentran vinculadas al transfondo religioso del ambiente y a la misma novedad del proceso dogmático cristiano. De manera general los dividimos en cuatro tipos principales. Ellos marcan eso que podemos llamar los grandes riesgos de la teología cristiana antes de fijarse el dogma trinitario y cristológico en los primeros Concilios de la Iglesia (Nicea, Constantinopla, Calcedonia).

Los primeros unitarios son los adopcionistas, de origen y fondo judío. A veces se les llaman ebionitas, los pobres; otras veces se les suele llamar sin más judeocristianos. Hay entre ellos muchos tipos y tendencias. Algunos se mantienen dentro de la ortodoxia eclesial, aunque sus afirmaciones sean imprecisas. Otros, en cambio, se alejan de la fe más honda y fundante de la Iglesia, rechazando la divinidad de Jesucristo a quien conciben, sin más, como un profeta, un enviado escatológico de Dios en la línea de los grandes profetas y sabios de otro tiempo. De esa forma mantienen la unidad de Dios, el dogma primordial del judaísmo.

Es aquí donde ha venido a darse la primera gran disputa y ruptura de la Iglesia. Los primeros teólogos Oustino y Taciano, Atenágoras y Teófilo de Antioquía, por citar sólo algunos más representativos) pueden correr el riesgo de un cierto adopcionismo o, quizá mejor, de un subordinacionismo: todavía no han fijado conceptualmente el carácter eterno de la filiación divina del Hijo (que es Cristo); por eso pueden parecer unitarios (ven a Dios como alguien que se encuentra separado de la historia humana, en pura unidad consigo mismo). Sin embargo, al resaltar el carácter divino de Jesús, ellos afirman y confiesan la fe nueva de la Iglesia. Pues bien, rompiendo esa fe, surgieron unitarianistas radicales que defendían la «unidad estricta de Dios», en la línea del judaísmo. Ellos conciben a Jesús como un simple ser humano; fue engendrado de la historia de los hombres, como un hijo de José y María; sólo en un momento posterior, en virtud de sus méritos, a través del proceso de entrega de su vida, fue adoptado como Hijo de Dios e introducido de algún modo en su misterio salvador. De esa forma, el camino de jesús queda asumido dentro de la confesión judía: el Cristo de Dios es simplemente un hombre de la tierra. No existe ya lugar para una verdadera Trinidad; tampoco puede darse encarnación de Dios en nuestra historia.

También son unitarios los arrianos, aunque ellos acentúen el influjo de lavida y pensamiento griego dentro de la Iglesia. En algún sentido, los arrianos se hallan cerca del antiguo judaísmo: siguen destacando la unidad y transcendencia de Dios respecto a todos los humanos. Más aún, ellos resaltan la obediencia y sumisión del mismo Cristo: como verdadera criatura, como un hombre de la. tierra, Jesús mismo ha debido «someterse» a la voluntad de Dios, aparaciendo así como modelo de obediencia para todos los creyentes. La religión se entiende así como experiencia de sometimiento, una visión de absoluta dependencia. Sólo Dios se encuentra arriba, como ser único y distinto. Cristo y todos los hombres de la tierra han de encontrarse sometidos a su fuerza creadora.

Pudiéramos decir que el arrianismo es un adopcionismo en forma griega. Por eso acepta los modelos característicos del pensamiento helenista, al menos en su forma platónica: Dios se encuentra arriba, como el Uno del que todos dependemos. Nosotros nos hallamos abajo, perdidos y dispersos en la tierra, como multiplicidad abierta hacia la muerte. Pues bien, entre Dios y los hombres, como mediador de vida en clave descendente (revelador de Dios) y ascendente (salvador para los hombres) se encuentra Jesucristo. Es criatura de la historia: pero es una criatura más excelsa y elevada que las otras. Por eso puede servirnos de modelo y de ayuda en el camino que conduce a lo divino. No existe Trinidad (no hay encuentro de amor intradivino); no existe verdadera encarnación (Dios no penetra de verdad en nuestra historia).

Hay un tercer tipo de unitarianismo: el gnóstico. Su origen y sentido noes sin más judío (como el adopcionismo). Tampoco podemos tomarlo como griego, en la línea del arrianismo, pues rechaza el carácter positivo de este mundo. El gnosticismo es más bien la experiencia de la gran mezcla: hay una especie de unidad sagrada donde se vinculan todos los vivientes. El mismo Dios forma parte del «gran todo» en constante movimiento. En ese conjunto se unifican y disuelven, se distinguen y luego se vinculan las diversas realidades del cielo y de la tierra.

Los gnósticos son unitarios porque todo es Dios, como elemento y parte de un proceso de expansión y caída intradivina. No se puede hablar de verdadera comunión de personas dentro del misterio. No hay relación permanente del Padre con el Hijo, ni del Hijo con el Padre en el Espíritu. Eso que los cristianos han llamado «personas» son sólo momentos del proceso siempre repetido de caída y ascenso de Dios. Por eso no se puede dar encarnación: no hay presencia personal del Hijo de Dios en Jesucristo. El mundo es malo; la realidad actual del hombre es consecuencia de una «caída de Dios». Por eso, la encarnación terminaría siendo mala, expresión de una impotencia de Dios que buscaría fuera de sí mismo aquello que falta en su misterio. No hay encarnación; no hay verdadero descenso de Dios hacia lo humano. Lo que existe es solamente un proceso de expansión y retorno intradivino, en clave de unidad impersonal. Por eso afirmamos que los gnósticos son unitaristas: sólo conocen un Dios impersonal, rechazan toda forma de apertura de Dios hacia lo externo de sí mismo, en clave de encarnación o amor creador. Lo que existe essólo la aventura intradivina del gran Dios que sin cesar se pierde y sigue siempre buscándose a sí mismo.

Viene en cuarto lugar el unitarismo modalista, el más conocido de todos. Sus representantes son Noeto y Práxeas, Epígono y Sabelio. Ellos expresan eso que pudiéramos llamar el triunfo de la «homoousía» plena: en Dios no existe más que una gran naturaleza interpretada, a la vez, como persona. Por eso, lo que los cristianos ortodoxos llaman «personas trinitarias» no son más que formas o modos de manifestarse el único gran Dios. El aparece en el AT como Padre creador; en el NT viene a presentarse como Cristo y Salvador; éste es el Dios que, dentro de la Iglesia, se desvela como Espíritu de vida en la existencia de los hombres.

No hay por tanto tres personas diferentes. Sólo hay rostros (prósopa) o maneras de expresarse el mismo Dios, que está siempre cercano y es siempre inaccesible a la experiencia de los hombres. Significativamente, estos cristianos de tendencia unitarista recibieron el nombre de patripasianos, porque al defender la unidad personal del Padre y Cristo terminaban afirmando que el mismo Padre había sufrido y muerto por los hombres. Ciertamente, los cristianos ortodoxos sabían y saben que el Padre ha padecido con Jesús, le ha acompañado en el misterio de muerte del Calvario. Pero no ha sido el Padre el que ha muerto. Ha muerto el Hijo, poniendo su vida y su dolor en manos del Padre que le acoge y resucita. Nuevamente vemos que el misterio de la encarnación verdadera resulta inseparable del dogma trinitario: sólo puede hablarse del «dolor de Dios» (y de la muerte redentora de Jesús) si es que aceptamos la diferencia personal intradivina: muere en Cristo el mismo Hijo de Dios, poniendo su vida en manos de Dios Padre. Ambos se aman, se encuentran y vinculan de manera amorosa y redentora en la cruz de Jesucristo.

Conforme a lo indicado, puede haber dos tipos básicos de unitarianismo. El primero es el unitarianismo de la disociación: no puede aceptar la unión de Dios y Cristo y por eso los disocia, haciendo que ellos formen dos realidades distintas. De esa forma, Dios permanece como unidad separada, sin expansión o comunión interna. En esta línea se mueven el adopcionismo y arrianismo.

El segundo es el unitarianismo de unificación interna. Toma a Dios como unidad sustancial estricta donde no existe lugar para personas. De esa forma se diluyen las diferencias, sea integrándose en la unidad inmóvil de Dios (modalismo), sea interpretándose como momentos siempre cambiantes de un proceso impersonal divino (gnosticismo).

El problema de fondo está en que no se acepta la unidad en la diferencia (las personas mantienen su propia identidad al existir y realizarse dentro de la gran comunión intradivina). Sólo allí donde se acentúa y se valora la diferencia personal dentro de la unidad o identidad de esencia, puede. darse verdadera encarnación: el Hijo de Dios asume, desde su propia realidad personal, el camino de historia de los hombres, expresando y manifestando dentro de ella el misterio radical de lo divino. Pero con esto desbordamos el tema de unitarianismo antiguo y planteamos los problemas que han venido a discutirse en tiempos más recientes.


II. Humanismo y reforma (ss. XIV-XVII)

Tres son, a mi juicio, las razones principales del resurgimiento unitarista de los siglos XVI-XVII. Influye, en primer lugar, la vuelta al neoplatonismo: lo divino se concibe como un todo unitario, sometido a un tipo de proceso interior donde se vinculan y unifican de manera radical sus diferencias. Dentro de este esquema ya no queda lugar para personas diferentes: las almas de los hombres forman parte del proceso radical de lo divino; los momentos de la realidad de Dios no son personas sino modos o maneras de su vida eterna.

También ha influido la fascinación hermética, especialmente visible en los filósofos y místicos de Italia. El descubrimiento y traducción del Corpus Hermeticum fue uno de los acontecimientos más importantes del renacimiento italiano. Por vez primera, los pensadores de la Europa Cristiana se encontraban ante aquello que parecía ser la ciencia y teología más antigua de los hombres. Pues bien, dentro del hermetismo no hay lugar para personas; no hay pluralidad estricta en Dios ni tampoco en la historia de los hombres. Dios se viene a concebir como el gran todo en que los hombres se encuentran inmersos. La experiencia primordial de los creyentes se entiende como mística de identificación intradivina.

Estrictamente hablando, la reforma protestante ha sido contraria al humanismo platonizante y al hermetismo de los pensadores de su tiempo. Por eso ha destacado la transcendencia de Dios y el misterio de la Cruz de Jesucristo, superando todo aquello que parecesimple sabiduría de este mundo. Pero, en paradoja, en el fondo comprensible, al acentuar el «libre examen» de la Biblia y al quererse oponer a las «especulaciones teológicas», cierto tipo de protestantismo ha terminado favoreciendo el unitarianismo.

No olvidemos también que el unitarianismo ha pretendido ser universalista, destacando las bases comunes de la fe en cristianos, judíos y musulmanes. Todos ellos concuerdan en la visión de un Dios único. Por eso, la diferencia cristiana (Trinidad y Encarnación) puede dejarse a un lado como si fuera algo accesorio, una especie de símbolo caduco. En sí mismo Dios sería sólo uno (sin Trinidad estricta) y aquello que los cristianos llaman encarnación de Cristo sólo un modo privilegiado de hablar de la presencia universal de Dios en la historia y el camino de los hombres.

Pero vengamos ya a los pensadores más representativos. El primero y mayor de todos fue Miguel Servet (1511-1553), humanista y médico español que vivió inmerso en las más grandes disputas teológicas y eclesiales de su tiempo. Defendió nuevas doctrinas trinitarias en su libro De Trinitatis Erroribus (1531) y partiendo de ellas quiso elaborar su Restitución del Cristianismo (1546). Perseguido por la jerarquía católica fue luego condenado y quemado por la Inquisición de Calvino en Ginebra.

Servet ha querido llevar hasta el final la reforma cristiana que habían iniciado Lutero y Calvino. Pensó que para ello no bastaba un simple cambio eclesial, un modo nuevo de entender la experiencia de la gracia. Había que ir al fondo, presentando a Jesús como mediador entre el Dios transcendente, siempre inaccesible (el Padre), y los hombres que se encuentran como perdidos sobre el mundo. Hay en Servet rasgos cercanos al más claro arrianismo. Pero hay también influjos del pensamiento neoplatónico y la mística (hermetismo). Su visión es, al mismo tiempo, especulativa y experiencial; en ella se vinculan el nuevo conocimiento humanista y la búsqueda de unión inmediata con Dios.

En un determinado plano, el servetismo parece destacar la diferencia entre Dios y los hombres. Dios se encuentra siempre separado; nosotros le encontramos solamente en Cristo, a quien debemos tomar como el mayor intermediario entre su ser y el mundo. Pero, al mismo tiempo, en camino que parece totalmente lógico, Servet ha terminado defendiendo un panteísmo abarcador, en la línea de la especulación y el pensamiento posterior de G. Bruno y de B. Espinoza. De esa forma se vinculan y unifican la más honda transcendencia (Dios que siempre se encuentra más allá) y la visión más radical de la inmanencia divina (panteísmo). Falta aquí la Trinidad, como expresión de encuentro intradivino, y también la Encarnación, como presencia personal del Hijo de Dios en nuestro mundo. Servet ha diluido la novedad cristiana en aras de su racionalismo místico humanista. Condenándole a muerte, Calvino demostró la intransigencia de su tiempo, pero supo discernir: estrictamente hablando, en plano de afirmación teológica (no de tradición y vida), Servet no era cristiano.

Hemos dicho que Servet ha sido el más grande de los unitarianistas. Pero no ha formado escuela ni ha dejado herencia eclesial significativa. Esto lo han hecho los maestros italianos y especialmente F. Socino. Ellos han querido reinterpretar el cristianismo, yendo más allá de las posturas del protestantismo clásico (luterano o calvinista) y asumiendo como básicos los temas y modelos de pensamiento del humanismo antecedente.

Tras la muerte de Servet y las persecuciones declaradas contra ellos tanto en los países protestantes como en los católicos, los unitarianistas italianos (Lelio y Fausto Socino, F. Stancari, G. Alciati, G. Biandrata y algunos más) tuvieron que emigrar a Polonia y también a Transilvania (zona húngara de la actual Rumania) donde hallaron un apoyo relativo de los reyes y las poblaciones, pudiendo establecer las primeras Iglesias unitarias estrictamente dichas de la historia cristiana. Ellas pervivieron, en medio de cambios y dificultades, hasta primeros del siglo XIX.

Como hemos indicado, el más conocido de los pensadores de este movimiento fue F. Socino (1539-1604), descendiente de una importante familia de juristas de Siena (Italia), que tuvo que emigrar a Polonia, donde estableció las bases doctrinales de la nueva «confesión unitaria». Sus enemigos le acusaron de arriano, por negar la plena divinidad de Jesús. Sus seguidores tomaron a veces el nombre de socinianos. Su doctrina fundamental puede condensarse de esta forma:

1) En Dios sólo existe una persona, el Padre. Todos los que ponen en Dios varias personas destruyen su unidad, rompen su esencia y su misterio transcendente.

2) Jesucristo es simplemente un hombre: un personaje importante, concebido por el Espíritu y ungido por Dios en el bautismo. Ciertamente, ha resucitado y está a la derecha de Dios Padre, sobre el cielo. Pero no deja por eso de ser hombre.

3) Los socinianos se dividieron sobre el tema de la adoración de Cristo. Unos la rechazaban, pero otros la aceptaban: Jesús es plenipotenciario de Dios y, por eso merece el respeto y culto de los hombres, aunque no sea en sí mismo divino.

4) Estrictamente hablando, el socinianismo acaba siendo un tipo de humanismo cristianizado. No admite pecado original, ni puede hablar del valor sacramental de la Iglesia o de los ritos (bautismo, eucaristía, etc.).

Es significativo el hecho de que el unitarianismo no haya logrado implantarse con fuerza en los países cristianos en los siglos XVI y XVII. Católicos y protestantes disputaron y siguen disputando sobre temas de gracia y eclesiología, pero mantuvieron su unidad sobre los temas trinitarios y cristológicos: unos y otros aceptaron, igual que las iglesias ortodoxas, la base dogmática de los cuatro primeros concilios ecuménicos.

Los unitarianistas, en cambio, se escindieron de la antigua base cristológica y trinitaria de la Iglesia, rompiendo de esa forma la unidad fundante de la fe tradicional cristiana. Conforme a su visión, el camino de evangelio de Jesús acaba siendo un tipo nuevo del mismo espiritualismo humanista que podemos encontrar en varias religiones. En otras palabras, el cristianismo perdería su identidad y diferencia, convirtiéndose en expresión de eso que podemos llamar la «religión eterna» de los hombres.

Tomado como grupo o confesión cristiana, el unitarianismo de los siglos XVI y XVII ofrece una importancia reducida, limitándose a los países ya citados de Polonia, Lituania y Transilvania. Sin embargo, tomado en sentido más extenso, el unitarianismo ha tenido una importancia muy grande en la vida religiosa y cultural del occidente. El Dios trinitario se mantiene como base de la confesión creyente en las iglesias oficiales, pero ha perdido casi toda su importancia en el nivel real del pensamiento y vida de muchísimos cristianos. Los humanistas habían ya tendido a silenciarlo en el siglo XV y XVI, destacando al Dios de Platón sobre el Padre de N. S. Jesucristo. Lógicamente, los filósofos posteriores, dentro ya del racionalismo imperante (Descartes y Espinoza, Leibniz y Wolff) se preocuparon por mostrar la naturaleza unitaria de Dios, olvidando o silenciando las personas. La Trinidad ha venido a convertirse de esa forma en misterio inoperante, como reliquia innecesaria de tiempos ya pasados.

De manera quizá un poco exagerada podríamos decir que las iglesias cristianas de los siglos XVI y XVII fueron trinitarias y admitieron la encarnación de Dios en Cristo, pero la cultura dominante de esos siglos vino a convertirse de algún modo en unitaria: silenció el Dios trinitario para ocuparse de eso que pudiéramos llamar el «absoluto» del ser o pensamiento de los hombres.


III. Las Iglisias unitarias anglosajonas

El tema empalma con lo dicho en apartados anteriores. Sigue influyendo el «Dios de la razón» en clave de filosofía y búsqueda humanista. Influye también, de alguna forma, la nueva libertad de pensamiento que se encuentra vinculada a la Reforma Protestante. Pero ahora hallamos tres nuevos motivos que resultan dominantes. Ellos nos permiten entender la expansión del unitarianismo en los ambientes cultos de tradición anglosajona (Gran Bretaña y Estados Unidos de América).

Un primer motivo o elemento impulsor del unitarianismo es el deísmo que se fue extendiendo en los ambientes ilustrados en el siglo XVII y, sobre todo, en el XVIII. Deístas fueron folósofos como Locke, escritores como Milton, científicos como Newton, pensadores como Clarke o Voltaire, lo mismo que gran parte de los inspiradores e impulsores de la Revolución Francesa. En general, ellos aceptan la existencia y sentido de un Dios que está en el fondo de todo lo que existe. Pero ese es sólo un Dios de tipo racional, principio sustentante del orden cósmico, garantía de valor para lo humano. Existe Dios, pero queda lejos: no se ha revelado de manera personal, no fundamenta ningún tipo de contacto positivo o directo con los hombres. Esto significa que no tiene ya una vida trinitaria ni puede encarnarse en Jesucristo.

Este Dios es la razón genérica del mundo, pero no es Padre de Jesús. Por eso no se puede hablar de Trinidad: carece de sentido buscar la existencia de un diálogo de amor intradivino. Lógicamente, Jesús pierde su carácter de Hijo de Dios y queda convertido en mero modelo de moral o racionalidad para los hombres.

En esta misma línea podemos destacar ya el segundo motivo: el racionalismo moralista, sobre todo en la forma que le ha dado Kant hacia el final del siglo XVIII. Como es bien conocido, Kant ha rechazado la posibilidad de un conocimiento de Dios a partir de la razón pura o la ciencia. El camino para Dios es la moral: el sentido y exigencia de la actividad individual y social de los humanos. De ese modo ha formulado su revolución compernicana en la visión de Dios: no le podemos conocer por la teoría; sólo le encontramos a través del compromiso moral de nuestra vida. En este aspecto, Kant acepta y sistematiza el moralismo anglosajón.

Conforme a la visión de Kant, Dios es la razón moral: principio y sentido de aquel gran talión escatológico que marca la sanción final de nuestra vida y nuestra historia. Dios está presente como racionalidad ética, en la raíz y en el final de nuestra vida. Pero ese Dios ya no se puede interpretar de forma trinitaria. El mismo Kant ha formulado su postura de una forma lapidaria en la Disputa de las facultades: la expresión trinitaria de Dios carece de sentido racional y de ella es imposible sacar ninguna consecuencia cultural o religiosa para el hombre. Dios es simplemente uno, como expresión de la sanción ética (racional) del ser humano. Hablar de la Trinidad sería volver hacia una especie de lenguaje mitológico imposible de aplicar o de entender en nuestro tiempo. Lógicamente, Kant ha rechazado también la encarnación de Dios en Cristo. Cristo es simplemente un hombre bueno, aquel que ha expresado con más fidelidad el ideal de vida justa de los hombres. Por eso, el verdadero cristiano debe ser unitarista. Estamos en el mismo centro del pensamiento moderno de Occidente.

El unitarismo puede recibir y ha recibido también carácter humanitarista y espiritualizante en pensadores como R.-W.Emerson (1803-1882), uno de los autores, más influyentes de los Estados Unidos de América. Emerson pertenece a un tipo de cristianos liberales que rechazan toda iglesia establecida (jerarquizada) interpretando el evangelio de Jesús como llamada a la tolerancia, al amor mutuo y la búsqueda de la perfección espiritual. Evidentemente, en esta perspectiva no se puede hablar de un Jesús divino; tampoco puede aceptarse ya la Trinidad, interpretada como riqueza personal intradivina. Por eso, Emerson se declara unitario: quiere superar la «idolatría» de un Jesús a quien los fieles ordinarios de la Iglesia miran como ser semidivino y le acepta sólo como amigo y compañero: nos ayuda a descubrir de una manera personal a Dios, para rezarle y venerarle directamente, desde el fondo del alma. Aquí volvemos a encontrar gran parte de las ideas ya estudiadas al tratar de otros modelos de unitarianismo. Está de fondo un tipo de nuevo arrianismo, pero ahora Jesucristo viene a interpretarse como revelador de Dios más que como ser «semidivino». Ha triunfado, según eso, un profetismo de carácter ético y sentimental, donde Jesús viene a mostrarse como iluminador de las conciencias. Estamos en la misma línea del deísmo ya estudiado. Pero hay una diferencia, que viene dada por la misma perspectiva en que ha venido a situarse Emerson, al centro de la gran esperanza de futuro que triunfaba en los Estados Unidos. Concibe a Dios como garantía de progreso indefinido; vivimos en Dios, de tal manera que vamos avanzando en su conocimiento y en el conocimiento y triunfo de lo humano, dentro de una especie de panteísmo universal.

De esta forma, separado de sus raíces dogmáticas cristianas, el unitarianisrno ha podido venir a convertirse en religión universal del progreso humano, leído en clave de racionalismo moralista de Occidente. Pero este ha sido sólo un signo del momento final del gran proceso. Para interpretarlo rectamente debemos volver hacia atrás, retomando los motivos ya estudiados (deísmo, racionalismo moralista) y señalando a partir de ellos el surgimiento y desarrollo de las comunidades unitarianistas del mundo anglosajón.

Ya a principios del siglo XVII, asumiendo la doctrina de los socinianos, John Biddle publicó en Inglaterra varios escritos antitrinitarios. En ese mismo país, en 1774, Th. Lindsey logró fundar una comunidad unitaria, cuyos miembros suponían que la fe trinitaria de los fieles normales de la Iglesia no es más que idolatría. En esta misma línea avanzó Joseph Priestley (1733-1804) que empezó siendo unitariano en Inglaterra, apoyó después la Revolución Francesa y terminó refugiándose en los Estados Unidos donde publicó muchos libros en defensa de sus doctrinas religiosas.

Tanto en Gran Bretaña como en los Estados Unidos siguen existiendo desde entonces comunidades cristianas unitarias que quieren mantenerse fieles a la herencia humanista y social de sus antepasados. Éstas son las notas más significativas de su forma de entender el cristianismo.

a) Apertura universal. Las iglesias unitarias son cristiana pero quieren destacar aquellos rasgos de la fe que son comunes a todas las religiones de tipo teísta, especialmente el judaísmo e islamismo. De esta forma se pone de relieve el aspecto común de las religiones, en clave de nivelación dogmática. Los creyentes se vinculan por aquello en que coinciden sus creencias. De manera consecuente rechazan o dejan en olvido aquello que la tradición cristiana había fijado como base de su fe (Trinidad y Encarnación).

Con esto se plantea la manera de expresar o potenciar la unidad interhumana. Los unitaristas suponen que los hombres sólo pueden vincularse por lo bajo, abandonando sus creencias más particulares: Es preciso que los «creyentes» olviden o releguen lo que tienen de más propio, para así aceptar o destacar mejor lo que es común a todos los humanos. Pues bien, en contra de eso, los cristianos confesionales (católicos, ortodoxos y protestantes) piensan que lo más propio de su fe (Trinidad y Encarnación) es base y garantía de unidad para todos los humanos. En otras palabras, el mismo centro de la confesión cristiana puede presentarse y se presenta como lugar de nuevo y más profundo ecumenismo. La fe en Jesús, Hijo de Dios, y la confesión trinitaria no sirven para separarnos de los otros sino que nos vinculan de manera más profunda con todos los hombres de la tierra.

b) En segundo lugar, los partidarios del unitarianismo han destacado el valor de la fraternidad y el humanismo: lo que importa para ellos no es el dogma, fuente secular de disensiones para múltiples creyentes. Trinidad y Encarnación quedan a un lado, como signos de escisión y división entre los hombres. Lo que importa es la unidad de praxis, es decir, el compromiso en favor de los necesitados y la unidad entre todos los humanos. Siguiendo esa postura, las iglesias unitarias del mundo anglosajón han venido a convertirse en instituciones de tipo filantrópico.

Evidentemente, el humanismo práctico es valioso y muy fecundo, pues deriva de la misma raíz del evangelio. Sin embargo, allí donde ha perdido su savia dogmática (Trinidad y Encarnación), ese humanismo puede acabar perdiendo también su fuerza creadora, hasta venir a convertirse en simple ideal inoperante. La fe en la Trinidad es fundamento de amor hacia los otros: la filantropía debe presentarse como consecuencia y actualización del hondo encuentro de amor intradivino. Sólo porque Dios mismo es amor tenemos que amarnos los humanos; sólo porque el Hijo de Dios se ha encarnado en el Cristo, muriendo por los hombres, podemos y debemos encarnarnos, en gesto de amor activo hacia los más necesitados. Por eso, los cristianos confesionales quieren expresar y realizar mejor la urgencia del amor interhumano manteniendo la fe trinitaria, tal como se expresa por la Encarnación del Cristo.


IV. Problemática actual

Hemos planteado ya los momentos y problemas principales del unitarianismo cristiano. Aquí podemos resumirlos para precisar mejor la importancia que ellos tienen en el momento actual de la vida de la Iglesia y del mismo pensamiento teológico. Podemos tomar como modelo o punto de partida el libro de G. Lampe, God as Spirit (SCM, London, 1983). Lampe no es unitariano en el sentido confesional: no quiere fundar una Iglesia nueva sobre la negación de la Trinidad. Pero todo su pensamiento, su manera de entender el cristianismo, lleva a la ruptura del dogma trinitario, interpretado ya como mero símbolo de encuentro de Dios con los hombres.

Empecemos por el esquema general. Lampe mira a Dios como un «ser abierto»: hace que surja realidad y vida fuera de sí mismo. Por eso suscita a los hombres como seres capaces de escuchar su Palabra y acogerle. Dios no se «clausura» dentro de sí mismo; no llega a definirse por su encuentro de amor trinitario. Dios realiza su esencia y se define a través del surgimiento de lo humano. Así podemos hablar de una «dualidad abarcadora» formada por Dios y los hombres en comunión de llamada y respuesta.

Desde aquí podemos decir que Dios es unitario dentro de sí mismo y que la dualidad comienza con el mundo. Por eso, la creación parece casi necesaria: Dios no puede cerrarse en su esencia, no puede estar sin «darse», es decir, sin comunicar lo que lleva dentro. Por eso, la negación de la Trinidad está exigiendo una especie de apertura obligada de Dios hacia las cosas. Llegamos con esto a los límites de un panteísmo cristiano.

Esto significa que, suscitando la vida de los hombres como seres capaces de escucharle y acogerle, Dios mismo se dualiza. En otras palabras, sin dejar de existir en sí, Dios emerge en lo distinto de sí (en lo humano). De esa forma, el mismo Dios se busca y se responde, en proceso de comunicación inmanente de tipo casi hegeliano. Parece que Dios busca en el hombre aquello que le falta en su soledad transcendente. Al no ser comunión inmanente (Trinidad de personas que se encuentran y gozan en sí mismas), Dios tiene que realizar la comunión en su apertura hacia los seres del mundo. Pues bien, en contra de eso, la confesión tradicional cristiana ha dicho que Dios es comunión de personas perfectas y formadas de tal modo que no tiene que buscar fuera aquella plenitud que le falta al interior.

Hay que distinguir, por tanto, dos formas de comunión y dualidad. Hay una dualidad o mejor hay una Trinidad intradivina, como encuentro del Padre con el Hijo en el Espíritu. Esa Trinidad expresa la perfección de Dios, refleja y contiene su misterio. Sólo en un segundo momento, como expansión del encuentro intradivino, puede hablarse de una comunión histórica de los hombres con Dios. En otras palabras, sólo la Trinidad inmanente es principio y sentido de la Trinidad económica, para hablar en términos ya usuales en la teología.

Lampe sólo conoce la Trinidad económica: Dios se vuelve Trinidad al encarnarse en Jesús y al expresarse como Espíritu. En otras palabras, la Trinidad es expresión y contenido del encuentro de Dios con los hombres, a través del camino de la historia. Eso significa que no existe Trinidad de Dios en sí. Tomado en sí mismo, fuera de la creación y de la historia, Dios es simplemente Uno. De esa forma se completarían el unitarianismo inmanente de Dios y la Trinidad económica.

Conforme a esta visión, Dios no ha sido ni será una comunión perfecta; no puede hallarse nunca clausurado. Dios es comunión que se va haciendo en el proceso de la historia de los hombres. No puede hablarse aquí de un homooúsios de los hombres con Dios en el sentido estrictamente trinitario y cristológico. Dios da (se expresa), el hombre acoge y se realiza recibiendo su ser en la historia. En el fondo, Lampe sigue interpretando la realidad en términos dialécticos de proceso más o menos hegeliano. A través de su «expansión» (surgimiento del hombre) Dios se enfrenta con aquello que está fuera de sí mismo, estableciendo así una especie de antítesis total donde se incluye todo lo que existe. Sólo en un segundo momento, en proceso de retorno y reconocimiento, los hombres vuelven a Dios y se establece la síntesis final de todo lo que existe.

En esta perspectiva de unitarianismo fundante y Trinidad sólo económica, Jesús no es más que un hombre perfecto que recibe la presencia del Espíritu, es decir, la actividad conformadora de Dios. En sentido estricto, Espíritu es el modo de comunicarse de Dios, es su presencia en aquello que está fuera de sí mismo. Por eso el Espíritu no se puede entender como persona. No es una realidad distinta en lo divino. Es el mismo Dios en cuanto se abre hacia los hombres, ofreciéndoles espacio de realización y búsqueda divina. Pues bien, en ese aspecto, Jesús viene a desvelarse como el hombre del Espíritu; es el hombre perfecto, aquel «profeta» o inspirado donde llega a desvelarse el misterio de Dios para los hombres.

Eso significa que,en el principio no existía Trinidad. Sólo existía el Dios unitario que quiere expandirse y se expande hacia los hombres, haciendo que ellos surjan en la historia como una expresión de su apertura y su necesidad interna. Podemos decir que Dios encuentra en los hombres aquello que le falta en sí mismo (la posibilidad de comunión o amor entre personas). Ya tenemos frente a frente a Dios y a los hombres. Por un lado la transcendencia de Dios. Por otro la economía o camino de la historia. Pues bien, Dios y el hombre, siendo diferentes y estando separados, se relacionan y comunican por medio del Espíritu.

El Espíritu es, por tanto, la comunicación definitiva. Es Dios mismo en cuanto abierto, expandiéndose a los hombres. Pero, al mismo tiempo, el Espíritu es la vida más profunda de los hombres; es aquello que a los hombres les lleva a transcenderse, buscando su principio y sentido en lo divino. De esa forma volvemos a encontrar el esquema señalado: en sí mismo Dios es unitario; en su apertura al mundo es trinitario. La Trinidad pierde por tanto su carácter inmanente como expresión de la transcendencia originaria de Dios, que vale por sí misma, y se convierte en expresión de la apertura de su ser hacia los hombres.

De esa forma, ni Dios es Dios, ni los hombres son verdaderamente humanos. Dios no es Dios, no existe ni se expresa plenamente por sí mismo: carece de comunión interna, de diálogo y amor intradivino. Así aparece como eterno buscador y quiere hallar en los hombres aquello que le falta en sí. Pero tampoco los hombres son hombres, esdecir, verdaderamente humanos y capaces de realizarse en cuanto tales. Sólo son un momento del despliegue de Dios que se está buscando a sí mismo: son eso que podríamos llamar el «modo externo» de ser de Dios.

Pues bien, en contra de eso, el dogma trinitario de la Iglesia nos permite superar tanto el unitarianismo inmanente de Dios cómo la necesidad de una creación. Dios es comunión eterna, siendo desde siempre «encuentro de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo forman el misterio de su amor originario. Por eso, en Dios no falta nada: está clausurado en sí mismo, puede existir y existe desde siempre en la comunión de amor de sus personas. Desde aquí, la creación de los hombres no se puede concebir como expresión de «necesidad» (no busca Dios aquello que le falta) sino como signo de plenitud (Dios quiere expandir hacia fuera y comunicar a otros seres el misterio y gozo de comunión que él vive desde siempre, dentro de sí mismo).

Conforme a la expresión más común de la teología cristiana, Dios es Trinidad inmanente, es decir, en su propio ser divino, eterno; sólo así puede hacerse Trinidad económica, manifestando su verdad y encuentro personal en el camino de la historia de los hombres, por Cristo en el Espíritu. De esta forma se vinculan, siendo diferentes, el misterio de Dios en sí (inmanencia) y su manifestación o economía (creación, encarnación, efusión del Espíritu Santo).

El problema del unitarianismo nos sitúa así en el mismo centro de la teología de la vida cristiana. Deja de ser tema de disputa antigua, ya pasada, yse convierte en punto clave de referencia de nuestra visión del cristianismo.


V. Conclusión. La identidad del cristianismo

Como hemos ido señalando en los apartados precedentes, el problema del unitarianismo permanece: no ha podido resolverse de una vez y para siempre. Siguen de esa forma en el trasfondo de nuestra visión del evangelio los tres grandes problemas ya indicados. a) Con los cristianos del principio (s. II-IV) debemos superar los riesgos del adopcionismo y arrianismo, descubriendo una vez más la hondura de Jesús, como Hijo eterno de Dios. También debemos superar el modalismo, que diluye en Dios las diferencias personales, entendiendo las personas como algo más que modos o formas de presencia del único ser divino. b) Dando un paso más, con los católicos y reformados del XVI y XVII debemos mantener la confesión trinitaria, en contra de los riesgos de un retorno al platonismo o misticismo hermético. La Iglesia no busca en Dios aquello que es «más fácil», en proceso de ecumenismo nivelador donde al final todos los rasgos de Dios acabarían siendo equivalentes. Ella está empeñada en confesar la identidad y diferencia del Dios cristiano, en comunión personal, en apertura de encarnación hacia los hombres. 3) Finalmente, superando los riesgos de un racionalismo espiritualista, propio de las iglesias liberales anglosajonas y también germanas de los siglos XVIII y XIX, el cristianismo confesional quiere mantener con fuerza la transcendencia del Dios cristiano que, siendo Trinidad inmanente, se ha manifestado de manera gratuita en nuestra historia.

Visto así, el tema del unitarianismo nos sitúa en el centro de la confesión cristiana. Es aquí donde se siguen planteando los grandes problemas de la relación del evangelio de Jesús con las restantes religiones; es aquí donde se expresan también sus diferencias, que no quedan reducidas al plano de la pura praxis (formas de actuar, modos de entender la Iglesia) sino que han de mirarse en su raíz teólógica.

El primero de los temas aquí implicados es la constitución divina. Ciertamente, los cristianos saben (con judíos y musulmanes) que Dios es uno y transcendente. Pero, al mismo tiempo, ellos añaden que ese Dios se ha revelado plenamente en Cristo y sigue presente entre los hombres como Espíritu. Por eso se atreven a trazar aquello que pudiéramos llamar «constitución interna de Dios», su vida trinitaria.

Eso significa que Dios existe en sí, como ser que es ya perfecto. No necesita de la historia para realizarse. No le hacen falta los hombres para ser feliz y conocer-amar de forma plena. Saben los cristianos que Dios es conocimiento y amor, es vida inmanente. Pero en algunos círculos teológicos sigue existiendo una especie de miedo hacia la visión de la pluralidad de vida intradivina. Por eso hay teólogos que parecen inclinarse hacia una especie de nuevo modalismo. Entre ellos suelen recordarse los nombres de K. Barth y K. Rahner, los más grandes pensadores cristianos de este siglo. Ciertamente, sus posturas pueden aceptarse como buenas (ortodoxas) dentro de la Iglesia. Pero ellos tienen miedo a las "personas" dentro del misterio. Así prefieren hablar de «tres modos de existencia», tres «formas de ser» en lo divino. Pienso que esta solución resulta teóricamente insuficiente. Sólo allí donde se acogen y defienden plenamente las «personas» trinitarias puede hablarse de verdad de una superación del unitarianismo.

Llegamos de esta forma al mismo centro de eso que podemos llamar la ontología divina. Debemos superar la visión del ser-sujeto, entendido como autoconciencia, para interpretar el ser a modo de comunión interpersonal. La misma realidad se define ahora como encuentro de personas. También debemos superar la ontología del proceso dialéctico, en su forma hegeliana o en formas similares y derivadas. La realidad originaria no es un simple movimiento de salida y de retorno, de oposición y superación de oposiciones sino que se define como encuentro de personas. Así nos situamos en el centro de la ontología trinitaria.

Ese tema nos coloca, en segundo lugar, ante la experiencia de la encarnación, interpretada como apertura hacia aquello que es distinto. El unitarianismo lleva al alejamiento de Dios (que se separa totalmente de los hombres) o hacia un tipo de panteísmo donde lo humano y lo divino acaban por fundirse. En ninguno de esos casos logra existir encarnación. De ella se puede hablar tan sólo en perspectiva trinitaria: la misma diferencia de personas hace posible la salida hacia el otro y el encuentro, en clave de encarnación.

Sólo de esta forma podemos hablar de la Trinitas Pauperum, pues ella fundamenta la apertura hacia los pobres; el mismo Hijo de Dios, sin dejar de ser divino, se introduce en nuestra historia y se hace pobre entre los hombres, iniciando el medio de ellos, un camino de apertura hacia los necesitados y de reino que culmina en el misterio de su muerte y pascua.

Como hemos indicado, el Dios unitario se mantiene por arriba de los hombres (obligándoles al sometimiento) o se convierte en un simple momento del gran proceso de la razón o de la historia (panteísmo). Sólo el Dios trinitario mantiene, por un lado, la transcendencia divina y se revela, por el otro, como logos, principio de diálogo o encuentro libre y creador entre los hombres.

El mundo actual se halla enfrentado a la exigencia de lograr una verdadera comunicación interhumana. El mismo diálogo resulta para muchos difícil, por no decir imposible. Lo que triunfa es la violencia de los unos sobre los otros (capitalismo) o la imposición del sistema sobre todos (dictadura comunista). La utopía de igualdad y comunión parece haberse vuelto ya imposible. Son muchos los postmodernos que dicen que el diálogo total, liberador y gratuito entre los pueblos y las clases sociales de la tierra es imposible.

Es aquí donde adquiere todo su sentido nuestro esfuerzo por superar el unitarianismo. No se trata de un simple problema dogmático. Tampoco es un tema de pura teoría eclesial. En el fondo de todo lo que hemos estado diciendo, en el fondo de la búsqueda trinitaria de la Iglesia viene a reflejarse uno de los grandes retos de la humanidad actual: conseguir que los hombres puedan dialogar en gratuidad, en gesto de apertura transparente, sin ventajas de unos sobre otros.

El modelo unitario de Dios acaba en el sometimiento de los hombres ante un Señor que es puramente transcendente o en la búsqueda difusa de unidad, dentro de un todo que engloba a cada uno de sus miembros sin dejarles verdadera autonomía. En contra de eso el modelo trinitario de las grandes iglesias cristianas abre un camino de esperanza para todos los hombres de la tierra. Este es el modelo de la unidad interpersonal, del encuentro libre entre unos hombres y mujeres que son igualmente responsables de sí mismos, son personas. Este es un modelo en el que nadie es superior al otro y nadie puede imponerse por la fuerza sobre los más débiles: la comunión trinitaria de Dios se abre hacia el mundo (hacia los hombres) en gesto de encarnación, como entrega sacrificada y creadora en favor de los que están necesitados.

La Trinidad sólo se expresa y realiza por la Cruz de Jesucristo dentro de la historia de los hombres. Por eso van unidos los dos dogmas de la fe cristiana: la comunión personal de Dios (que es Padre, Hijo y Espíritu Santo) y la Encarnación del Hijo en Cristo. Sólo de ese modo, el Dios trinitario se expresa como logos, principio de comunicación y diálogo liberador entre los hombres.

[-> Amor; Arrianismo; Barth, K; Comunión; Conocimiento; Creación; Deísmo; Encarnación; Esoterismo; Espíritu Santo; Filosofía; Gnosis y gnosticismo; Gracia; Hegelianismo; Hijo; Historia; Iglesia; Islam; Jesucristo; Judaísmo; Kant; Misterio; Naturaleza; Padre; Personas divinas; Panteísmo; Rahner, K; Reforma; Relaciones; Transcendencia; Trinidad.]

Xabier Pikaza