SACERDOCIO
DC


SUMARIO: I. El sacerdocio del AT, vía de acceso a Dios.—II. Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, sacerdote definitivo según Hebreos.—III. Presencia y acción del Espíritu Santo en el ministerio ordenado.—IV. Sacerdocio y Trinidad en el ritual de órdenes.


I. El sacerdocio del AT, vía de acceso a Dios

En cualquier religión, sacerdocio y mediación son categorías afines. El pueblo hebreo, que había hecho del culto a Yahvé el vértice de su vida como pueblo de Dios, valoraba altamente la función medianera de sus sacerdotes. Atribuía el origen del sacerdocio levítico a una iniciativa de Yahvé, que quería comunicarse con fluidez con el pueblo que se había escogido (Ex 29; 32, 29; Lev 8, 1-36; Núm 3, 12.41.45; 8, 16-19).

Desde el Éxodo hasta la destrucción del templo, el sacerdocio israelita conoció grandes transformaciones en cuanto a su situación en el pueblo, su ordenamiento y sus funciones. A pesar de ello,cabe discernir en su larga historia unas tendencias comunes constantes.

Los primeros sacerdotes que se mencionan después del asentamiento de las tribus israelitas en tierras de Canaán aparecen al servicio de algún santuario, como guardianes de santuarios locales (Jue 17-18; 1 Sam 1-4; 7, 1; 1 Re 12, 31-32). Esta vinculación de los sacerdotes con el santuario se mantendrá invariablemente. El santuario es signo de la presencia de Yahvé en medio de su pueblo. Los sacerdotes están al servicio de esta presencia.

En la bendición de Moisés a la tribu de Leví (Dt 33, 8-10) se enumeran las funciones sacerdotales según un orden que responde al de su aparición en la historia.

En primer lugar se menciona la función oracular: «Dale a Leví tus Urim y tus Tummim al hombre de tu agrado» (Dt 33, 8). Corresponde a los sacerdotes consultar a Yahvé, indagar su voluntad en beneficio de los creyentes que desean «conocer los caminos del Señor», transmitirles los mensajes de lo alto (Jue 18, 5; 1 Sam 14, 41; 23, 9-12; 30, 7-8; Núm 27, 21).

También se espera de los sacerdotes que «enseñen tus normas a Jacob y tu Ley a Israel» (Dt 33, 10). Jer 2, 8 les llama «peritos de la Ley». Establecen la conformidad o disconformidad de un comportamiento con la norma establecida; disciernen entre lo puro y lo impuro, entre lo sagrado y lo profano; cuidan que la conducta de los israelitas esté de acuerdo con la Palabra (Dt 31, 9-13.26; Os 4, 6).

Las funciones propiamente cultuales aparecen en último lugar: «Ponen incienso ante tu rostro, y perfecto sacrificio en tu altar» (Dt 33, 10). La conexión de los sacerdotes con los sacrificios, que no aparece en las referencias más antiguas, se fue afirmando progresivamente, hasta convertirse en la función sacerdotal por antonomasia. Pero el sacerdote no sacrificaba las víctimas; solamente presentaba y depositaba sobre el altar la parte del sacrificio que correspondía a Dios.

Es también tarea sacerdotal «bendecir en el nombre de Yahvé» (Dt 10, 8; Núm 6, 22-27; Eclo 45, 15). Invocar sobre una persona el nombre del Señor es ponerla en una relación personal viva con él. Con el paso del tiempo la función de interceder por el pueblo ante Dios fue cobrando fuerza (2 Mac 15, 12.14).

«Estas diferentes funciones tienen un fundamento común: cuando el sacerdote transmite un oráculo, comunica una respuesta de Dios; cuando da una instrucción, la tórah, y cuando más tarde explica la Ley, la Tórah, transmite e interpreta una enseñanza que viene de Dios; cuando lleva al altar la sangre y las carnes de las víctimas y cuando hace humear el incienso, presenta a Dios las oraciones y peticiones de los fieles. Representante de Dios cerca de los hombres en las primeras funciones, representante de los hombres cerca de Diosen la tercera, es en todo como un intermediario». «Por medio del sacerdote, los hombres hacen propicio a Dios, y Dios, a través de su servidor, obra y dispensa sus gracias a los hombres. Con su doble mediación —descendente y ascendente—, el sacerdote es recuerdo vivo de la alianza entre Dios y su pueblo;. todas sus actividades tienden a crear comunión entre ambos.

Su condición de mediador obligaba a los sacerdotes a vivir en la cercanía de Dios. Por eso, dada la viva conciencia que se tenía de la santidad de Yahvé, se exigía también a ellos una santidad nada común. Formaban un grupo «puesto aparte», segregado del mundo profano por Dios, «consagrado» a su servicio exclusivo. Esta situación de segregación y consagración la forzó de alguna manera el propio Yahvé cuando dispuso que la Tribu de Leví no participara en la distribución de las tierras de Canaán (Núm 18, 20.23; 26, 62; Dt 10, 8-9; 12, 12...). Al tener que vivir como forasteros (gerim) en medio de las otras tribus, los levitas se vieron obligados a poner su tesoro («su porción y heredad») únicamente en Yahvé y en su servicio (Sal 16).

En sus personas, en su forma de vida y en sus actividades, los sacerdotes eran, al igual que Aarón, «memorial para los hijos de Israel» (Eclo 45, 9): simbolizaban la santidad requerida en todos para acercarse a Dios; recordaban especialmente a Israel su peculiar vocación al estado de santidad, que pertenece a la identidad misma del pueblo de la alianza.

El sacerdocio levítico no se mantuvo a la altura de su vocación. El ritualismo, duramente denunciado por losprofetas, prevaleció sobre la verdad del corazón. Mas, independientemente de este fallo, por su misma condición de figura (typos) estaba llamado a desvanecerse en cuanto, llegada la plenitud de los tiempos, compareciera el Sacerdocio verdadero que había de colmar efectivamente la aspiración profunda que alentó al sacerdocio antiguo: llevar a la familia humana a la comunión con Dios.


II. Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, sacerdote definitivo según Hebreos

El único documento del NT que da a Cristo expresamente los títulos de sacerdote y sumo sacerdote —la epístola a los Hebreos (3, 1; 4, 14.15; 8, 1; 9, 11; 10, 21)— nos sorprende con una doctrina sistemática sobre el sacerdocio de Cristo, desarrollada como tema central del escrito.

Lo presenta en perspectiva histórica y tipológica; en relación con Moisés y Melquisedec, pero sobre todo como complemento escatológico del sacerdocio levítico. Este planteamiento le lleva, por una parte, a señalar las semejanzas, que autorizan el recurso a la tipología, y, por otra, a marcar las diferencias, que le permiten afirmar la superioridad del sacerdocio de Cristo sobre sus «tipos y figuras».

La tesis del «discurso sacerdotal» (que no carta) es que Cristo alcanzó de una vez para siempre, de manera perfecta, el objetivo fundamental de toda mediación sacerdotal —establecer la comunión entre Dios y la humanidad—, de suerte que en adelante resultan innecesarios otros sacerdocios (sacrificios). El fundamento de esta singular eficacia y unicidad del sacerdocio (sacrificio) de Cristo no es otro que su condición de Hijo de Dios encarnado. En los momentos críticos de su razonamiento el autor del discurso apela a este motivo.

Después de haberlo comparado por extenso con los ángeles en los caps. 1 y 2, llama a «Jesús, el apóstol y sumo sacerdote de nuestra fe» (3, 1). El título de apóstol, que no se aplica a Cristo en ningún otro lugar del NT, parece querer aludir aquí a los ángeles. Son, en efecto, afines las nociones de «ángel» (mensajero) y «apóstol» (enviado). También los ángeles son «enviados con la misión (apostellómena) de asistir a los que han de heredar la salvación» (1, 14). La superioridad de Cristo sobre los ángeles estriba en que, mientras éstos actúan como «servidores» (leitourgiká), aquél lo hace como Hijo. «En efecto, ¿a qué ángel dijo alguna vez: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy?» (1, 5). Nadie puede ser apóstol (shaliah), plenipotenciario del Padre, como su propio Hijo.

En Cristo se dieron, como en ningún otro mediador, las dos condiciones requeridas para la obra de mediación: la confianza de Dios y la solidaridad con los hombres. Respecto de la primera, se afirma que Cristo es «sumo sacerdote digno de fe (pistós) en lo que toca a Dios» (2, 17), es decir, acreditado ante Dios, porque goza de su confianza. En esto se le compara con Moisés, el amigo de Dios por antonomasia: «él es de toda confianza en mi casa» (Núm 12, 7). Pues bien, la confianza que Dios tiene depositada en Cristo es mayor que la que otorgó a Moisés. La razón de la diferencia, nuevamente, la condición filial del primero: «Moisés fue pistós en toda la casa como servidor... Cristo lo fue como Hijo, al frente de su propia casa» (3, 5-6). La segunda condición —la solidaridad con los hombres—, que le hace ser compasivo (eleémón) con ellos (2, 17), no guarda relación directa con la filiación divina y, sin embargo, hablando de ella se recuerda por dos veces que Cristo es Hijo de Dios (5, 5.8), como si, una vez hecho hombre, su condición de Hijo de Dios lo hiciera capaz de compartir con más hondura el destino de sufrimiento de sus hermanos.

La primera función medianera de Cristo que se menciona es la profética: sacerdocio y Palabra no van por separado. La comparación en este punto se establece primeramente con los ángeles, mensajeros de la Palabra de Dios, pero principalmente con Moisés, «servidor para atestiguar cuanto había de anunciarse» (3, 5), intérprete y portavoz eximio de Dios, quien «hablaba con él boca a boca, abiertamente y no en enigmas» (Núm 12, 7). También aquí la comparación se resuelve a favor de Cristo y la razón es de nuevo su condición de Hijo de Dios (1, 2; 3, 5-6). Como profeta de Dios, nadie puede tener mayor autoridad que el propio Hijo de Dios y nadie puede exigir con más derecho nuestra adhesión de fe (5, 9). Por él ha dicho el Padre su Palabra decisiva (1, 2).

La mayor parte de la disertación sobre el sacerdocio de Cristo gira en torno a su sacrificio (7, 1-10, 18). Aquí la comparación es con los sacerdotes levíticos. Se acumulan las antítesis entre el sacerdocio antiguo y el de Cristo, puntuando cada vez la superioridad de este último. 1) Mientras en los sacrificios antiguos se ofrecía «sangre de machos cabríos y de novillos» («prescripciones carnales»: 9, 10), Cristo «ofrece su propia sangre», «se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios por el Espíritu eterno» (9, 12-14). 2) Allí se presentaban sobre el altar, «en orden a.la purificación de la carne» (9, 13), «dones y sacrificios incapaces de perfeccionar en su conciencia al adorador» (9, 9); Cristo, en ambio, «se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (5, 9), «llevándolos para siempre a la perfección» (10, 14; cf. 7, 25; 9, 12): una reconciliación sin reservas, para todos y para siempre. 3) La ineficacia de sus ofrendas obligaba a los sacerdotes antiguos a menudear sus sacrificios, mientras que a Cristo le bastó ofrecerse a sí mismo «una sola vez por todas» (ephápax, hápax: 7, 27; 9, 12.26.28; 10, 10.12.14). 4) Frente a unos sacrificios que pertenecían a una alianza pasajera, el sacrificio de Cristo selló una alianza nueva y eterna, fundada en promesas mejores (7, 22; 8, 6-13; 9, 15-20). 5) Una imagen espacial ayudará a visualizar esta superioridad del sacerdocio de Cristo: mientras que los sacerdotes del templo sólo lograban presentar sus sacrificios en un santuario terreno, hecho por manos de hombre, figura del tiempo presente, Cristo penetró una vez para siempre en el mismo cielo, en el santuario verdadero, presentándose ante el acatamiento de Dios (4, 14; 9, 1-12.24). La explicación de esta eficacia singular no es otra que la condición de Hijo de Dios que ostenta el que es sacerdote y víctima, a la vez, de este sacrificio: «Tenemos tal sumo sacerdote que penetró los cielos —Jesús, el Hijo de Dios»— (4, 14). La oblación total de sí mismo recibió del Padre la acogida plena que merece el Hijo.

«Aquellos sacerdotes fueron muchos, porque la muerte les impedía perdurar», es decir, su sacerdocio era efímero y se sucedían unos a otros en su ejercicio. Cristo, en cambio, «posee un sacerdocio perpetuo, porque permanece para siempre» (7, 23-24). La consabida razón de la diferencia asoma esta vez al arrimo de la tipología de Melquisedec, quien «sin padre, ni madre, ni genealogía, sin comienzo de días, ni fin de vida, asemejado al Hijo de Dios, permanece sacerdote para siempre» (7, 3).

Por último, como resultado de su sacrificio, el Padre le otorgó la perfección (teleíósis) en cuanto sacerdote (2, 10; 5, 9-10). Fue para él a modo de consagración sacerdotal definitiva, muy superior a la levítica (7, 11.18), «ya que la Ley no llevó nada a la perfección» (7, 19). Llama la atención el que, en el contexto de esta teleiósis, se haga por dos veces mención expresa de su condición de Hijo de Dios (5, 9; 7, 28). El momento de su instalación y proclamación definitivas como sumo sacerdote coincide con su definitivo reconocimiento como Hijo en la resurrección, que fue como una nueva generación para él: «Quien le dijo: Hijo mío eres tú; yo hoy te he engendrado... dice también: Tú eres sacerdote para siempre...» (5, 5-6).

La encarnación y la pasión son ciertamente elementos constitutivos del sacerdocio de Cristo, pero lo que «aporta a ese sacrificio una determinación específica que hace de él un sacerdocio sin igual»'°, absolutamente eficaz, único, irrepetible e inhereditable, es la filiación divina de quien lo ofrece.


III. Presencia y acción del Espíritu Santo en el ministerio ordenado

Allí donde se realiza históricamente el designio salvador de Dios está activamente presente el Espíritu Santo. Ahora bien, el ministerio ordenado, en sus distintas modalidades, es fundamentalmente una misión al servicio de la historia de la salvación. Se comprende, pues, que su realidad esté enteramente como transida por la presencia y la energía del que es protagonista de esa historia. No es posible profundizar en su comprensión sin ahondar en esta dimensión pneumatológica.

Los datos de la revelación y de la tradición señalan ya la acción del Espíritu en la etapa del AT, de manera peculiar en la elección y dirección de los agentes de la mediación entre Dios y su pueblo (especialemnte de los reyes y profetas, más que de los sacerdotes)". Esta intervención del Espíritu alcanzó su culminación en la etapa decisiva, animando con su poder el testimonio profético y la obra sacerdotal de Jesús de Nazaret. Ni la misión ni la persona ni el ministerio ni el sacerdocio de Cristo se pueden separar del Espíritu Santo.

En el tiempo que va de la ascensión a la parusía, la misma existencia de la iglesia es impensable sin la acción del Espíritu Santo. De él traen su origen todos los carismas que la enriquecen y, en particular, el sacerdocio, las órdenes, los diversos ministerios. «La organización interna de la Iglesia es obra del Espíritu Santo». «El mismo Paráclito fue quien estableció esta secuencia (akolouthía) de órdenes». El Espíritu es el principio estructurante del organismo eclesial.

Pero su protagonismo no se detiene ahí. Según la tradición, el Espíritu sigue interviniendo activamente en las ordenaciones de la Iglesia. Aun cuando otros agentes (clero, pueblo) toman parte en la elección de los candidatos, es siempre el Espíritu quien en realidad elige y llama para los distintos ministerios (He 13, 4; 20, 28). Él es también el gran liturgo de las ordenaciones, como lo está sugiriendo el simbolismo de la imposición de las manos: «Significa que el dador del poder y de la gracia es el Espíritu Santo y el obispo es ministro y mediador, algo así como el canal que nos trae el agua tomada de la fuente»". «Es, pues, don del Espíritu Santo el ministerio del sacerdote».

El Espíritu es dador y es don al mismo tiempo. El rito de las ordenaciones, en su núcleo central, desde los mismos orígenes apostólicos, es una epíclesis en sentido estricto: invocación del Espíritu Santo asociada al gesto de la imposición de las manos". Las plegarias de ordenación de las distintas tradiciones litúrgicas coinciden en pedir para el ordenando el Espíritu Santo. En cada ordenación se actualiza el misterio de Pentecostés: de ella sale el ordenado, al igual que los apóstoles, «llevando en su alma al Espíritu Santo de quien brotan el tesoro y la fuente de sus enseñanzas, de sus dones y de todos los bienes»'>. Esta efusión del Espíritu es, a la verdad, la fuente de la misión y del ministerio en su triple función de enseñar, santificar y apacentar al pueblo de Dios y es el manantial de la gracia y poderes que se necesitan para desempeñarlos cumplidamente.

La ordenación instala al nuevo ministro en una relación específicamente nueva respecto del Espíritu Santo: lo convierte en instrumento del Espíritu, en su colaboradpr (synergós) para la realización conjunta de la obra de Cristo. El ministerio es simplemente diakonía toú pneúmatos (2 Cor 3, 8) y el ministro es alguien de quien el Espíritu se ha posesionado. La tradición se muestra convencida de que el Espíritu acompaña y asiste a sus ministros en su actividad ministerial. Esta convicción está en la base de la seguridad (parresía) del ministro.

El don del Espíritu comunicado en la ordenación opera en el interior del ordenado una transformación profunda. «La fuerza del sacramento es la gracia del Espíritu septiforme. Los que reciben esta gracia son transformados por ella como si hubieran recibido otro corazón. En efecto, a aquellos a quienes el Espíritu fortalece con su gracia los hace distintos de lo que eran»22. Las plegarias de ordenación, en su sección epiclética, ofrecen como un espejo de virtudes ministeriales, que la Iglesia espera tomen cuerpo en la vida de sus ministros gracias a la acción del Espíritu. Este quiere, en efecto, instrumentos que le sean afines («espirituales») y en comunión estrecha (synétheia) con él". Una situación de divorcio entre la función ministerial y la vida personal del ministro no se compadece con la dimensión pneumatológica del ministerio.

La atención a estos núltiples lazos del ministerio ordenado con el Espíritu aleja toda tentación de cristomonismo y abre el camino a la contemplación del sacerdocio en perspectiva trinitaria. La acción del Espíritu Santo aparece como la manifestación de la voluntad del Padre de comprometerse en la obra del Hijo.


IV. Sacerdocio y Trinidad en el ritual de órdenes

El nuevo ritual de ordenes promulgado en 1973 y revisado en 1990 refleja bastante satisfactoriamente la dinámica trinitaria de la ordenación y del ministerio ordenado. Con ello, además de expresar una dimensión que resulta decisiva para la comprensión del sacramento, se corrige ese «olvido de la Trinidad» de que adolecen, según algunos, la doctrina y praxis sacramentales en Occidente.

A decir verdad, los textos eucológicos de las ordenaciones, en las distintas tradiciones litúrgicas, acertaron siempre a poner de manifiesto esta dimensión. Y la razón es que, por lo general, las plegarias consecratorias sitúan la ordenación de un obispo, presbítero o diácono en el contexto de una visión global de la historia de la salvación y ya se sabe que ésta presenta una estructura trinitaria en todos sus acontecimientos. Siguiendo esa tradición, el nuevo ritual romano contempla también los ministerios ordenados como prendidos en esa red de relaciones que la acción del Dios trinitario ha ido tejiendo a lo largo de la economía de la salvación

La misma estructura trinitaria que adoptan invariablemente las plegarias de ordenación trasluce las hondas raíces trinitarias del ministerio ordenado: a una sección anamnética que recuerda la obra del Padre sigue una sección epiclética invocando el don del Espíritu Santo por la mediación de Jesucristo. Es una forma de expresar que en materia de ministerios las tres personas de la Trinidad obran conjuntamente, actuando cada cual según su condición personal. Al Padre le corresponde la iniciativa: a él van dirigidas las plegarias; él es el sujeto agente de los principales verbos que en ellas aparecen. El Hijo es el Mediador, no sólo en la conclusión de las oraciones, sino siempre que se trata de prefigurar o prolongar su misión. El Espíritu Santo es el objeto de la epíclesis de la Iglesia, pero es, además, la fuerza invisible que anima todo ministerio.

En el trasfondo de las plegarias de ordenación, como objeto de estas preocupaciones e iniciativas divinas, se perfila la «Ecclesia de Trinitate». En su interior y para su crecimiento y ornato, las personas divinas suscitan los diversos ministerios. En la plegaria de ordenación de los diáconos, en una visión histórica que engloba la etapa del AT y los tiempos de la Iglesia, se afirma que Dios Padre «repartes los ministerios... en todas y cada una de las épocas; lo ordenas todo por medio de Jesucristo...; haces crecer a tu Iglesia, Cuerpo de Cristo... unida con admirable armazón por el Espíritu Santo...» En idéntico marco, encontramos una afirmación similar en la ordenación de los presbíteros: «Para formar el pueblo sacerdotal, con la fuerza del Espíritu Santo, organizas (Padre santo) en su interior, en distintos órdenes a los ministros de Cristo, tu Hijo». Desde esta perspectiva trinitaria se contempla luego el origen de los ministerios prefigurativos del AT («iam ab initio...», «iam in priore Testamento...»). Desde el principio la Iglesia como cuerpo diferenciado y jerárquico y como fuente de los ministerios ordenados aparece como obra común de las tres personas divinas.

Punto de referencia primordial de los ministerios cristianos es el envío del Hijo por el Padre para la salvación del mundo. Es la «verdad» que anunciaban las «figuras» del AT. Es, sobre todo, el paradigma de paradigmas de toda misión y ministerio en la Iglesia, su fuente y su razón de ser. La dinámica trinitaria de este acontecimiento fontal aparece inequívocamente expresada en el ritual de órdenes. «Dios y Padre... diste a tu amado Hijo Jesucristo la fuerza que de ti procede, el Espíritu soberano...» (ordenación de un obispo). «En los últimos tiempos, Padre santo, enviaste al mundo a tu Hijo Jesús... El mismo se ofreció a ti, en virtud del Espíritu Santo, como sacrificio sin mancha» (ord. de presbíteros). «Padre santo... constituiste a tu único Hijo Pontífice de la alianza nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo» (prefacio de la misa de ordenaciones).

En las plegarias de ordenación es también obligada la referencia a la misión de los apóstoles, modelo originario de todas las ordenaciones en la Iglesia. La dinámica trinitaria de aquel acontecimiento es igualmente palmaria: «La fuerza que de ti procede, el Espíritu soberano que diste a tu amado Hijo Jesucristo, él, a su vez, comunicó a los santos apóstoles» (ord. de un obispo). «Tu Hijo, por medio del Espíritu Santo, hizo a sus apóstoles partícipes de su misión y tú les diste compañeros...» (ord. de presbíteros).

La misma lógica trinitaria domina también cada una de las ordenaciones, según dejan traslucir las plegarias de ordenación. Dios Padre ha elegido a los ministros que son ordenados y él mismo infunde sobre ellos el Espíritu y les confiere el ministerio: dones ambos, que de él proceden. Todo eso lo hace por mediación de su Hijo. Se pide para el ordenando el mismo Espíritu que el Padre otorgó al Hijo para su misión y éste trasmitió a los apóstoles. La identidad del don del Espíritu arguye identidad de misión. La ordenación de los ministros imita simbólicamente la misión del Hijo por el Padre. En la imagen sacramental de la Iglesia toma cuerpo y se actualiza aquel acontecimiento fontal y decisivo. Son inseparables la comunicación del Espíritu al Hijo y la efusión de ese mismo Espíritu por el Padre a los «servidores de Cristo» en la Iglesia. Y, por aquello de que la Trinidad económica es la Trinidad inmanente, el sacramento del orden, a través de la misión del Hijo y de la efusión del Espíritu, enlaza con sus procesiones eternas. El misterio de la Trinidad ilumina los ministerios ordenados. Hasta tales niveles de profundidad hunden éstos sus raíces trinitarias.

La ordenación genera en el ministro unas relaciones profundas con las tres personas divinas. El ritual las insinúa, pero no las define. Del obispo, por ejemplo, se espera que «rijas a la Iglesia de Dios en el nombre del Padre, cuya imagen representas en la asamblea; en el nombre del Hijo, cuyo oficio de Maestro, Sacerdote y Pastor ejerces, y en el nombre del Espíritu Santo,que da vida a la Iglesia de Cristo y fortalece nuestra debilidad» (ord. de un obispo: alocución).

[-> Angelología; Comunión; Epíclesis; Espíritu Santo; Fe; Hijo; Historia; Jesucristo; Liturgia; Misión y misiones; Padre; Pentecostés; Revelación; Teología y economía; Trinidad.]

Ignacio Oñatibia