PREDESTINACIÓN
DC


SUMARIO: I. Predestinación y «concentración cristológica».—II. Historia y teología.—III. Predestinación y horizonte trinitario.—IV. Gloria hominis, praedestinatio Dei.


Por predestinación, ha dicho san Agustín con una célebre fórmula, se entiende «esto y nada más: a saber, la presciencia y la preparación de los beneficios de Dios (praescientia scilicet, et praeparatio beneficiorum Dei), merced a los cuales ciertísimamente son liberados todos aquellos que son liberados» (De dono pers., 14, 35: PL 10, 1014). «En efecto —continúa el Doctor gratiae en su presciencia, que no puede engañarse ni cambiar, predestinar es para Dios disponer sus obras futuras (opera sua futura disponere): esto exactamente y nada más (id omnino, nec aliud quidquam est)» (De dono pers. 17, 41: PL 10, 1019).


I. Predestinación
y «concentración cristológica»

La doctrina de la predestinación no ha estado, es verdad, entre aquellas que se han desarrollado de modo tranquilo y armónico a lo largo de los siglos. Ha suscitado demasiados debates, controversias y laceraciones, para que, también hoy, no se hable sin el más agudo y crítico conocimiento. Presupuestos de orden cultural y filosófico, confesional o teológico han determinado, o sucesivamente influido, con relativa frecuencia, en la comprensión de este tema, que es y permanece originariamente bíblico, y, de modo especial, neotestamentario, el cual debería haber sido estudiado como tal. Es más, en este caso sobre todo, la pertenencia eclesiástica o la apologética de una tradición pasivamente experimentada, más que creativamente revivida, no deberían atrofiar y empobrecer con nefastas consecuencias la multiforme y liberadora riqueza de la palabra revelada. El problema de la predestinación no debería ser comprendido e ilustrado fuera de la palabra divina y volviendo siempre a cuanto sobre ella nos transmite la sagrada Escritura, en la búsqueda incesante por configurarse a este mensaje en el que primordialmente se encuentra y se descubre al Dios que habla de sí mismo y, al mismo tiempo, también de nosotros. Incluso los pronunciamientos del magisterio, producidos en el decurso de los siglos como respuesta a las diversas urgencias del momento, no han tenido otra finalidad que la de un servicio a la recta comprensión y justa defensa de aquella misma palabra de la revelación, que sin duda supera al mismo magisterio como norma normas et non normata, pero más todavía, como inagotable fuente de inteligibilidad. Por otra parte, san Agustín, santo Tomás y por qué no, los mismos Lutero y Calvino y el Concilio de Trento ¿no miraban acaso, cada uno a su modo, a captar el sentido y el alcance de cuanto la misma Escritura proclama acerca de la predestinación?

Como enanos sobre las espaldas de gigantes, hoy nos encontramos en mejor situación para ver que a las buenas intenciones no siempre, o no siempre correctamente, ha correspondido en los hechos una concreta comprensión de aquello que es y permanece «misterio» y, como tal, debe ser presentado; pero no por eso debe ser deformado o recortado según nuestra medida. Ahora bien, sobre la pista de la Escritura, la predestinación no puede ser comprendida e interpretada más que desde «una concentración cristológica», es decir, según la medida de la insondable y desbordante plenitud de Cristo, aun admitiendo todo aquello que de inicialmente oscuro e inquietante parecería comportar. Jesucristo es el contenido y la sustancia misma de la predestinación. De manera que se debería suponer una práctica coincidencia entre la cristología y la exposición de aquella que san Agustín definía praescientia et dispositio beneficiorum Dei. Precisamente a la luz que es Cristo, lo que a veces se ha hecho pasar por el mysterium tremendum de un decretum aeternum incognoscible se nos manifiesta por el contrario como la positiva proclamación, el alegre anuncio, decretado desde la eternidad y realizado en la historia, de la elección libre y graciosa, que abraza e incluye a la humanidad entera, más aún, todo el cosmos y la historia como creación, redención y reconciliación. Ahora bien, afirmar esto equivale a sostener que, si la predestinación no es escrutada y comprendida en un horizonte cristocéntrico y, por lo mismo, trinitario, vendrá a ser, ipso facto, una penosa e insolente caricatura del mensaje de la revelación.

De acuerdo con la Escritura, el poder y la munificencia de la gloria y de los dones prometidos y otorgados existen y se difunden de parte de Dios, porque él, en la libertad y en el exceso de su agape, ha concebido y decidido así, y todo esto, en Cristo Jesús, es decir, en Aquel que en la fuerza del Espíritu Santo es el Amén anticipado antes de todos los siglos y refrendado en la plenitud de los tiempos con su encarnación, muerte y resurrección por nosotros, los hombres y por nuestra salvación. Este es el evangelio, y con él, la suma de las profecías y de sus realizaciones. Este es y debe seguir siendo el principio y el fin de todo pensamiento y de todo discurso en torno al tema de la predestinación, como lo ha sido, por ejemplo, para san Pablo. El Apóstol emplea el término «predestinación» cinco veces y siempre para indicar el proyecto de Dios en relación con Cristo (Rom 1, 4) o en relación con la salvación de los hombres (Rom 8, 29-30; 1 Cor 2, 7; Ef 1, 5.11). Precisamente en la carta a los Romanos (9-11), hablando de la universal participación en los bienes mesiánicos, san Pablo desarrolla el argumento de la elección de la que fluyen todas las bendiciones otorgadas precisamente a aquel Israel que, continuamente, ha opuesto su «no» obstinado a Dios. Dios, por el contrario, ha insistido fielmente en colmarlo de sus dones, y esto precisamente en el colmo de su rechazo de Jesucristo y de su cruz. El hecho de que la ampliación de la gracia del Israel según la carne se extienda ahora al Israel según el Espíritu, no excluye sino que incluye la promesa una vez pronunciada (1 Pe 2, 9), ya que todos son destinados a la salvación en tanto que llamados, justificados e, incluso, glorificados (Rom 8, 30) por el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo (Ef 1, 3 s.).


II. Historia y Teología

Es cierto que en decurso de los siglos no han faltado aquellos que han percibido y señalado este carácter cristológico y, por tanto, radicalmente positivo de la predestinación, tal como es entendida por la Escritura. Entre éstos se distingue san Agustín. Jesucristo, ha dicho el Obispo de Hipona, es el «praeclarum lumen praedestinationis et gratiae» (De corrupt. et gr. 9, 21; cf. 9, 22 s.). «Al cristiano —añade san Agustín— el cual vive todavía en la fe sin ver lo que es perfecto, y conoce todavía parcialmente, bástele por ahora saber y creer que Dios no salva a nadie si no es en virtud de su gratuita bondad por medio de Jesucristo nuestro Señor, y no condena a nadie si no es en razón de su justísima verdad por medio del mismo Jesucristo nuestro Señor (Ep. 194, 6, 24). Al llegar a este punto hay que subrayar que muchas de las responsabilidades que le son atribuidas al Obispo de Hipona, en realidad derivan de una superficial y deformada lectura de sus escritos. Por ejemplo, como ha sido ya observado (Trapé, p. CXXVI), no es cierto que la predestinación ocupe un puesto primario y vistoso en el complejo de la enorme y decisiva reflexión teologica agustiniana, incluso de aquella relativa a la gracia. En el mismo ámbito de la polémica contra los pelagianos, el Santo Doctor declaraba: «tres son los puntos, como sabéis, que con toda energía la Iglesia católica defiende contra ellos. El primero es que la gracia de Dios no es otorgada según nuestros méritos, ya que incluso todos los méritos de los justos son dones de Dios y por gracia de Dios son otorgados; el segundo es que, por grande que sea su justicia, ninguno puede vivir en este cuerpo corruptible sin alguna suerte de pecado; el tercero, en fin, es que todo individuo nace culpable del pecado del primer hombre y atrapado en el vínculo de la condena, a menos que la culpa que se contrae con la generación no sea eliminada por la regeneración» (De dono pers., 2, 4; cf. 21, 54; Contra duas ep. Pelag., 3, 8, 24; 4, 7, 19; etc.). Se constata lo siguiente: entre las tres verdades mantenidas como fundamentales por la doctrina católica falta precisamente la predestinación, y esto porque, según el Obispo de Hipona, no desempeña una función diversa de aquella que permite construir un último baluarte en defensa precisamente de la doctrina de la gracia: «¿Qué cosa ha habido —se pregunta san Agustín— que en este nuestro trabajo nos ha constreñido a defender con mayor plenitud y claridad los pasajes de la Escritura en los cuales se subraya la predestinación, si no es el hecho que los pelagianos dicen que la gracia de Dios nos es dada según nuestros méritos?» (De dono pers., 20, 53). Lo que en verdad cuenta para san Agustín es, por tanto, una recta comprensión de la gracia: la presciencia y la predisposición de este don representan solamente una premisa; nada más. «La predestinación — declara san Agustín— es la preparación de la gracia; la gracia, el don mismo» o «el efecto de la predestinación» (De praed. sanct. 10, 19). «Ningún hombre —añade—, puede obrar rectamente sin la ayuda divina, y ninguno [...] puede obrar injustamente si no lo permite el juicio divino, absolutamente justo» (De civ. Dei, 20, 1, 2). Pero decir gracia, para el Obispo de Hipona, significa decir muchas cosas: fe gratuita ya desde el inicio y después justificación y, en fin, perseverancia final. Canonizando precisamente el pensamiento agustiniano, el Concilio de Quierzy, del 853, declaraba: Dios quiere que todos los hombres se salven, Jesucristo ha muerto por todos y, por tanto, «quod quidam salvantur, salvantis est donum: quod autem quidam pereunt, pereuntium est meritum» (DS 623).

Si la predestinación ha recibido tal énfasis en el decurso de la historia, se ha debido a una serie de reacciones en cadena. Han comenzado los denominados semipelagianos, respondiendo a las intervenciones de san Agustín. Durante un siglo se ha multiplicado una densa panfletería hasta que el segundo concilio de Orange distinguió entre la doctrina de la gracia, reafirmada en los mismos términos agustinianos, y la predestinación subrayada solamente para excluir la predestinación al mal (DS 370-397). No fue san Agustín, sino los denominados predestinacianos, por ejemplo Lúcido (t 474) o Godescalco (t 869), quienes se atrevieron a sostener una doble predestinación: una, al mal y, por tanto, a la perdición, diversa de la predestinación al bien, y, por tanto a la gloria, negando, por lo mismo, que Cristo haya muerto realmente por todos (cf. DS 330; 340). Más tarde la Escolástica medieval, al organizar las summae del saber teológico, desgajó el tema de la predestinación del de la gracia. Así, entre otras cosas, se perdió aquella distinción tan subrayada por san Agustín, entre presciencia y predestinación, distinción que Calvino consideró más bien un «escrúpulo» (Instit. 3, 21). Los teólogos postridentinos, por último, elaboraron una sistemática teológica de implantación muy diversa de aquella agustiniana y también de la tomista, cargando la predestinación de ulteriores interrogantes. En tanto que, por poner un ejemplo, contra los pelagianos, viejos y nuevos, se estaba de acuerdo en que la predestinación en su complejidad (elección, justificación y glorificación) era ante praevisa merita, se discutió si la predestinación a la gloria, tomada en sí, aisladamente, era también ante praevisa merita. Se hicieron alambicadas sutilezas sobre la gracia «eficaz», aquella que logra infaliblemente el fin de la salvación, interrogándose si consigue este fin por su fuerza intrínseca o por el previsto consenso de la voluntad a través de la presciencia divina. Así, entre la scientia visionis y la scientia simplicis intelligentiae se pensó en acuñar una scientia media.

En la vorágine de tanta discusión y sutileza los teólogos no se percataron de que se entraba en un peligroso y funesto deslizamiento sobre el modo de afrontar el tema de la predestinación. Mientras se intentaba elaborar un concepto más amplio y omnicomprensivo, se habló, por una parte, de la elección, pero, por otra, también de la reprobación, como si se tratase de dos líneas paralelas del libre y gratuito comportamiento divino en su relación con el hombre, y, más grave aún, elaborando todo esto remoto Christo. Se terminó por pensar en la posibilidad de un consejo y decreto divino que prescindiese del Verbum incarnatum y del Spiritus sanctificationis. Por tanto, el Dios de aquella predestinación que san Agustín había definido praescientia scilicet, et praeparatio beneficiorum parecía estar pronto a disponer la maldición y la venganza, en lugar de la bendición y el perdón. De esta forma se perdieron lasconnotaciones del Dios Padre, el cual por medio del Dios Hijo y en el Dios Espíritu Santo, en la libertad soberana de su amor, y desde toda la eternidad, proyecta y decide el mundo y la historia precisamente como economía de la salvación. Esto, que está suficientemente claro en Isidoro o Godescalco, y también, aunque un poco más difuminado, en Pedro Lombardo y santo Tomás de Aquino, se radicalizará en Zuinglio y Calvino.

Para el Doctor Angélico la doctrina de la predestinación constituye de hecho un momento interno de una doctrina más amplia de la providencia: «est quaedam pars providentiae». La providencia, a su vez, es entendida como el «ordo» desplegado por la sabiduría divina, según el cual Dios, en su conocer y querer, dirige cada cosa a su propio fin. Al conocimiento y a la voluntad divinos está sometido todo, «non tantum in universali, sed etiam in particulari» (SumTh, I, q. 22, a. 2). También el hombre es comprendido en este «ordo», en su condicion de ser libre para el bien y para el mal. La predestinación, en este caso, concierne al hombre en su ser, que es dirigido por la providencia divina al fin al que está destinado; fin que no puede lograr con sus propias fuerzas y que es el fin sobrenatural de la vida eterna. La predestinación, por tanto, no es otra cosa que «el plan existente en la mente divina, que destina a algunos a la salvación eterna» (SumTh, 1, q. 23, a. 1; cf. III, q. 24). Esta determinación particular de la providencia, al igual que la universal, tiene en Dios una «ratio» preliminar que, por lo que respecta al hombre, es precisamente la «ratio transmissionis creaturaerationalis in finem vitae aeternae» (SumTh, I, q. 23, a. 1). Es precisamente al interior de este diseño conceptual como santo Tomás busca afrontar y resolver los problemas específicos que conciernen a la doctrina de la predestinación. El Doctor Angélico se preocupa esencialmente de mostrar cómo el Dios creador se comporta con todas las criaturas particulares en el interior del «ordo» de su providencia general. El Angélico permanece de tal suerte fiel a este planteamiento que no duda en afirmar que el concepto de gracia no entra en la definición rigurosa de la predestinación. La gracia es considerada únicamente en cuanto representa aquí el efecto y el sentido de la acción divina en relacion con el hombre (SumTh., 1, q. 23, a. 3, ad 4). No es, pues, una casualidad ni carece de consecuencias el hecho de que en la Summa Theologiae el tratado de Christo ocupe la tercera parte después de la primera dedicada al de Deo y la segunda al de homine. Santo Tomás no es ciertamente el único en esta opción metodológica que implica por sí misma una eleccion teológica: se podría decir que una buena parte de la escolástica concibe y organiza el tratado de praedestinatione bajo el signo del de providentia, relegando a un segundo plano e incluso a la sombra el desarrollo efectivo de la historia salutis.


III. Predestinación y horizonte trinitario

No podemos, sin embargo, evitar una cuestión y preguntarnos si todo esto es perfectamente compatible con la auténtica regula fidei. En un horizonte teológico «cristiano», cuyo centro de inteligibilidad es Jesucristo y, en consecuencia, necesariamente con él el Padre y el Espíritu Santo, ¿es precisamente la mejor esta opción que subordina la predestinación a una providencia general en la que no se habla para nada de Jesucristo? El hecho es que precisamente esta opción, que favorece el distanciamiento del desarrollo efectivo de la oikonomía, nos lleva a discutir de predestinación como si tuviéramos que tratar con un Dios, y en consecuencia con un hombre, para quienes Jesucristo se convierte en un accesorio secundario y contingente. En este caso no podríamos escandalizarnos si miramos a la elección y juntamente a la reprobación como si se tratase de dos cuestiones simétricas y la segunda no estuviese subordinada a la primera, mientras que todo el conjunto está referido a un Dios inescrutable, que no tiene en absoluto el rostro del Dios y Padre de Jesucristo, el cual con el poder de su Espíritu crea y reconcilia consigo al mundo y al hombre.

Y, sin embargo, según la Escritura y en especial el NT, el aspecto negativo de la reprobación no puede dejar de estar cometido al aspecto positivo de la elección. ¿Acaso no coincide la fe con el «evangelio», o sea, con el alegre anuncio de la gracia y de la misericordia? Si el fin es «ultimus in executione», no menos es «primus in intentione». Entonces, ¿no sería verdad que la predestinación a la gloria precede a la presciencia de la condenación, así como, en el proyecto de Dios, la alianza viene antes de la creación que tiene como fin a aquélla y en vistas a ella ha sido llevada a cabo? Ciertamente la gracia es libre y la misericordia indebida. De lo contrario, ¿cómo podría decirse que Dios es verdaderamente Dios, el Señor del hombre y del mundo? Por otra parte, se debe proclamar igualmente la posibilidad de que la creatura oponga su rechazo frente al beneplático divino que se le ha manifestado. En efecto, ¿qué gloria podría dar a Dios alguien que no sea esencialmente libre para pronunciar, a su vez, su «sí», pero también su «no»?

En la historia no ha habido ni podía haber un teólogo auténticamente cristiano que no se haya propuesto celebrar la libertad soberana de Dios y, en consecuencia, la inaccesibilidad de su designio de gracia y misericordia. Pero, ¿por qué se ha desviado de la originaria revelación bíblica, sobre todo neotestamentaria, en la que la reprobación queda siempre sometida a la eleccion y todo se desenvuelve bajo el signo del agape trinitario, o sea, del amor absoluto e incondicional de Dios mediante Jesucristo en el Espíritu Santo? Entre las respuestas más persuasivas a esta pregunta no puede descuidarse ésta: a saber, que poco a poco el tema de la elección y, en consecuencia, el de la predestinación ha sido incluido dentro de la doctrina de la providencia, mientras se ha venido organizando un tratado de Deo uno no sólo distinto del de Deo trino, sino también, y más todavía, separado del tratado de Christo. Se perdieron así los textos escriturísticos que insertan siempre la predestinación en un contexto cristológico y consecuentemente trinitario mientras celebran la oikonomía en cuanto historia benignitatis et humanitatis salvatoris nostri Dei.

En cambio, como ha recordado en nuestros días con ejemplar energía Karl Barth, es el nombre de Cristo el que según el NT representa el centro focal hacia el que convergen, como rayos luminosos, las dos líneas de la verdad de la predestinación que deben ser siempre reconocidas y confirmadas, a saber: que es Dios quien elige y es el hombre quien es elegido, pero siempre en Cristo Jesús (KD, 1I/2, 32.2). Pero todo esto no debería después arrinconarse u oscurecerse nunca, cediendo a una indagación sobre la predestinación que se desenvuelva sobre la base de unos presupuestos abstractos y lleve a consecuencias igualmente abstractas relativas a Dios y al hombre remoto Christo. Es cierto que en su tiempo san Agustín y después incluso Lutero y Calvino no han ignorado el carácter cristológico de la elección. Es más, Calvino no se contentó con la necesidad de un marco cristológico del problema: siguiendo a san Agustín se esforzó también en mostrar que Jesucristo es el speculum electionis en el sentido de que en la encarnación de la Palabra divina en el hombre Jesucristo nos encontramos de algún modo con el prototipo y la suma de todo acto de elección que tenga a Dios por sujeto y al hombre por objeto. Esta doctrina de origen agustiniano, retomada a su vez por los reformadores, ha querido poner en evidencia la soberana libertad de Dios en relación con los elegidos, los cuales en todo caso son elegidos en Cristo por pura gracia y no por méritos propios.

Sin embargo, cuando hemos olvidado o infravalorado el desenvolvimiento real de la historia salutis, que obligaría a configurar sobre ella, y no al revés, lainteligencia del eterno proyecto y decreto divino, entonces nos hemos considerado autorizados a presentar la predestinación como una doctrina relativa a la presciencia y a la decisión divina más allá de la revelación, más allá de Jesucristo. Pero ¿cómo se podrá saber algo de Dios sino a partir de Dios y de lo que Dios ha querido manifestar de sí mismo, y todo esto en Cristo Jesús? Y a pesar de todo se terminó viendo en la eleccion la obra de un Deus absconditus, que al principio habría decretado salvar unos individuos determinados, dejando para confirmar sucesivamente la propia elección con una decisión, por así decir, sólo formal y técnica de llamar a estos elegidos y de llevarlos a la salvación por medio de su Hijo y de su Espíritu. Sin embargo, si nos atenemos a la revelación neotestamentaria, es verdad que la elección del hombre es la elección en Jesucristo, ser elegidos significa ser elegidos en él. Sólo dentro, y no al lado o fuera, de la elección, cuyo objeto primordial y eterno es Jesucristo, se inserta la elección de toda la humanidad a la gracia y a la vida eterna. Todavía más en el interior de esta elección universal en Jesucristo está la elección de cada uno. Dicho de otro modo, la elección de todo hombre no se da sino dentro de la elección de todo el género humano y ésta no subsiste sino dentro de la elección de Jesucristo. La praescientia et dispositio beneficiorum Dei, como definía san Agustín la predestinación, no puede ser sino la presciencia y la disposición del acontecimiento de la salvación en Jesucristo. He aquí, como bien ha dicho Karl Barth, la quintaesencia del evangelio, o sea, del anuncio de aquel agape, de aquel amor de Dios que no tiene otro nombre que este: Jesucristo (KD, II/2, 5, 9, 13).

Con todo, no basta tampoco con decir que Jesucristo es el objeto y el órgano: hay que añadir que El es el sujeto o el autor del gratuito proyectar y obrar divino en favor del hombre. Ciertamente Jesucristo en cuanto a su humanidad es objeto de la elección. Ya lo había comprendido claramente san Agustín: «Con razón habrá que decir que El no ha sido predestinado en cuanto Verbo de Dios junto a Dios. En efecto, ¿cómo habría podido ser predestinado, si ya era lo que era eterno, sin principio ni fin? De él tenía que ser predestinado, sin embargo, lo que El no era todavía, para que llegase a ser a su tiempo lo que había sido predestinado antes de todos los tiempos. Así, pues, quien niega que el Hijo de Dios ha sido predestinado, niega que El es el Hijo del hombre (In Io. ev. tr., 105, 8). Y, con todo, si es persona divina, Jesucristo no es sólo objeto, sino también sujeto de la elección, el Señor de los elegidos y, por tanto, el principio y el fin de nuestra elección. Jesucristo es el hombre-elegido, pero también el Dios-que-elige y en cuanto tal el Deus pro nobis y al mismo tiempo el Emmanuel. Como ha sugerido Barth, Jesucristo es «el prototipo y el compendio de todo acto de elección que tiene a Dios por sujeto y al hombre por objeto» (KD, II/ 2, 66). ¿La consustancialidad (homoousía) trinitaria no obliga acaso a proclamar el primado de la subjetividad divina también en la elección, que implica, según el orden (taxis) intradivino, junto con el Padre al mismo Hijo y al Espíritu Santo? Así, si el Padre ad intra, en el dinamismo de la vida intradivina, es el «principio sin principio», no menos el Hijo es también «principio», aunque precisamente sea «principio principiado», mientras que el Espíritu Santo es simplemente «principiado». Entonces, ¿por qué también el Hijo no debería ser proclamado sujeto, precisamente porque tiene del Padre este ser sujeto de la elección en el Espíritu Santo? Además, ya que por razón de la consustancialidad las obras divinas ad extra son indivisibles, aunque no indiferenciadas, ¿no se debería concluir igualmente que Jesucristo, no sólo en cuanto Hijo eterno, sino también en cuanto Verbo encarnado, es sujeto y no sólo objeto de la elección?

La elección no puede menos de implicar sea a la «Trinidad inmanente», sea a la «Trinidad económica» y, en consecuencia, al Padre mediante el Hijo en el Espíritu Santo o, si se quiere, con la fórmula declarada por san Basilio como equivalente, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Sin embargo, todo esto no ha sido pensado ni expresado por san Agustín o santo Tomás como tampoco por Lutero o Calvino. Sobre todo estos últimos se han limitado a ver en Jesucristo un executor, de quien se sirve la voluntad divina para conducir a los elegidos a su fin último, pero su poder y su función no los conocemos bien. De este modo, entre la decisión eterna de Dios y su aplicación histórica en Cristo se ha abierto un gran vacío y los reformadores, pero no sólo ellos, lo han llenado recurriendo al gratuitum beneplacitum, a la paterna miseratio, o a la voluntas maiestatis. Lo cual equivale a decir que la elección misma viene antes de Jesucristo. Es cierto que Jesucristo no ha sido ignorado, pero se ha pretendido remontarse a una voluntad divina independiente, que en todo caso permanecerá oculta e insondable para nosotros. He aquí, pues, la doctrina calvinista del decretum absolutum, en la cual al fin de cuentas es la presciencia la que ordena la elección y el decreto divino. Por otra parte, aun cuando la «ortodoxia» luterana ha buscado hacer depender la doctrina de la predestinación de la benevolentia Dei universalis, no se puede dejar de observar que, en definitiva, se trata de una fórmula vacía y de todas formas ambigua, más emparentada con la praevisa fide y la scientia media católica que con los datos neotestamentarios. No es una casualidad el que Barth haya podido encontrar buenas razones para criticar, a pesar de ser protestante, tanto la doctrina luterana como la calvinista de la predestinación.

Cuando se enseña la existencia de un consejo y de un decreto divino independientes de Jesucristo, no se ve para qué debería servir una comunidad cuya misión consistiría en predicar una voluntad divina absoluta junto a la que ha sido manifestada y realizada en Cristo y por Cristo. En cambio, si hay un único proyecto y una única decision divina, y todo esto en Jesucristo, entonces está clara también la misión de aquella comunidad que es la Iglesia, es decir, la proclamación del evangelio en el cual cada uno recibe la promesa de la propia elección. No existen, pues, dos grupos contrapuestos, por una parte, la massa perditionis, para la que Jesucristo con su cruz y resurrección no significa prácticamente nada, y, por otra, la massa electionis, para la cual sólo Jesucristo es el redentor que ha muerto y ha resucitado. Si, por el contrario, Jesucristo es el origen eterno y a la vez histórico de todos los caminos y las obras de Dios, entonces es imposible admitir ningún tipo de indiferencia y neutralidad con respecto a él. En consecuencia, ni siquiera se plantea el problema de diferenciar el anuncio según se dirija a unos o a otros, dividiendo drásticamente a los hombres en grupos contrapuestos de buenos y malos. El evangelio, como anuncio del reino por parte de Jesucristo, no es selectivo, es para todos: por sí no excluye a nadie. En tal caso es el hombre quien puede rechazarlo. Como le gustaba repetir a san Agustín (De natura et gr. 26, 29; cfr. Sol. 1, 1, 6; Conf. 4, 9; De corrupt. et gr. 11, 31 y 13, 42; De civ. Dei 13, 15) y después de él han repetido el Concilio de Trento (DS, 1536) y el Vaticano I (DS, 3014): «non deserit, si non deseratur». El reino de los cielos está abierto y todos pueden entrar en él. El infierno está cerrado, y sólo quien lo quiere a toda costa puede entrar en él. La Iglesia y la teología deben hacerse cargo de esta verdad liberadora: en el anuncio y el testimonio, en la reflexión y especulación no se tiene el derecho de excluir a nadie, si se sabe y se reconoce que la «gloria misericordiae et justitiae Dei» como el «aeternum beneplacitum Dei» no tienen nada de anónimo e indiferente, si se llaman Jesucristo.

Ciertamente en la «concentración cristológica», que significa inequívoca y necesariamente «despliegue trinitario» del tema de la predestinación, no se podrá negar la libertad soberana de la elección y de la gracia; al contrario, habrá que exaltarla. Pero se deberá sostener siempre que Jesucristo, en cuanto verdadero Dios y verdadero hombre, es el evento mismo tanto de la elección eterna como de la elección histórica. Jesucristo no es sólo la manifestato o el speculum nostrae electionis. La elección no deriva de una voluntad de Dios diversa y oculta de aquella que fue dada a conocer y está representada en El. No, Jesucristo revela que nuestra elección se cumple en él, en virtud de su obra, y, todavía antes, en virtud de su voluntad idéntica a la de Dios. Así se nos permite y manda mantenernos unidos a El con confianza absoluta, aquí y ahora, en nuestra existencia histórica, porque tampoco en la eternidad ha existido ni podia existir otra previsión y otra decisión de Dios diversa de la que existe en El. Antes de cualquier relación entre Dios y la realidad diversa de El existe el ser y la subjetividad del Dios trinitario: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y, por así decirlo, inmediatamente después el objeto de su presciencia y elección: Jesucristo, que en cuanto tal representa el fundamento eterno de cualquier predestinación. Como ha dicho bien Karl Barth, «en sí mismo, en la decisión primera y fundamental en virtud de la cual El quiere ser Dios y efectivamente lo es, en el misterio de lo que ha acontecido desde toda la eternidad y por siempre en su ser más íntimo, en su esencia trinitaria, Dios no es otro que el Dios-que-elige en su Hijo o en la Palabra, el Dios que se auto-elige y que, en sí y consigo mismo, elige el pueblo de los suyos. Dios elige en el acto de su amor, que determina fundamentalmente su esencia. Y porque tal acto es una elección, es también contemporáneamente y como tal el acto de su libertad» (KD, II/2, 82). Pero decir esto equivale también a decir que aquel Dios que no es sino el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, no es ni quiere estar sin los suyos, sin el Pueblo unido en su nombre y que le pertenece, sin los elegidos desde la eternidad, y creados, redimidos y reconciliados en la historia.'


IV. Gloria hominis praedestinatio Dei

Si esta verdad hubiera sido claramente percibida y sostenida, la historia de la doctrina de la predestinación y, quizá, la misma historia del cristianismo podía ser diversa. Es cierto que Jesucristo, según su naturaleza humana, ha sido considerado el primero de los elegidos por un santo Tomás como por los mismos reformadores. Y sin embargo el Angélico sostiene que «praedestinatio nostra ex simplici voluntate Dei dependet» (S. Th., III, q. 24, a. 2), de tal modo que, «si Christus non fuisset incarnatus, Deus praeordinasset Nomines salvari per aliam causam» (ibid., ad 3). Pero si el eterno consejo y decreto, el beneplácito y la voluntad divina de salvación no están indisolublemente ligados también al nombre de Jesucristo, si se piensa en los elegidos como «electi Patris antequam Christi», si la elección del Padre de carácter general no es vista en sentido positivo y activo como la misma del Hijo y del Espíritu Santo, mientras que Jesucristo es considerado como un simple medium electionis, ¿todo esto no quiere decir acaso que no estamos demasiado lejos del decretum absolutum y, en la mejor de las hipótesis, que estamos predestinados «por medio de Cristo», y no propiamente «en Cristo»? Excluida o dejada en la sombra una radical y coherente «concentración cristológica» y en consecuencia una «articulación trinitaria», el debate sobre la predestinación, que parecería inicialmente exaltar una opción teocéntrica, toma en cambio inevitablemente un sesgo antropológico, es más, antropocéntrico, con todo el conjunto de angustiosos y arduos interrogantes entre los que resulta en extremo difícil, si no imposible, encontrar una solución equilibrada, que tenga cogidos los dos cabos de la cadena: la libertad de la gracia de Dios y la consistencia de la libertad del hombre. El paulino «misterio de la sabiduría de Dios» (Rom 11, 33) tiende en efecto a saldarse sin obstáculos decisivos con la exaltación de la libre soberanía de la gracia y de la elección (Rom 9, 14-24), pero para derivar de ahí un arbitrario decretum absolutum inescrutable, que permite que se establezca la pretensión de iguales derechos para la salvación como para la condenación. ¿Cómo se podrá evitar la doctrina de la praedestinatio gemina, o sea, la simetría de la doble predestinación, a la gracia y a la reprobación, y, en consecuencia, el miedo, el terror y el individualismo en el que se está encerrado por la tenaza elegidos-reprobados?

Pero, si miramos bien san Pablo ha declarado que el siempre libre decreto de Dios nada tiene de oscuro o temeroso. Al contrario, manifestado y realizado en Jesucristo, ya seamos amigos de Dios como Moisés o enemigos de Dios como el Faraón, ya nos llamemos Isaac o Ismael, Jacob o Esaú, en cualquier caso, por todos y por cada uno se da y muere Jesucristo, para que se realice aquella justificación por la cual Él ha resucitado (Rom 4, 25). Tenemos así todas las razones para dar gracias por la misericordia como para dolernos por el rechazo, considerándonos agradecidos por la elección y responsables de la reprobación. Centrada consiguientemente en Cristo, la predestinación no puede ya reconducirse a un concepto abstracto del cual se deduce, por una parte, la elección y, por otra, la reprobación, en una palabra, la tristemente famosa praedestinatio gemina. Si encontramos siempre y en todas partes a Jesucristo, entonces el «sí» y el «no» de Dios no pueden ser ya simétricos, y el «no», que debe ser también hipotético, no puede ser sino relativo y sometido al «sí».

Pero, llegados a este punto, debemos separarnos, y con firmeza, de Karl Barth. Ciertamente Barth fue quien propuso la tesis de que Jesucristo es el sujeto y a la vez el objeto de la elección. Pero añadió también que Jesucristo sería igualmente el sujeto y el objeto de la reprobación. De este modo Barth intentaría ser consecuente con los principios mismos de la Reforma: sólo si antes Jesucristo es el elegido pero también el reprobado, según él, se podría hablar después del homo simul iustus et peccator y, por tanto, también de sola gratia, sola fides, sola iustitita. Pero vuelven aquí con mayor fuerza, si es posible, las objeciones de fondo que de parte católica (cfr. DS 1545) no se pueden dejar de reproponer a Barth, a saber, que su, por así decirlo, ad maiorem Dei gloriam infravalora demasiado la criatura, limitándose a considerar la acción humana en relación con la gracia como puramente pasiva, receptiva, sin posibilidad alguna de cooperación. Parvus error in principio: en Barth permanece y no es superada aquella desconfianza típicamente protestante con respecto a la naturaleza, la libertad, el mérito. El honor que se debe reconocer a la sublime majestad de Dios excluiría por principio y sin términos medios cualquier reconocimiento de poder salvífico atribuible al hombre. El hombre, según Barth, es introducido por Dios en el acontecimiento de la revelación y de la salvación, pero lo sería como aquel que simplemente acoge o, mejor, experimenta, no colabora (H. Bouillard, III, 26). Y esto sería válido incluso cuando se trata de Jesucristo. ¿No es acaso verdad que para Barth «la salvación es de tal modo sólo obra de Dios que la humanidad de Cristo no coopera en ella?» (Id., II, 115; cfr. p. 122). En fin de cuentas la cristología barthiana se desarrolla bajo el signo de un «monoergismo» o, si se quiere, «monoactualismo», donde tiene subsistencia y valor sólo la divinidad y su obrar, y jamás la humanidad y su operación, ni siquiera la de Jesucristo. Pero así, por una singular coherencia, Jesucristo, el auténtico representante (Stellvertreter) de Dios, para que se dé gloria a Dios, tiene que convertirse en el sustituto total (Platzwechsler), aquel que toma el lugar (eine Stelle einnimmt) del hombre no sólo como elegido, sino también como reprobado, es más, como el único reprobado desde toda la eternidad en nuestro lugar (an unsere Stelle). El vaciamiento del ser creatural lleva a emplear y, en consecuencia, a deformar el concepto de «satisfacción vicaria» en una «sustitución vicaria» equivalente a un «cambio de situación». Por pura gracia en Jesucristo, sin cooperación alguna efectiva de su misma humanidad, Dios se pondría en el lugar del hombre y el hombre se pondría en el lugar de Dios. Como se ha sugerido, precisamente este concepto de intercambio constituye el leitmotiv de la cristología barthiana, pero eso contrasta no sólo con la postura de la teología católica (H. Bouillard, II, 155-164), sino también con el dogma de Calcedonia y más todavía con el mismo NT. Barth entiende el «por nosotros» o «en bien nuestro» (hyper hemón) como «en vez de nosotros», «en nuestro lugar» (an unsere Stelle). Y esto para poder decir que, hecho Jesucristo pecado en lugar nuestro, nosotros a su vez lleguemos a ser justicia en su lugar (an seine Stelle) (KD, IV/1, 80, 180, 261, 268). En resumen, convirtiéndose nuestro pecado en su mismo pecado, Jesucristo sería el sólo indiscutible rechazado, el único verdadero pecador. Así en la elección de Jesucristo (que es la voluntad divina eterna) Dios ha destinado el sí para el hombre (o sea, la elección, la salvación y la vida) y ha reservado para sí el no (o sea, la reprobación, la condena y la muerte). La condena merecida por el hombre cae sobre Dios y Dios mismo soporta la prueba del deshonor y de la maldición. El hombre, en conformidad con la predestinación eterna de Dios, es sustraído de la reprobación, y ello en perjuicio del mismo Dios. ¡He aquí hasta dónde podrían llegar el amor y la misericordia de Dios! La grandeza de la divinidad se mostraría precisamente, como había dicho Lutero, en poder esconderse sub contraria specie, en su absoluto contrario, en la más desoladora miseria, en la más repugnante abyección.

Pero no es nada provechosa, es más, no es en absoluto correcta esta inversión de funciones entre Dios y el hombre, para que el hombre quede predestinado y Dios sea glorificado. El principio de que quod non est assumptum non est sanatum, el admirabile commercium entre Dios y hombre que ha tenido lugar en Cristo Jesús no puede llegar a semejante intercambio (katallagé) entre gracia y pecado! ¿Acaso no es verdad que las dos naturalezas unidas en la única persona del Verbo permanecen «inconfusas e inmutables, indivisas, inseparables», mientras que este mismo Verbo hecho carne condivide con nosotros absolutamente todo «excepto el pecado»? ¿Y Dios no es igualmente Dios, es más, si es lícito decirlo, Dios no es mayormente Dios, el Señor, si concede al hombre obrar por sí, otorgándole actuar libre y meritoriamente, y si hace esto antes que a cualquier otro al hombre Jesucristo? Ciertamente, como decía san Agustín, «ipsum hominis meritum donum est gratuitum» (Ep. 186, 10). Pero sin el poder obrar y merecer, siempre otorgado por gracia, ¿cómo se podría evitar que la historia de la salvacion, que realiza en el tiempo la predestinación, una vez descartado del todo el hombre, no se transforme en fin de cuentas en un asunto entre Dios y Dios, «un monólogo del amor que quema bajo la forma de cólera y revela así la victoria conseguida sobre el pecado, desde toda la eternidad?» (H. Bouillard, II, 119). ¿Qué cosa es id quo maius concipi nequit, según la definición de san Anselmo, un autor por lo demás tan querido de Barth, un Dios que teme y revoca, o un Dios que sostiene y exalta la autonomía y hasta lacapacidad de gracia del hombre? Para poder proclamar: gloria Dei praedestinatio hominis, a la vez y por eso mismo es preciso sostener seriamente: gloria hominis praedestinatio Dei. Precisamente arraigada dentro de la elección a la vez eterna e histórica en Jesucristo, la predestinación se revela como el reconocimiento máximo de la gloria del Padre por el Hijo en el Espíritu Santo porque significa la llamada del hombre viviente a la comunión plena y sin límites de aquella misma gloria. ¿Será acaso temerario apropiarse aquí unas palabras de san Agustín: «Yo sé esto, que nadie ha podido discutir jamás, si no es errando, contra esta predestinación que nosotros sostenemos sobre la base de las santas Escrituras»? (De dono pers. 19, 48).

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Andrea Milano