2. APROPIACIONES
DC


SUMARIO: I. Vías teológicas al monoteísmo trinitario.—II. El giro agustiniano y la «ley trinitaria fundamental«.—III. El juego de las tríadas desde san Agustín hasta los autores medievales.—IV. La «invención» de la apropiación.—V. La síntesis tomista.—VI. Valor y fundamento teológico.—VII. Para un balance histórico y teológico.


Por apropiación, en lenguaje teológico trinitario, se entiende un atributo común a toda la Trinidad, pero que, desde un cierto punto de vista, parece presentar una especie de conveniencia con una persona divina más que con otra y se le aplica a ella por tanto de manera especial.

Naturalmente, también para comprender de forma aproximada la historia y el significado del término, habría que investigar el conjunto del vocabulario que se ha ido elaborando, a partir del kerigma de los orígenes, en relación con el dogma y con la teología específicamente trinitaria. De todas formas, si appropriatio sólo empezó a abrirse camino a finales del siglo XII, y tan sólo entre los teólogos latinos, podemos decir sin muchas dificultades que todo esto no ha sido casual. Por otra prte, el«descubrimiento» de la appropriatio no puede menos de haber ido precedido de una maduración secular, cuyo germen primordial y fundamental tiene que ponerse sin duda en el símbolo bautismal, pero cuya determinación normativa tiene que establecerse siempre en el dogma nicenoconstantinopolitano de la «consustancialidad» (homoousía) del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (DS 125, 150). Pero ¿por qué, a partir de este mismo dogma, sólo la teología trinitaria occidental, y después de tanto tiempo, ha llegado a hablar de apropiación? A este problema demasiado implicado no podemos pretender ofrecer en este lugar más que una hipótesis de solución más o menos fundada y plausible.


1. Vías teológicas al monoteísmo trinitario

En efecto, una vez establecido el dogma nicenoconstantinopolitano, es decir, una vez confesada la única e indivisa Trinidad, no podía menos de afirmarse también una operación única e indivisa de la Trinidad tanto ad intra como ad extra. Escribiendo por el 374 a los obispos orientales, el papa Dámaso, sabiendo que daba voz a la convicción de la «ortodoxia», declaraba que la Trinidad es «una usía, una divinitas, una virtus, una operatio»; se trata por tanto de «tres personae inseparabilis potestas»; para cada uno de los tres vale lo que subraya para el Espíritu Santo: «non enim separandus est divinitate, qui in operatione ac peccatorum remissione conectitur» (DS 144.145).

Esta misma doctrina fue proclamada continuamente por los Padres tanto griegos como latinos. Sin embargo, los acentos con que la remachan cada una de estas dos tradiciones han dado lugar a diferencias que se han ido marcando cada vez más. No pocos estudiosos han intentado además señalar en qué consiste propiamente la diversidad con que desde el principio pensaron y formularon el Oriente y el Occidente el contenido de la misma regula fidei (kanón tes písteos). Uno de los aspectos de esta diversidad se ha encontrado en el mismo lenguaje teológico. La «paradoja» del monoteísmo cristiano, efectivamente, se ha expresado con fórmulas que no son propiamente una la copia de la otra; por consiguiente, son mucho menos coincidentes de lo que se sospecha de ordinario. Si los griegos hablan de mía ousía (physis) - treis hypostáseis (prósopa), y los latinos de una substantia (essentia, natura) - tres personae, todo esto, se ha dicho, querría decir que Dios, para los griegos, es «un único Ser objetivo, aunque sea también tres Objetos», mientras que para los latinos es «un único Objeto y tres Sujetos» (G. Prestige, pp. 245, 258). En otras palabras, al percibir y al enunciar el misterio como misterio, funcionaría una diversa perspectiva subyacente a un diverso lenguaje. Según las dos tradiciones, Dios es «in se» una única realidad objetiva (como sugieren los términos ousía y substantia con sus equivalentes). Sin embargo, Dios es también trino, según los griegos, porque es también «per se» tres realidades objetivas (como sugiere el término hypóstasis) y, según los latinos, porque Dios, siempre «per se», es también tres realidades «subjetivas» (comosugeriría el término persona). Las cosas, como es lógico, son mucho más complejas. Pero no hay que infravalorar esta opinión, ya que de todas formas obliga a poner bajo observación el lenguaje mismo de la fe y del dogma y por tanto el condicionamiento que éste induce, aunque siempre dentro de determinados contextos culturales.

El cristianismo ha promovido la reinterpretación radical de las categorías conceptuales y lingüísticas no sólo del judaísmo, sino también del helenismo que durante siglos había estado debatiendo el problema de la unidad de lo divino. Si, en virtud de la fe, hay que concluir por una unidad que ha de componerse en Dios con la trinidad, está claro para los cristianos que la misma unidad divina no podía resultar absoluta, sino relativa. Dios —razonaron los cristianos— es ciertamente «uno» (en), pero no está «solo» (monos), ya que, según sabemos por revelación, admite en su interior una distinción correlativa. ¿Y cómo es posible todo esto, o sea, la «sinfonía» de la unidad y de la trinidad en Dios? Para balbucear unas respuestas, también en este caso se podía pedir ayuda a la filosofía. De ordinario el medio —y el neo— platonismo, con su refinada especulación sobre el uno, fue justamente reconocido como el interlocutor privilegiado de la teología cristiana. Sin embargo, también aquí, fue Aristóteles a quien se recurrió sin reparos. En efecto, el Filósofo había hablado de unidad no sólo absoluta, sino relativa, distinguiendo cinco tipos en ella: 1) la del accidente, inserto en un sujeto con el que es uno precisamente de modo accidental: por ejemplo, un hombre que es músico siguesiendo un solo hombre; 2) la de una colectividad, que es una por continuidad: por ejemplo, una pierna es una sola a pesar de sus numerosas articulaciones; 3) la del substrato o materia subyacente: por ejemplo, un líquido como el agua es uno porque su substrato último es uno solo; 4) la del género: por ejemplo, el caballo, el perro o el hombre, por encima de sus diferencias, forman todos juntos la unidad «animal»; 5) la de la especie: por ejemplo, Sócrates y Platón son miembros de una unidad circunscrita por la misma definición (logos) que expresa su esencia (to ti en einai) de hombres, es decir, de «animales racionales» (Met. V, 6; 1015B, 16 - 1017A, 6). Excluidos los dos primeros tipos de unidad relativa, que no son apropiados al objetivo que pretendían, los Padres se centraron en los otros, los del substrato, el género y la especie, que Aristóteles, llamándolos también unidad de especie (eidei), había usado como intercambiables, pero con cierta preferencia por la unidad de substrato (ousía) (Wolfson, pp. 275ss.). Naturalmente, estas sugerencias, como todas las de origen filosófico, son sometidas siempre a discernimiento por parte de los cristianos. Así, mientras que al comienzo se sostuvo que en Dios la unidad se compone con la trinidad en virtud de la monarchia, es decir, en virtud de un único principio fontal señalado en el Padre, luego se le confió a la simple unidad del substrato divino (ousía o essentia) la tarea de demostrar el carácter no absurdo, sino más bien armónico, de unidad y trinidad en Dios.


II. El giro agustiniano y la «ley trinitaria fundamental»

Cuando el Occidente llevó a cabo el grandioso esfuerzo especulativo de De Trinitate de Agustín, se realizó un definitivo planteamiento de la perspectiva gracias a la cual se había intentado hasta entonces desarrollar el discurso teológico cristiano sobre la unitrinidad divina. Si antes era el Padre quien era considerado generalmente como causa (aitía) y fuente (pegé), no sólo del origen, sino también de la divinidad de las otras personas, a partir de san Agustín es la misma esencia (ousía) divina la que salta decididamente al primer plano como substrato de la divinidad común a las tres divinas personas. Esta innovación, no ciertamente en la fe y en el dogma, sino en la manera de desarrollar y estructurar la teología trinitaria, incrementó sin duda las diferencias entre el Occidente y el Oriente. Esto podría verificarse, por ejemplo, comparando el símbolo niceno-constantinopolitano con el símbolo Quicumque de clara ascendencia agustiniana. El primero empieza con «Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso», y el segundo con «[...] Veneramos a un solo Dios en la Trinidad y a la Trinidad en la unidad» (DS 75). Como se ve enseguida, según había insistido san Agustín, es en el Deus Trinitas y no en el Padre en quien el Quicumque concentra desde el principio el interés de la proclamación de la fe.

Pero, una vez subrayada tan fuertemente la unidad de la esencia, se hacía más aguda la necesidad de articular con claridad la distinción siempre ad intra de la misma divinidad. Y ésta es precisamente la tarea que Agustín confía a la categoría de relación, desarrollando así una de las aportaciones más extraordinarias que él ofreció a la inteligencia de la fe trinitaria. Proponiendo un modelo de procedimiento teológico que durará toda la Edad Media latina hasta nuestros días, en un pasaje del De civitate Dei, escrito por el año 417, es decir, probablemente por el mismo período en que estaba concluyendo su De Trinitate, san Agustín, entre otras cosas, escribía: «Trinitas unus Deus est; nec ideo non simplex, quia Trinitas. [...] Sed ideo simplex dicitur quoniam quod habet hoc est, excepto quod relative quaeque persona ad alteram dicitur» (XI, 10: PL 31, 325). Manteniendo firme, indiscutible como un a priori, el presupuesto de la suma simplicidad divina, san Agustín, como vemos, lo somete a una modulación cristiana, sosteniendo que la divinidad se articula ad intra como Trinidad en virtud de relaciones opuestas («quae dicuntur ad alium»), no en virtud de perfecciones absolutas («quae dicuntur ad se»). En otras palabras, según san Agustín, Dios es todo lo que tiene, excepto lo que se dice de cada persona en relación con las otras. Esta doctrina atravesó la Edad Media teológica y fue repensada y reexpresada así por san Anselmo de Aosta: «Quatenus nec unitas admittat aliquando suam consequentiam, ubi non obviar aliqua relationis oppositio; nec relatio perdat quod suum est, nisi ubi obsistit unitas inseparabilis» (De prod. Spiritus Sancti, II: PL 158, 228 C). En vísperas de la era moderna, quedó canonizada esta doctrina en el Decretum pro Jacobitis del concilio de Florencia de 1442: «Hae tres personae sunt unus Deus, et non tres dii: quia trium est una substantia [...], omniaque sunt unum, ubi non obviat relationis oppositio».

Así, siguiendo el espíritu y la letra de la gran especulación agustiniana, se formulaba la que se ha llamado la «ley trinitaria fundamental». Ciertamente sobre la base de la fe bíblica, pero más aún sobre el dogma nicenoconstantinopolitano, san Agustín se había decidido por la primacía epistemológica, no ciertamente ontológica, del Deus Trinus y había intentado desarrollar todas sus posibles implicaciones. Una vez afirmada, por así decirlo, inmediatamente la unidad y mediatamente la distinción divina ad intra, quedaba también sin duda exaltada la unidad, pero debilitada la diferenciación trinitaria ad extra. Con un vigor desconocido hasta entonces Agustín subrayó que toda actividad fuera de la esfera divina respecto al mundo es común a toda la Trinidad: «cuando se habla de uno de los Tres como autor de una obra, hay que pensar que actúa toda la Trinidad» (Enchir. 38: PL 48, 251; cf. Ep. 169, 2, 6: PL 33, 744; C.S. Arian. 3, 4: PL 42, 685; De Trin. V, 13, 15: PL 42, 290; etc.). Por tanto, no es casual el hecho de que la posteridad teológica agustiniana deje en el fondo la «Trinidad económica» y ponga en primer plano la «Trinidad inmanente». El ritmo histórico-salvífico que sugiere la Escritura y que se sintetiza en la fórmula bautismal, en la que se suceden según la «economía» el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, quedará cada vez más apagado. También aquel genial replanteamiento de la herencia agustiniana que es en definitiva la doctrina trinitaria tomista, al llamar inmediatamente la atención sobre la esencia del único Dios «in se», deja en la sombra la actuación trinitaria de Dios «por nosotros». De este modo, las misiones históricas del Hijo y del Espíritu Santo por parte del Padre se muestran, por así decirlo, «desde arriba» y no «desde abajo», como últimos «frutos» de la esencia divina eterna, en cuyo seno brotan las procesiones, las relaciones y por tanto las mismas personas. Todo esto se comprende y se justifica con la ayuda de la analogía psicológica, también de invención agustiniana: las semejanzas de la producción del verbo mental y del amor en la inmanencia del espíritu humano parecen ayudar a comprender la paradoja de la uni-trinidad de Dios.

Sin embargo, quedan y se agudizan no pocas ni leves dificultades. Podríamos pensar que en Occidente las preguntas ya provocadas por el dogma de la «consustancialidad» u homoousía divina se exasperan precisamente por la radicalización de la tradición «esencialista» de cuño agustiniano ¿No distingue acaso la revelación bíblica y distribuye entre las personas lo que la «ley trinitaria fundamental» les asigna en común? ¿No nos vemos obligados, hasta cierto punto, a aceptar que la regla tan sencilla de la distinción y distribución en la Trinidad entre lo que es común y lo que es propio, precisamente sobre la base de la «relationis oppositio», no es suficiente cuando se toma en serio la misma forma de expresarse, el mismo lenguaje de la revelación bíblica? El Nuevo Testamento, así como los símbolos de fe y la liturgia, predican de tal o cual persona divina atributos y operaciones que aquella «ley», aplicada sin excepciones, obligaría a declarar más bien comunes a la Trinidad. Pensemos, por ejemplo, en lo que dice san Pablo: «la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo» (2 Cor 13, 13); o bien en el texto en que Pablo hace remontar los «carismas» al Espíritu, los «ministerios» al Señor y las «operaciones» a Dios «que obra todo en todos» (1 Cor 12, 4); o bien, en el otro texto igualmente paulino en el que Jesucristo es llamado «poder de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1, 24). En estos y en otros muchos casos una persona divina no es caracterizada ciertamente por lo que algún día se llamaría procesión o relación o propiedad («quae dicuntur ad alium»), sino por algo peculiar que la teología y el mismo dogma de la Iglesia declarará que es común («quae dicuntur ad se»). Además, en el Nuevo Testamento sólo se le reserva de ordinario al Padre el nombre de «Dios», al hijo el de «Señor», al Espíritu Santo el de «Espíritu», o sea, unos nombres que se definirán «esenciales» o comunes, y no «personales» o propios. Igualmente, en los símbolos de fe se atribuye al Padre la creación, al Hijo la redención, al Espíritu Santo la santificación, esto es, unas operaciones ad extra que según la «ley trinitaria fundamental» deberían llamarse comunes y no propias. Entonces, ¿hay que obedecer a esta «ley» de forma tan absoluta y coherente que dejemos arrinconada —si no negada—una parte tan preciosa y tan sabrosa de aquella norma normans que es la Escritura, sobre la que se modela el mismo lenguaje ordinario de la fe y de la oración?


III. El juego de las tríadas desde san Agustín hasta los autores medievales

Donde más agudo había sido el énfasis de la unidad de la esencia, allí habría de imponerse más el deseo de salvaguardar la trinidad de las personas. Felix culpa! Si por parte de los maestros latinos se introduce el tema de la apropiación a finales del siglo XII, todo esto no puede comprenderse más que dentro del filón teológico peculiar de origen agustiniano, en el que el Deus Trinus es al que se reconoce como punto de partida de la reflexión sobre el misterio de la uni-trinidad divina. En realidad, ya los Padres griegos habían observado que hay denominaciones (kléseis), que no son nombres propios (idía onómata) o propiedades (idiótes), aunque se predican de las personas divinas, haciendo descubrir ciertos aspectos peculiares de las mismas (por ejemplo, Juan Damasceno, De fide, I, 12: PL 94, 848-849). A diferencia de las que los latinos llamarán «apropiaciones», estas denominaciones sin embargo se sacan exclusivamente de la Escritura y no se consideran más que al servicio de la comprensión de lo que es propio de las Personas divinas. Por otra parte, con claridad perfectamente latina, san León Magno había precisado los términos del problema. Si por una parte está el dogma eclesiástico con sus definiciones, por otra sigue estando la Escritura con su lenguaje. La Trinidad entonces, aunque una e indivisible, sigue siendo Trinidad: «cum sit inseparabilis, nunquam intelligeretur esse trinitas, si semper inseparabiliter diceretur». No puede olvidarse un dato irrefutable: la Escritura«sic loquitur ut aut in factis aut in verbis aliquid assignet quod in singulis videatur convenire personis». El lenguaje de la Escritura no está ciertamente en contradicción absoluta con el del dogma; por tanto, de su diversidad aparente «non perturbatur fides catholica, sed docetur». Hay que tener cuidado con las especulaciones demasiado atrevidas, «et non dividat intellectus quod distinguit auditus (Sermo de Pent., 76, 2: PL 54, 405). ¿Pero era posible contentarse con estas lúcidas y sabias palabras? ¿No se podía y se debía llegar más a fondo? Aún con no poco retraso y con muchas incertidumbres, los teólogos latinos, que habían captado con una agudeza cada vez mayor las dificultades con que tropezaba su tradición, al final se decidieron a intentar resolver el nudo de cómo puede aplicarse como propio a una persona divina un atributo común a toda la Trinidad. Le corresponde a Abelardo (1079-1142) el mérito de haber iniciado al menos el debate en este terreno, a pesar de que no fue él el que inventó el término apropiación.

En efecto, el maestro del sic et non cree que puede indicar el secreto de los caracteres de las personas divinas en una tríada de atributos, la de potentia-sapientia-bonitas (Introd. ad Th. I, 8-12; II, 86-91; C. Ch. Cont. med. XI, 73-75; 77-86, 306-309). Así aplicó al Padre «especialmente y como algo propio» el poder; al Hijo, la sabiduría; al Espíritu Santo, la bondad. Abelardo estaba convencido de que lo autorizaba a ello la Escritura y los Padres, sobre todo san Hilario y san Agustín; pero, a pesar de haber acumulado un gran número de auctoritates, en realidad no consiguió mostrar ninguna que presente esta tríada completa. Y no podía menos de ser así. También Pedro Lombardo invocó a este propósito el uso frecuente de la Escritura, pero tampoco él pudo aducir una cita concreta. El hecho es que la tríada de Abelardo se difundió ampliamente en las especulaciones trinitarias del siglo XII, por ejemplo en Guillermo de Conches y Roberto de Melun. Sin embargo, mientras que Hugo de san Víctor la justifica por la necesidad de corregir las «débiles» (así las llama) nociones de Padre, Hijo y Soplo (De sacr. I, II, cap. 6: PL 176, 208), Abelardo hace de ella una verdadera y propia teoría de las personas. Buscando un término medio entre el extremo nominalismo de Roscelino y el extremo realismo de Guillermo de Champeaux, dominado por la idea de la unidad de la summa res de la esencia divina, Abelardo terminaba extenuando al menos la subsistencia objetiva de las personas y, por tanto, parecía como si no vislumbrase por debajo de los nombres revelados más que simples atributos, ciertamente solemnes, de la potentia, de la sapientia y de la bonitas.

Más que Gilberto de Poitiers o Guillermo de Saint-Thierry, es el «perro guardián de la ortodoxia», Bernardo de Clairvaux, el que también en este caso olfatea la herejía y, a pesar de las repetidas profesiones de fe de Abelardo, lo ataca por el uso irresponsable e irreverente de la dialéctica en la meditación sobre el más augusto de los misterios, como es el de la Trinidad. A su juicio, el maestro del sic et non «establece grados en la Trinidad, modos en la majestad, medidas en la eternidad», ya que dice que «el poder pertenece propia yespecialmente al Padre, la sabiduría al Hijo; ¡pero esto es falso!, porque el Padre es verdaderamente sabiduría y el Hijo es poder; el que lo afirma no es ni mucho menos un blasfemo, ya que lo que es común a los dos no puede ser la propiedad de uno solo» (PL 182, 1058 D). Bajo el vehemente impulso de Bernardo, el concilio de Sens en 1140 condenó, entre otras cosas, estas proposiciones de Abelardo: «quod Pater sit plena potentia, Filius quaedam potentia, Spiritus Sanctus nulla potentia»; «Quod a Patre, quia ab alio non est, proprie vel specialiter attineat omnipotentia, non etiam sapientia et benignitas» (DS 721. 734). De esta manera se quería neutralizar el riesgo, no puramente imaginario, de «modalismo», es decir, de reducir las personas divinas a meros atributos esenciales. Pero el choque entre Bernardo y Abelardo podría verse también como un conflicto interno a la tradición teológica latina de origen agustiniano, en la que un partido que podríamos llamar «conservador» no lograba comprender las aplicaciones audaces que proponía el partido «progresista» bajo el impulso de la nueva Sprachlogik, es decir, de la «logica sermocinalis» y de la «grammatica speculativa». Por otra parte, los seguidores más cualificados de Abelardo reivindican el carácter tradicional de la enseñanza de su maestro. ¿Por qué no podría atribuirse una perfección común de modo particular a una persona, sin negársela a las otras? ¿Acaso no lo habían hecho así la Escritura y los Padres? ¿Por qué entonces reprochárselo a Abelardo, que seguía haciéndolo tras sus huellas? En realidad, circunscrito a sus límites prudenciales, el procedimiento emprendido por Abelardo dejó de discutirse. Lógicamente, había que precisarlo y justificarlo teológicamente. Es natural que al principio los teólogos caminen a tientas. Pedro Lombardo expone ampliamente y sin ningún embarazo las atribuciones que saca de Hilario o Agustín y del mismo Abelardo. Al contrario, Alano de Lille las considera «cuestiones de palabras, no de cosas» (PL 210. 642 C). Entre estos dos extremos se buscan vías intermedias. Realmente, en la práctica el juego de las tríadas parece no conocer límites y seduce irresistiblemente a los maestros medievales.

Pero en el origen de todo este discurso, que conoció en la Edad Media cierto revuelo por obra de Abelardo y culminó más tarde en la invención del término apropiación y en la organización de un tratado sobre ella, hay que poner una vez más a san Agustín y, por lo que nos respecta a nosotros, en el comentario que hace al texto paulino: «Quoniam ex ipso et per ipsum et in ipso sunt omnia» (Rom 11, 36; cf. 1 Cor 8, 6). Hay un solo Dios del cual (ex quo) proceden todas las cosas, por el cual (per quem) y en el cual (in quo) existen todas las cosas, había explicado el obispo de Hipona en el De doctrina christiana (I, 5, 5: C. Ch 32, p. 9). Pero inicialmente Agustín no profundizó sobre el modo con que hay que mantener este discurso de forma distinta y detallada en el interior de la reflexión trinitaria: no le interesa sostener más que lo que afirma el texto paulino, o sea, la unidad de la sustancia y la distinción de las divinas personas. En este mismo contexto es donde él declara: en el Padre está la unitas, en el Hijo la aequalitas, en el Espíritu Santo la concordia de la unidad y la igualdad. Pero de esta manera Agustín vincula la tríada paulina ex ipso - per ipsum - in ipso con otra de su invención: unitas - aequalitas - concordia. Podría observarse, sin embargo, que, mientras la tríada paulina se despliega en el horizonte de la «economía», a la tríada agustiniana le gustaría puntualizar el tema de la creación por obra de la única e indivisa Trinidad, llevando a cabo esa ascensión intelectual en virtud de la cual, partiendo del descubrimiento del vestigio divino en la creación, nos elevamos hasta la contemplación del mismo misterio trinitario. A continuación, en el De Trinitate, el santo Doctor inserta la exégesis de la tríada paulina en un discurso más amplio, en el que se justifica expresamente el itinerarium mentís in Deum con otro pasaje del apóstol (Rom 1, 20: «Invisibilia ipsius a creatura mundi per ea quae facta sunt, intellecta conspiciuntur»), pero para concluir con una nueva tríada, que tiene también un gran relieve en todo el pensamiento agustiniano: unitas - species - ordo: «Haec igitur omnia quae arte divina facta sunt et unitatem quandam in se ostendunt et speciem et ordinem [...]. Oportet igitur ut creatorem per ea quae facta sunt intellecta conspicientes (cf. Rom 1, 20) trinitatem intelligamus cujus in creatura quomodo dignum est apparet vestigium (cf. Ecclo 50, 31). In illa enim trinitate summa origo est rerum omnium et perfectissima pulchritudo et beatissima delectatio» (De Trin. VI, 10: PL 42, 932). Unos años antes del De doctrina christiana, ya en el De musica había dicho san Agustín: «Numerus autem et ab uno incipit, et aequalitate ac similitudine pulcher est, et ordine copulatur» (VI, 17, 56: PL 32, 1191). Como se ve claramente, aparecen aquí todos los elementos de la tríada unitas - aequalitas - concordia mezclados con los de la otra unitas - species - ordo. A cada número pertenecen, según Agustín, tres dimensiones constitutivas: el origen que es el uno, la belleza que es su igualdad o su semejanza, el vínculo o la cohesión que es su orden y su posición. Pero todo lo que es, en la medida en que es, ha sido hecho por el Uno o Principio (ab uno, principio) mediante la Belleza o Forma (per speciem) igual o semejante a él (aequalem ac similem), gracias a las riquezas de su bondad, mediante la cual están unidos el Uno y el Uno que proviene del Uno. Es evidente la influencia neoplatónica en todo este discurso agustiniano. Tampoco hay que excluir la influencia de Mario Victorino, para quien el Uno engendrado actúa en movimiento de conversión hacia la fuente de donde procede, y entonces el Espíritu puede ser considerado como el vínculo o la conexión del Padre y del Hijo (Hymn. III: ed. P. Henry-P. Hadot, SCh 68, p. 650). En todo caso, ya desde los primeros escritos se perfila en san Agustín una visión trinitaria de la creación, que aparece en el De musica y vuelve a proponerse en el De doctrina christiana para culminar en el De Trinitate, en donde, partiendo ciertamente del texto paulino, la inspiración neoplatónica le da a la tríada unitas - aequalitas - concordia el sentido adecuado en una metafísica de la creación que descubre simultáneamente en el número y en la naturaleza algunas tríadas capaces de conducir al conocimiento del misterio del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo (J. Chatillon, p. 344).

Entonces no es casual el que en los comentarios medievales a la Carta a los Romanos que siguen la exégesis agustiniana encontremos no pocas huellas de la tríada unitas - aequalitas - concordia. Pero hay que subrayar que incluso entonces no se preocupan tanto de comprender la forma de expresarse de la Escritura y mucho menos de escudriñar su referente que es la «historia salutis»; al contrario, se piensa ante todo en vislumbrar en la estructura íntima del ser creado algunos grupos de atributos que se predican luego como tríadas de la Trinidad, distribuyéndolos entre las divinas personas. Los maestros de Chartres, sin embargo, empiezan a aislar esta tríada, dándole una interpretación teológica separada de la del contexto original con el que estaba asociada inicialmente. A partir de la segunda mitad del siglo II se repite cada vez más como una auctoritas que no se puede menospreciar, pero que plantea problemas de interpretación. Si en un primer momento los comentaristas medievales de la Carta a los Romanos se habían contentado con reproducir la fórmula acompañada de las breves explicaciones de Agustín, a continuación los maestros de Chartres se empeñan largamente en analizar esta tríada concluyendo, según san Agustín, que la unidad está «en» el Padre, la igualdad «en» el Hijo y la conexión «en» el Espíritu Santo. Realmente ninguno se pregunta por la naturaleza y el significado de esta presencia «en» cada una de las tres personas de la unitas, de la aequalitas y de la connexio, ni se apresura, a propósito de los elementos de esta tríada, a hablar de «propiedad» o de «atribución» y mucho menos de «apropiación». No obstante, las tríadas enumeradas en la Glossa de Gilberto Porretano y en los Collectanea de Pedro Lombardo se añadirán luego a la tríada potentia - sapientia - bonitas sacada de Abelardo.


IV. La «invención» de la apropiación

Pedro Lombardo, en sus Sententiae (I, dd. 26-36) trata de la distinción y de las propiedades de las personas y se pregunta también por el significado de los nombres personales que proceden de la Escritura, así como por el significado de las múltiples tríadas de origen patrístico. Examina luego, en un orden que seguirá siendo clásico, en primer lugar la tríada de Hilario de Poitiers (aeternitas - species - usus), declarándola oscura y equívoca; luego, la de Agustín (unitas - aequalitas - concordia) y la de Abelardo (potentia - sapientia - bonitas); finalmente, el texto de Rom 11, 36 (ex ipso - per ipsum - in ipso). Lombardo recurre frecuentemente a las nociones de «propiedad» y de «atribución». En particular, a propósito de unitas - aequalitas - concordia, preguntándose si y por qué puede atribuirse la unidad al Padre y la igualdad al Hijo, declara que la unidad se atribuye (attribuitur) al Padre porque no procede de nadie, no es ab alio. Por lo demás Pedro Lombardo no se aleja de san Agustín. Si no brilla por su originalidad, lo cierto es que recurrió a la noción de atribución y aproximó, aunque de forma vaga y lejana, las antiguas tríadas a la de Abelardo en un orden al que se referirán luego todos los autores (J. Chatillon, p. 372). Pero estambién gracias al Maestro de las Sentencias como se avanza hacia una teología de las apropiaciones. Los teólogos no habían hecho más que esbozarla en el cuadro de las controversias relativas a la tríada albertina potentia - sapientia - bonitas, pero tendiendo a examinar la serie completa de las tríadas patrísticas, cuyo inventario habían empezado a hacer los comentaristas de la Carta a los Romanos. De este modo se había abierto el camino para que los teólogos precisasen las condiciones en que los atributos o los nombres esenciales de la divinidad pueden aplicarse a una u otra de las tres personas. De este modo hay toda una serie de obras elaboradas bajo la influencia de Gilberto Porretano que contribuyen directamente a la elaboración definitiva del tratado de las apropiaciones trinitarias.

Por el año 1160, Alano de Lille, discípulo de Gilberto, una de las grandes figuras del siglo XII, en la Suma Quoniam homines agrupa y compara las tríadas procedentes de Abelardo, desde el De doctrina christiana de Agustín hasta el De Trinitate de Hilario Q. Chatillon, p. 365). Su innovación principal sigue siendo todavía la introducción de los términos appropriare, appropriatio, que aparecen constantemente y de los que parece ser que nadie se había servido antes. Si no es seguro que sea el inventor, Alano de Lille es sin duda uno de los primeros en aplicar con desenvoltura estos términos en el discurso trinitario, contribuyendo así decisivamente a darles aquel nuevo sentido que se estaba esperando (J. Chatillon, p. 365 y nota 123). Junto con otros maestros, logró hacer que se superaran aquellas ambigüedades y equívocos en quehabían tropezado los predecesores. A propósito de la tríada potentia - sapientia - bonitas, Alano de Lille establece los dos modos opuestos a través de los cuales pueden «apropiarse» estos nombres a las tres personas con una distinción que recogerá también santo Tomás, es decir, la apropiación por semejanza y la apropiación por desemejanza. Con el impulso que mueve desde entonces a todos los maestros con sus Summae, Alejandro de Hales y Alberto Magno, entre otros, organizan auténticos tratados sobre las apropiaciones trinitarias. Llegamos así a Tomás de Aquino, al que llega una larga y fecunda tradición, que había ido reuniendo poco a poco los diversos elementos de un dossier patrístico y de una problemática teológica, de los que su Summa reproducirá lo esencial, organizando con ello una exposición sólidamente estructurada y especulativamente refinada.

Ya en la Lógica se había señalado la situación del predicado appropriatum, a medio camino entre el commune y el proprium, pero más cerca de este último. «Apropiar», se dijo, significa exactamente «trahere commune ad proprium», o sea, hacer desempeñar a un término común la función de término propio. San Alberto Magno, como lógico excelente, aludirá a la misma composición del término «ad-propriatum» y declarará: «Appropriatum ex modo compositionis et habitudine praepositionis, quae accessum et recessum vicinitatis consignificat, dicit accessum ad proprium. Appropriatum ergo est, quod ratione sui nominis habet rationem cum proprio» (S. Th., I, tr.XII, q. 48, membr. 1: ed. Borgnet, t. 31, p. 505). Por otra parte, su gran discípulo Tomás de Aquino añadirá siempre en este sentido: «Haec propositio "ad" quae venit ad compositionem vocabuli, notat accessum, cum quadam distantia» (In I Sent., d. XXXI, q. 1, a. 2, ad 1). El nombre común de «urbe», por ejemplo, vale para cualquier ciudad, pero puede también utilizarse para designar sin más la capital del imperio: Roma es la «Urbe» y esto puede decirse precisamente por apropiación. ¿Por qué entonces no transferir un procedimiento análogo al discurso trinitario? Pero ¿cuál es, en ese caso, el significado de una atribución especial a alguno de los Tres de lo que es y sigue siendo común a toda la Trinidad?


V. La síntesis tomista

Santo Tomás, aunque examina las cuatro tríadas canonizadas por Pedro Lombardo según el orden ya tradicional, las explica sin embargo de una nueva forma (S. Th. I, q. 39, a. 8). Como sabemos, la primera, aeternitas - species - usus, se deriva de san Hilario (De Trin. II, 1: PL 10, 51); la segunda, unitas - aequalitas - concordia, de san Agustín (De doctr. chr. I, 5: PL 34, 21); la tercera, potentia - sapientia - benignitas, aunque cubierta por la autoridad agustiniana, de Abelardo; y finalmente la cuarta, ex ipso - per ipsum - in ipso, que es la original de san Pablo, fue explicada varias veces por san Agustín. Pues bien, el Angélico toma sus distancias de una doctrina de las apropiaciones esencialmente deductiva que, partiendo de un cierto número de nociones abstractas, querría concluir por una aplicación distinta y específica a las divinas personas. Se esfuerza en primer lugar por distinguir las diversas especies de apropiaciones, a las que corresponden las tríadas tradicionales, con la finalidad de clasificarlas sistemáticamente fundándose en las diversas maneras con que cada una de ellas considera la realidad divina. Así el Angélico señala que las dos primeras tríadas consideran a Dios absolutamente, como es en sí mismo, en cuanto que es (aeternitas - species - usus) o en cuanto que es uno (unitas - aequalitas - connexio), sin preocuparse todavía de su actividad causal o de sus operaciones ad extra. Las otras dos díadas, por el contrario, consideran a Dios en cuanto que es causa de las cosas (Potentia - sapientia - bonitas) o en sus relaciones con los efectos de los que es causa (ex ipso - per ipsum - in ipso). Estas dos perspectivas son realmente complementarias; por eso las tríadas que en ellas se consideran están estrechamente asociadas entre sí y se explican las unas a las otras en las exposiciones que les consagra santo Tomás (S. Tb. I, q. 39, a. 8; q. 45, a. 6, ad 2). Semejante consideración le permite al Angélico justificar una nueva apropiación, que refiere ahora la «causa eficiente» al Padre, la «causa formal» al Hijo y la «causa final» al Espíritu Santo.

Pero en realidad también esta opinión tomista, que se sirve de la teoría aristotélica de las cuatro causas, prolongaba una línea que se remontaba al De doctrina christiana (I, 5, 5: PL 34, 21) de san Agustín. En efecto, Agustín se había preguntado si la Trinidad, en vez de ser una res, no sería más bien la causa rerum. Precisamente el recurso a la noción de causa había llevado a Agustín a evocar la tríada paulina ex quo -per quem - in quo. Pero la expresión «in quo» seguía siendo oscura. Unos años más tarde Agustín, en el De natura boni (27: PL 42, 560) se preocupaba de explicar por qué el Apóstol había escrito «ex ipso» y no «de ipso». Y había indicado que todo lo que es «de ipso» es igualmente «ex ipso», pero no al contrario. El cielo y la tierra provienen «ex ipso Deo», ya que han sido creados por él, pero no son «de ipso», porque no son «de sua substantia». Si un hombre engendra un hijo y construye una casa, puede decirse que el hijo y la casa son «ex ipso», pero sólo el hijo es «de ipso», mientras que la casa es «de terra et de ligno». Estas explicaciones agustinianas serán recogidas por los medievales, que refieren más expresamente todavía la preposición «de» a la causa material y la preposición «ex» a la causa eficiente: porque no provenimos de Dios como de una materia, sino como de una causa eficiente, el Apóstol no escribió «de ipso», sino «ex ipso omnia». Thierry de Chartres, ya antes de santo Tomás, apropia explícitamente la causa eficiente a Dios, la causa formal a su Sabiduría y la causa final a su Benignidad. Santo Tomás tendrá el gran mérito de reunir en una síntesis de pocas páginas, en las que hay que admirar la precisión, la densidad y la claridad, todos estos elementos de una teología de las apropiaciones trinitarias que sus predecesores habían tardado más de un siglo en elaborar (j. Chatillon, p. 379).

Así pues, poniendo un poco de orden y distinguiendo las tríadas en dos grupos, el primero referido ad intra a Dios mismo y a sus perfecciones y el segundo a los efectos ad extra que apelan a Dios como a su causa, santo Tomás declara que sólo el primero constituye la apropiación en sentido formal o, como él la llama, la apropiación de los atributos esenciales, mientras que el segundo, derivado, se despliega en virtud del vestigio y de la imagen de Dios en la criatura. En efecto, hay tríadas que representan el vestigio, es decir, la huella de Dios en todo ser creado (por ejemplo, sustancia - forma - tendencia o medida - número - peso), otras que representan la imagen, es decir, el reflejo de Dios en la criatura espiritual (por ejemplo, memoria - conocimiento - amor). Santo Tomás alude a veces a este tema en la Summa Theologiae (I, q. 32, a. 1), pero lo estudia a fondo en el de creatione (I, q. 45, a. 7) y en el de homine (Ibid., q. 93).

En este momento, se trata de fijarse en el plan y en la estructura general de la Summa Theologiae, que relega el de Christo a la tercera parte y, por consiguiente, desarrolla el de Trinitate antes de hablar de la encarnación. De aquí se sigue que también las atribuciones parecen percibirse en un horizonte que tiene en primer plano la creación y sólo en su transfondo la redención y la historia de la salvación. En todo caso, el procedimiento sigue siendo el mismo: santo Tomás atribuye de manera especial a una persona divina una perfección, una obra o un efecto común a los Tres, pero siempre de forma que se manifieste la misma persona. La atribución por excelencia, la que se presupone a las demás y les da fundamento sigue siendo la de las perfecciones esenciales. También el vestigio y la imagen suponen la apropiación fundamental de las perfecciones divinas. La criatura lleva un vestigio de la Trinidad en el sentido de que se puede descubrir en ella una triplicidad de aspectos, cada uno de los cuales puede reducirse a una persona como a su causa ejemplar, es decir, a la persona evocada por el atributo apropiado: por ejemplo, el ser de la sustancia representa el Principio, o sea, al Padre; la forma o la esencia representa la Sabiduría, o sea, al Hijo; el orden o la tendencia representa el Amor, o sea al Espíritu Santo. De forma semejante, la articulación de la imagen en memoria - inteligencia - amor es un efecto creado, que imita a la primera Causa, ya que en su transcendencia el Creador es en sí mismo Memoria - Inteligencia - Amor. Sin embargo, la tríada de los atributos nos manifiesta a la Trinidad sólo si resulta legítima y funda su apropiación repartida entre las personas. También la apropiación de la causalidad divina de las operaciones ad extra se basa en los atributos del poder, sabiduría y bondad (S. Th., I, q. 45, a. 6, ad 1).


VI. Valor y fundamento teológico

Pero ¿cuál es el valor de este procedimiento por el cual se atribuye a una persona, como si fuese propia, una perfección de la esencia divina que sabemos que es común a toda la Trinidad? ¿Cuál es el fundamento específicamente teológico de la apropiación? En primer lugar, responde santo Tomás (S. Th., I, q. 39, a. 7), hay una ventaja subjetiva para el creyente: éste apela a lo mejor de lo que conoce «ad manifestationem fidei». En efecto, es imposible demostrar la Trinidad con la razón. Puesta la revelación, conviene sin embargo aclarar este misterio mediante lo que es más manifiesto para nosotros. Pues bien, según santo Tomás, los atributos de la única esencia nos resultan mejor conocidos que las propiedades de las tres personas. En efecto, a partir de las criaturas, producidas por la Trinidad única e indivisa en su esencia y en su operación, es como comienza inmediatamente nuestro conocimiento; por tanto, a través de las criaturas podemos llegar a un conocimiento mediato, pero cierto, de los atributos divinos esenciales, no a las propiedades personales. En otros términos, a partir de la creación y mediante las fuerzas de nuestra razón podemos llegar a conocer los atributos de la única esencia divina, mientras que sólo a partir de la revelación y mediante la ayuda de la fe podemos llegar a conocer las propiedades de las tres divinas personas. Como se advierte fácilmente, santo Tomás saca aquí las consecuencias de la llamada «ley trinitaria fundamental». Si en Dios todo es uno, excepto lo que supone relación opuesta, esto significa que «creare non est proprium alicui Personae, sed commune toti Trinitati» (S. Th., I, q. 45, a. 6). Sigue siendo igualmente verdad que el Padre crea mediante el Hijo y el Espíritu Santo, y así se imprime siempre un vestigio o una imagen, es decir, una cierta representación de la Trinidad en la criatura (Ibid., a. 7). Pero puesto que la creación simplemente se «apropia» a las personas trinitarias, he aquí que a través de las criaturas podemos llegar a conocer la unidad de la esencia divina adecuadamente, pero la Trinidad de las personas sólo confusamente y sólo gracias al vestigio y a la imagen (Ibid., a. 7, ad 1). Por este mismo motivo los filósofos paganos no pudieron conocer la Trinidad, según santo Tomás, «quantum ad propia, sed solum quantum ad appropriata (scil. cognoscentes potentiam, sapientiam, bonitatem), non in quantum appropriata sunt, quia sic eorum cognitio dependeret ex propriis, sed in quantum sunt attributa divinae essentiae» (In I Sent., d. 3, q. 1, a. 4, ad 4 et sol.).

Sin embargo, precisamente en cuanto que caen bajo nuestro conocimiento, los atributos esenciales, opina santo Tomás, se nos ofrecen con distinción y en un cierto orden: la apropiación apela a ello precisamente para iluminar las misteriosas distinciones y el orden interno a la Trinidad. Ciertamente, como sabemos siempre según la «ley trinitaria fundamental», en Dios, en su modus essendi, la sabiduría y el amor son una sola cosa. No obstante, tal como se ofrecen a nuestra percepción, según nuestro modus cognoscendi, las razones formales de la sabiduría y del amor permanecen distintas y connotan la diferencia real que condiciona su despliegue en las criaturas. Además, la sabiduría y el amor muestran un orden recíproco, ya que de suyo el amor presupone la sabiduría. Se trata, se dirá, de una distinción y de un orden establecidos por nuestra razón. Pero, al apropiar la sabiduría al Hijo y el amor al Espíritu Santo, enriquecemos nuestro modo de percibir la distinción y el orden que se da entre el Hijo y el Espíritu Santo, ilustrando su origen y calificándolo con un signo propio. Y de este modo no se confunden las divinas Personas, pero tampoco se divide la santa Trinidad.

Pero la apropiación puede declararse fundada sólo subjetivamente en nosotros; debe fundarse también, y más todavía, objetivamente en Dios. Avanzando en este sentido algunas consideraciones ya presentes en la tradición escolástica, santo Tomás (S. Th., I, q. 45, a. 7) sostiene que es posible recurrir a los atributos esenciales para manifestar las personas de dos maneras: por vía de semejanza y por vía de desemejanza. He aquí algunos ejemplos, alguno de ellos francamente curioso, que santo Tomás recoge siempre de la tradición. Por vía de semejanza, nos dice, se le apropian al Hijo, que procede intelectualmente como Verbo, las perfecciones relativas al entendimiento. Por vía de desemejanza, por el contrario, se le apropia al Padre el poder, ya que los padres terrenos sufren generalmente los achaques de la edad y entonces se elimina de Dios de este modo cualquier sospecha de debilidad; de manera semejante se le apropia al Hijo la sabiduría, para apartar de él toda sospecha de ligereza, defecto inherente a la juventud de los hijos de aquí abajo; finalmente, al Espíritu Santo se apropia la benignidad, en cuanto que el espíritu humano está lleno muchas veces de orgullo y suficiencia. Por tanto, es muy útil referir el poder al Padre, la sabiduría al Hijo y la bondad al Espíritu Santo por vía de desemejanza, precisamente a fin de prevenir las interpretaciones desfavorables que podrían darse a los nombres de las tres personas (S. Th., I, q. 39, a. 7 c y a. 8 c). Fue Hugo de san Víctor (De sacr., lib. I, p. II, cap. 8: PL 176, 209) el primero en comentar, con esta explicación poco garbosa, recogida también por santo Tomás, la tríada potentia - sapientia - benignitas, precisamente a fin de dar derecho de ciudadanía a la misma tríada, que circulaba ciertamente bajo el gran nombre de Agustín, pero que se había visto comprometida por Abelardo. De todas formas, aun con este demasiado respeto por la tradición, el Angélico quería remachar que el «único y principal fundamento de la apropiación es la semejanza con la propiedad (similitudo ad proprium), sean cuales fueren las múltiples ventajas que se pueden aducir, como mostró ya Agustín» (1 Sent., d. 31, q. 2, a. 1, ad 1). En una palabra, no hay apropiación sin esta afinidad o semejanza del atributo con la propiedad trinitaria. Como ya se había expresado en el Comentario a las Sentencias (q. I, a. 2), el Angélico proclama que el fundamento de la apropiación no está tanto «ex parte nostra», sino «ex parte ipsius rei». La posibilidad, mejor dicho, la oportunidad (convenientia) del discurso de la apropiación se basa ciertamente «utrobique», pero santo Tomás la arraiga en el objeto creído (fides quae): «Aunque los atributos esenciales son comunes a los Tres, ese atributo considerado en su razón formal tiene más semejanza con la propiedad de tal persona que con la de otra; entonces puede apropiarse oportunamente (convenienter) a esa persona. Por ejemplo, la potencia evoca un principio y por eso se le apropia al Padre que es el Principio sin Principio, la sabiduría se le apropia al Hijo que procede como Verbo, y la bondad al Espíritu Santo que procede como Amor que tiene al Bien por objeto. Así pues, es la semejanza del atributo apropiado con la propiedad de la persona lo que fundamenta por parte del objeto la conveniencia de la apropiación, que subsiste independientemente de nosotros (etiam si nos non essemus)» (1 Sent., d. 31, q. 1, a. 2). Se trata de una semejanza del atributo, añade santo Tomás, bien con el origen de la persona, como ocurre con el poder para el Padre, bien con el modo de origen característico de la persona, como ocurre con la sabiduría y la bondad para el Hijo y el Espíritu (Ib., q. 1., a. 2, ad 2).

Santo Tomás, como se ve, al explorar el tema de la apropiación se aprovecha sin reservas de cuanto pertenece al entendimiento para la apropiación al Hijo y de lo que pertenece a la voluntad para la apropiación al Espíritu Santo, y esto porque precisamente en la modalidad de las procesiones por vía de entendimiento y por vía de voluntad ve él la legitimación de todo el discurso de las apropiaciones. La analogía psicológica de invención agustiniana y, por tanto, las semejanzas de producción del verbo mental y del amor en la inmanencia del espíritu humano celebran aquí uno de los momentos más elevados de su avance triunfal en la tradición teológica latina. Es la misma modalidad de las procesiones la que, apelando a los transcendentales del ser, permite trasponer a Dios el juego de las tríadas unum - verum - bonum o potentia - sapientia - bonitas. ¿No tiene que ver el entendimiento con el verum o la sapientia, y la voluntad con el bonum y la bonitas? Pero ¿cómo evitar caer en la arbitrariedad aplicando este procedimiento intelectual en virtud del cual se pone en Dios lo que de todas formas es típico de la criatura?

Para san Buenaventura, por el contrario, no hay apropiaciones fundadas in re más que las que connotan el orden de origen. Piensa que la conveniencia que se percibe entre los atributos apropiados y las personas divinas se reduce a una intención original de la sabiduría del mismo Creador y, por tanto, al vestigio y a la imagen inscritos en las profundidades de su criatura: «Dios-Trinidad —nos dice— se manifiesta y da testimonio de sí mismo mediante el. vestigio de la omnipotencia, de la sabiduría y de la buena voluntad. Y puesto que este vestigio aparece en todas y en cada una de las criaturas, no estando ninguna de ellas privada de poder-verdad-bondad, está claro que Dios Trinidad se manifiesta y atestigua de sí mismo como trino en la universalidad de los seres creados. Sin embargo, para que este testimonio sea visto y comprendido, abre los ojos y los oídos solamente de los fieles que acogen la revelación de los divinos misterios» (Sermo de triplici testimonio SS. Trinitatis, n. 7: V, 536). Como se ve, san Buenaventura hace entrar aquí en juego aquella doctrina del ejemplarismo que tanta importancia tiene en la totalidad de su pensamiento. Unum - verum - bonum: todo ente se nos muestra dotado de estos transcendentales y de allí deducimos una unidad, una verdad, una bondad que no pueden menos de encontrarse en un grado altísimo, supremo, absoluto, en Dios. Pero hay más. Entre esos mismos atributos inherentes al ser, nuestra inteligencia descubre también un orden de origen: la bondad presupone la verdad, y antes aún la verdad presupone la unidad. He aquí entonces, según la dialéctica de la analogía, el salto que da san Buenaventura a la apropiación trinitaria: «Nosotros transponemos al primer principio, de modo eminente, estos atributos que son perfectos y generales, y los apropiamos a las tres personas porque están ordenados entre sí: por eso el Uno supremo conviene al Padre que es el origen de las personas; la verdad suprema conviene al Hijo que procede del Padre en cuanto Verbo; el Bien supremo conviene al Espíritu que procede de los dos en cuanto Amor y Don (Brevil., p. 1, c. 6, n. 2: ed. Quaracchi, V, 215). San Buenaventura llega incluso a sostener que los únicos atributos utilizables en las apropiaciones son los que implican un orden, y un orden de origen (In IV Sent., I, d. 34, q. 3: Quaracchi 1, 592). En una fórmula podría definirse así la doctrina bonaventuriana: De reductione trancendentalium entis ad appropriationem trinitariam.

Por su parte, como hemos podido percibir, santo Tomás sigue un camino algo distinto: fundamenta la apropiación en la semejanza real de un atributo de la esencia con la propiedad de la persona divina, que precede de suyo a nuestra actividad cognoscitiva. Gracias a esta semejanza los atributos esenciales pueden acceder a la condición de propios al mismo tiempo que se distinguen de ella por su carácter de comunes, justificando así su nombre de apropiados (I Sent., d. 31, q. 2, a. 1, ad 1). Son estas afinidades especiales las que permiten organizar los atributos esenciales en tríadas que corresponden a los caracteres y al orden de las personas. Y así, repetimos, al Padre le corresponde el poder y la unidad, al Hijo la sabiduría y la verdad, al Espíritu Santo la bondad y el bien, etc. Pero en este punto, ¿puede decirse que ha quedado totalmente neutralizada aquella inquietud ya expresada por san Bernardo, segúnel cual, admitir por ejemplo una semejanza privilegiada entre el poder y la paternidad podría alterar el carácter común del atributo de poder, atentando contra la perfecta igualdad de las tres personas? No se pretende, responde santo Tomás, que el poder convenga solamente al Padre, ni que le convenga a él más que a las otras personas. Se considera simplemente en este atributo una cierta semejanza especial con la propiedad del Padre: «Unde quamvis per attributa non possimus sufficienter devenire in propria personarum, tatuen inspicimus in appropriatis aliquam similitudinem personarum, et ita valet talis appropriatio ad aliquam fidei manifestationem, quamvis imperfectam; sicut etiam ex vestigio et imagine sumitur aliqua via persuasiva ad manifestationem personarum» (In 1 Sent., d. XXXI, q. 1, a. 2). Estas indicaciones de Tomás son tranquilizantes; pero ¿no resultan también algo desilusionantes? ¿Se ha dado realmente de este modo un paso adelante después de Abelardo? Al menos santo Tomás parece que consigue sacar «multas consequentes utilitates» (In 1 Sent., d. XXXI, q. 2, a. 1, ad 1) del discurso de la apropiación, aunque siempre dentro de la tradición teológica occidental que él consigue llevar hasta una madurez y coherencia especulativa inigualada. En todo caso, santo Tomás mantuvo con firmeza el alcance objetivo, el fundamento propiamente teológico «ex parte rei» de la apropiación. Si la razón parece deficitaria, es porque toca allí, como se ha dicho, uno de sus límites, que es el «esfuerzo intrépido de la teología latina hacia una organización racional tanto más necesaria cuanto menos accesible de los misterios» (Dondaine, p. 419).


VII. Para un balance histórico y teológico

No obstante, como ha sucedido en otros muchos casos, el sentido del límite y el esprit de finesse de santo Tomás se difuminan en la teología posterior. Los comentaristas tratan someramente los artículos de la Summa Theologiae dedicados a la apropiación sin detenerse en ellos; los encuentran «muy elegantes, pero se guardan mucho de comentarlos» (Báñez). Pero hay que añadir que en nuestros días ha bajado drásticamente el interés por el tema de la apropiación y su «utilitas consequens» lo mismo que se ha dejado de ir en busca de las huellas de la Trinidad. Sin embargo, durante siglos la especulación trinitaria, deslumbrada ya por la analogía psicológica de origen agustiniano, estuvo obsesionada por el juego de las tríadas, que con demasiada frecuencia terminaron por absorber casi por completo la reflexión creyente, manteniéndola lejos del terreno bíblico para mantenerla en el callejón sin salida de un atletismo intelectual tan estéril como peligroso. También es verdad que san Agustín había advertido que «aliud est itaque Trinitas res ipsa, aliud imago trinitatis in re alía» (De Trin., 15, 23: PL 42, 1090). Pero no siempre se ha respetado esta advertencia. El «laconismo del dogma» (A. Chollet), en vez de ser un freno, ha sido un estímulo tanto para la imaginación como para la inteligencia. Desde la Edad Media hasta los primeros siglos de la edad moderna muchosautores se han puesto con demasiado fervor a rebuscar en las tríadas más fantásticas y pintorescas, cuando no irreverentes, incluso en el paganismo. En nuestros días se siguen citando todavía las apropiaciones tradicionales, por ejemplo los efectos vinculados con el Espíritu Santo, que se encuentran agrupados en .el Contra gentiles (IV, cap. 20-22). Pero, prescindiendo naturalmente del viejo Cayetano y de otros tomistas de hierro, incluso modernos como Scheeben, en los últimos tiempos no se ha visto en las apropiaciones más que un ejercicio laudable y correcto, pero sin una auténtica fecundidad. «La apropiación —se ha afirmado—no enseña nada nuevo sobre la Persona divina y no sirve más que para recordar las nociones ya adquiridas» (Th. de Régnon, III, 305). Cuando santo Tomás recurre a la función unitiva (nexus) del amor para explicar que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo por una única espiración, Cayetano, preguntándose si se trata a este propósito de una función del amor esencial y no del amor personal, había contestado: «En esta materia nos fallan las palabras; hemos de concebir bien y de insinuar la propiedad de las Personas y a partir de las apropiaciones» (In Iam. partem, q. 36, a. 4, n. 8). He aquí bien expresada la función exacta que santo Tomás le confía a la apropiación.

Ciertamente, si se tiene fija la mirada en la «ley trinitaria fundamental», hay que concluir que, en virtud de la consustancialidad, las divinas personas sólo se diferencian por las relaciones de origen. En este marco la apropiación no puede menos de recibir un interés limitado: se trata de un juego de ciertainteligencia, de una brillante acomodación ad modum dicendi (A. Gardeil), de la que el teólogo tiene un poco de miedo de ser la víctima; si recurre a él, es siempre para reducir a la pura relación de origen la riqueza de los nombres y de los efectos atribuidos a las personas divinas sobre todo en la Escritura, pero también en la tradición. Pero ésta es una posición demasiado fácil y simplista, en la que la teología, por esprit de géometrie, exalta su servicio a la unidad de la esencia divina, precisamente mientras acaba infravalorando y hasta anulando a veces los medios de que se sirven la fe y su lenguaje ordinario para enunciar el misterio como misterio. Por otra parte, empeñarse en buscar fervorosamente los caracteres secretos distintivos de las personas equivale a explorar las propiedades, pero para enriquecer el concepto demasiado diáfano de relación de origen, señalando afinidades o semejanzas que la Escritura y también la tradición manifiestan entre una determinada persona y una determinada perfección positiva, presente tanto en la criatura vista como vestigio o imagen, como en la misma única esencia divina. Entonces, sin infravalorar a priori esas afinidades o semejanzas, se procura valorarlas para poder avanzar en el intellectus fidei. Bajo esta luz, la apropiación no envilece la fuerza de los atributos, sino que busca, respetando siempre la unidad de la esencia, no debilitar la diferenciación de las personas. Es verdad que tanto su valor como su fundamento se escapan de nuestro dominio pleno; pero con la garantía de la revelación este valor y este fundamento son y siguen estando seguros. Si la apropiación no fuese más que res solius nominis et tituli, sería difícil justificar, por ejemplo, la distinción real de las misiones del Hijo y del Espíritu mediante la distinción de la sabiduría y del amor. Y no vale la objeción de que, si la apropiación pudiera fundamentarse objetivamente, se debería poder demostrar la Trinidad a partir de las semejanzas creadas que guardan cierta afinidad con las propiedades personales. En realidad, partiendo de estas semejanzas, «no llegamos ni mucho menos a concluir —ha observado Ambrose Gardeil— que mediante la razón natural podemos comprender algo de las divinas personas. ¡Esto queda fuera de lugar! ¡Secreto del Rey! Pero, dice santo Tomás, Trinitate supposita, suponemos por una parte conocido por la fe, vere, lo propio de cada persona y, por otra parte, hacemos que ciertos efectos o atributos salten a la vista para indicar una semejanza con lo propio de una u otra divina persona. De este modo podemos permitirnos ciertas comparaciones que no dejan de iluminarnos. ¿Realmente nos iluminan? Sí, pero sólo a nosotros. Pero ¿por qué y cómo nos iluminarían si no hubiera algo en el objeto de nuestras comparaciones que las ocasione y las sostenga? No es mucho, declara santo Tomás, para presumir que se conoce perfectamente a la Trinidad. Pero prohibirnos el conocimiento verdadero y perfecto de las divinas personas fuera de la fe, ¿no equivale a insinuar que es posible un conocimiento imperfectamente verdadero? ¿Y cómo sería posible, si no tuviese fundamento en la realidad? Yo creo que este fundamento existe, que la apropiación es fundada, pero que no podemos saber nada de ella en el plano natural. ¿Cómo podemos entonces afirmarla?

Gracias a la revelación y a la fe. Creo que el lenguaje de la Escritura, de los concilios, de los Padres, de la unanimidad de los teólogos, sirviéndose de la apropiación trinitaria para iluminar las relaciones intratrinitarias y para describir las relaciones con nosotros de las divinas personas, constituye bajo este aspecto el más importante, el más autorizado y también el más detallado de los testimonios» (A. Gardeil, 1932, pp. 12-13).

Pero probablemente un discurso crítico sobre la apropiación no pueda contentarse con estas sabias conclusiones. En efecto, hoy sería menester partir de nuevo de una exégesis más adecuada del texto bíblico. Como nos hemos visto obligados a descubrir al analizar el recorrido histórico de este tema, a lo largo de los siglos se ha leído y reinterpretado la Escritura, también en este caso, dentro de la óptica del dogma de la Iglesia, y no al revés. Y entonces se han registrado no leves desplazamientos del foco original de la atención en la conciencia creyente, y por tanto un cambio de su referente concreto que es y seguirá siendo la economía histórica de la salvación. Antes y más aún que a la «ley trinitaria fundamental», es decir, al dogma y a la lectura que ha hecho del dogma una cierta tradición teológica, es al Nuevo Testamento, centrado todo él y resumido en el acontecimiento de Cristo, adonde hay que volver para comprender la unidad y la trinidad divina y, en este contexto, el tema tan celebrado, pero tan poco comprendido, de la apropiación.

Andrea Milano