LENGUAJE
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SUMARIO: I. El lenguaje: 1. Sistema; 2. Funciones.—II. Concepción filosófica especular del lenguaje: 1. Versión clásica y expresión de Dios; 2. Versión moderna y teología.—III. Concepción filosófica naturalista del lenguaje: 1. La filosofía del lenguaje ordinario de Oxford; 2. El problema de Dios, según la analítica oxoniense.


I. El lenguaje

1. SISTEMA. Comúnmente, el lenguaje se describe como sistema de signos o símbolos, producidos de manera deliberada por los órganos fónicos del hombre, mediante los cuales se expresan ideas, sentimientos y voliciones. El lenguaje es característica exclusivamente humana. Y, aunque este término se aplique también a las comunicaciones del reino animal y se hable, por ejemplo, «del lenguaje de las abejas, de las hormigas o de los delfines», éste no pasa nunca de la pura esfera instintiva. La razón de la diferencia fundamental entre el código comunicativo animal y el del hombre reside en el fenómeno conocido como doble articulación. La comunicación animal, aunque pueda referirse a algún acontecimiento externo, común tanto para el emisor como para el receptor, es una señal con valor siempre fijo que determina un tipo de comportamiento y sólo uno en el receptor. Por el contrario, la doble articulación asegura a los conjuntos significantes de las lenguas humanas un consante enriquecimiento respecto a las unidades léxicas y a sus significados. La segunda articulación es la que construye unidades significativas (monemas) a partir de unidades sucesivas mínimas no significativas, sino distintivas, llamadas fonemas. La primera articulación del lenguaje, en cambio, es la que construye el enunciado con unidades mínimas significativas o monemas. Si a esta estructura básica del lenguaje, como sistema, se le añaden las reglas sintácticas, lós fenómenos de sinonimia, de polisemia, de metonimia y de metáfora, entre otros,, se habrá esbozada con cierto rigor, el cuadro' del, lenguaje humano en toda su riqueza':

2. FUNCIONES. En el lenguaje, aparecen y se reflejan las tres zonas más importantes de la persona humana: la cognoscitiva, la sentimental y la volitiva. Esto se patentiza al examinar las funciones o los fines para los que el lenguaje sirve y es empleado. Tres son, según K. Bühler, estas funciones: apelativa, expresiva y representativa. En la apelativa, el hombre utiliza el lenguaje para dirigir la conducta de los demás. La función expresiva sirve para poner al descubierto nuestra interioridad, sus deseos y sentimientos. Finalmente, la función representativa muestra que las palabras están en lugar de las ideas y de las cosas. Guardan un nexo, tocan de algún modo la realidad. A este respecto, tratándose de formas nominales principalmente, cabría distinguir entre la mera «deixis» (el objeto o cosa que la palabra señala o menta) y la «connotación» que es la palabra como vehículo portador de significados, entre los que se encuentra de modo eminente la «quididad» o «esencia de la cosa».

Estas funciones, así descritas desde la perspectiva psicológica, los lingüistas las reducen a dos: una, central; otra, secundaria.

La central es la de la comunicación, entendiendo por tal la utilización de un código a través del cual se transmite un mensaje que constituye el análisis de una determinada experiencia en unidades semiológicas, con objeto de permitir a los hombres relacionarse entre sí. La secundaria es la de la expresión. Esta es una manifestación de sí misma, al ser el receptor y emisor una sola y la misma persona que utiliza el lenguaje, para precisar en palabras lo que piensa sin preocuparse de las reacciones de los demás. Y, en muchos casos, para afirmar su existencia a sí mismo y a los oyentes. Algunos lingüistas añaden a estas funciones, otras como la «estética» y la «fática» que, para nuestro propósito en relación al lenguaje humano que habla o dice de Dios, carecen de mayor interés. Se trata de funciones de carácter puramente lingüístico que sirven, bien como ornamentación de las expresionescoloquiales, bien como signo de atención a la persona que habla.


II. Concepción filosófica especular del lenguaje

1. VERSIÓN CLÁSICA Y EXPRESIÓN DE DIOS. La concepción ontológica referente al lenguaje que más ha permanecido en el tiempo, es la calificada como «especular o reflejo». El núcleo central de esta concepción está constituído por la intuición filosófica de que el lenguaje es como una suerte de espejo (speculum) de la realidad. Las estructuras o categorías gramaticales reflejarían las estructuras o categorías de la realidad. Y, como consecuencia, habría que afirmar que la corrección idiomática depende de la corrección lógico-ontológica de la percepción de la realidad. Así, por ejemplo, del análisis de las oraciones, Aristóteles pasa a establecer las categorías ontológicas sustancia y accidente. A la pregunta primigenia de la filosofía griega qué son las cosas, el Estagirita responde con su doctrina acerca de la sustancia y de los accidentes. La mente capta este hecho mediante el concepto objetivo y éste, en el leguaje, tiene su palabra significativa. El nombre sustantivo es, por antonomasia, el símbolo lingüístico de la sustancia. El verbo y el adjetivo lo son de los accidentes. Este paralelismo lógico-ontoló' gico gramatical se mantiene en la teoría lingüística hasta prácticamente nuestros días y adquirió su punto culmi, nante en el siglo XVIII con la famosa; Lógica y Gramática de Port-Royal'., Dentro del marco de esta concepción, especular, la primera elucidación importante en torno al decir humano con valor significativo en torno a Dios fue la de Dionisio Areopagita. En su obra De Divinis Nominibus, señala que los medios que el hombre posee para hablar de Dios son tres: el de la vía afirmativa, el de la vía negativa y el de la vía de eminencia. La vía afirmativa se fundamenta en la causalidad eficiente y ejemplar de Dios. Como creador del universo todo, Dios de algún modo está presente en él. Por este motivo, al captarse el hombre a sí mismo y a las cosas, capta lo que hay en ellos y su lenguaje «lo refleja», precisamente por ser espejo de la realidad. Pero, en un segundo momento, el hombre debe negar (vía negativa) que cuanto esté presente de Dios en todo lo creado se dé del mismo modo y manera en Dios. Por ello, al aplicarlo a la divinidad lo ha de hacer en forma eminencial (vía de eminencia), otorgándole así dimensión infinita. Así, tanto lo catafático como lo apofático cobran su preciso valor significativos. Por otra parte, también san Agustín, para justificar el uso teológico del lenguaje humano indica, sobre todo, dos razones. Una pertenece al ámbito de la fe: el Verbo de Dios se hizo hombre y utilizó para revelarnos a Dios la palabra humana. Otra es la de la causalidad ejemplar, descrita ya con anterioridad por Dionisio Areopagita y que adquiere en la especulación agustiniana matices especiales. Con todo, para apreciar en su justo valor el lenguaje teológico, según s. Agustín, conviene distinguir entre uso propio y uso figurado (simbólico, metafórico, etc.) de las palabras, También en el santo doctor de Hipona aparece ya todo el núcleo teórico de la analogía. Si la concepción especular del lenguaje nos muestra que las cosas «son» y son «sustancia», se dará entre los nombres que competen a Dios uno que ocupa posición privilegiada: el Ser. Y este «Ser» es concebido como «sustancia primera» de la que proceden todas las demás sustancias. En la época medieval, en esta misma línea, los autores se sienten obligados a justificar «su discurso sobre Dios». Surge así, poco a poco, en conformidad con la concepción especular del lenguaje una suerte de metagramática, cuyo contenido más importante versa sobre el modo de significar que tienen las palabras. Por ello, raro es el escolástico que, previamente a sus especulaciones teológicas, no propone una breve lección intitulada De modis significandi. La obra más representativa de esta situación fue la Grammatica Speculativa, debida a Juan de Erfurt y que, durante muchos años, fue atribuída a Juan Duns Escoto'. En esta gramática permanece siempre el isomorfismo entre realidad, concepto y palabra. La idea no se identifica con la cosa, pero en ella se nos da «lo que la cosa es». La palabra significa en virtud de que recibe de la idea, como contenido significativo, «lo que la cosa es». En consecuencia, para hablar de Dios, de algún modo, «lo que es Dios» ha de caer en el ámbito ontológico y cognoscitivo humano. Para ello, se ha de seguir el camino clásico ya descrito por Dionisio Areopagita: afirmación, negación y eminencia. Dios es, por excelencia, Ser, pero también de El decimos que es «Sustancia», que posee «naturaleza divina». Igualmente, afirmamos también que es «Trinidad de Personas». Conceptos todos filosóficos que revelan lo que el hombre capta en el mundo, pero que para trasladarlos a Dios deben cobrar dimensiones significativas infinitas. Todo esto es solamente posible merced a la doctrina escolástica de la analogía —ya preanunciada en san Agustín— que, en definitiva y a pesar de sus dificultades, es el instrumento lógico-gramatical para, desde la perspectiva de la concepción especular del lenguaje, poder hablar de Dios.

2. VERSIÓN MODERNA Y TEOLOGÍA. A finales del siglo XIX la concepción especular del lenguaje pierde terreno, mientras crece, por el contrario, el interés por las lenguas vivas y sus «hablas». No obstante, la concepción especular va a ser recuperada para la filosofía por algunos de los pensadores más importantes de nuestro siglo, sistematizándola en una versión lógico-formal: la del lenguaje ideal perfecto. Bertrand Rusell y Ludwig Wittgenstein fueron los expositores más conocidos de esta versión, cuya fundamentación metafísica es la doctrina del atomismo lógico, En este lenguaje ideal perfecto se establece también una isomorfía: una sola palabra para cada objeto simple, y todo lo que no sea simple será expresado por una combinación de palabras. De manera similar a como un cálculo lógico posee signos con los que se construyen sus fórmulas y reglas sintácticas, se pretende sustituir dichos signos por palabras, una para cada objeto simple, aplicándoles entonces la sintaxis de la lógica formal. Desde el punto de vista de la sintaxis, todas las oraciones complejas de este lenguaje podrían descomponerse en oraciones simples, de modo que la verdad o falsedad de las primerassería una función de verdad o falsedad de éstas últimas, como ocurre en cualquier cálculo lógico. Por tanto, solamente el lenguaje declarativo o asertórico —pequeña porción del lenguaje ordinario— podrá ser apto para hablar de lo que acontece y que nos revela el estado de las cosas u objetos simples: «esto es blanco», por ejemplo. Así, pues, las oraciones complejas del lenguaje ideal perfecto se construirán uniendo oraciones simples mediante términos de enlace como o, y, si.... entonces, etc. y se llamarán proposiciones moleculares en contraposición a las simples, denominadas «atómicas». El lenguaje, según esto, se descompone hasta sus unidades mínimas no analizables ya en otras más simples. Proposiciones de este tipo sólo podrán describir la posesión de una cualidad por una cosa particular. Es decir, «un hecho atómico» o «un estado de cosas», similar al del ejemplo ya citado de «esto es blanco». A la pregunta filosófica clásica ¿qué son las cosas?, ahora se contesta: son hechos atómicos a los que conceptualmente corresponden las figuras lógicas y, en la grámatica, las oraciones asertóricas simples. Se ha cambiado el decorado, pero la concepción especular continúa. Se ha llegado a «contemplar la realidad» en el espejo del lenguaje, según el nuevo análisis que de éste se ha llevado a cabo'. Por otra parte, sobre esta situación filosófica comenzó a ejercer su influjo el criterio neopositivista de la verificabilidad en orden a que una oración posea significado. Sólo las proposiciones empíricamente verificables en la experiencia son significativas. . Todas las que no sean así ces recerdn de significado. Esto afectará, de modo particular, a nuestro discurso sobre Dios. También, por la misma causa, al discurso ateo. Al no caer Dios en el campo de la verificabilidad, se suscita un ateísmo sin precedentes: el ateísmo semántico. Estas premisas abonan el terreno para que surja el fenómeno de la secularización. Y con él, una visión teológica nueva en la que se proclama «la muerte de Dios». En efecto, el lenguaje teológico clásico y tradicional resulta hoy imposible de proponer: Dios no es un hecho atómico y, por tanto, no es verificable ni puede ser «reflejado» en el lenguaje lógico perfecto. De este modo, se produce, en América, un movimiento nuevo de teólogos radicales, para los que Dios ha muerto y es preciso elaborar una nueva teología acorde con el principio de verificabilidad y con el mundo secular en que se vive. De esta manera, los teólogos radicales de la muerte de Dios (Robinson, Van Buren, Hamilton, Cox etc.) se proponen decididamente traducir el mensaje evangélico a un lenguaje secular que, correspondiendo a la mentalidad neopositivista y secularizada del hombre moderno, pueda ser comprendido y aceptado por éste. Y los lenguajes teológicos «seculares», escogidos por dichos teólogos, se realizan principalmente en clave ética, política y dialéctico-marxista. De manera análoga, aunque de modo no tan radical, en Europa se da el movimiento de los «teólogos de la esperanza», tanto en el campo católico como en el protestante (Moltmann, Pannenberg, Metz y Schillebeeckx). El mensaje cristiano puede ser comprendido y aceptado por el hombre secularizado del siglo XX, si le es presentado como anuncio de un evento: la consecución de un Estado (Reino) en el que la humanidad esté libre del mal y de la injusticia, de la opresión de los débiles y en donde gocen de felicidad todos los hombres. Así, Cristo puede ser seguido, si se le anuncia como «esperanza de la humanidad del, siglo XX».


III. Concepción filosófica naturalista del lenguaje

1. LA FILOSOFÍA DEL LENGUAJE ORDINARIO DE OXFORD. La concepción naturalista del lenguaje recoge la larga tradición gramatical, que deriva de la escuela de Pérgamo y que tuvo su principal influjo en los siglos II y I a. C. Según esta tradición, el uso popular del lenguaje está por encima de cualquier normativa que quiera imponérsele para «hacerlo correcto». De acuerdo con la escuela de Pérgamo, los filósofos oxonienses del lenguaje ordinario conciben a éste como una actividad natural, que el hombre, entre otras múltiples actividades como pasear, comer, cazar, jugar, realiza. En efecto, el hombre es, por antonomasia, vida. Acción. Y sus coordenadas condicionantes son la necesidad y la circunstancia. Para cada necesidad y circunstancia, él tiene adecuada respuesta. Así, con el lenguaje, el hombre manda, implora, reza, describe aspectos de un objeto o sus medidas, formula hechos o presenta resultados de una experiencia. Además, el hablar es una actividad natural ineludible para el hombre. Puede cantar o no cantar, labrar o no la tierra, pero no puede jamás dejar de hablar. Ningún sistema artificial de signos, por muy perfecto que sea, puede sustituir al lenguaje.

Tomando como punto de partida esta visión naturalista del lenguaje, la corriente de pensamiento analítico inglés ha elaborado y desarrollado una filosofía del lenguaje «ordinario» o «común», siguiendo dos líneas maestras. La primera está vinculada a la persona de L. Wittgenstein y a la enseñanza que llevó a cabo en la década de los treinta en Cambridge y que posteriormente recogió en sus Investigaciones Filosóficas. La segunda tiene sus raíces y evolución en Oxford. Aquí encontró terreno propicio y se manifestó con características inconfundiblemente locales. No es fácil determinar con exactitud y rigor hasta qué punto L. Wittgenstein influyó en la línea oxoniense. Pero puede afirmarse, sin razonable duda, que por lo menos no tuvo influencia en determinados pensadores de Oxford, como por ejemplo J. L. Austin. En sus Investigaciones Filosóficas, L. Wittgenstein presenta la concepción del lenguaje, en cuanto actividad natural, como una actividad natural que se ejercita en forma de juegos. ¿Qué es un juego? ¿Qué sentido tienen en él las reglas o normas? Ante todo, existen juegos ya inventados que se reciben por tradición y otros nuevos, que surgen con el tiempo. Ambas clases de juego poseen denominador común: no es posible refutarlos. Uno puede no estar de acuerdo, por ejemplo, con el fútbol o el ajedrez, no gustarle estos juegos. Pero sería absurdo que, por ello, pretendiera probar su «verdad» o «falsedad». Que pretendiera, a título ilustrativo, mover en el ajedrez los peones como los alfiles, las torres como la reina. Acabaríamos diciéndole que inventase «otro juego» y nos dejase en paz. Esto nos lleva a concluir que lo que propiamente constituye un juego son sus reglas o normas y que éstas, como el mismo juego, pueden aceptarse o no, jugarse o no jugarse, pero nunca ser refutadas como falsas o ser asumidas como verdaderas. Ahora bien, el lenguaje se ejercita según infinito número de juegos. Pero el juego paradigmático es el del habla «ordinaria», «común», «coloquial» o «cotidiana» Con estas premisas, los discípulos de L. Wittgenstein, poco a poco, han puesto sólo de relieve los juegos de la expresión científica, religiosa, filosófica y estética.

Al gran descubrimiento del lenguaje como una suerte de juego se añade otro también harto fundamental: el uso es el significado de las palabras. Con insistencia, Wittgenstein repetía a sus discípulos de Cambridge: «No busquéis el significado de las palabras, buscad su uso». El uso mostrará cómo pueden desparecer todas las seducciones y embrujos que el lenguaje ejerce sobre la mente humana. Una de estas seducciones y embrujos es la que produce «espasmos intelectuales», cuando para palabras como número, virtud, esencia no encontramos en nuestro mundo circundante ningún objeto que designen. Y es que el lenguaje nos hechizaba con el juego de la denominación. Sin embargo, «si tuviéramos que designar algo que sea la vida del signo, tendríamos que decir que era su »uso». Pero ¿qué clase de uso? He aquí que la filosofía analítica inglesa, allí donde parecería que iba a ofrecer un criterio clarificador semántico, se presenta llena de ambigüedad. Y esto, porque existen tres clases de uso lingüístico, los tres aceptados y admitidos: el cotidiano ocomún, el válido y el regulado. De hecho, cada uno de estos usos es utilizado por la analítica oxoniense, según el campo de intereses que investigue. Se ha repetido incesantemente que la filosofía de Oxford es la del «lenguaje común», «ordinario» o «coloquial». Estos términos significan, en orden a su comprensión, «normal». Y la normalidad viene dada a la palabra por el juego o contexto en el que se utiliza. Tendríamos, aquí, una suerte de lenguaje-paradigma al que, en última instancia, habría que reducir los demás lenguajes, religioso, poético o científico. El uso válido se encuentra íntimamente unido al «regulado» o «normado». Y esto, porque la validez resulta sólo posible, en nuestro caso, si se fijan criterios o reglas dentro de las cuales se verifica tal validez. Por este motivo, suele afirmarse que Oxford representa la filosofía del lenguaje que especifica sus leyes, sea este lenguaje cotidiano, filosófico, científico o estético. No obstante, el cúmulo mayor de consideraciones recae sobre el lenguaje «ordinario» por ser éste el primero y más fundamental de todos, al cual hay siempre que acudir para explicar cualquier otra semántica. Además, en él se encuentran vertidas las experiencias y captaciones del mundo, realizadas por multitud de generaciones. En conformidad con estas ideas, los nuevos analistas han superado el criterio de verificabilidad como criterio de significación y han intentado proponer otro de índole diversa. Algunos tienden a buscarlo en el lenguaje ordinario; otros, en cambio, en el uso de las reglas que se utilizan en los diferentes juegos del lenguaje. En este aspecto, un criterio bastante empleado en el análisis del lenguaje teológico es el de la falsabilidad, propuesto por K. Popper. Este criterio afirma que un sistema debe considerarse empírico solamente cuando sus afirmaciones pueden ser falcadas por la experiencia de alguna otra afirmación. Se trata en su origen, por tanto, de un criterio de demarcación del ámbito empírico. Pero, como para K. Popper lo empírico equivale a «científico», debe ser considerado como «criterio de cientificidad» de un juego lingüístico. Ahora no se negará, como hizo el neopositivismo lógico, la significación de un enunciado que no sea verificable. Se admitirá su significación pero a condición de poder, al menos en teoría, acceder a una posible falsificación del mismo. De este modo, cualquier clase de proposición científica o empírica se dividirá en dos subclases: una, llena por las experiencias que corroboran la verdad de la proposición científica propuesta; otra, vacía y que puede comenzar a llenarse con experiencias que refutan la proposición científica propuesta y la hacen falsa".

2. EL PROBLEMA DE DIOS, SEGÚN LA ANALÍTICA OXONIENSE. Dentro de este contexto de la filosofía analítica del lenguaje ordinario, se suscitaron dos tipos de polémica en torno al problema de Dios. Una toma, como punto de partida, un artículo de Malcolm de 1960 acerca del argumento ontológico. Otra es la conocida bajo el nombre de «reto de Flew», en la que se desafía a cualquier creyente a que le pruebe «la posibilidad de la existencia de Dios».

Según Malcolm, lo que san Anselmo de Aosta ha probado en su conocido argumento ontológico es que la noción de contingencia no puede ser aplicada a Dios. Un análisis del argumento desde el lenguaje ordinario o común lo muestra. En efecto, dentro de este lenguaje se descubre una conexión entre los términos dependencia e inferioridad y los de independencia y superioridad. Correlativos son también los de limitado e ilimitado. Dios es concebido en nuestro lenguaje común, como un ser ilimitado, independiente, superior. Es decir, como el «id quo maius cogitari nequit». Ahora bien, la única objeción para rechazar este significado anselmiano, coincidente con el de nuestro lenguaje coloquial, sería su ilogicidad. La contrariedad de sus notas intrínsecas. Ya Leibniz había derivado por este camino la prueba ontológica. Entonces, si la existencia de Dios no es una noción contradictoria en sí misma, debe afirmarse como lógicamente necesaria. Y, en tal caso, el Proslogion en su capítulo tercero goza de plena razón, al deducir la existencia necesaria de Dios desde su caracterización como el «id quo maius cogitari nequit». El desarrollo que hace Malcolm del argumento ontológico suscitó viva discusión en la que intervinieron principalmente R. E. Allen, R. Abelson, A. Plantinga y T. Penalhum. Las pruebas racionales de la existencia divina, de las que el argumento ontológico es sólo una expresión, no logran generalmente convencer a los filósofos analíticos. Sin embargo, la sola hipótesis de que Dios exista les perturba y agobia. De aquí, el intento de instalar la problemática teológica en una nueva dimensión de ateísmo: el semántico. Para ellos en la misma línea de significado se colocan los enunciados «Dios existe» y «Dios no existe». A este propósito, A. Flew en discusión pública desafió al creyente a que distinguiese con nitidez el significado del aserto «Dios existe» de cualquier otro. El reto de Flew descansaba, como puede observarse, en el principio de falsabilidad de K. Popper. Si la proposición «Dios existe», no admite en teoría al menos según exige la falsabilidad que sea posible la afirmación «Dios no existe», dejaría de ser empírica y, en consecuencia, científica. Entonces ¿qué clase de conocimiento sería el de la teología? Se trataría de un conocimiento sin rigor, carente de fuerza para convencer a la gente. Aclarando su postura, A. Flew parafrasea una parábola, aducida por J. Wisdom en su célebre ensayo Gods escrito en 1944. En él, sostiene que la proposición «Dios existe» no puede ser considerada como científica, por no ser empírica, ya que tanto teísta y ateo jamás admitirán la posibilidad de la proposición contraria. Es decir, la posibilidad de que la subclase vacía, de momento sólo falsable, pueda llenarse con experiencias que la corroboren. La creencia y la fe en la existencia de Dios obedecen únicamente a actitudes emotivas frente al mundo. Estas ideas las ilustra con la conocida parábola del jardinero invisible. En ella, el discurso que hacen dos exploradores que, en mitad de la selva, se encuentran con un jardín perfectamente cuidado es prácticamente el mismo. Ninguno consigue convencer a su interlocutor de que las experiencias llevadas a cabo confirmen la proposición «Dios existe» o la de «Dios no existe». El explorador creyente interpretará las experiencias mediante el recurso a un ámbito más allá de cualquier dato sensible en el que éste terminará por carecer de significado. Y el ateo se sentirá corrobado en su tesis por las experiencias según las cuales, Dios no ha aparecido en la constatación empírica. El desafío de A. Flew no cayó en el vacío. Inmediatamente se suscitó una gran polémica entre teólogos, científicos y filósofos del lenguaje. Unos trasladan la problemática de Dios a terrenos diversos de aquellos en donde la sitúa A. Flew. Entre éstos pensadores, los más importantes son: R. M. Hare, J. J. C. Smart, E. A. Allen, T. McPherson, R. F. Holland, R. B. Braithwaite, R. Hepburn, Maclntyre y W. F. Zuurdeeg. Cada uno de ellos encauza el tema hacia terrenos propios que, por otra parte, son muy dispares entre sí. Los límites de estas diversas teorías van desde la concepción de lo religioso, como «blik» o «actitud emotiva» del hombre frente al mundo, hasta la concepción del lenguaje religioso como un «lenguaje convencional» en el que deben proponerse las reglas del «juego», pasando por la que todo lo reduce a discurso moral. Otros pensadores, en cambio, hacen frente a Flew en el ámbito mismo de la falsabilidad. Entre ellos, son nombres importantes: B. Mitchell, J. Hick, 1. M. Crombie e I. T. Ramsey. En líneas generales, según su visión de las cosas, la proposición «Dios existe» —igual que el discurso religioso— es en principio la pugna entre la fe y las realidades empíricas que «parecen» ir contra ella. O también en una verificación de tipo escatológico. A la parábola del «jardinero invisible», R. M. Hare respondió con la parábola del «estudiante psicópata»,. que padece manía persecutoria por parte de sus profesores. En ella se muestra que por más razones probatorias que se den a dicho estudiante sobre la benevolencia de los profesores para con él, todo será inútil. ¿Qué tipo de argumentos podrán convencer al psicópata? Ninguno, porque es un enfermo. También B. Mitchell y J. Hick contestan a A. Flew con las parábolas del «guerillero extranjero» y de «los dos viandantes» respectivamente. En ambas se señala que el discurso religioso, por un lado, aunque es contradicho por algunas experiencias, éstas nunca poseen la fuerza suficiente de convicción como para poder rechazarlo y, por otro lado, que dicho discurso religioso es falsable, pero en el tiempo escatológico, no en el presente. Estas son las célebres «parábolas de Oxford»'Z. Teniendo en cuenta las versiones modernas —especular y naturalista— del lenguaje, las conclusiones a que se llega en lo que respecta al discurso religioso son tres: a) la orientación neopositivista afirma que carece de sentido o significado, b) algunos analíticos ingleses, como por ejemplo, B. Mitchell, Mclntyre y otros, partiendo de la multiplicidad de «juegos lingüísticos», cada uno de los cuales elabora su criterio propio de significado, sostienen que el lenguaje religioso tiene valor teorético solamente por la fe, y c) otros analíticos (Ferré, Ramsey, etc.), fundándose en la semejanza existente entre los diversos juegos lingüísticos, defiende que las proposiciones religiosas no carecen de significado y son verificables desde la fe en su dimensión escatológica. De aquí se deduce que la investigación en este siglo, más interesada sobre el lenguaje religioso, llega a una conclusión parecida a la de la antigüedad y medievo: el lenguaje que el hombre emplea para hablar y decir de Dios es de carácter análogo.

[-> Agustín, san; Analogía; Anselmo, san; Creación; Dionisio Areopagita; Escatología; Escolástica; Escoto, Duns; Esperanza; Experiencia; Fe; Filosofia; Jesucristo; Muerte de Dios; Naturaleza; Teología y economía; Trinidad; Verbo; Vías.]

Vicente Muñiz Rodríguez