FE-CONFIANZA
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SUMARIO: I. Fe como experiencia: del conocimiento al encuentro.—II. Fe en la Escritura: 1. Antiguo Testamento; 2. Nuevo Testamento; 3. La definición de Heb 11,1.—III. Teología de la fe cristiana: encuentro con Dios en Jesucristo por el Espíritu.—IV. La Trinidad como misterio de fe.


I. Fe como experiencia: del conocimiento al encuentro

Fe es una palabra polisémica. Puede tener varios sentidos que, aunque están relacionados, no son del todo idénticos en su significado. La fe puede también designar cualquier de los diversos estadios o fases de la fe.

Al menos cabe entender la fe de dos maneras, no sólo desde el punto de vista religioso, sino también y ante todo desde un punto de vista antropológico. Primeramente la fe puede entenderse como una creencia. Entonces, "yo creo", desde el punto de vista antropológico, puede significar lo mismo que "no sé", "pienso", "podría ser", pero lo contrario es perfectamente posible. Con lo que la fe equivale a un "no saber" y entra de lleno en el terreno de la sospecha, haciéndose inconciliable con la ciencia. Desde el punto de vista religioso, la fe como creencia sería la aceptación de una serie de verdades, apoyados en una autoridad "sobrenatural", que se acepta como suprema, pero que por eso mismo no está al alcance de la razón. Entendida así la fe se hace incompatible con la experiencia humana, pues lo que se sabe así no puede verificarse de ningún modo.

La fe también puede entenderse como un encuentro personal, que abarca a la totalidad de la persona, con su inteligencia, su voluntad y sus sentimientos. Entonces "yo creo" significa "yo creo en ti, te creo". La fe entonces viene a ser la forma por la que yo tengo acceso a la persona del otro, a su intimidad más profunda, a su realidad más genuina. Sólo se conoce la hondura personal en la medida en que se cree a la persona en sí misma que se te abre libremente. La fe es entonces respuesta a una oferta de amor y posibilidad de participar en la vida del amado, en su pensamiento, en su manera de ver. La fe ha dejado el terreno de la sospecha y ha entrado en el ámbito de lo personal, de lo vivificador y transformador, convirtiéndose en la forma eminente del conocimiento'. Desde esta perspectiva, la fe religiosa (y cristiana) designa un comportamiento humano que es determinado por la llamada de Dios, una respuesta al Dios que se nos da y que quiere entrar en contacto con los hombres.

La fe religiosa, antes que un conocimiento de verdades que no se ven, hay que entenderla como un compromiso del hombre entero con la única Verdad, el Dios vivo que nos sale al encuentro. Más que un tener, un saber o un poseer, la fe es un "ser poseído", un "ser apresado por Cristo Jesús" (Flp 3,12). Este encuentro no excluye el conocimiento y la tradición doctrinal, sino que lo integra: la fe en la persona supone la fe en la palabra que dice la persona. Entendida así la fe cristiana es una experiencia y una vida, un participar de la vida del Dios que se nos da: el que cree en el Hijo tendrá la vida eterna (Jn 3,16; cf. 11,25; 20,31).

Si la fe cristiana es un encuentro personal, también se comprende que pueda ser un camino, o sea, que en ella puedan darse diferentes etapas, tanto por parte del Dios que se revela como del hombre que responde. Hoy es comunmente aceptado que en la Escritura Dios se revela de forma gradual, "pedagógicamente", "gradualmente", "adaptando su lenguaje a nuestra naturaleza', teniendo en cuenta la capacidad de comprensión y aceptación de cada hombre y de cada momento histórico. Así se comprende que Jesucristo apareciese "en la plenitud de los tiempos", o sea, cuando los tiempos estaban maduros y se daban las mínimas condiciones psicológicas y culturales para que, al menos algunos, pudieran aceptarlo y transmitirlo. Y la Escritura distingue diversos grados o etapas en la fe: desde los que tienen una fe diabólica (Sant 2,19), o los que no tienen fe, pasando por los que tienen "poca fe", hasta llegar a los que tienen fe.


II. Fe en la Escritura

1. ANTIGUO TESTAMENTO. La Sagrada Escritura, más que una definición de la fe, nos presenta la historia de un Dios que se ha fiado del hombre, y que busca a un hombre que se fíe de El. En la Escritura, la fe más que definirse, se vive, y está abierta siempre a nuevos encuentros.

La fe bíblica tiene un carácter histórico: Dios interviene en la historia, conduce los acontecimientos y orienta el destino de los hombres, porque es el Señor de la historia, aunque trasciende la historia.

Al reconocer la presencia de Yahvé, la fe bíblica aparece como capacidad para interpretar la historia y su desarrollo, para comprender y ver un sentido en las crisis suscitadas por las dificultades del momento presente. Precisamente lo que constituye la peculiaridad de la fe israelita a diferencia de muchas otras religiones es que no sólo en los triunfos, sino también en la cautividad y el destierro, Israel ve la mano de Dios.

Una fórmula bíblica aparece como hilo conductor en los dos testamentos: "el justo vive de la fe" (Hab 2,4; Rom 1,17; Gál 3,11; Heb 10,38). En el texto de Habacuc al justo, al contrario de lo que sucede con el arrogante, se le promete la vida por su fidelidad ('emunah); esta fidelidad alude a la confianza inquebrantable en la palabra de Dios contra toda apariencia contraria.

En la historia de Abrahán, el fenómeno de la fe aparece de modo ejemplar y modélico. Y aunque en el Nuevo Testamento la gran figura de la fe pudiera ser María ("¡Feliz la que ha creído": Lc 1,45), también en él se considera a Abrahán como una buena representación de lo que es la fe: Pablo le llama padre de la fe (Rom 4,11); para el cuarto evangelio la fe en Jesucristo es el cumplimiento de la fe de Abrahán (Jn 8,33 ss.). En el elogio de los Padres (Eclo 44,19 ss.) y entre los "héroes de la fe" (Heb 11,1-12,3) Abrahán ocupa el puesto más alto. Abrahán abandona su patria no en virtud de una decisión propia, sino contra su propósito más íntimo. Un desarraigo así representa para el hombre antiguo una empresa irrealizable que sólo podía conducir a la ruina. Pero en contra de todo (cf. Rom 4,18), Abrahán se decide y ahí fundamenta su vida y su futuro, y lo hace porque se fía de una promesa, que se ha convertido para él en una experiencia (Gén 12,1-3); la palabra de Dios era más firme y segura que la tierra misma en la que vivía. Esto es lo que se describe como fe.

El carácter histórico de la fe de Israel queda perfectamente expresado en su confesión o "credo histórico", tal como se formula en Dt 26,5-9 (cf. Ex 20,2; Dt 5,6: Jos 24,2-13). Este credo proclama la libertad, el poder, la fidelidad y el amor de Dios que libra a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Cada generación debe reconocer este hecho y renovar su compromiso. Así, Israel se encuentra, sin cesar, frente a Dios, pues la Alianza es una realidad nunca terminada (cf. Dt 5,2-5).

2. NUEVO TESTAMENTO. En el NT también Dios obra en la historia del hombre. Pero la mirada del creyente se fija casi exclusivamente en un único acontecimiento, el advenimiento de Jesucristo. En Jesucristo, Dios interviene de forma definitiva y exige que el hombre tome una opción decisiva. En Jesús llega y se hace presente el reino de Dios, y Dios acredita a Jesús como Kyrios. En este sentido, la pregunta que nos plantea el NT es: ¿crees tú esto?

De ahí la importancia fundamental que la fe reviste en el NT. Cada autor la aborda según su estilo y perspectivas. Pero todos insisten en que la fe tiene un objeto preciso: "Cristo muerto por nuestros pecados según las Escrituras, sepultado, resucitado al tercer día, según las Escrituras, aparecido a Pedro y a los doce" (1 Cor 15,3-5). El kerigma es el contenido de la fe cristiana y este kerigma exige la conversión de la vida (Mc 1,15).

El kerigma anuncia el acontecimiento por excelencia: Dios interviene en la muerte y en la resurrección de Jesús, así como en el don del Espíritu, que actúa en cada uno de los creyentes y en las comunidades eclesiales. Este acontecimiento pide una decisión, una respuesta total. Esta respuesta-conversión es la fe.

Puesto que el kerigma anuncia un acontecimiento decisivo y pide una respuesta total, la necesidad absoluta de la fe es una implicación del mensaje kerigmático. Según el más antiguo de los evangelios, la fe divide a los hombres en función de su destino eterno: "el que crea y se' bautice se salvará, el que no crea se condenará" (Mc 16,16). Inicialmente en la predicación de Jesús sólo se pide la fe (Mc 1,15); esta fe en Jesús resulta decisiva para la posición del hombre frente a Dios (Mt 10,32 = Lc 12,8; Mc 8,38 = Lc 9,26). Esta fe implica la aceptación total de la persona y del mensaje de Jesús, así como el principio de la conversión.

La necesidad de la fe aparece de forma original en el cuarto evangelio, escrito precisamente para que creamos en Jesús, y creyendo tengamos vida en su nombre Un 20,31). El autor insiste en el hecho de que el hombre debe tomar partido a favor o en contra de la verdad, cuyo testigo y revelador es el Hijo de Dios Un 14,6). Por eso, creer en Dios equivale a creer en el Hijo Un 14,1).

La epístola a los Hebreos proclama, en una perspectiva diferente, la misma necesidad de la fe: "sin la fe es imposible agradar a Dios" (Heb 11,6). Este verso es el lugar teológico por excelencia cuando se trata de proclamar la necesidad de la fe y la adhesión a un núcleo fundamental de verdades: "el que se acerca a Dios ha de creer que existe y que recompensa a los que le buscan".

Ahora bien, si en Jesús Dios se manifiesta, esta presencia se expresa mediante una estructura sacramental y, por tanto, sólo se revela a una cierta cualidad de la mirada y del oído. Jesús, estando en medio de todos, puede no ser conocido Un 1,26). Y la cruz puede pasar por necedad y escándalo (1 Cor 1,22 ss.). De ahí la vigencia permanente del principio: "bienaventurados los que no vieron y creyeron" Un 20,29), porque "la fe es prueba de las realidades que no se ven" (Heb 11,1).

Esto significa que la fe, que consiste en reconocer a Dios, implica la perfectarevelación de Dios a través de Aquel que da testimonio de la verdad Un 18,37), pero esta revelación va acompañada del don interior de la gracia, que invita a aceptar la verdad, ilumina la inteligencia y dispone la libertad para que acoja la verdad. Esta acción de la gracia se atribuye particularmente al Padre (Mt 11,25; 13,11; 16,17; Jn 6,44-46), lo que subraya la transcendencia; o al Espíritu Un 14,26; 16,13-15; Rom 8,15), lo que subraya la intimidad de la acción divina.

3. LA DEFINICIÓN DE HEB 11,1. Debemos detenernos en este texto que Sto. Tomás reconoce como completissima fidei definitio. Tomás lo demuestra encontrando en este texto todos los elementos esenciales de la noción de la fe, "aunque las palabras no se pongan en forma de definición"; además Sto. Tomás está convencido de que "todas las demás definiciones son explicaciones de esta que da el Apóstol". La posición de Sto. Tomás, fundada en un análisis doctrinal, viene confirmada por la historia de las doctrinas. En efecto, toda la reflexión sobre la fe, desde Clemente de Alejandría hasta los maestros medievales, toma como punto de partida el famoso texto de la epístola a los hebreos.

En Heb 11,1 confluyen motivos temáticos semíticos y griegos, lo que se traduce en una síntesis feliz de la concepción de la fe como firme seguridad del hombre que se entrega a Dios (concepción de profundas raíces veterotestamentarias); y de la fe como conocimiento (Heb 5,11-6,1), que se abre a la contemplación del mundo invisible (2,5), lo que caracteriza a las tendencias de las élites griegas y helenascultas. El texto no proporciona una síntesis de todos los elementos que entran a formar parte de la fe, sino sólo de aquellos que son decisivos para la comunidad perseguida: la garantía de lo que se espera y la prueba convincente de las realidades que no se ven.

Las dos palabras clave de la definición son hypóstasis y élenchos. La fe es hypóstasis (convencimiento o seguridad que descansa sobre una base sólida) de las cosas celestes, en cuanto que son futuras: el futuro, a pesar de todas las decepciones sufridas, no es para el creyente incierto y angustioso. Y también elenkos (argumento decisivo, razón segura de su verdad indefectible) de las cosas celestes, en cuanto que son invisibles: la fe transciende lo que se percibe exteriormente y se palpa con las manos, aquello de que se puede disponer.

La importancia de esta descripción-definición se adivina si notamos que ha sido el texto al que todos los grandes comentarios sobre la fe han recurrido hasta la definición ofrecida por el Concilio Vaticano I. Sin embargo, el Vat. II, en su buena descripción de la fe (en Dei Verbum, 5) no cita Heb 11,1.


III. Teología de la fe cristiana

La reflexión teológica sobre la fe cristiana debe comenzar por considerar el objeto de la fe: Dios mismo, Verdad primera, que en Jesucristo se nos revela. Dios es objeto de la fe en un doble sentido: ante todo es la razón, el motivo, la causa de la adhesión del creyente: yo creo porque Dios lo ha revelado. Y, por otra parte, lo que al fiel se le propone para creer es ni más ni menos que elmisterio íntimo de Dios y su designio de gracia. Esta Verdad, objeto de la fe, se identifica con el Sumo bien que hace al hombre feliz. Lo que hay que creer es todo aquello que hace al hombre feliz, o sea Dios mismo. De ahí el carácter escatológico de la fe.

Una fórmula clásica, que los medievales atribuyen a San Agustín, sintetiza magistralmente estas tres dimensiones del acto de fe: credere Deum, Deo, in Deum. La idea general de esta fórmula es que la fe relaciona inmediatamente al hombre con Dios considerado como la Realidad soberana (el misterio de Dios que hay que creer, objeto material de la fe); como la Razón suprema que lo ilumina (el motivo por el que se cree, objeto formal), y como el Bien perfecto que lo atrae.

La fe es, ante todo, un encuentro inmediato del hombre con Dios. De ahí que la teología la califique como una virtud teologal, porque termina directamente en Dios y no en una criatura. Los enunciados escriturísticos y eclesiales (los dogmas) hay que situarlos en este contexto y al servicio de este encuentro. La inmediatez del encuentro no anula sino que exige las mediaciones antropológicas. En las fórmulas de la fe (no además de, o al margen de ellas) el creyente alcanza lo que está más allá de ellas y a lo que ellas se refieren, Dios mismo', pues nuestro conocimiento de Dios se da de forma sacramental. Dios quiere comunicarse al hombre y por eso se da a conocer a la manera humana. Pero hay que dejar siempre claro que la fórmula dogmática no es el objeto de la fe, sino el medio en el qué alcanzamos el objeto. La fe alcanza lo sobrenatural, es sobrehumana, pero no inhumana. Porque es sobrehumana el hombre no dispone de Dios (Deus semper maior), es Dios quien nos alcanza en Cristo Jesús (cf. Flp 3,12). Porque no es inhumana, la transcendencia se ofrece en contenidos humanos.

La razón o el motivo de la fe es Dios mismo. Él se nos da a conocer en Jesucristo: "quien me ha visto a mí, ha visto al Padre" Un 14,9); y sólo porque Dios se da a conocer podemos conocerle: sólo Dios habla correctamente de Dios, pues lo que Dios revela supera todo lo que el hombre puede imaginar (cf. 1 Cor 2,9). El es también el que dispone nuestro corazón, por medio del Espíritu, para que podamos acogerle (cf. 1 Cor 2,10.12). Por eso, toda la tradición de la Iglesia insiste en que la fe es obra de la gracia, que hace que el hombre se incline con suavidad (como por una especie de instinto interior) y da al hombre la luz de la fe, que permite ver con los ojos de Dios.

Ahora bien, la gracia no anula la libertad ni desplaza la acción del hombre. La fe es obra del Espíritu de Dios. Pero es el hombre el que cree, no Dios por él y en su lugar. La fe es una respuesta personal, respuesta provocada, pero tal provocación no anula la responsabilidad personal, sino que la despierta. La tradición, al mismo tiempo que afirma que la fe es obra de la gracia, nota también que la fe es libre por naturaleza" y digna del hombre. La gracia posibilita y provoca la decisión personal y, lejos de anular a la razón, la integra, incitándola a la búsqueda de la credibilidad de los misterios creídos. La fe no es fruto de la razón, pero tampoco es contra ella. La credibilidad de los misterios asegura el carácter razonable de los mismos. Se entiende por credibilidad el hecho o signo que lo hace digno de crédito, la aptitud de una proposición para ser creída. Pero la credibilidad no obliga a creer, pues no muestra la evidencia del misterio, sino tan sólo su plausibilidad o la seriedad del testigo que lo propone. Por eso la libertad juega un papel necesario en la decisión de la fe.

Finalmente, por la fe el hombre tiende y se dirige hacia Dios, como único fin y objeto de la fe. La fórmula credere in Deum (a la que antes nos referimos) indica finalidad, un orientar mi vida hacia Dios como el único Bien, un depositar en El mi corazón. En este sentido la Iglesia no es objeto de fe. Las antiguas profesiones de fe se referían a la Iglesia con la fórmula: credo Ecclesiam (sin "in", pues la partícula "in" indica finalidad), para indicar en la misma terminología la diferencia esencial entre Dios y la Iglesia'Z. La Iglesia tiene su lugar en el acto de fe como aquella que confiesa perfectamente la fe (por eso el "Credo" no es una confesión de creyentes solitarios) y como la que transmite la fe ("Santa Madre Iglesia", que nutre a su hijos de su fe vivificadora). Por tanto, si nuestra fe no es fe en la Iglesia, sí que es la fe de la Iglesia, recibida por medio de la Iglesia y participada personalmente por cada creyente.


IV. La Trinidad como misterio de fe

Este Dios objeto de la fe cristiana, es confesado como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Éste es el misterio esencial que confesamos en el Credo y en cuyo nombre recibimos el bautismo, sacramento de la fe. Todas las demás verdades no son sino explicaciones, aplicaciones o derivaciones de esta única y primera Verdad esencial, y están al servicio de ella.

El problema de la existencia de Dios puede ser objeto de planteamiento filosófico. Sin embargo, la afirmación vivencial de la divinidad, revelada por Jesús como adorable Trinidad, no es un problema racional, sino un misterio de gracia, cuya existencia y credibilidad sólo pueden alcanzar los creyentes, los que poseen el Espíritu, los que tienen la mente de Cristo (cf. 1 Cor 2,4-16): "los infieles ignoran cuanto concierne a la fe: no tienen ni evidencia ni ciencia de estas cosas en sí mismas, y desconocen también que esas realidades sean creíbles. Los fieles, sin embargo, tienen conocimiento de esas cosas no por demostración, sino en cuanto que, por la luz de la fe, ven que deben ser creídas.

De ahí que Sto. Tomás considera que pretender demostrar al Dios-trinitario es fomentar el ateísmo y ridiculizar la religión: por una parte el misterio de Dios es algo que excede la razón humana y, por otra, si para demostrar la fe se presentan argumentos que no son comprensibles, se provoca la burla de los que no creen, pues piensan que tales argumentos son el fundamento por el que nosotros creemos.

[-> Agustín, san; Amor;; Ateísmo; Biblia; Concilios; Cruz; Escatología; Espíritu Santo; Experiencia; Fórmulas de fe; Historia; Iglesia; Jesucristo; Misterio; Padre; Reino; Tomás de Aquino; Trinidad; Vaticano II.]

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Martín Gelabert