ESCATOLOGÍA
DC


SUMARIO: I. La escatología: 1. Dios y escatología en el mensaje de Jesús; 2. El mensaje escatológico del reino de Dios.—II. Espíritu Santo y escatología en Pablo: 1. Relaciones entre la cristología y la pneumatología paulinas; 2. Escatología pneumatológica paulina.—III. Escatología de Juan.—IV. La SS. Trinidad como misterio escatológico, en plano de revelación y adoración.—V. Trinidad y juicio: la salvación y la posible condena de los hombres.


I. La escatología

La Escatología (= E.) es la referencia permanente a un fututo absoluto y transcendente que es Dios y que emerge en toda reflexión antropológico-teológica al tratar del sentido y finalidad del hombre, de la historia y del cosmos. La dimensión escatológica aparece como una estructura dinámica del mismo ser histórico del hombre que le impulsa y le libera hacia un destino transcendente. Esa dimensión la comparte con los demás hombres en su quehacer histórico en el mundo. En relación a esa dimensión escatológica logran unos y otros realizarse o malograrse. La E. es secuencia y consecuencia antropológico-teológica del ser y del quehacer humano en relación transcentente a Dios. Es destino y vocación libre al mismo tiempo. Algo inseparable del ser y de la reflexión antropológica que presupone y donde emerge el Dios creador y consumador del hombre.

Pero si la dimensión escatológica coexiste y acompaña a la misma condición humana, su referencia al futuro absoluto y transcendente desde la historia está envuelta en el riesgo, incertidumbre y misterio, que no puede despejar el hombre sólo por su propio esfuerzo, como tampoco todo lo que se refiere a su propio origen y fundamento y, con mayor razón, lo que atañe a su destino final. Por eso la E. es objeto de revelación de Dios en Cristo y de reflexión por parte de la fe-esperanza teologal del hombre y cristiano. Esta fe-esperanza en su vocación escatológica es definida existencialmente como «la garantía dé lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Heb 11,1). Esta realidad o realidades que no ve y espera el hombre son llamados éschata sobre los que reflexiona la E. Los éschata son las realidades últimas, la nueva creación que aguardamos. Pero más que muchas realidades, aguardamos una sola que lo llena todo: el éschaton (el reino de Dios en la resurrección) lo totalmente otro, lo último y definitivo, lo nuevo en lo que seamos transfigurados todos nosotros con todas las cosas del cosmos en una nueva creación, vencidos para siempre el pecado y la muerte. A este proceso final Pablo, desde una cristología escatológica que colorea el reino de Dios, le ha dado distintos nombres y funciones: «instaurar todas las cosas en Cristo» (anakefalaiósasthai ta ganta en tó Xpristó, Ef 1, 10); «reconciliación» de todos los hombres y cosas en Cristo (Rom 5, 11; Ef 2, 16; Col 1, 20; 2 Cor 5, 19), «nueva creación y nueva humanidad» (Gál 6, 15; 2 Cor 5, 17; Ef 2, 15; 4, 24); «liberación» escatológica de la creación de la vanidad, injusticia y de la muerte (Rom 6, 7; 8, 21) y «resurrección» final de los muertos en Cristo.

Los éschata que aguardamos son los que en forma abreviada y popular han llamado los catecismos los novísimos: muerte, juici, infierno y gloria. Pero todos ellos deben ser vistos en el horizonte completo y a la luz del reino de Dios, que ya actúa entre nosotros desde Cristo en el Espíritu. Aguardamos con gozo y expectación su plena manifestación en nosotros y en todos como resurrección y vida eterna; que se declare como victoria gloriosa frente a la muerte, el pecado, la injusticia, la violencia y la corrupción que forman el drama del existir del hombre en el mundo'. El reino de Dios resume como cifra y símbolo la final transfiguración del hombre y de la historia. Pero el reino lo constituye el mismo Dios con nosotros, manifestado en la encarnación de su Hijo (Jesús de Nazaret en su vida y muerte y glorificado en la pascua) y en el adviento del Espíritu de Dios, el Parakleto, que llevarán a cabo nuestra transformación histórica y escatológica. La forma trinitaria del reino de Dios es la verdadera forma histórico-salvífica que nos transformará y nos hará partícipes con nuestra colaboración libre.

Con estas dimensiones finales del reino y del hombre definía así la E. el teólogo católico suizo, Urs von Balthasar en los albores de la renovación teológica antes del Vaticano II: «Ipse Deus post hanc vitam sit locus noster (san Agustín). Dios es «la postrimería» de la criatura. Lo es como cielo ganado, como infierno perdido, como juez que juzga, como purgatorio purificador. Dios es aquel en el que el hombre mortal muere y por el cual y para el cual resucita. Pero es todo eso en la manera como se dirige al mundo, a saber, en su Hijo Jesucristo, que es la revelación de Dios y por consiguiente el resumen de las postrimerías».

De estas dimensiones escatológicas del reino de Dios en lo que afecta alhombre y al cosmos, es decir, la dimensión trinitaria, cristológica y pneumatológica, daremos cuenta de ello a continuación.

1. DIOS Y ESCATOLOGÍA EN EL  MENSAJE DE JESÚS. La exégesis neotestamentaria y la teología actual están de acuerdo en señalar que el mensaje del reino de Dios constituye la cuestión primordial, personal y profética de Jesús de Nazaret. Por ella vivió y murió, se desvivió en suma, pero ella le resucitó como Kyrios e Hijo de Dios en poder, Juez universal de la historia, cuya manifestación gloriosa en la parusía cerrará la historia para abrir su capítulo escatológico interminable de la resurrección y de la vida eterna. Jesús anticipó todo esto modestamente y misteriosamente mientras vivió en nuestra condición humana. A este nivel nos referimos ahora5.

2. EL MENSAJE ESCATOLÓGICO DEL REINO DE DIOS. El mensaje escatológico del reino se desprende del anuncio programático de Jesús: «El tiempo se ha cumplido (peplérótai ho kairós) el reino de Dios está cerca kal éngiken he basileía toú Theoú), convertíos y creed en el evangelio» (Mc 1, 15). En este logion de Jesús se advierte una tensión dialéctica entre la llegada del reino y la plenitud de los tiempos. Tal plenitud y tal llegada del reino pasa por la persona de Jesús que anuncia, realiza y personifica el reino.

Pero el reino de Dios está despuntando en el anuncio de Jesús. Y este anuncio y este reino vienen a desplegarse en el momento que Juan el Bautista desaparece martirizado por Herodes el Grande y Jesús, después de su bautismo en el Jordán de gran transcendencia revelatoria, comienza su ministerio por Galilea (Mc 1, 14 par.). Las relaciones de Jesús con Juan prueban su estrecha vinculación, su pertenencia al movimiento profético y bautismal que anuncia la venida inminente del juicio de Dios, pero también marcan sus diferencias. Juan con su predicación y bautismo resucita la era profética del final y la expectación mesiánica de Israel. «Ya no hay profetas» en Israel (cf. Sal 74, 9) era un lamento constante después de los grandes profetas postexílicos. El hace vivir la figura escatológica del profeta Elías (Mal 4, 5: cf. Mt 11, 14; 17, 10-12 par.). Todo su mensaje y bautismo es apocalíptico con la premura del inminente juicio del Dios vengador: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente?... Ya está el hacha puesta a la raíz de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego... aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo... En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga» (Mt 3, 7.10-12 par.). Invita a la conversión o penitencia que comporta observar la justicia profética y bautizarse con agua para escapar de la ira venidera del juicio de Dios, ante el cual podrán alcanzar así el futuro perdón de los pecados.

Jesús realiza un cambio radical en el mensaje del reino si se compara a Juan. Omite, deja de lado el juicio de Dios como ira venidera, como amenaza escatológica en base a la conversión (cf. Lc 4, 18 s. comparado con Is 61, 1-2) y en cambio anuncia en primer plano el reino de Dios, es decir, la gracia, el amor y el perdón escatológicos ya desde ahora a los pecadores y la salvación a los enfermos del cuerpo y del espíritu y a los pequeños y perdidos. Por eso comienza su evangelio del reino con las bienaventuranzas. El reino que anuncia Jesús supone «una visión nueva de Dios (teología) y de los hombres (antropología)». Esto conlleva a su vez nuevas implicaciones en las relaciones entre Dios y los hombres y entre estos mismos que se fundamentarán en el modo de ser y de vivir de Jesús de Nazaret. Pablo llamará «vivir en Cristo» o «vivir según el Espíritu». Aquí encontrará la comunidad de los seguidores de Jesús (Iglesia) la nueva experiencia de la conversión evangélica (metanoia) como expresión de la gracia de Dios, ofrecida sin condiciones previas por Jesús. Por eso «nueva es la manera de en-tender Jesús el reino como pura gratuidad allí donde otros proclaman la ley y la violencia». De esta manera ha culminado la esperanza del II Is 52, 7-10: «Bienaventurados los pies de los que evangelizan». De ahí que los términos evangelio y reino de Dios se corresponden en Jesús y ambos son siempre términos escatológicos que están actuando en la vida de los hombres.

Con Jesús «se ha cumplido el tiempo», «porque allí donde se expresa Dios y los hombres le reciben han cambiado las fronteras del tiempo y eternidad: ha comenzado la plenitud escatológica». La cuestión escatológica de Jesús ha sido un «gran descubrimiento de la exégesis del siglo pasado y principios de éste. Su investigación y discusión cada vez más atinadas y equilibradas se han prolongado hasta nuestro tiempo. Tal intuición puso en crisis los fundamentos de la teología liberal protestante. Pero en la determinación de qué escatología es la propia de Jesús ha habido bandazos, errores, limitaciones, unilateralidades y expresiones desafortunadas. La discusión de tres generaciones al menos ha equilibrado el fiel de la balanza y ha revelado la importancia teológica y cristológica de la cuestión. Ya no se puede tener la impresión ni la opinión de que Jesús era un apocalíptico judío cualquiera ni incluso como Juan el Bautista que aguardaba la irrupción inmediata del reino de Dios con un fin del mundo en vida o en muerte, basándose exclusivamente en aquellos logia de Jesús (cf. Mc 9, 1; 14, 52; Mt 24, 34; Lc 21, 32). En ellos, con exclusividad de otros, pretendieron algunos fundamentar la hipótesis teológica de una escatología consecuente (J. Weiss, A. Schweitzer, A. Loisy, Werner...) Para éstos Jesús era poco menos que un apocalíptico judío equivocado y nostálgico como los que abundaron antes y después en Israel.

No basta tampoco, aunque sea mucho, presentar a Jesús como el profeta escatológico de la decisión última que invita al hombre a creer y a convertirse ante la manifestación última de la voluntad salvífica de Dios. Tal escatología existencial, que valora tanto la última voluntad de Dios —que es gracia escatológica manifestada por Jesús— e invita a la última decisión del hombre en orden a alcanzar por la fe el paso de la muerte a la vida, parece ser ya todo en la escatología del reino. Sin embargo, diciendo mucho no lo dice todo. Descuida otros aspectos teológicos y cristológicos del reino manifestado en Jesús y por Jesús. Y reduce casi toda la escatología a los aspectos antropológicos de la interioridad existencial del hombre, sin tener en cuenta los aspectos históricos, somático-corporativos, eclesiales de la escatología del reino de Jesús, que abarca a todos y a todo. Muchos valores de esta escuela de interpretación escatológica existencial de R. Bultmann y de sus discípulos son valiosos, pero deben ser integrados y superados en una visión más profunda y comprensiva que haga honor a su compleja simbología. Otro tanto se puede decir de la escatología realizada de Ch H. Dodd.

Aunque se pueda decir que la escatología del reino de Dios en Jesús supone una tensión escatológica del reino realizándose, en donde la presencia y anticipación se combinan con la expectativa de su plenitud transcendente — victoria sobre la muerte (resurrección)—, deberíamos, sin embargo, mantener la visión y experiencia simbólica, paradójica y compleja de Jesús sobre el reino escatológico de Dios. Pueden servir estas palabras de Pikaza como aviso: «No se puede optar sin exclusiva por un tipo de esquema, confesando que el reino de Dios es solamente futuro (escatología consecuente), actual (escatología realizada) o una mezcla de ambos. El problema es más profundo. Surge un nuevo tiempo definido por la acción escatológica y el ser mismo de Dios, haciendo posible la emergencia del ser escatológico del hombre»

Las aportaciones de H. Schürmann y de H. Merklein en este sentido son muy valiosas. Schürmann después de decirnos que «el reino fue el destino de Jesús», destino asignado por Dios y completamente abierto hasta la muerte, nos dice que su proexistencia (Cf. Mc 10,45 etc.), es decir su vida entregada por el reino y nosotros, se convirtió en salvación vicaria y escatológica por todos. Tal destino de Jesús y tal salvación escatológica del reino están en íntima conexión y dimanan de su especial invocación y vinculación con Dios como Abbá (Padre)''.

Tanto la revelación como la experiencia personal e intrasferible de Dios como Abbá representan en Jesús el origen y el fundamento del reino, entendiendo éste como acción soberana y transcendente de Dios en la historia de los hombres. En este sentido Schürmann ha sabido captar y expresar la íntima y profunda vinculación entre el reino de Dios y la invocación-revelación de Dios como Abbá, como el núcleo de las implicaciones escatológicas de la persona y de la historia de las palabras-acciones-signos de Jesús con el reino. Nos dice Waldenfels sintetizando a Schürmann: «El reino de Dios desde el perfil transcendente-escatológico es completamente acción de Dios. No se puede establecer con medios políticos, sociales o morales y es teológicamente personalizado por la concepción divina del Abbá que tiene Jesús».

Simultaneamente Schürmann ha puesto de relieve la cristología latente que se encierra en esta concepción del Abbá y del reino: «En la predicación (de Jesús) existen afirmaciones cristológicas implícitas, pero directas, hechas por Jesús sobre sí mismo. Este es el modo por el que el reino de Dios es un "inicio"de la cristología»14. En este núcleo del reino de Dios como Abbá podemos encontrar la conciencia personal de Jesús como «el Hijo», que explicita mejor su condición especial de profeta escatológico, «anunciador y representante final del Reino» (Merklein) y de donde dimana su exousía o autoridad en palabras-acciones de Jesús (cf. Mt 7, 29; 9, 6; 10, 1, etc.) como lo han puesto de manifiesto Pesch, Ebeling y Waldenfels y otros.

Las bienaventuranzas (Lc 6, 20-23; Mt 5, 3-12) no son una moral de interim como pretendía la escatología consecuente en una espera de final de mundo y de venida del reino. Son en nuestra perspectiva un anuncio y presencia en acto del reino, que presupone una acción soberana y gratuita de Dios, que involucra a Jesús como el bienaventurado repartidor del reino a los pobres-mansos-los-que-lloran-hambrientos-misericordiosos-limpios de corazón-pacíficos y perseguidos por la justicia, por el reino o por la causa de Jesús. Involucra en la misma proclamación la misma palabra soberana del Padre eterno y transcendente en el bautismo de Jesús: «Este es mi Hijo muy amado (ho agapetós, Mc 1, 11 par.) escuchadle». Dios en Jesús está ofreciendo el reino de su Padre a los hombres y proclamando la bienaventuranza de los pequeños. Pero en la bienaventuranza del reino no deja de haber su tensión entre el ahora y el futuro absoluto de su consumación. Aparece mejor formulado en la forma lucana. Entre su proclamación gozosa y su consumación está por medio la tribulación, persecución, la kenosis (la cruz) del reino ahora y aquí. Pero después se manifestará toda la fuerza transformante e irradiante de la resurrección.

La misma oración del reino, el Padrenuestro, es un magnífico exponente personal de Jesús. La innovadora invocación del principio, Abbá, recorre los pasajes y acontecimientos más decisivos de Jesús: predicación, oración de Jesús en la agonía del huerto (Mc 14, 36 s. par.). Y también de la comunidad apostólica y paulina (Rom 8, 15; Gál 4, 16; Didajé 8, 2). Se puede advertir en ella la revelación específica de Jesús que liga a Dios con él para siempre. Y a continuación se expresan los deseos y las peticiones del reino. Muy fuerte es su dimensión escatológica. Se destaca sobre todo: «Venga a nosotros tu reino». En ella no quita que el reino ya esté entre nosotros como otras tantas veces Jesús mismo lo ha anunciado y hecho manifiesto. Así en la expulsión de los demonios (Lc 11, 20 par.; 17, 21). Pero con todo aguardamos su manifestación plena. La misma petición del «Danos hoy el pan de cada día» no deja de ser entre otras formulaciones de otros códices, que recoge san Jerónimo, una petición escatológica del «pan del mañana» anticipado para hoy. Y la petición de la liberación del mal o del Malo y el no caer en la tentación se refieren a la tribulación escatológica como presupuesto de la confesión escatológica del reino, (cf. Mc 8, 38 par.).

Las parábolas del reino son un material muy expresivo y muy propio del lenguaje y situación históricoescatológica de Jesús. Revelan la presencia, estado actual y futuro incalculable del reino. El reino es ahora pequeño, humilde, escondido, sujeto a persecución, como Jesús y el grupo que le rodea, pero se revela con una gran capacidad de crecer, de ser grande comoel árbol que cobija a todos los pájaros o como la levadura que hace fermentar toda la masa (parábola del grano de mostaza, cf. Mc 4, 31 s. par. y el de la levadura, cf. Mt 13, 13).

Las parábolas no se pueden interpretar como una escatología realizada, pero tampoco como una escatología consecuente, que todo remite al futuro. En ellas aparece una fuerte tensión entre el presente y el futuro del reino. Y no es sólo una cuestión de tiempo, sino un modo de existencia marcada por la forma cristológica de Jesús y de su pascua, hacia cuyo acontecimiento está abierto el reino y el mismo Jesús.

Los «signos del reino» que comprenden tanto las acciones como los llamados milagros de Jesús, se pueden definir como «las parábolas en acción». Realizan lo que las parábolas enseñan: manifestación del reino en humildad, pero en poder de Dios. Más que por lo puramente milagroso o prodigioso desde el punto de vista de las leyes de la naturaleza, los signos del reino revelan apertura, vinculación y manifestación del mismo reino de Dios, salvando al hombre en la historia. Por otra parte en esas acciones o signos se hace presente de modo irrevocable el destino de Jesús y el don del reino. Esto es lo que se está jugando en los signos, gestos y acciones de Jesús: El reino . Su valor y vinculación escatológica quedan reflejados en la respuesta de Jesús ante la pregunta mesiánica de los discípulos de Juan: «Id y contad lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la buena nueva, y bienaventurado el que no se escandaliza de mí» (Mt11, 4-6; cf. Is 26, 19; 28, 18; 35, 5-6; 61, 1). Se debe destacar en este logion que los hechos anteceden a las palabras y que este makarismo final que comprende la relación de fe y afecto a Jesús pertenece al mismo reino que las acciones. Esta es la frontera escatológica que separa a Jesús y el reino de los otros anuncios de profetas, reyes y sabios del AT (cf. Lc 16, 16). Jesús lo ha expresado como «más que Jonás» y «más que Salomón» (cf. Mt 12, 41 par.), que sólo se resuelve en «el Hijo», en la forma escatológica como lo hace Heb 1, 1-3.

Esta cuestión escatológica del reino se relaciona también con la actitud de Jesús ante la torá, especialmente en lo que se refiere a la gracia y al perdón escatológico de los pecadores. Come con ellos en gesto de máxima apertura del reino. Esto constituye el gesto más escandaloso para los celosos escribas y fariseos. Y su pretensión es blasfema porque concede el perdón antes del arrepentimiento y de todas las pruebas de conversión, sin las cuales son inadmisibles los pecadores a la gracia de la reconciliación. Para Jesús, en cambio, supone el gesto más misericordioso y amoroso de Dios, su Padre. No se trata de que Jesús haya burlado o desautorizado la torá con sus palabras y gestos como en el caso de «acoge a los pecadores y come con ellos» o en la proscripción del divorcio admitido en la torá y rechazado por Jesús (cf. Mc 10, 1-11 par.). Se trata de que Jesús remite a unos y otros, a justos y pecadores, a la voluntad soberana y escatológica de Dios, de la que él es el intérprete autorizado y de la que depende toda la torá. Y esta voluntad última de Dios como Abbá la revela Jesús como momento escatológico e irrevocable de perdón sin condiciones previas a todo pecador. Esta es la nueva voluntad salvífica, a la vez escatológica. Así lo han puesto de manifiesto los exégetas.

Finalmente todo el acontecimiento pascual da su muerte tal como ha sido descrito apocalíptica y escatológicamente por Mt 27, 51-54 y su resurrección de entre los muertos (ek tón nekrón, cf. Rom 6, 8; 8, 11; 10, 9; Ef 1, 20; He 3, 15) es el éschaton teológico, cristológico y soteriológico del reino que reabre en nosotros la escatología con urgencia de presente y con futuro de consumación pendiente.


II. Espíritu Santo y escatología en Pablo

Un tema muy fecundo en la teología paulina es indagar y precisar quién es y qué función representa el Espíritu Santo en el acontecimiento escatológico de Jesús (pascua-parusía) y en el acontecimiento soteriológico derivado de él: nuestra salvación en Cristo.

En el acontecimiento escatológico de Jesús, Pablo con toda la tradición apostólica, expresada en los antiguos credos o símbolos de fe, distingue pero no separa en el único misterio de Cristo los dos momentos de la fe y de la esperanza cristiana: el Cristo pascual y el Cristo parusíaco. El Cristo pascual, muerto y resucitado, es el centro y el fundamento de la fe-esperanza-amor teologal del evangelio paulino y apostólico. Lo podemos constatar en las principales cartas paulinas y es constante en el corpus paulino (cf. 1 Tes 1, 10; 4, 14; 1 Cor 15, 1-8.20; Rom 1, 1-4; Gál 1, 1; Col 2, 12; Ef 1, 20; 2 Tim 2, 8, etc.). La expectación inmediata del Cristo parusíaco es igualmente fuerte en todo el kerigma paulino. En él aparece reproducida la invocación jubilosa y eucarística de la Iglesia apostólica de Jerusalén: Maranatha, «Ven, Señor Jesús» (1 Cor 16, 22; cf. 1 Cor 11, 26).

Y con la parusía de Jesús, Pablo hace mención de toda la constelación desencadenante del éschaton: juicio escatológico, resurrección de los muertos y consumación del cosmos (nueva creación). El juicio aparece completamente cristologizado en Pablo dentro de la perspectiva teológica. Así Cristo Jesús es «el juez de vivos y muertos» (2 Tim 4, 1). Todos «hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo» (2 Cor 5, 10), que es el mismo tribunal de Dios (Rom 14, 10). Por la asociación al misterio pascual, a su tarea evangélica, a su amor inquebrantable a Cristo y a los hombres, por su fidelidad y conducta irreprensible ante la parusía de Jesús los cristianos, como los apóstoles en el evangelio (cf. Mt 19, 28 par.), serán jueces con Cristo de todos los hombres (1 Cor 6, 2). Por eso mismo Pablo, siguiendo la tradición de Jesús (cf. Mt 7, ls par.), desautoriza aquí y ahora juzgar al prójimo por tratarse del tiempo de perdón-misericordia, tiempo de gracia para todos (cf. Rom 2, 1-3; 14, 10; 1 Cor 4, 4).

Los textos paulinos sobre la resurrección final son numerosísimos. Nos bastará citar los más famosos: 1 Tes 4, 13.18 y a Cor 15. Son frecuentes las menciones a la consumación del reino (1 Cor 15, 21 s.) y a la nueva creación (2 Cor 5, 17; Gál 6, 15; Ef 2, 15; 4, 24). Lo que evidencia que la escatología paulina tiene rostro cristológico y que ambos momentos de Cristo, el pascual y el parusíaco, siendo diversos son inseparables como se pone de manifiesto en 1 Tes 1, 10: «y esperar así a su Hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien resucitó de los muertos y que nos salva de la cólera venidera».

Antes de pasar al aspecto pneumatológico de la escatología paulina digamos algo de su misma estructura escatológica y apocalíptica. La dimensión escatológica de la existencia cristiana en virtud de su configuración cristológica y pascual conllevará una transformación de los esquemas apocalípticos judíos que se sirve Pablo. Así es introducido el esquema apocalíptico de los dos «eones», mundos o siglos: el viejo y el nuevo, el presente y el futuro. La pascua de Jesús ya es el nuevo eón, el futuro ya ha llegado. Nosotros nos encontramos entre uno y otro eón. Participamos del nuevo, que es el Cristo pascual, pero todavía estamos anclados en el viejo mundo del pecado y de la muerte.

La apocalíptica judía, de la cual son deudores Pablo y el cristianismo primitivo, en lugar del eterno retorno, de los griegos y de otras culturas orientales, presentaba como final de la historia salvífica la antítesis de los dos eones o mundos. El «presente eón» (aión hoútos) se identifica con el tiempo de este mundo, porque está dominado por Satanás, «El dios de este mundo» (2 Cor 4, 4; Ef 2, 2; cf. Jn 12, 31) y coincide con el reino de Satanás (cf. He 26, 18). Pues bien a este mundo o eón ya le ha venido su fin (synteleía). Cristo por su muerte y resurrección nos libera de la tiranía de este mundo (muerte, pecadoy ley) que son personificados por Satanás. En su lugar la fe en Cristo nos traslada al reino de Dios, al reino de su querido Hijo, viviendo todavía en este mundo (cf. Rom 14, 17; Col 1, 13; Ef 5, 5) en vistas a la plena liberación por la resurrección de los muertos en la parusía del Señor (Rom 5-8). En Pablo la expresión ho aión hoútos se llega a repetir siete veces (Rom 12, 2; 1 Cor 1, 20; 2, 6 dos veces; 2, 8; 3, 18; 2 Cor 4, 4). La matización de «malo» (ponerós, Gál 1, 4) es la característica que define al eón presente.

La diferencia de Pablo con respecto a la apocalíptica judía no está en contraponer sólo los dos eones, como ya lo hizo aquélla frente al helenismo, sino en considerar que el eón futuro y nuevo de la gracia y del perdón de Dios en Cristo ya se ha anticipado y ha irrumpido en nosotros por su Espíritu. Pablo describe desde la experiencia cristiana nueva esta coexistencia agónica de los dos mundos, el viejo y el nuevo, en el cristiano hasta que aquél sea vencido del todo. Esta coexistencia del tiempo intermedio, en la que estamos situados, se resuelve con apuntes escatológicos innovadores que preparan la consumación, plenitud y redención final (apolytrósis toú sómatos, cf. Rom 8, 23). Cristo Jesús ha descabalgado y modificado con su misterio pascual la escatología y la apocalíptica judías, fundando en sí una nueva escatología de gracia y del Espíritu antes que llegue el final, como intermedio escatológico. De tal innovación cristiana da cuenta la teología paulina.

1. RELACIONES ENTRE LA CRISTOLOGÍA Y LA PNEUMATOLOGÍA PAULINAS. Para Pablo la cristología se concentra sobre todo en el momento escatológico de la pascua de Jesús, cuya parusía gloriosa se aguarda con expectación cercana. En esa dimensión escatológica se perfilan las relaciones entre cristología y pneumatología paulinas. Cristo y el Espíritu constituyen el momento escatológico para el cristiano y la comunidad eclesial según se desprende de la pascua de Jesús.

Ya en el AT había apuntes significativos sobre el momento de la irrupción escatológica del Espíritu sobre el Mesías (cf. Is 11, 1-5; 42, 1-12) y en los últimos tiempos sobre todo Israel (cf. Joel 3, 1-5; He 2, 16-21) y en la resurrección histórico-escatológica de Israel (cf. Ez 37, 1-14; 1 Cor 15). Pablo, teniendo en cuenta estos apuntes y otros aspectos escatológico-pneumáticos del judaísmo contemporáneo, ha podido formular con gran novedad una escatología cristiana, basada en Cristo y el Espíritu a partir de la pascua y en vistas a la parusía.

Pablo no recoge expresamente las relaciones de Jesús y el Espíritu en la muerte como lo hizo en la resurrección (cf. Rom 8, 11), pero lo hace desde otros contextos. Sólo Heb 9, 14 señala explícitamente que en la muerte de Jesús se entregó al Padre por nosotros en virtud del Espíritu. Para Pablo el don del Espíritu en la muerte de Jesús subyace en las fórmulas de su entrega: «por nosotros» (hypér hémón) (cf. 2 Cor 5, 21; Gál 1, 4; Tit 2, 14); «muerto por nuestros pecados» (1 Cor 15, 3); en la eucaristía: «éste es mi cuerpo entregado por vosotros» (1 Cor 11, 24), etc. Pablo acuña en esta fórmula autobiográfica el amor de Jesús al Padre por nosotros, donde emerge el Espíritu como ágape y vínculo entre él y nosotros: «me amó y se entregó por mí (Gál 2, 20). Este amor del Padre y del Hijo es el Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5, 5).

Además el Espíritu se revela como fuerza del crucificado. La cruz y el Mesías crucificado se revelan por el Espíritu como fuerza de Dios para los débiles. Pablo anuncia a Cristo entre los gentiles y lo hace «en demostración de Espíritu y poder» (en apodeíxei pneúmatos kai dynámeós, 1 Cor 2, 4). Pablo describe el misterio pascual en términos de debilidad/poder: «fue crucificado en su debilidad, pero vive por el poder de Dios» (2 Cor 13, 4) equivalente a la humillación-exaltación del himno prepaulino de Flp 2, 6-11.

Pablo, predicador del evangelio de Jesús, el Mesías crucificado, saca fuerzas de flaqueza que es indicio del poder del Espíritu de Dios: «Yo, aunque comparto su debilidad, con la fuerza de Dios participaré de su vida frente a vosotros» (2 Cor 13, 4). El apóstol puede decir de sí mismo: «pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 10). Esta es la «sabiduría de Dios» que salva a los creyentes y les comunica su Espíritu.

La resurrección de Jesús constituido Hijo y Kyrios en poder es para Pablo la obra escatológica del Espíritu creador y vivificador de Dios el Padre: «constituido Hijo de Dios en poder (en dynámei) por la resurrección de los muertos según el Espíritu de santidad (katá pneúma hagiosynes, Rom 1, 4). Viene a resultar «el Espíritu de Aquel (el Padre) que resucitó a Jesús de entre los muertos» (Rom 8, 11). La pascua de Jesús seconstituye así en el acontecimiento escatológico central, revelador y salvador por excelencia. El Espíritu Santo, que se revela como el Espíritu de Dios Padre por el que resucitó a su Hijo, se convierte a su vez en el Espíritu del Hijo. Además éste se revela a partir de la resurrección como Señor del Espíritu. Tal es lo que viene a significar la frase misteriosa y atrevida de Pablo: «El Kyrios es el Pneuma» (2 Cor 3, 17). No se debe interpretar como una identificación personal entre Cristo y el Espíritu. Esto disolvería el misterio trinitario que Pablo lo convierte en objeto de alabanza y de doxología al mismo tiempo que es el Dios de su saludo eclesial y de su bendición.

Tampoco se puede subordinar el Espíritu en la teología paulina a pura función del Hijo. El Espíritu Santo es don y persona. Don y promesa del Padre para los creyentes y bautizados en Cristo. Es el amor personalizado y personal entre el Padre y el Hijo. Para Pablo es «la koinonía» entre los dos y de donde se deriva nuestra comunión con ellos (cf. 2 Cor 13, 13).

2 ESCATOLOGÍA PNEUMATOLÓGICA PAULINA. La pascua de Jesús nos ha revelado que el reino de Dios es trinitario. Nos revela al Padre y al Hijo con el Espíritu. En ese mismo acontecimiento se ha revelado el Espíritu Santo como persona divina siendo el Espíritu del Padre y del Hijo. Su irrupción en nosotros por la fe y el bautismo constituye la presencia y el don activo del Espíritu. B. Rigaux ha calificado a esta escatología pneumática de Pablo que vive el cristiano «la anticipación de la salvación escatológica por el Espíritu».

La anticipada irrupción del Espíritu del Hijo en nosotros por la fe y el bautismo nos ha conferido la filiación divina y podemos clamar: ¡Abbá, Padre!» (Gál 4, 6 s.). Esta salvación escatológica por el Espíritu nos confiere la verdadera libertad cristiana, liberándonos de la ley, del pecado y de la muerte. La libertad cristiana es, al mismo tiempo, un don escatológico del Resucitado: «Para ser libres nos liberó Cristo» (Gál 5, 1). Esta libertad nos viene del Espíritu de Jesús: Ubi Spiritus ibi libertas. Se vive en libertad, viviendo según el Espíritu (Gál 5, 16). A este vivir «según el Espíritu» corresponde en Pablo vivir en Cristo. Los dos modos de ser son una misma cosa por la vinculación estrecha entre Cristo y el Espíritu. En cambio se opone a ello el vivir «según la carne» (katá sárka) (Rom 8, 5-13; Gál 4, 23.29; 5, 13-19). Es el «hombre viejo» sometido a la corrupción del pecado, de la injusticia y de la muerte. Por eso es esclavo de su concupiscencia, mientras el que vive «según el Espíritu» es un «hombre libre» no para realizar sus deseos-pasiones, sino para realizar la justicia y el ágape. La tarea de la libertad es el amor cristiano (Gál 5, 6.13 s.). De ahí que la forma de vida más perfecta en el Espíritu según Pablo es la del himno del amor o ágape (1 Cor 13). Y es que el Espíritu es koinonía.• «la comunión del Espíritu Santo» (2 Cor 13, 13).

La comunidad cristiana, que se siente constituida por el Espíritu desde su fundación, refleja además esta presencia y este poder del Espíritu de Dios «en gran abundancia» (plerophoría palló, 1 Tes 1, 2-5). Es la plenitud anticipada de los tiempos mesiánicos y escatológicos. Los fieles experimentan la alegría del Espíritu (1 Tes 1, 6) y su santificación, porque se les ha dado el Espíritu (4, 8). Pablo les recomienda que acepten los dones del Espíritu, porque a veces parecen desconfiar de ellos: «No extingáis el 'Espíritu; no despreciéis la profecía» (5, 19). Por otra parte se nos conceden los dones y los gozos escatológicos del Espíritu (Gál 5, 22 s.). Y el Espíritu es el que ha repartido los carismas en los fieles para la mutua edificación del «cuerpo de Cristo» (Iglesia) (1 Cor 13). Pero el máximo don es el amor o ágape de Dios que nos justifica y nos santifica. Amor que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rom 5, 5). Ese mismo Espíritu que inició su salvación escatológica en nosotros y nos confirió «las primicias» de la resurrección escatológica (Rom 8, 23) y «las arras» (arrabón, 2 Cor 1, 22; Ef 1, 14) consumará nuestra resurrección final venciendo la muerte como en la pascua de Jesús, haciéndonos partícipes de su glorificación (Rom 8, 11).

Por el Espíritu los bienes del mundo futuro son ya presentes y poseídos por anticipación aunque de forma germinal e imperfecta. Por eso debemos añadir que toda anticipación y crecimiento en medio de la tribulación aguarda su consumación gloriosa. El puente entre ambos momentos de una misma escatología es para Pablo la presencia y acción del Espíritu de Dios que es también el Espíritu de su Hijo.


III. Escatología de Juan

Nos ceñimos fundamentalmente al evangelio de Juan y no tenemos en cuenta todo el corpus joánico, especialmente el Apocalipsis.

A partir de los estudios de R. Bultmann y de Ch. H. DODD la escatología de Juan se ha colocado en el candelero de la innovación escatológica del NT. Para el primero representaba la «desmitologización» no sólo de los elementos apocalípticos, con sus ribetes cosmológicos y futuristas, que están en el mensaje de Jesús, sino especialmente en el de la Iglesia apostólica primitiva. Juan lo ha reducido a una escatología existencial y presentista que vive ahora y aquí la novedad de la nueva vida mistérica con Cristo por la fe-ágape en oposición dialéctica con la existencia del pecado-muerte del mundo. Es la vida eterna y celeste frente a la vida terrestre y de pecado. Juan representa, pues, el grado más agudo de «desmitologización» de la fe cristiana, que había iniciado Pablo con su concepción y experiencia. Es cierto que Bultmann se ha dejado excesivamente influenciar de su programa desmitoligizador, debido a sus bases de teología barthiana y de existencialismo heideggeriano, pero ha sabido captar la originalidad del núcleo de la escatología joanea. De modo equivalente y por caminos distintos llegaba a calificar ese núcleo de la escatología de Juan como escatología realizada y además como la mejor y más original expresión de la escatología cristiana, frente a los autores que sostenían que la corriente de la escatología consecuente es la de Jesús y la más representativa del NT.

Siguiendo en la línea hermenéutica de Bultmann y Dodd los actuales intérpretes de Juan cuidan mejor los diversos estratos de la tradición y de la redacción joanea. Boismard, por ejemplo, ha insistido en que los estratos sobre la escatología de futuro con su escenografía apocalíptica son los más antiguos del evangelio de Juan y no un añadido eclesiástico posterior para ahormarlo con la tradición judeocristiana como piensa Bultmann. Pero sobre ese trasfondo primitivo el evangelio de Juan presenta su propia visión y experiencia de la escatología de Jesús en la comunidad a partir de la pascua: una escatología presentista y realizada en lo fundamental. También en esta línea se pronuncia R.E. Brown, quien considera que ambas escatologías, la presente realizada y la apocalíptica o futura, se combinan en Juan. Pero esto ya se encontraba en germen en la escatología de Jesús que recogen los sinópticos. Lo que hizo Juan fue una remodelación escatológica y una concentración cristológica. Esta última hizo que aquella tomase un cariz más de escatología presentista y realizada sin omitir el trasfondo futurista y apocalíptico que domina en el apocalipsis. Pero éste está combinado con la liturgia perenne de consumación. Por ello en el evangelio de Juan bajo una óptica de escatología presentista preocupa menos el juicio futuro y la resurrección «en el último día», porque todo esto está en curso y se está dando para el creyente aquí y ahora con carácter anticipativo y definitorio (cf. Jn 3, 18; 12, 31; Jn 12, 23-26).

La vida eterna, equivalente al reino de Dios predicado por Jesús y descrito por los sinópticos, es una realidad escatológica en el evangelio de Juan, de la que gozan ya la comunidad de los creyentes que aman en este mundo a Jesús como el Hijo y a Dios como su Padre(cf. Jn 3, 5; 6, 54). El factor vitalizante de la vida eterna en el cristiano es el Espíritu (6, 63; 7, 38 s.). Presupone la pascua de Jesús y su ascensión al Padre 7, 39; 16, 7; 19, 30; 20, 22). De igual manera la promesa de vida eterna ligada a la eucaristía, sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo, se realiza después de la muerte de Jesús como cuerpo muerto por la vida del mundo 8, 27.51). Pero por la fe en Cristo y por la comida de su carne y la bebida de su sangre aquí y ahora ya se posee la vida eterna y se participa de la resurrección (6, 53-56).

La remodelación escatológica de Juan se vale de la teoría helenística de los dos mundos contrapuestos y superpuestos: el «celeste» y «terrestre»; «arriba» y «abajo». Con ello configura una escatología «vertical-horizontal». Para salvarse —y esto es función escatológica— hay que pasar del mundo terrestre al mundo celeste. Antes el Hijo del Hombre, Jesús, ha descendido del celeste al terrestre (3, 13). Esta es la humanización de Dios: la Palabra (Logos) se ha hecho carne (1, 14). Jesús el Logos encarnado es el pan de vida que desciende del cielo (6, 27). Es la luz divina que viene a este mundo (3, 19). Esta duplicidad de esferas se da también entre el Espíritu y la carne, realidades histórico-escatológicas opuestas (3, 6; 6, 63). Pero esta esfera vertical no elimina la histórico-horizontal. Así, la creación e Israel preceden en la historia salvífica al Logos encarnado (cf. Jn 1, 3; 4, 21-23, etc.).

La técnica concentradora de la escatología de Juan es ver todo, la creación e Israel, en realción a Jesús, el Logos encarnado, el Hijo, el Monogenes, el Hijo del Hombre. Muchos son los autores que desde Ricca han señalado esta concentración cristológica como característica de la escatología joanea, que tiene su punto álgido en la expresión cristológica, que recuerda la revelación del nombre de Yahvéh en el relato del Ex 3, 13-15'y que Jesús se apropia en el huerto del prendimiento: ego eimi (Jn 8, 5-6.8). Es la revelación personal con la que Jesús comienza sus grandes discursos: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (14, 6); «Yo soy la resurrección y la vida» (11, 25), etc... Esta misma concentración cristológica conlleva inseparablemente una unión estrecha entre Jesús el Hijo y la comunidad de los discípulos a partir de la pascua. Pero esta presencia de comunión no anula el tiempo de la misión cristiana (4, 35-38; 20, 21), el conflicto Iglesia-mundo (16, 8) y la reunificación de un solo rebaño bajo un solo pastor (11, 52; 10, 16; 21, 15-17), lo cual es una clara alusión al tiempo pospascual que discurre hasta la parusía31.

Finalmente esta escatología cristológica de Juan tiene una propensión y un deslizamiento claro a la pascua, como tiempo de presencia escatológica que cuenta en detrimento de la parusía, pero sin negarla, como advierte en numerosos pasajes R. Schnackenburg.

Espíritu Santo y escatología en Juan. Podemos diferenciar en la pneumatología joanica los dichos de Juan el Bautista sobre el Espíritu Santo y Jesús referente a su bautismo. Jesús es sobre el que desciende el Espíritu Santo en forma de paloma y permanece sobre él (1, 32-33). Pero es ese Jesús al que le asigna Juan el Bautista el poder de bautizar con Espíritu Santo y fuego (3, 11).

Alude pues a la promesa del Espíritu Santo que reciben los discípulos en pascua por el soplo del Resucitado Un 21, 22) según la referencia explícita de Jn 7, 39, en la que se señala que la promesa del Espíritu la proclama de forma simbólica y profética el mismo Jesús en la fiesta de los tabernáculos y matiza: «Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado». Es evidente que se trata del bautismo cristiano pascual del que habla Jesús a Nicodemo Un 3, 1-21), cuyo sentido mistérico más profundo se encuentra en la frase revelatoria de Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios» (3, 5). Texto casi único con Jn 3, 3, en donde se encuentran estas dos realidades escatológicas: la expresión preferente de Jesús «reino de Dios», que en el evangelio de Juan es sustituida por «vida eterna», y el Espíritu. Este bautismo y este don escatológico del Espíritu Santo son claramente pascuales, pero en la técnica literaria de Juan, al no mencionar tal sacramento en la vida de los discípulos después de la pascua, se anticipa en vida de Jesús. Jesús bautizaba, mejor dicho, bautizaban sus discípulos por él (4, 1-2).

Otros textos se refieren a la nueva adoración de Dios que superará, en la fase escatológica que ha inaugurado Jesús, la disputa entre judíos y samaritanos sobre el lugar y el modo del culto en Jerusalén o Garizim. Jesús sentencia: «Dios es Espíritu y los que lo adoran tienen que adorarlo en espíritu y verdad» (4, 24).

Finalmente nos referimos a la promesa del Paraklétos, el Espíritu de la verdad, que Jesús promete enviar a sus discípulos cuando suba al Padre por la pascua y vuelva a ellos para no dejarlos huérfanos. Tal promesa se realiza en los discursos de despedida dentro de la última cena y se reducen a cinco dichos de Jesús.

En la primera sentencia sobre el Paraklétos (14, 16 s.) no se le asigna ninguna actividad. Sólo se indica que es un don del Padre y que permanecerá para siempre con ellos, ocupando el lugar de Jesús. Será una asociación protectora para los discípulos, porque permanecerá «con ellos» y «en ellos». Eso mismo hace el Padre con Jesús (cf. 8, 29; 16, 32).

En la segunda sentencia (14, 26) se revelan las funciones que va a desempeñar el Paraklétos en los discípulos: enseñar y recordar las palabras de Jesús. Va a ser su memoria viva y su maestro interior. Eso mismo es lo que se dice en 1 Jn 2, 27 con «la unción» del Espíritu. La función de enseñar atribuida al Espíritu ya se halla en Lc 12, 12 y en otros lugares afines del NT (cf. 1 Cor 2, 10-13; Ef 1, 17, etc.).

En la tercera sentencia (15, 26 s.) el Paraklétos asume con los discípulos y por medio de ellos una función forense: abogado defensor que por medio de su testimonio declara en favor de Jesús y su causa. Este testimonio no es para los discípulos como en la sentencia anterior (recordar y enseñar), sino para los de afuera. «Como las obras han dado testimonio en favor de Jesús terrestre, así también lo hará el Espíritu después de la partida de Jesús, y ciertamente en el testimonio de los discípulos». Este testimonio del Espíritu de la verdad, que depone ante el tribunal, cuando está en litigio la causa de Jesús en sus discípulos, es conocido por la tradición en el logion sinóptico de Mc 13, 9.11. Pero Mt lo aclara mejor: «El Espíritu de vuestro Padre hablará en vosotros» (10, 21). Juan coincide con la función forense del Espíritu Santo de los sinópticos, pero sin que aparezca en ellos la designación de Paraklétos que le da Juan

La cuarta sentencia sobre el Parakletos (16, 8-11) continúa su actividad forense y la relaciona con el juicio escatológico del mundo incrédulo. Supone la victoria de Jesús sobre «el jefe de este mundo» (v. 11) y además, como indica Schnackenburg, el Espíritu Paraklétos «pasa de una asistencia ante los tribunales humanos a ser acusador del mundo ante el tribunal de Dios»35. Aquí se da una inversión como en el proceso de Jesús: «el acusado pasa a ser el acusador, el condenado queda justificado, y el negado se convierte en el vencedor», como admirablemente lo expresa el autor antes citado. La comunidad cristiana continúa el pleito de Jesús y su causa ante el mundo incrédulo, pero cuenta ahora con la asistencia irrebatible del Paraklétos. Su importancia para llevar a cabo el juicio escatológico del mundo en favor de los discípulos pone de manifiesto que en Juan el juicio ya se ha realizado en Jesús (cf. Jn 3, 17-19; 5, 22-25.30). Esta escatología joanica del juicio realizado no es algo cerrado y concluso, sino que se actualiza permanentemente por el testimonio del Espíritu en los discípulos dentro de la Iglesia y fuera de ella, sobre todo en los litigios que tienen con el mundo incrédulo en sus tribunales.

En la quinta sentencia sobre el Paraklétos (16, 13-14) se amplía todavía la actividad intraeclesial que señaló en las primeras sentencias. En la manera de enseñar y recordar será «guía hasta la verdad plena». Esta plenitud escatológica, fruto de su magisterio y memoria, sólo se puede alcanzar plenamente en la otra vida. Por lo tanto, con Jesús en la misma vida de la resurrección. En forma latente, aunque esté apuntando a la comunión espiritual con el Cristo pascual en esta vida hasta un grado pleno, no puede descastarse toda la proyección de la otra vida con la que cuenta la escatología de Juan, cuando hace alusión Jesús a su ida para preparar «las moradas en la casa de su Padre» a sus discípulos, para que «donde estoy yo estéis también vosotros» (14, 2 s.)

Pero hay además un apunte de futuro de la escatología tradicional que sin desarrollarla no la omite en este logion: «y os anunciará lo que está por venir» (16, 13). Función profético-apocalíptica del Paraklétos, pero que no se preocupa de desarrollar, porque toda su propensión es desarrollar la comunión de presencia con el Hijo resucitado y con el Padre, y en donde no falta el Espíritu, en una inhabitación espiritual. Presencia, comunión e inhabitación trinitaria a partir de la pascua en el creyente y en la comunidad que es un anticipo de la plenitud escatológica del reino de Dios en las moradas celestes.

Esta misma propensión se encuentra en otro diálogo corto entre Jesús y Judas no el Iscariote, que la tradición lo identificó con Judas Tadeo o Lebeo «hermano de Jesús» (Jn 14, 22 s.): «Señor, ¿cómo es eso de que te has de manifestar a nosotros y no al mundo?» Pregunta de contraste evidente con una alusión explícita a la parusía del Señor al final de los tiempos. Esta misma objeción se percibe en He 10, 40 ss. contra las apariciones del Resucitado, sólo reservadas a los discípulos. Objeciones que fueron lanzadas también por Celso y Porfirio, los mayores opositores del cristianismo en el área pagana. Y en parte parece responder a ese propósito el evangelio apócrifo de Pedro (hacia el 150 d. C.), apareciéndose Cristo triunfante y resucitado del sepulcro a los soldados y ancianos judíos sus enemigos.

Digamos que Jesús contesta al discípulo en esa sentencia como antes de su misma objeción (14, 23 ss.; cf. vv. 18-21) en la misma línea pascual de su manifestación a los discípulos en pascua, dejando de lado la hostilidad e incredulidad del mundo, el cual por sí mismo se desacredita y su juicio es de reprobación.

La escatología de Juan no niega ni omite la parusía, pero no tiene un especial interés ni expectación por ella, porque todo ello lo reserva a la anticipación pascual de Jesús con sus discípulos, provocando esta escatología trinitaria y de comunión, que anticipa todos los gozos del reino y de la parusía: «El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama, y al que me ama, mi Padre lo amará, y también yo le amaré y me manifestaré a él (v. 21). En la contestación de Jesús a Judas no el Iscariote matiza: «Si uno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él para fijar morada en él» (v. 23). A esta escatología pascual le llama Dodd «una parusía desvanecida» ante una pascua que funda supresencia de comunión místico-trinitaria.

Estos dichos joaneos han contribuido a hacer del Paraklétos el sustituto de Jesús («el otro Paraklétos», Jn 14, 16) en su ausencia. Pero por él Jesús resucitado funda su presencia en los discípulos sin que ambos se confundan como personas ni en sus funciones.


IV. La SS. Trinidad como misterio escatológico, en plano de revelación y de adoración.

1. EN EL PLANO DE LA REVELACIÓN la Trinidad —el Padre, Jesús el Hijo y el Espíritu Santo— puede ser considerada como el acontecimiento escatológico-revelatorio de Dios en la historia a partir de la pascua de Jesús. La pascua culmina en la Trinidad como historia de la revelación de Dios. En ella se desvela Dios como «el Padre de Nuestro Señor Jesucristo que lo resucitó de entre los muertos» (Rom 4, 24; 10, 9; 2 Cor 4, 14; Ef 1, 20). Ésta es la definición personal del Dios de Jesús que viene a esclarecer la especial y personal relación de Yahvéh con Jesús a partir del Exodo, pero sobrepasándolo (cf. Ex 3, 1-15) en la pascua de Jesús. Éste es ahora el acontecimiento escatológico revelador. Entre Yahvéh y Jesús existe la relación personal y propia del Padre transcendente con su Hijo de forma intransferible desde siempre y para siempre. La pascua revela en poder y gloria esta relación personal que subsistía entre el Dios Abbá y Jesús en la historia. Por eso Dios su Padre lo ha resucitado de entre los muertos. Se ha sentado a la derecha del Padre y lo ha constituido el Kyrios con todo poder en el cielo y en la tierra. Es conjuntamente glorificado con el Padre y vendrá a juzgar a vivos y muertos al final de la historia. Constituido Kyrios tiene poder para enviar el Espíritu Santo desde el seno del Padre para que sea «el otro Paraklétos» Un 14, 16), su memoria viva entre los hombres que los conduzca hasta la verdad plena, les conceda el don de la filiación en el Hijo y sea primicias y garantía de la resurrección final de los creyentes y de los hombres como antes fue de Jesús el Resucitado. En este despliegue trinitario de la pascua de Jesús se ha revelado la plenitud del reino de Dios.

Pero todavía este misterio de la Trinidad, que lo podemos contemplar revelado plenamente en la pascua, se nos revela a nosotros bajo la oscuridad clarividente de la fe, «aunque todavía es de noche», según la expresión de san Juan de la Cruz. La Trinidad un día llegará a ser nuestra visión beatífica. Como nos dice Pablo: «Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara» (1 Cor 13, 12). Y todo esto se producirá cuando nosotros hayamos experimentado la profunda transformación de la resurrección en Cristo, vencida la muerte. A este acontecimiento escatológico se refiere Juan en aquel texto de nuestra filiación escatológica: «Ahora somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado todo lo que seremos» (1 Jn 3, 2). Escatológicamente lo seremos por participación vital en el misterio de la Trinidad. Ella será la meta de nuestra visión beatífica y el término de nuestra deificación (théosis), tal como explicó la teología ortodoxa el dinamismo escatológico de la vida cristiana40. Estos dos aspectos, Trinidad y escatología, son inseparables. La Trinidad es la revelación interpersonal y divina del reino de Dios al mismo tiempo que su plenitud escatológica. Así se ha revelado y realizado en la historia y pascua de Jesús y ella nos realizará a nosotros escatológicamente, haciéndonos partícipes.

En la teología cristiana de la Trinidad se ha planteado tanto la identidad como la distinción entre Trinidad económica y Trinidad inmanente. La primera se refiere a su manifestación en la historia salvífica (ad extra), especialmente en la historia de Jesús y por él en la comunidad de los discípulos (Iglesia). Y la otra se refiere a cómo es la Trinidad en sí misma (ad intra). Los escolásticos fueron partidarios de la distinción basándose en que ad extra la Trinidad obra como un solo Dios, a excepción de lo que se refiere a la encarnación personal del Hijo y de su misterio pascual. En el resto de las acciones salvíficas, la creación, la redención y la santificación, son de las tres personas en cuanto un solo Dios, aunque se admite la teoría de las «apropiaciones». Esta consiste en «atribuir» a una persona divina, mejor que a otra, ciertas acciones ad extra que están más en conformidad con su manera de ser personal. Así al Padre se le atribuye la creación, al Hijo Redentor la redención y al Espíritu Santo la santificación de los creyentes, aunque son los tres como uno los que crean, redimen y santifican.

K. Barth y sobre todo K. Rahner han pretendido superar esta teoría teológica de las «atribuciones» y han pasado a tomar más en rigor la Trinidad económica como la misma Trinidad inmanente. Así K. Rahner ha formulado este principio trinitario: «La Trinidad inmanente es la Trinidad económica y viceversa». Y es que conocemos y se nos revela la Trinidad tal como es en sí misma por la historia de la salvación. Actúa como es.

2. EN EL PLANO DE LA ADORACIÓN. La distinción entre la Trinidad inmanente y Trinidad económica sólo puede provenir por la transcendencia personal escatológica de la Trinidad, la cual no se reduce a pura función de nosotros, sino actuando como tal en nuestra historia se manifiesta más allá de nuestra propia historia siendo como es: autosuficiente, transcendente y libre. Expresamos así la Trinidad en plano de adoración y de doxología. Así lo ha reconocido J. Moltmann partidario a la vez de la identidad rahneriana y de la diversidad mencionada. La alabanza, la acción de gracias, la doxología y la contemplación de la Trinidad culminan por una parte la experiencia salvífica de la Trinidad y al mismo tiempo expresan mejor la Trinidad como ella es. «Sólo la doxología —ha dicho Moltmann— eleva la experiencia salvífica a la plena experiencia de salvación». Mucho antes los Padres griegos distinguieron oeconomia y doxologia. Sólo a ésta le llamaron propiamente theologia, porque sólo por ella se alcanza al Dios Trino de nuestra salvación tal como es. Esto mismo es lo que da a entender san Juan de la Cruz al hablar de la theologia mystica o contemplatio como la más alta y sabrosa noticia de amor sobre el Dios trino y que subyace en su «Cántico Espiritual» y en la «Llama de amor viva» y de la que habla más explícitamente enla «Subida al monte Carmelo» en el libro de la «Noche oscura»3.

La doxología de la liturgia celeste, de la que participa la Iglesia de la tierra, va dirigida a Dios que es el Padre, según la designación del NT del ho Theós, como lo ha probado K. Rahner en un trabajo. Pero se centra en el Cristo Resucitado que es el Cordero degollado, que sólo él puede abrir el libro de los siete sellos, y del que se dice: «El que es, el Primero y el Ultimo, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la Muerte y del Hades» (Ap 1, 17 s.). Aunque el trisagion va dirigido a Dios (el Padre) «Aquel que era, que es y que va a venir» (Ap 4, 8), otras doxologías van dirigidas a Dios y al Cordero: «Al que está sentado en el trono y al Cordero alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos» (Ap 15, 13; cf. 15, 3-4). Y toda esta liturgia celeste se realiza ante las siete lámparas ardientes del Espíritu de Dios (Ap 4, 5).

En la experiencia salvífica según el proceso descendente de la manifestación trinitaria de Dios es «el Padre por su Hijo Jesús en el Espíritu» el que nos crea y nos salva. Pero en el proceso ascendente de la doxología se parte al revés: «en el Espíritu por el Hijo al Padre» meta y fin de toda alabanza y adoración. En este proceso trinitario y salvífico, siendo el Padre el origen y meta escatológica ad intra y ad extra y el Hijo siempre el mediador —también en la vida eterna de la resurrección y de la visión beatífica— el Espíritu tiene una función escatológica dentro de Dios y en nosotros.

En un amplio y profundo estudio sobre el Dios trinitario, dice Pikaza tratando de las relaciones entre Trinidad y persona humana, sobre la revelación escatológica del Espíritu en la doble dirección dentro y fuera de Dios, en los hombres: «El Espíritu es "clausura de Dios" en el nivel intratrinitario: es la persona en la que Dios culmina su proceso interno y viene a presentarse ya en manera total como divino. Pues bien, lo mismo pasa en el nivel de nuestra historia... La verdad final de Padre e Hijo sólo podemos encontrar en el Espíritu. Amor que brota de ambos y que nos vincula en comunión abierta hacia la plenitud escatológica»


V. Trinidad y juicio: la salvación y la posible condena de los hombres

1. La experiencia de Israel frente a su Dios, Yahveh, queda definida en esta invocación: «Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal» (Ex 34, 6; Sal 86, 15; 103, 8; 111, 4; 112, 4; 145, 8; 2 Crón 30, 9; Neh 9, 17; Joel 2, 13; Jon 4, 2).

La justicia y la misericordia con sus atributos. Y esto lo experimentó en la historia de la promesa y sobre todo del éxodo. Y quedó consignado en la alianza: «Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo» (Lev 26, 12; Ez 36, 28). Esta gracia de la alianza que conllevaba bendiciones, pero podría atraer maldiciones pasaba por la mediación de la torá (ley). A través de la alianza y la torá juntamente con el culto formaba Yahvéh la personalidad y la responsabilidad de su pueblo: pueblo de Dios, pueblo de la alianza. Gracia y responsabilidad van unidos en este texto admirable que fundamenta el juicio de Dios a su pueblo: «Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos de Yahvé, tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, vivirás y te multiplicarás. Te tengo delante vida y muerte, bendición o maldición. Escoge la vida para que vivas, tú y tu descendencia, amando a Yahvéh tu Dios» (Dt 30, 15-16.19-20).

El libro de los jueces es el libro de los juicios de Dios con su pueblo: juicios de gracia y de desgracia. Cuando rompían la alianza con su Dios y seguían a los baales y astartés, Dios castigaba a su pueblo dejándolos caer en manos de los filisteos, cananeos y amorreos. Pero Dios se compadecía de ellos y enviaba jueces a su pueblo para liberarlos de sus enemigos (Gedeón, Sansón, Débora). Dios ejercía sus juicios de gracia y de desgracia en la historia de Israel y así probaban su justicia y su misericordia.

En esta línea los profetas continúan, amplían e innovan no sólo dentro de un horizonte histórico, sino escatológico. Los juicios de gracia y desgracia llegan primero a Israel y después a las naciones, aunque por distintas razones. Los profetas denuncian la ruptura de la alianza de su pueblo (la idolatría, los pecados contra los pobres, etc.). Y la denuncia conllevará el terrible castigo del exilio, la destrucción de los reinos de Samaría y de Judá, la destrucción del templo de Jerusalén, de las ciudades y del pueblo (cf. Am 2, 6-8.13-16; 4, 1-12; Jer 9, 9-21; Ez 9, 1-11). Todo depende de su conversión y arrepentimiento. El castigo no es inexorable.

Cabe una decisión libre y responsable del pueblo ante la predicación profética de dar marcha atrás que puede cambiar totalmente el panorama. Es la hora de la decisión y de la responsabilidad del pueblo.

Los profetas anuncian «el día de Yahveh» (Am 5, 17; Ez 22, 24; Jer 31, 5-7; Mal 3, 19-23). Viene envuelto en la tormenta y en la oscuridad. Descubre la doble faz del juicio escatológico de Dios. Es terrible y fascinante, encierra salvación y castigo. Primero para Israel y después para las naciones. Para Israel supondrá en un principio humillación y destrucción, porque son denunciados sus gravísimos pecados y sometido al juicio de condenación, que Dios lo ejecutará a través de las naciones. Ellas son el brazo de castigo de su Dios. Pero Dios se compadecerá de su pueblo en el exilio. Perdonará su culpa, lo redimirá de su cautividad, lo resucitará de su campo de muerte, lo librará de sus enemigos y preparará con su pueblo su retorno, un nuevo éxodo más glorioso que el primero de la cautividad de Egipto y hará con él una nueva alianza. Todo esto anuncian los profetas del exilio (Am 9, 14-15; Jer 31, 31-34; Ez 36, 25-27).

Este Dios que juzga a su pueblo tan duramente en la desgracia, pero lo reviste de misericordia, de gracia y de alegría exultante con sus juicios de salvación histórica y escatológica, es un Dios que juzga «no según las apariencias» como hacen los hombres, sino que escruta los riñones, lo más íntimo del hombre. «Señor, tú me sondeas y me conoces: me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos percibes mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares» (Sal 139). El juicio de Dios forma la persona y la llama a realizar su vocación en libertad, en gracia y en responsabilidad. Por eso los mismos profetas ante este juicio de Dios son los formadores de la vocación personal y de la responsabilidad humana. Pretenden sacar a su pueblo de la ley inexorable de la sangre y del destino trágico colectivo, de una ley de clan, apelando a la responsabilidad personal. Así podemos leer la corrección del aforismo popular «los padres comieron uvas agraces y los hijos padecieron dentera», hecha por los profetas. De aquí en adelante no será así, sino que cada uno será responsable de sus actos y merecerá según su conducta (Ez 18, 2-4.19-20; Jer 31, 29 s.). Y es que Dios va a fundar una nueva alianza, purificando a su pueblo con un agua que limpie sus pecados. Le va a colocar en lugar del corazón de piedra un corazón de carne, sensible para Dios y para el prójimo (cf. Ez 36, 25-27; Jer 31, 31-34). El juicio de Dios expresado por los profetas prepara y configura un nuevo hombre.

También el juicio de Dios afectará a las naciones. Ante todo Dios es justo y misericordioso con todos los pueblos no sólo con Israel, aunque éste sea su heredad mimada. Dios es el creador de todos, su juez y su remunerador. Por eso, si acepta que las demás naciones castiguen al pueblo por sus pecados, no tolera que se excedan en su castigo. Por eso el día de Yahvé será terrible contra los enemigos de Israel. Los destruirá. Tampoco acepta de las naciones la violabilidad de sus pactos, las guerras demoledoras de otros pueblos, su botín y su rapiña, porque Dios es sostenedordel derecho y de la justicia de todos los pueblos, especialmente de los pequeños y humillados. Dios a través de sus juicios históricos con Israel y con las naciones conducirá a todos a la montaña santa de Sión y allí preparará un banquete escatológico con todas las naciones y los llenará de gozo y de alegría de su salvación y destruirá el mismo oprobio de la muerte (cf. Is 25, 6-9). Así se perfila el juicio escatológico salvador de Dios a través de la historia para Israel y todos los pueblos.

Jesús sigue y da cumplimiento en esta línea inaugurada por los profetas sobre el juicio escatológico de salvación. Jesús innova, porque él mismo representa este juicio escatológico de salvación de Dios: «Dios no ha enviado su Hijo al mundo para juzgar al mundo sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 17). Jesús parte del mensaje profético y apocalíptico de Juan el Bautista sobre el juicio vengador de Dios, que es inminente («la ira venidera»; «el hacha ya está puesta en la raíz del árbol»). Aprueba su movimiento profético y bautismal de un «bautismo» para la remisión futura de los pecados en el juicio inminente y la conversión por el arrepentimiento y la justicia profética cumplida. Pero Jesús bautizándose desborda el mensaje y bautismo de Juan y se coloca por delante de él en una línea que es «más que Jonás» y «más que Salomón» (cf. Mt 12, 41 par.). Jesús viene como el Hijo, «el Amado» en el bautismo, donde se da esa teofanía trinitaria (cf. Mc 1, 9-11 par.). Por eso anuncia la llegada inminente del reino de Dios (Mc 1, 15; Mt 4, 17.23 y Lc 17, 21). Está ya realizándose entre los nombres por todas las palabras y acciones de Jesús que son juicios salvadores del reino de su Padre Abbá. El mismo está a punto de consumarse en ese mismo juicio de gracia y revelación del reino en su pascua. El juicio de Dios en Jesús supone una subversión de la historia. Se proclama en las bienaventuranzas, eñ las palabras-acciones-signos del Reino. Pero de una manera muy significativa, profética y escatológica son los gestos de Jesús de comer con los publicanos, los pecadores públicos y las prostitutas y en esos encuentros-comidas el proclamar: «Hay más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierte que por noventa y nueve justos» (Lc 15, 7.10 par.).

Ya hemos hablado en otro lugar de este gesto-revelación de Jesús sobre su Padre Abbá con respecto a los pecadores. Es innovador y escatológico. En las palabras y signos del reino de Jesús no se esconde ningún juicio de Dios de ira y de venganza contra los enemigos (Lc 4, 17-19; cf. Is 61, 1-2). Sí, en cambio, hay toques de advertencia profética y escatológica a la vigilancia, a vencer la tentación y el mal y a descubrir las situaciones de pecado, incluso del pecado imperdonable por la hostilidad responsable del hombre, capaz de resistir al Espíritu de Dios y al reino que salvan y actúan por medio de Jesús (cf. Mt 3, 29; Lc 12, 10; cf. Mc 3, 22-30). Jesús no profirió una palabra de condena eterna contra nadie, ni incluso contra Judas Iscariote, el discípulo que lo entregó. El mismo Jesús recomienda la corrección fraterna, pero prohíbe el juicio de condena: «No juzguéis y no seréis juzgados. Con la medida que midiereis seréis medidos» (Mt 7, 1-2). En el sermón del monte está la corrección del precepto del talión de la ley. En sus antítesis del reino es corregida la violencia por la mansedumbre de los pacíficos y tolerantes que deben vencer la fuente de los conflictos y condenas entre los hombres por el grado de magnanimidad (Mt 5, 38-42). Corrige sobre todo en la siguiente antítesis del reino el precepto veterotestamentario: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos y pecadores» (Mt 5, 43-45 par.). Jesús introduce el perdón de las ofensas-deudas en la oración del reino: el Padrenuestro (Mt 6, 12; Lc 11, 4). Reprueba la conducta del siervo inmisericorde (Mt 18, 32-35), inconsecuente con el juicio de gracia del Señor. Y él mismo muere perdonando e intercediendo al Padre por sus asesinos: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). La muerte de Jesús y su pascua han sido perdón de nuestros pecados, reconciliación del Padre con los pecadores en su querido Hijo por su sangre (Rom 5, 11-12.15; 2 Cor 5, 19; Ef 2, 16; Col 1, 20). Se ha convertido en juicio escatológico de salvación para todo hombre

Si Dios el Padre en el acontecimiento escatológico de la pascua de su Hijo nos ha perdonado y reconciliado, no ha proferido ningún juicio de condena eterna contra nadie: ¿de dónde, pues, la posibilidad real de la condenación, de la perdición eterna o del infierno? En el mensaje escatológico de Jesús hay la advertencia profética de este riesgo en los hombres. En el Dios Abbá y en Jesús mismo, el Hijo, no hay ningún juicio de condena eterna sino de gracia, perdón, misericordia y reconciliación escatológica de una vez para siempre. Esto es don de Dios y no mérito del hombre que le invita a acogerlo en la gratuidad de la fe-esperanza-amor, en la libertad y en la responsabilidad y a responder en la misma línea de este juicio de gracia, de perdón, de amor y de reconciliación con los demás hombres, incluso los enemigos, con los pequeños hermanos del Hijo del Hombre, rey escatológico según el juicio de la parábola de Jesús (Mt 25, 31-46). De igual manera se refiere a la acogida gratuita, libre y responsable de sus discípulos, que anuncian este evangelio de gracia (cf. Mt 10, 40-42 par.).

2. Si el Dios trino de Jesús no condena, todo el peso de la responsabilidad cae sobre la libertad y la responsabilidad del hombre. Él mismo puede autoexcluirse de la salvación de Dios manifestada por su Hijo Jesús en el Espíritu. Así aparece este autojuicio de condena del mismo hombre en la misma teología joánica: «El que cree en él (el Hijo único) no es juzgado; pero el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios» (Jn 3, 18).

La posibilidad real de perderse eternamente entra en los riesgos del hombre libre y pecador. Pero de ello hemos sido liberados gracias a Jesús, el Mesías e Hijo. Podemos volver a recaer en el abismo anterior si no acogemos el juicio de gracia escatológica y superabundante en Cristo y nos obstinamos en rechazarla y en pretender realizarnos en dirección contraria, ejerciendo juicios de destrucción y de muerte contra las demás. Todo ello redundaría en detrimento y condenación de uno mismo. Esto es ponerse en actitud imperdonable, en pecado contra el Espíritu Santo, cuya función escatológica ya hemos expuesto en la teología joanica. La hipótesis teológica de la apokatástasis o restauración final de todas las cosas y de la misma historia humana a su estado prístino de la creación primera, supone la posibilidad real de liberarse los condenados del infierno o perdición eterna. Según esta opinión teológica el infierno sería temporal, provisional o mitigado. Fue Orígenes el primero en plantear esta cuestión a modo de hipótesis filosófico-teológica. Pero fueron sus seguidores los que la extremaron hasta caer en la herejía y en la condenación de la Iglesia (cf. DS 411).

Diremos muy brevemente cómo es vista esta cuestión de la apokatástasis por algunos teólogos actuales: K. Barth y K. Rahner. Ambos vienen a decir que nadie puede obligar a Dios en calidad de Padre y Soberano de la gracia, que salve a los que han querido libremente y se han obstinado en correr el riesgo final de la condenación eterna. Pero tampoco sabemos nada hasta dónde llega y cómo se ejerce la soberana misericordia de nuestro Dios.

La Iglesia siempre ha recordado el mysterium iniquitatis en el que puede precipitarse libre y responsablemente el hombre: la posibilidad real de condenarse. Pero así como tiene potestad para declarar los bienaventurados que están en el cielo y la ejerce en la canonización de santos, sin embargo no sabe ni declara que alguien esté en el infierno condenado eternamente. Mantiene un silencio respetuoso ante Dios.

La Iglesia proclama que es más inmenso, eficaz, gozoso y fascinante el misterio salvador universal y escatológico de Dios Padre, cuyo amor se ha manifestado en la encarnación de su Hijo Jesús y revelado y realizado en su Santo Espíritu para salvación de todos. Y por ello entona a la SS. Trinidad un himno de alabanza, de acción de gracias: a Ella el honor y la gloria por los siglos.

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Eliseo Tourón