ENCARNACIÓN
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SUMARIO: I. La presencia de YHWH en medio de su pueblo en el AT.—II. La venida del Hijo de Dios en la carne según el NT: 1. La tensión intrínseca y paradójica y las dos «etapas» del acontecimiento Cristo: «según la carne» /«según el Espíritu»; 2. La encarnación del Hijo de Dios a partir de su condición de preexistencia; 3. La narración del nacimiento virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo en María; 4. La encarnación del Hijo de Dios como rebajamiento/ kénosis, hasta la muerte de cruz.—III. Perspectiva dogmática: la encarnación como acontecimiento trinitario.


Hasta no hace mucho tiempo, en los manuales teológicos católicos, el concepto de encarnación se usaba para expresar el acto de conjunción entre la naturaleza divina y la naturaleza humana en la persona de Cristo, y consiguientemente para profundizar —gracias a un análisis de carácter más bien metafísico— la constitución ontológica del Verbo encarnado. La vuelta a la historia de la salvación, a la dinámica de comprensión del acontecimiento cristológico que nos atestigua el NT., pero también a la génesis patrística del dogma cristológico de Calcedonia, junto con el horizonte cultural moderno y contemporáneo más atento a la existencialidad y a la historicidad que el antiguo, han permitido colocar el concepto de la encarnación de Cristo en el contexto histórico más amplio de la preparación veterotestamentaria, del conjunto global ' del acontecimiento de Jesucristo y, por tanto, ver en él la expresión del centro de la historia de la salvación en el que están llamados a insertarse, de diversas formas, todos los hombres. En esta perspectiva es posible —y hasta necesario— leer la encarnación como acontecimiento íntegramente trinitario, realizado y comprendido en su profundidad y en su significado último a partir del acontecimiento pascual.


I. La presencia de YHWH en medio de su pueblo en el AT

En realidad, si no es ciertamente posible hablar de «encarnación» en el sentido preciso del término a propósito del AT —ya que esto supondría olvidar la radical transcendencia de YHWH—, es sin embargo importante subrayar cómo toda la historia de Israel está atravesada por la promesa de la presencia salvífica del Señor en medio de su pueblo y también, por consiguiente, cómo esta promesa está caracterizada por la tensión intrínseca escatológica hacia una meta de presencia definitiva y completa de YHWH en la historia. Baste recordar algunos temas que recorren toda la tradición del AT. Ante todo, la morada de Dios en medio del pueblo de Israel en la tienda del desierto (Ex 25, 22; 33, 7-11; Lev 26, 12) y luego en el templo (1 Re 8, 10-11). En segundo lugar, el tema de la Sabiduría (cf. Job 28, 20ss; Sab 7, 22ss; 16, 12ss; Prov 8, 22ss), a través de la cual creó Dios todas las cosas, y que planta su tienda en Jacob (Eclo 24, 8); y junto con ellos, los temas de la Palabra eficaz de YHWH (con su papel cósmico-creativo e histórico-salvífico) (cf. Gén 1; Sal 33, 6; Is 44, 26ss; 55, 10-11), y de la Ley dada por Dios a su pueblo por medio de Moisés en el Sinaí. Una promesa de esta presencia de YHWH junto a Israel es también la que se vislumbra en la revelación que Dios hace a Moisés de su Nombre (cf. Ex 3, 1-15); en efecto, este Nombre —que compendia y manifiesta el rostro de Dios a partir de la experiencia liberadora del Éxodo— no significa solamente la absoluta transcendencia del Dios de Israel, sino también la promesa de su presencia salvífica, llegando a significar que «pase lo que pase, en cualquier momento, lugar y situación en que te encuentres, tú (Israel) me encontrarás como un Tú que está delante de ti, un tú vivo y salvífico que será en cada ocasión tu presente y tu futuro» (E. Jacob). También el tema de la gloria (kabod, dóxa) expresa en el AT la revelación epifánica de la santidad de Dios en la naturaleza, pero sobre todo en la historia de Israel. La gloria es la santidad manifestada (cf. Is 6, 1-4): en los magnalia Dei, signo de su poder puesto al servicio de su amor y de su fidelidad, sobre todo en las teofanías del éxodo (Ex 16, 10; 24, 15ss; 33, 18), en la manifestación de su presencia en el templo (1 Re 8, 10-13), también en este caso con un alcance escatológico: en cuanto que la gloria del Señor «habitará nuestra tierra» (Sal 85, 10) y todas las naciones podrán contemplarla (Sal 97, 6; Is 62, 2; 66, 18). En particular, será sobre su Siervo como YHWH «manifestará su gloria» (cf. Is 49, 3); hasta la misteriosa figura apocalíptica del Hijo del hombre (cf. Dan 7, 9-14) está relacionada, en un texto famoso y enigmático de Ezequiel (cf. 1, 26-28), con la contemplación de la gloria del Señor.


II. La venida del Hijo de Dios en la carne según el NT

Obviamente, estas prefiguraciones anticipadoras o, mejor dicho, esta promesa/profecía veterotestamentaria, adquieren su pleno significado sólo a la luz del acontecimiento gratuito e indeducible de la venida del Hijo de Dios en la carne. Examinando en este sentido el testimonio neotestamentario, podemos distinguir, por comodidad, al menos cuatro momentos o dimensiones en los que se contempla y se transmite este acontecimiento de salvación: a) la etapa más antigua, que se remonta a la misma predicación de Jesús, que concierne por un lado a la tensión paradójica entre su humanidad real y su autoridad mesiánica, soberana y escatológica, y por otro lado al doble estado (de humillación/exaltación) de su misión, que se pone de relieve a partir de la novedad de la resurrección; b) la comprensión sucesiva del misterio de la preexistencia divino-trinitaria del Hijo de Dios y del acontecimiento de su encarnación en la teología paulina y joanea; c) la narración de la historificación de este acontecimiento gracias a lamaternidad virginal de María en los evangelios de la infancia; y finalmente la interpretación de la encarnación del Hijo de Dios como rebajamiento/ kénosis (a partir del famoso texto de Flp 2). En realidad, para acceder a la idea de la encarnación, hay que percibir antes --paradójicamente-- la realidad de Jesús de Nazaret como aquel que fue constituido por Dios Mesías y Señor (en la resurrección), y luego corno aquel que está desde siempre (como Hijo unigénito) en el seno del Padre. De aquí el realismo, el valor salvífico y el significado teológico de su «hacerse carne». En cada una de estas etapas (o dimensiones) de lectura del acontecimiento de la encarnación está en realidad presente una clave pascual y una perspectiva esencial trinitaria, que intentaremos destacar en cada ocasión.

1. LA TENSIÓN INTRÍNSECA Y PARADÓJICA Y LAS DOS «ETAPAS» DEL ACONTECIMIENTO CRISTO: «SEGÚN LA CARNE» Y «SEGÚN EL ESPÍRITU». El testimonio evangélico de la vida, del kerigma y de la praxis prepascual de Jesús subrayan con toda evidencia una tensión paradójica entre la humanidad real de Jesús de Nazaret (por ejemplo, experimentando el cansancio y el sufrimiento de la condición terrena, hasta el acontecimiento de la muerte, y con la expresión de una psicología humana real, vivida con intensidad y en todos sets matices) y su exousía (autoridad mesiánica e incluso supramesiánica) soberana y escatológica, que se manifiesta sobre todo en su anuncio del Reino, en su praxis y en los signos portentosos que atestiguan su instauración, en la llamada de los discípulos (y en particular en la institución de los Doce), en el conflicto con los fariseos y los saduceos a propósito de la interpretación de la Ley y del significado del Templo, y en su misma autoconciencia filial en relación con Dios--Abbá. Esta tensión paradójica y tangible es la que hace surgir el interrogante' crucial: «¿Quién es este que...?» (cf. Mt 21, 20); «¿Con qué autoridad haces esto? ¿Quién te ha dado esta autoridad?» (Mt 21, 23 par.). En el evangelio de Juan (en relación con los debates jerosolimitanos con el judaísmo oficial: cf. cc. 7-10), la cuestión de la paradoja de Jesús —que atraviesa ya el testimonio sinóptico— aparece de forma explícita: «se trata del escándalo que se deriva de la realidad humana tangible de Jesús, de su origen "humano" (de Nazaret) y de su extraordinaria autoridad y pretensión mesiánica que plantea el problema de los orígenes de esta autoridad ante el que se define de forma dramática la negativa a comprender por parte de los judíos»'. Además, va en el kerigrna prepascual de Jesús está presente, sobre todo a través de la fórmula central del Hijo del hombre con que autodesigna, la conciencia de una doble etapa del acontecimiento cristológico de la salvación: la etapa de la humillación con su culminación en la pasión y muerte, y la etapa de la exaltación-glorificación en la resurrección (cf., respectivamente, para un ejemplo solamente, Mc 8, 3lss y 14, 62). En el kerigrna pascual primitivo de la Iglesia apostólica, a la luz de la resurrección, el acontecimiento Cristo es comprendido por consiguiente en su globalidad a través de este doble esquema (cf. Rom 1,.3-4; 1 Pe 3, 18; 1 Tim 3, 16), contraponiendo al Cristo «según la carne» (sarx), esto es, según su vida histórica y su pasión y muerte, el Cristo «según el espíritu» (pneúma), o sea, en su exaltación pascual, en su constitución como Mesías y Kyrios a la derecha del Padre y en su presencia vivificante por medio del Espíritu en la vida de la Iglesia.

2. LA ENCARNACIÓN DEL HIJO DE DIOS A PARTIR DE SU CONDICIÓN DE PREEXISTENCIA. El segundo momento fundamental de la comprensión del misterio de la encarnación se tiene, sobre todo en la teología paulina y en la joanea, a partir de la comprensión de la preexistencia de Cristo en el seno del Padre como su Hijo eterno y unigénito. También esta segunda etapa de comprensión se arraiga ciertamente en el kerigma y en la autoconciencia singularmente filial del Jesús histórico, pero se pone igualmente de relieve a partir del acontecimiento pascual. En esta perspectiva, son decisivos ante todo los llamados himnos paulinos. En primer lugar, el himno contenido en la carta a los Filipenses 2, 6-11 (ciertamente prepaulino en su estructura de fondo), que atestigua ya lúcidamente las tres etapas de la vida de Cristo: su preexistencia como «igualdad con Dios», su humillación terrena hasta la muerte, su exaltación pascual. En esta línea se sitúan Ef 1, 3-14; Col 1, 13-19 y Heb 1, 1-4. También es importante la que ha sido definida como «cristología de la epifanía», contenida en las cartas pastorales, que parece ser «la más alta expresión paulina del concepto de encarnación, en cuanto que por un lado implica la preexistencia del propósito divino de gracia (2 Tim 1, 9), y por otro el acontecimiento histórico del "manifestarse en la carne" (1 Tim 3, 16), que comprende como un todo indivisible la vida terrena, el acontecimiento pascual con la aparición del Resucitado, la época post-pascual de la predicación apostólica y la apelación escatológica a la parusía (2 Tim 1, 12)», sin olvidar el valor esencial que asume la humanidad del Hijo de Dios hecho hombre en la carta a los Hebreos como presupuesto necesario de su misión soteriológica (cf. Heb 10, 5).

Esta perspectiva teológica es la que se convierte sobre todo en guía para releer el acontecimiento cristológico en el cuarto evangelio: centrada toda ella en torno al doble movimiento de la salida de Jesucristo del Padre para venir al mundo y de la partida del mundo para volver al Padre. Pero es el prólogo el que contiene las afirmaciones más explícitas y más densas sobre el acontecimiento de la encarnación como comienzo y dimensión permanente del acontecimiento cristológico. Partiendo de la afirmación clara de la preexistencia del Hijo de Dios como Logos eterno junto al Padre (Jn 1, 1), la encarnación se expresa luego en el v. 14a: «y el Verbo se hizo carne (sarx eghéneto) y vino a habitar (eschénosen) en medio de nosotros» (cf. también 1 Jn 1, 1; 4, 2; 2 Jn 2, 7). Con esta densa afirmación —que consituye sin más la clave de bóveda de la doctrina clásica y de la formulación dogmática del misterio de la encarnación— el cuarto evangelio afirma ante todo la identidad entre el Logos preexistente, el Jesús encarnado y el Cristo glorioso. Esto subraya, por un lado, el realismo antidoceta del acontecimiento de la encarnación, por el que el Logosasume entera y plenamente el modo de ser humano (en su realidad de fragilidad y de espera de la salvación de Dios, expresada con el término sarx, hebreo basar); y por otro lado, la singularidad y la definitividad escatológica de la revelación del rostro de Dios que tiene lugar en Cristo, precisamente como Logos hecho carne (es el mismo concepto expresado en Heb 1, 1-4). Además, el verbo empleado para expresar el dinamismo del acontecimiento de la encarnación (eghéneto, de ghignomai = hacerse, llegar a ser) subraya con fuerza y precisión el movimiento real de Dios a los hombres, de ese arriba hacia abajo que representa la encarnación, con la consecuencia de problematizar (aunque aquí de manera solamente indirecta y contemplativa) la concepción apática e inmutable del Ser divino, típica de la cultura greco-helenista; la elección del verbo schenóo (trad. del verbo shakán= plantar la tienda, con referencia al concepto rabínico de la shekiná = habitación de Dios junto a su pueblo), para expresar la venida y la morada estable de Dios entre los hombres, subraya que la encarnación es el momento supremo y escatológico de la promesa de la venida de YHWH a la historia. Finalmente, hay que advertir el vínculo que se establece en el v. 14b entre la encarnación, el morar entre los hombres y la contemplación de la gloria de Dios: «Y hemos contemplado su gloria, gloria como Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». El concepto de Juan recuerda la perspectiva de la gloria como santidad manifestada de YHWH (de la que habla el punto 1): la venida del Logos en la carne es el momento escatológico e insuperable (él es el Unigénito) de la manifestación de la santidad y de la misericordia de YHWH. Este mismo tema de la gloria que se manifiesta en el rostro del Verbo encarnado y que él manifiesta en sus gestos de salvación y a través de sus obras (cf. 2, 11; 11, 4-40; 12, 50...), vincula intrínsecamente el acontecimiento de la encarnación del Logos con el misterio pascual como manifestación culminante, en Cristo, de la gloria del Padre» (cf. 13, 31-32; 17, 5; 17, 24).

Así pues, la encarnación es un movimiento que comprende toda la trayectoria de la existencia histórica de Cristo, como un descender desde el Padre al mundo, hasta el extremo de la cruz, para volver luego a subir hasta él (cf. Jn 3, 13.31; 6, 62; 13, 1; 16, 28; 17, 5.24). En esta perspectiva, la encarnación —como acontecimiento que se refiere a toda la existencia histórica de Jesús— es el lugar personal donde se revela su filiación divina y —en consecuencia— la paternidad de Dios, además de ser el «instrumento» salvífico del Espíritu. El libro del Apocalipsis —utilizando la misma terminología del prólogo del evangelio— mostrará el significado escatológico (en el sentido de metahistórico-final) de esta presencia de Dios en Cristo entre los hombres: «¡He aquí la morada de Dios con los hombres! El vivirá entre ellos y ellos serán su pueblo y él será el "Dios-con ellos"» (21, 3; cf. 21, 22-23).

3. LA NARRACIÓN DEL NACIMIENTO VIRGINAL DE JESÚS POR OBRA DEL ESPÍRITU SANTO EN MARÍA. Es ciertamente a partir de la experiencia postpascual de Jesús resucitado como Mesías y Señor, y de la penetración en su identidad divina filial como preexistente, como los evangelios de Mateo y de Lucas (a diferencia del de Marcos y del de Juan) nos presentan, en los llamados «evangelios de la infancia», la narración histórica de la encarnación del Hijo de Dios a través de la mediación maternal de María. Los protagonistas de este acontecimiento son, respectivamente, Dios Padre, el Espíritu Santo y María. Así pues, la clave de la narración es palpablemente, de forma delicada y penetrante, de tipo trinitario, mientras que es la luz del acontecimiento pascual (en donde el Padre «engendró» plenamente a Jesús como Hijo suyo en su carne glorificada por el Espíritu: cf. la voz sobre la Pascua) la que nos introduce en la dinámica de este acontecimiento. En efecto, Dios es aquel de quien torna su origen el acontecimiento de la encarnación (implícitamente en Mateo, más explícitamente en Lucas), mientras que su paternidad se pone también de manifiesto por la ausencia de una intervención humana en la concepción de Jesús; además, el acontecimiento es atribibuido en los dos casos al Espíritu Santo: «(María) resultó que esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 19-20); «El Espíritu Santo bajará sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso al que va a nacer lo llamarán "santo", hijo de Dios» (Lc 1,35); finalmente, es también decisivo el «fiat», la obediencia libre al plan de Dios por parte de María (Le 1,38). El acontecimiento de la encarnación no tiene, por tanto, corno protagonistas solamente a Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo), que desde lo alto del cielo decide encarnarse y entrar en la historia; es un acontecimiento que tiene como condición de posibilidad la libre adhesión de la criatura humana, que está representada por María (cf. también la insistencia, al menos indirecta, en este dato en el kerigma primitivo en Gál 4,4). En el relato de Mateo y de Lucas, María es vista corno la hija de Sión, la síntesis de la historia de Israel que esperaba al enviado de YHWH y que libremente abre las puertas de la humanidad a la llegada de Jesús. La novedad que se desea subrayar es precisamente ésta: la encarnación del Verbo es sinergia entre Dios y la humanidad, es el misterio de la esponsalidad entre Dios y la humanidad, según aquel rico filón que atraviesa todo el AT. En Mateo se da una referencia y una relectura de la profecía mesiánica de Is 7,14, la vinculación de José con la casa de David y, en la visita de los «magos», la presentación de María como el Israel que acoge a las gentes y —con la huída a Egipto— revive el destierro y el éxodo; mientras que en Lucas la escena de la anunciación se describe como la llegada de la alianza gratuita y definitiva (prometida ya a David), y se presenta progresivamente la figura de María como «la hija de Sión», la «pobre de YHWI-I», el nuevo comienzo de la salvación, el arca de la nueva alianza. En la lectura de Mateo finalmente, el «nombre» mismo que se le da al hijo de Dios y de María — Jesús— se explicita en su significado mesiánico: «porque él salvará a su pueblo de los pecados» (1,21) —Yehoshfi'a significa «YHWH salva»—; también la referencia a Is 7, 14 y la designación de Jesús como el Ernmanuel (= Dios-connosotros) subraya el valor escatológico y permanente de la encarnación de Jesús: como indicará más tarde Mateo en el resto del evangelio: «donde haya dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20), y «yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

4. LA ENCARNACIÓN DEL HIJO DE DIOS COMO REBAJAMIENTO-KÉNOSIS, HASTA LA MUERTE DE CRUZ. El famoso texto cristológico de Pablo en la carta a los Filipenses (2, 6-11), que ya hemos recordado, explicita una dimensión fundamental que subyace, en el fondo, a todo el testimonio pre-pascual del acontecimiento de Jesucristo y también, al menos implícitamente, al testimonio post-pascual. En efecto, el hecho de que el Hijo de Dios se haga hombre, a partir de su condición de pre-existencia, nos muestra una característica paradójica de Dios mismo: él, en el Hijo que es su Palabra (es decir, su revelador) deja su condición divina — sin abdicar de ella— para asumir una real condición humana. En el texto de la carta a los Filipenses se afirma, por ello, que por un lado Jesús es igual a Dios, y por otro que no consideró esta situación como una celosa propiedad suya, sino que se despojó, se vació (ekénosen) de su ser igual a Dios para asumir una verdadera condición humana. Esta afirmación tiene ciertamente un valor antropológico: en el sentido de que es una reproposición por parte de Jesús (el segundo Adán) de la prueba en que fracasó el primer Adán. El trágico pecado de éste no fue tanto el de querer «ser como Dios» (Gén 3, 5), como el de querer apropiarse autónomamente y en conflicto con Dios de lo que era sin embargo el destino que él le había asignado como don. Por el contrario, Cristo es el nuevo Adán, ya que no retiene como un «botín» (el fruto de un robo) su igualdad con Dios, sino que al contrario se «vacía» de él por amor, para comunicársela a los hombres, que se convierten así —con él y por él— en' hijos de Dios, en «dioses» ellos mismos, según la afirmación del cuarto evangelio («Yo he dicho: ¡dioses sois!»: Jn 10, 34, citando el Sal 82, 6).

Pero el contenido más profundo de esta perícopa es ciertamente teológico, teniendo como horizonte necesario de comprensión —como ha subrayado, por ejemplo, U. von Balthasar— el misterio trinitario de Dios. Ante todo, el despojo de Jesús se ve como relativo a todo el período de su existencia: desde la encarnación hasta la muerte y la muerte en cruz. En segundo lugar, se afirma así que la característica de Dios es precisamente lo contrario de la que se había considerado fundamental en el mundo greco-helenista (y también en el sentimiento humano común). En la mitología griega se hablaba, por ejemplo, de un phtónos theón, es decir, del hecho de que los dioses son envidiosos de su ser y de su poder. El Dios de Jesucristo, por el contrario, no es solamente el Dios del AT, es decir, aquel que sale al encuentro del hombre y quiere habitar en medio de su pueblo, sino un Dios capaz de renunciar (en cierto modo) a lo que le es más propio, el ser-Dios, para comunicárselo a los hombres (cf. también 2 Cor 8, 3); y así precisamente es como muestra la omnipotencia de su Ser como Amor. Esta kénosis, en realidad, no significa perder el propio ser divino, sino asumir la condición humana para dar, a través de ella, su propia vida divina. Este don implica, lógicamente, en la condición histórica que asume libremente el Hijo de Dios, una desposesión de sí hasta el abismo de la muerte. Pero al desposeerse de sí, no se aliena, sino que manifiesta lo que él es más propiamente, como Dios: Amor, capacidad de darse, siendo así plenamente él mismo (es el misterio de la Trinidad). Podemos decir que la cima de esta desposesión, iniciada con la encarnación, se manifiesta —en el testimonio de los sinópticos— en el grito de abandono de Jesús en la cruz (cf. Mc 15, 34; Mt 27, 46). Aquí él hace la experiencia del más alto despojo, porque no tiene ni siquiera la experiencia de ser lo que es, es decir, de recibir del Padre aquella divinidad misma que el Padre le dio. En efecto, según Pablo, la asunción de la carne por parte del Hijo de Dios no implica solamente que él vive la kénosis de ser hombre en su condición de fragilidad, sino que él es enviado del Padre en la «semejanza de la carne de pecado» (Rom 8, 3s), es decir, en una condición de lejanía de Dios (Rom 8, 7s; Gál 5, 16.19; 6, 8; Ef 2.3). Por eso su kénosis llegó hasta hacerse «pecado» (sacrificio por el pecado) (2 Cor 5, 21), «maldición» (Gál 3, 13) en favor nuestro. En esta perspectiva, la kénosis de la encarnación llevada hasta la muerte en la cruz y hasta la experiencia del abandono se convierte en la explicación más alta y más concreta del loghion de Jesús: «El que pierda su vida, la encontrará». En efecto, a la luz de la pascua de muerte y de resurrección, el evangelio de Juan leerá en clave cristológica esta afirmación, desentrañándola como la expresión sintética y más profunda de la existencia encarnada de Jesús, llevada hasta el sacrificio consumado en la noche de la lejanía de Dios: «Por eso el Padre me manifiesta su amor, porque yo entrego mi vida y la recojo de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la ofrezco por mí mismo, porque tengo el poder de darla para tomarla de nuevo» (Jn 10, 17-18).


III. Perspectiva dogmática: la encarnación como acontecimiento trinitario

Del testimonio bíblico podemos deducir, en síntesis, no solamente el dato fundamental del acontecimiento de la encarnación como elemento constitutivo y característico de la fe cristiana, sino también algunas claves hermenéuticas esenciales para interpretarlo y para desentramarlo correctamente en todo su significado. En primer lugar, se trata de un acontecimiento que hay que colocar en la perspectiva histórica de la voluntad salvífica de autocomunicación que caracteriza a la revelación veterotestamentaria y que abarca intencionalmente a toda la humanidad. En segundo lugar, la encarnación tiene que verse y que leerse como un acontecimiento que, comenzando de modo escatológico con la concepción virginal de María por obra del Espíritu Santo, se extiende y se desarrolla en tensión hacia su consumación en la hora pascual de la muerte y de la resurrección. En tercer lugar —y como consecuencia de las dimensiones anteriores—, la encarnación ha de comprenderse en el horizonte de la autocomunicación de Dios al hombre como acontecimiento trinitario, que precisamente gracias a la encarnación (al acontecimiento del Hijo de Dios/Hijo del hombre) hace partícipes a los hombres de la misma vida divina del amor.

Por tanto, es en este contexto global donde hay que colocar la afirmación dogmática central del concilio de Calcedonia, que formula con precisión en términos ontológicos de Jesucristo, «perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre» (cf. DS 300-303). En esta afirmación dogmática la tensión paradógica entre la verdadera humanidad de Jesús de Nazaret y su exousía divina, entre el Cristo «según la carne» y el Cristo «según el Espíritu», entre el Verbo preexistente y el Verbo encarnado, se expresa correctamente en la clave metafísica de la composición real del ser de Jesucristo. Se afirman así dos principios fundamentales de comprensión del acontecimiento cristológico: por un lado, la unidad y unicidad de la persona de Cristo (contra toda forma de modalismo y de separación nestoriana de dos sujetos), y por otro, la no confusión de las «dos naturalezas» (contra toda forma de monofisismo divino o humano, como absorción de lo humano en lo divino o como alienación de lo divino en lo humano). Esta afirmación —en la intención de los Padres de la Iglesia, que permitió su formulación— tiene un claro significado soteriológico, en cuanto que solamente lo que ha sido asumido realmente por Dios, sin confusión ni separación, queda realmente salvado.

Pero no hay que detenerse en este presupuesto dogmático esencial, ya que sólo en el contexto pascual y trinitario del misterio global de Cristo puede comprenserse toda la significación del acontecimiento de la encarnación. En efecto, sólo así puede leerse la encarnación, inseparablemente, como obra del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con la cooperación maternal libre y necesaria de María y, en consecuencia como obra redentora y divinizadora de la humanidad. Sintéticamente podemos decir que, leyendo la encarnación como acontecimiento iniciado escatológicamente con la venida del Hijo de Dios al vientre de María y que se consumó con su abandono y su muerte en la cruz como retorno al Padre, se debe comprender como la narración en la historia de Jesucristo de su eterno ser filial en el seno del Padre. En este sentido, la encarnación tiene que leerse según un ritmo trinitario: el Padre engendra al Hijo en la carne mediante el Espíritu Santo (como es en el Espíritu donde ab aeterno el Padre engendra al Hijo); el Hijo, a su vez, vuelve al Padre en el Espíritu (como es en el Espíritu donde ab aeterno el Hijo se da al Padre). El ser Hijo de Jesús en la historia tiene por tanto, como comienzo y como meta, el seno del Padre, su paternidad; y tiene como presupuesto y como consumación la presencia del Espíritu Santo. La generación (por parte del Padre) y la filiación (por parte del Hijo encarnado, como recepción activa del mismo ser-Hijo que se lleva a cabo en el darse de nuevo al Padre) abarca todo el espacio de la vida de Cristo: en este contexto, el acto de generación (por parte del Padre), que comienza en la concepción virginal, se realiza plenamente en el acontecimiento pascual de muerte y resurreción («Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy»; cf. He 13, 33; Rom 1, 4; Heb 1, 5; 5, 5, en referencia a Sal 2, 17). Si, además, también la filiación en la carne vivida por el Hijo encarnado se ha de comprender en esta perspectiva dinámica, hay que decir que efectivamente la cima de la encarnación (como kénosis, o sea, como «vaciamiento» real de sí mismo por parte del Hijo para hacerse hombre hasta el fondo) no puede menos de ser la participación en el destino de muerte de la humanidad en particular, en la experiencia del abandono vivido por Cristo en la cruz. Es aquí donde, de forma paradójica, pero real, Jesús es plenamente humano y solidario con la humanidad alejada de Dios (hasta el punto de no experimentar la presencia del Padre, a quien no invoca ya como Abbá, sino simplemente como Dios); pero precisamente por esto —habiendo llegado a él en su plenitud, su humanidad y su solidaridad con la situación real de los hombres— él es al mismo tiempo plena y definitivamente engendrado en la historia por el Padre como Hijo venido en la carne para la salvación de sus hermanos (en el acontecimiento de su resurrección). Sin olvidar que también la obra del Espíritu Santo tiene que verse no sólo al principio (en la generación) o en la consumación (muerte como «don del Espíritu») del acontecimiento cristológico, sino como dimensión intrínseca y permanente del mismo: en el sentido de que es el Espíritu el que continuamente plasma y hace crecer la libertad de Cristo, madurándola hasta la entrega completa de sí mismo al Padre en la cruz.

En esta perspectiva se ilumina el valor soteriológico de la encarnación. Ciertamente —como comprendieronmuy bien los Padres— este valor tiene su presupuesto precisamente en la encarnación como asunción de una carne humana por parte del Verbo. Pero la participación de los hombres en este acontecimiento de salvación puede comprenderse y vivirse sólo a la luz del acontecimiento pascual de muerte y resurrección de Cristo, tanto en el sentido de que en él Jesucristo lleva a su consumación su misión en la carne redimiendo su misma carne humana, en cuanto que la hace partícipe —en el don de sí mismo al Padre— del mismo movimiento de la vida trinitaria del amor (generación del Padre y don escatológico de sí mismo a él), como en el sentido de que, para participar en esta obra gratuita de salvación, hay que injertarse libremente en el Cristo crucificado y resucitado; en efecto, es por la fe en él, por la inserción en él, como se recibe el don del Espíritu y, haciéndose uno con él, consigue ser uno con el Padre (cf. Gál 3, 28; Jn 17, 21-22). En ste sentido, la encarnación es el presupuesto ontológico del misterio de Cristo como único mediador entre el Padre y los hombres (1 Tim 2, 5): pero esta mediación tiene que leerse en su profundidad y en su significado a la luz del acontecimiento pascual.

Finalmente, la obra mediadora esencial de María en relación con el acontecimiento de la encarnación como concepción virginal ha de extenderse también a todo el acontecimiento cristológico. Si la maternidad humano-divina de María es condición de posibilidad, por parte humana, de la encarnación del Hijo de Dios, la participación de todos los hombres en el fruto de este acontecimiento no puedeprescindir —misteriosamente— de esta mediación maternal. La presencia de María al pie de la cruz y la «sustitución» de la maternidad que realiza Jesús en relación con María de sí mismo por el discípulo amado (figura de la humanidad nueva) (Jn 19, 25-27), ilumina ciertamente en la intención del cuarto evangelio, esta dimensión esencial del misterio de la encarnación en su consumación pascual.

[-* Amor; Autocomunicación; Biblia; Concilios; Creación; Cruz; Escatología; Espíritu Santo; Experiencia; Fe; Helenismo; Hijo; Historia; Iglesia; Inhabitación; Jesucristo; Judaísmo; Logos; María; Misión, Misiones; Misterio; Naturaleza; Padre; Padres (griegos y latinos); Pascua; Personas divinas; Procesiones; Psicología; Reino de Dios; Salvación; Teología y economía; Transcendencia; Trinidad.]

Piero Coda