CONOCIMIENTO
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Sumario: I. Conocimiento como poder/conocimiento, como comunicación.—II. Conocimiento de Dios como praxis de comunión y seguimiento.—III. Conocimiento como experiencia del Dios Trinitario.—IV. Conocimiento como despliegue del Dios Trinitario.—V. Conocimiento y comunión en la Trinidad.


La cuestión del conocimiento de Dios, lo mismo que la de su desconocimiento o negación, del ateísmo, es una cuestión eminentemente práctica, incluso cuando se la reduce a cuestión meramente teórica. Y ello no sólo porque en el conocimiento de Dios se juega el hombre creyente su propia realización sino porque el conocimiento en cuanto tal es ya una componente esencial del devenir humano. Ahora bien, el conocimiento, y por tanto el conocimiento de Dios, ha sido "conocido", es decir, interpretado de formas muy diversas en las diversas culturas, lo que ha conducido a diversas concepciones del modo de realizarse lo humano. Aquí vamos a considerar fundamentalmente las dos que han determinado nuestra cultura occidental, y en concreto la cuestión del conocimiento de Dios: la hebrea y la griega.


I. Conocimiento como poder/conocimiento como comunión

En la tradición que arranca de Grecia y ha determinado el devenir de la cultura —de la historia entera— de Occidente, conocer es hacerse cargo de la realidad, captar sus estructuras, su esencia, para ponerla bajo el dominio del hombre, sujeto cognoscente. Conocer es dominar, doblegar la realidad, hacerla en este sentido humana. Conocer es poder. Siempre lo fue así en esta tradición ilustrada, pero muy especialmente desde los primeros pasos de la emancipación moderna de la razón y del nacimiento de la ciencia.

Este modelo de conocimiento ha hecho posible el espectacular desarrollo de la ciencia y la técnica en las sociedades del primer mundo, pero ha conducido también a una profunda crisis de sentido que pone hoy en cuestión el proyecto de la Modernidad, incluso el de la entera Ilustración. El sujeto cognoscente que pretendía dominar el mundo, reducirlo a objeto suyo, se ve cada vez más reducido él mismo a objeto de la dinámica de su propio conocimiento.

Pues bien, los diagnósticos más penetrantes de la raíz de esta crisis apuntan al olvido y a la represión, en esta concepción del conocimiento, de la componente de la comunicación o interacción en favor de la componente de la subjetividad dominante. Razón por la cual la propuesta racional para salir de esta crisis hace referencia a un "cambio de paradigma": del paradigma moderno de la subjetividad al paradigma de la comunicación. Y resulta sintomático que en este nuevo paradigma se vea expresamente un influjo de la otra tradición del conocimiento a la que antes aludíamos, y que es la tradición hebrea-judía de la alianza y de la comunión. En efecto, en la concepción hebrea el conocimiento es fundamentalmente un acto de comunión, de relación personal y existencial de sujetos, y una acción comunicativa entre sujeto cognoscente y sujeto conocido.

El cambio de paradigma propuesto no implica sin embargo la sustitución de un modelo de conocimiento por otro, lo cual sería volver a sesgar el conocimiento, sino de integrar el primer modelo, o mejor, la componente del conocimiento objetivo-científico en un modelo mal integral que dé primacía a la componente de la interacción comunicativa, por tanto a la solidaridad frente al dominio.


II. Conocimiento de Dios como praxis de comunión y seguimiento

En el conocimiento de Dios según la tradición bíblica esa dimensión tiene tal primacía que prácticamente se hace exclusiva. En efecto, conocer a Dios es entrar en relación personal con él, contemplar y dejarse calar por sus gestos y sus gestas, sus acciones liberadoras, entrar en su dinámica, sintonizar con él, hacer las obras que él hace, es decir, seguirle, caminar por sus caminos, realizar su designio, estar con él y donde está él. Conocer a Dios, según los profetas, es practicar la justicia y la verdad (Jer 9,23; 22,15-16), es partir el pan con el hambriento y acoger al pobre en el propio hogar (Is 58,5-12), es contemplar sus obras y andar por sus caminos (Is 5,12-13). De modo que Oseas no tiene reparos en afirmar lapidariamente: "No hay misericordia ni fidelidad, y por tanto no hay conocimiento de Dios en el país"(Os 4,1).

Es verdad que en la tradición bíblica se contempla también un modo de conocimiento de Dios que parece asemejarse más al primer modelo de conocimiento universal-objetivo. En concreto, en el clásico pasaje de Sab 13,1-9 se afirma la posibilidad de un conocimiento de Dios a partir de la realidad de su creación, un conocimiento, por tanto, más intelectual y menos práctico que el conocimiento de comunión. Y así ha sido interpretado, en contra del ateísmo, en el teísmo tradicional y en el mismo Magisterio de la Iglesia. Pero en esta interpretación sucede lo mismo que con la primera componente del conocimiento: que sólo es verdadera si es integrada en la concepción del conocimiento de Dios en cuanto comunión y seguimiento, como ya hiciera Pablo al interpretar el desconocimiento de Dios, en la línea de los profetas, como injusticia que "subyuga" la verdad (Rom 1,18-21; Ef 2,12). El conocimiento de Dios no es una mera posibilidad abstracta del intelecto humano, sino una experiencia global que implica a la persona entera y en la que ésta se juega la plenitud o el fracaso de su existencia.

En este sentido es preciso interpretar todo conocimiento de Dios, el natural y el sobrenatural, si se quiere expresar su significado para la existencia humana. No es suficiente mostrar, ni siquiera demostrar, si ello fuera posible, la capacidad en el hombre de conocer a Dios con las solas fuerzas de su entendimiento y razón naturales a partir de la múltiple realidad de la creación, como se hizo en gran medida en el teísmo clásico. Este esfuerzo, aún siendo hoy tan necesario como ayer, incluso más necesario por cuanto la prueba la debe hoy poner el creyente y no el ateo', ha corrido siempre un doble riesgo: el no llegar al Dios específicamente cristiano, sino sólo a un Dios filosófico, cuando no a un ídolo, por una parte, y,por otra, el riesgo de no implicar la persona en ese conocimiento, o de implicarla de manera puramente intelectual y no existencial y socialmente como el conocimiento bíblico de Dios'. Y tampoco es suficiente un conocimiento teológico de Dios que sólo en teoría aparezca como componente esencial de la existencia creyente. El conocimiento del Dios Trinitario no puede darse fuera del modelo de conocimiento como comunión y seguimiento, y sólo en este modelo se revela plenamente su constitutivo sentido para la existencia cristiana.


III. Conocimiento como experiencia del Dios Trinitario

La Modernidad concibe el conocimiento como un progresivo proceso de dominio del hombre sobre el mundo exterior y sobre su propio mundo y entiende, en consecuencia, la realización de la existencia humana como un progresivo proceso de emancipación y autonomía, de autoafirmación, en definitiva, de poder. En ello, la Modernidad no hizo sino sacar, si bien en polémica con la institución eclesiástica como sistema de dominio y subordinación, las últimas consecuencias de la misma fe cristiana en la creación y en el hombre como imagen de Dios. Pero con la fiebre emancipadora el acento de esas dimensiones del conocimiento se dio con olvido y en deterioro de la otra dimensión, la de la comunión, que, según aquella fe, constituye su fundamento y la fuente de su inspiración. Dios desaparece por eso, en principio, del planteamiento básico de la Modernidad. Elhombre moderno no conoce desde Dios y en comunión con Dios, sino desde sí mismo y para sí mismo. El cogito cartesiano es, en este sentido, emblemático: la existencia se fundamenta desde la autonomía del yo cognoscente, y no desde la comunión con el otro y con el Otro absoluto, con Dios. Y el conocimiento se desarrolla también desde el yo autónomo como progresivo proceso de dominio de ese yo sobre el mundo, reducido a objeto suyo.

El hombre moderno pierde, de este modo, la dimensión de pasividad y comunión de su horizonte. El hombre moderno se realiza en cuanto conoce y se conoce, no en tanto que es conocido y reconocido. Y da que pensar el hecho de que esta experiencia se reivindique, por una parte, al mismo tiempo que el conocimiento deja de ser una acción comunicativa y se convierte en proceso objetivo de dominación y al mismo tiempo, por otra, que Dios desaparece del conocimiento y éste deja de ser experiencia de Dios. No es éste lugar para entrar en el análisis de las razones que llevaron a este giro copernicano en la concepción del conocimiento y de la existencia humana, pero está ya bien probado que fue un proceso en gran parte liberador, por tanto necesario. No obstante, es un cambio verdaderamente sintomático.

En efecto, según la Escritura el conocimiento de Dios es, como hemos visto, una acción comunicativa, una experiencia de sintonía en la que el hombre es tanto activo como pasivo, sujeto de comunión, no de dominio y poder. Conocer a Dios es conocer la fuente misma de la generosidad y la entrega; por eso, el conocimiento de Dios se realiza en el compromiso por la justicia y en la misericordia. Es decir, en la Escritura el hombre se realiza en un continuo movimiento de salida-de-sí: desde Dios hacia los otros. La autorealización personal no se alcanza a través de la autoafirmación, sino mediante la autoentrega y la relación con el otro, como en Dios mismo. La existencia de Jesús es una existencia radicalmente polarizada, descentrada. Jesús vive absolutamente del conocimiento de Dios, su Padre: vive ante él y desde él totalmente para-los-demás, para los hombres, para los humillados y abatidos (Mt 11,25s). Su centro no está en él mismo, sino en el Padre, su origen, y su autonomía no es término de un acto de autoposición, sino de un acto de completa donación del Padre (Jn 5,19.30). El conoce al Padre y sabe, por eso, que el Padre le conoce a él, es decir, que el Padre le sostiene, que todo lo recibe de él, que vive desde él (Mt 11,27; Jn 11,14-28; 16, 27-28). Y esta conciencia, este "conocimiento" le descentra, le saca fuera de sí hacia los otros hasta la entrega total (Lc 22,42)

Esta existencia absolutamente descentrada y polarizada de Jesús, expresión suprema del conocimiento de Dios, es el criterio y el modelo de la genuina existencia cristiana. El creyente cristiano no existe desde él mismo, desde su cogito, sino desde el pensamiento de Dios. No existe porque piensa y conoce, sino porque "es pensado y conocido". Su punto de arranque y su centro no están en él mismo, sino, "antes" que él, en Dios. Y su horizonte tampoco está en él mismo, sino "más allá" de él, no es su propia autoafirmación sino la vida del mundo: los otros. Su existencia se realiza por eso, como la de Jesús, desde y en el conocimiento de Dios: viniendo de él y yendo hacia los demás (Mt 16,25).

Conocer a Dios en cristiano es, pues, conocer el secreto de la existencia como donación, como autoentrega, y vivirla como tal. Es un acto de comunión y de servicio, de gratitud por la existencia recibida y de solidaridad con la existencia dañada. ¿Estamos en los antípodas de la Modernidad? ¿Es la concepción moderna del conocimiento y de la existencia tan radicalmente opuestas a esta visión cristiana? Sí y no, como ya insinuamos. La Modernidad ha pasado por la fe cristiana antes de dejarla atrás y abandonarla. Por eso, incluso en el mismo momento en que el conocimiento se emancipa de Dios y reivindica su autofundación y autoposición, Dios aparece de nuevo en el horizonte como fundamento último del sujeto autónomo y fundante, de su conocimiento y del sentido del mundo. La entera filosofía moderna puede considerarse una traducción y un despliegue secular de la tesis del hombre como imagen de Dios, gracias, precisamente, a su conocimiento y a su actuación moral. Hasta que en Hegel, donde esta filosofía llega a su madurez, el conocimiento vuelve a ser experiencia de Dios, despliegue del Absoluto mismo. Pero aquí, por una parte, el Absoluto es considerado rigurosamente como trinitario y el conocimiento, por otra, como un proceso que comienza siendo de contraposición sujeto-objeto y acaba revelándose como diálogo y comunión de sujetos.

Dios desaparece rigurosamente del horizonte del conocimiento sólo cuando se le considera obstáculo fundamental para su propio despliegue y desarrollo, límite castrador de sus posibilidades. Pero en ese caso se le está considerando esencialmente como instancia de poder y, en cuanto tal, como competidor del sujeto de conocimiento y acción, considerados también como despliegue de poder más que como procesos de interacción y diálogo entre sujetos15. Y esto es lo que resulta sintomático y da que pensar. Donde el conocimiento es considerado como un proceso global y complejo de interacción, como acción comunicativa, el horizonte está, al menos, despejado para la verdad religiosa. En este momento, el conocimiento de Dios puede encontrarse con el conocimiento moderno emancipado de él. Pero para ello es preciso que se conciba a sí mismo y se exprese también como proceso de interacción y diálogo entre sujetos, que no sólo no contradice y limita el conocimiento humano, sino que lo potencia y lo plenifica. Y para ello, a su vez, es necesario recuperar y repensar la verdad originaria de que Dios mismo no es poder, sino diálogo, interacción y, como tal, fundamento último del genuino conocimiento.


IV. Conocimiento como despliegue del Dios Trinitario

Una de las vías de penetración teológica en el Misterio de Dios ha partido, desde san Agustín, del hombre, considerado imagen de Dios, y concretamente en cuanto esencia que se expresa y se realiza en un doble movimiento de autoconocimiento y amor,de salida de sí en el conocimiento, de identificación en lo conocido y de retorno en el amor. Tomás de Aquino reformuló y sistematizó esta primera intuición de Agustín, concibiendo a Dios como pura acción de conocer. Dios se concibe y reproduce, se genera a sí mismo, su verdad, eternamente en su concepto, en su propia imagen, de modo total y perfecto. Conociéndose, Dios sale de sí, se despliega en su imagen y se reconoce a sí mismo en ella. Dios realiza su ser divino en un eterno movimiento cognoscente. El origen de este movimiento es el Padre; el término, el Hijo, su Verbo, su imagen perfecta, su noticia, la expresión acabada de su ser.

Esta interpretación teológica, que hizo fortuna sobre todo en Occidente, tiene un rico significado para el tema que nos ocupa. De una parte, convierte el proceso humano del conocimiento en clave de comprensión del ser divino; de otra, y como consecuencia, interpreta ese proceso humano de conocimiento como expresión y realización del Misterio trinitario". Pero en ambos casos, la condición esencial es que se conciba el conocimiento mismo en el preciso sentido en que aquí se hace. El conocimiento, en efecto, es concebido aquí, tanto en el hombre como en Dios, si bien, evidentemente, de forma análoga, como un movimiento de salida-de-sí, de descentramiento, de transcendencia, de autoentrega y de comunión, y, sólo en cuanto tal, como modo de autopresencia y autoposesión, como realización del propio ser. Por tanto, corno un movimiento justamente contrario al movimiento del poder, de dominio sobre el objeto conocido y de posesión de sí individualista. Esto es sumamente importante para el sentido de la analogía. El término de comparación del que se parte es el individuo que se autoposee y realiza en cuanto se conoce, el espíritu humano que está presente a sí mismo sabiéndose. Pero este término de comparación puede servir de clave de interpretación del ser divino trinitario de Dios sólo después de ser interpretado, a su vez, a la luz de la experiencia de Jesús, revelador de ese ser divino. Y la experiencia de Jesús, como ya vimos, es la experiencia de una existencia que se autoposee y realiza enteramente desde el otro, sabiéndose completamente donado, conociéndose conocido por el Padre, y así puesto en el ser, afirmado, siendo plenamente él mismo, no dominado ni sometido. El dinamismo humano que sirvió de clave a la teología latina para la comprensión del ser divino trinitario de Dios no fue, pues, el de la autoafirmación, por el que se definió después el individuo moderno, sino el del sujeto humano concebido ya como "imagen de Dios", por tanto, interpretado a la luz de la experiencia trinitaria de Dios.

Con todo, la transformación trinitaria de este término de comparación, y del modelo de conocimiento que le subyace, no debió ser suficiente, pues ya el mismo san Agustín, y tras él Tomás de Aquino, pero sobre todo Ricardo de san Víctor, sintieron la necesidad de abrir otra vía de comprensión del ser divino trinitario de Dios, no desde el individuo que se autoposee conociéndose, sino desde la persona que es dándose al otro, entrando con comunión con él, amando y formando así una esencial comunidad de amantes'. El amor entraba también en aquel modelo, pero como segundo momento de retorno sobre sí del ser que se desplegaba en el conocimiento. El modelo tuvo por eso que resultar excesivamente es-trecho, en definitiva, más individualista que originariamente trinitario. El conocimiento "trinitario" es no sólo despliegue y salida de sí del ser divino que retorna sobre sí amándose, sino ya él mismo comunión, relación amorosa de las personas, interacción constituyente.


V. Conocimiento y amor en la Trinidad

Partiendo de la experiencia cristiana originaria (1 Jn 4,7-8; He 2,43-47; 4, 32-36) y apoyado en la concepción dinámica del ser del los Padres griegos, por una parte, y en la analogía personal-comunitaria de san Agustín, por otra, Ricardo de san Víctor concibe la realidad de Dios como misterio de comunión de donde surgen y en el que se implican mutuamente las personas. Aquí no se parte ya de la unidad de esencia divina que, autoconociéndose y amándose, se despliega en Trinidad de personas, sino de la comunión de las personas como realidad originaria de Dios. Con lo cual, Ricardo introdujo una nueva concepción de persona que superaba la noción sustancialista y estática de Boecio, determinante en la comprensión de la Trinidad de la teología de Occidente. Para Ricardo de S. Víctor la persona viene definida no por la independencia sustancial, sino más bien por la relación a y con los otros. Persona es esencialmente exsistencia, es decir, relación, comunión. La persona no se constituye a través del autoconocimiento, sino a través de la aperturay de la relación con los otros; por tanto, no desde sí sino desde los otros. Y ello, porque la "sistencia" (o naturaleza) de Dios es el amor, la comunión. En este sentido, bien puede afirmarse que para Ricardo de S. Víctor "Dios es trinitario, es decir, comunión de amor, o no es divino".

Es evidente que esta concepción de persona responde a la experiencia extática de Jesús, a su propuesta de realización existencial (Mt 16,25) y a una dinámica inversa a la de la concepción moderna del sujeto en tanto que autoafirmación. Sin embargo, en la plenitud de la Modernidad Hegel asumió aquella determinación de persona y elevó la experiencia trinitaria a categoría filosófica. Extraña por eso que un teólogo como Rahner quedara más ligado al concepto moderno de persona en cuanto sujeto autoconsciente y autoafirmativo y, en consecuencia, se viera obligado a relativizar notablemente o incluso a prescindir de la noción de persona para la comprensión del Dios Trinitario. Esa concepción de persona como sujeto que se autoposee en conocimiento y acción es ciertamente moderna, aunque sus raíces lleguen hasta Tomás de Aquino, pero no por eso es precisamente una noción suficientemente humana y racional, y menos aún evangélica, de persona. Y a pesar de que Rahner insiste en la dimensión de transcendencia que caracteriza al proceso constituyente del autoconocimiento, esa noción sigue siendo más deudora, como se ha hecho notar críticamente, del individualismo moderno (burgués) que de la originaria experiencia trinitaria. En ésta, como vio acertadamente Ricardo de S. Víctor, las personas se constituyen relacionalmente, en apertura al otro, en comunión con el otro, porque la misma esencia divina es comunión, amor.

La concepción originaria trinitaria de persona disiente, en este sentido, del acento excesivo puesto por la Modernidad en el momento de la autoafirmación, del despliegue de sí como autoafirmación, y en el retorno sobre sí como constitutivo de la subjetividad. Este acento ha condicionado todo el proceso moderno del conocimiento, del saber y de la constitución del mundo en la dirección que indicábamos en el primer apartado de esta exposición: en la dirección del dominio, en definitiva, del poder. No es casualidad que el conocimiento se haya reducido en esta tradición cultural de Occidente cada vez más a conocimiento científico y éste, a saber práctico, a técnica, a razón instrumental. Pero esta cultura empieza ya a tomar conciencia de la unilateralidad de esta concepción y de sus mortales consecuencias, y crece la convicción de que la Modernidad debe recuperar la dimensión perdida u olvidada de la alteridad, de la relación al otro, de la interacción y de la misma comunión para la propia autoconstitución, para el conocimiento integral y para la constitución humana del mundo.

El pensamiento dialógico judío de M. Buber, F. Rosenzweig y, más cercano, E. Lévinas adquiere hoy por eso nueva actualidad. Sobre todo este último ha elaborado la dimensión de la alteridad, de la relación con el otro, y muy especialmente "con el más otro", con el pobre, el extranjero, el débil, más allá de la misma relación yo-tú, aún excesivamente cerrada y egoísta,como constitutiva para la propia identidad, para la "ipseidad": "El yo humano se implanta en la fraternidad: que todos los hombres sean hermanos no se agrega al hombre como una conquista moral, sino que constituye su ipseidad". Y ha situado la cuestión y el conocimiento de Dios decididamente en esta misma perspectiva: "La proximidad del otro, la proximidad del prójimo, es en el ser un momento ineluctable de la revelación, de una presencia absoluta... que se expresa. Su epifanía misma consiste en solicitarnos por su miseria en el rostro del extranjero, de la viuda, del huérfano... Dios se eleva a su suprema y última presencia como correlativo de la justicia hecha a los hombres. La inteligencia directa de Dios es imposible a una mirada dirigida sobre él, no porque nuestra inteligencia sea limitada, sino porque la relación con lo infinito respeta la transcendencia total del Otro... Dios invisible, esto no significa solamente un Dios inimaginable, sino un Dios accesible en la justicia." En este sentido, la salida a la crisis actual de la cultura no reside para él en el conocimiento, que es siempre en último término inmanente, es decir, monólogo, sino en la comunión, en el diálogo.

No es casualidad que haya sido un pensamiento judío el que haya desarrollado esta perspectiva. El Dios Trinitario se deja sentir ya en la experiencia del Antiguo Testamento. Lo extraño es que no fuera precisamente un pensamiento trinitario el impulsor de esta perspectiva. Con todo, la reflexión trinitaria del pensamiento hegeliano ha cundido también, de algún modo, en la concepción del interaccionismo simbólico y en la misma Teoría de la Acción Comunicativa de un Habermas, en la que también se reivindica la alteridad —la interacción— como constitutivo de la identidad personal, y donde se supera expresamente el paradigma moderno de conocimiento desde la subjetividad.

Pero han sido sobre todo teólogos cristianos del "otro lado" de la Modernidad, del mundo de los pobres, los que han recuperado nuevamente la perspectiva bíblica del conocimiento de Dios ligado a la práctica de la justicia y a la solidaridad, y los que han fundamentado, a la vez, esta práctica en el conocimiento de Dios como Dios Trinitario. La perspectiva "práctico-trinitaria" del conocimiento no es, pues, premoderna, sino, por lo que se ve, "más que moderna". Recuperar esa perspectiva, tanto en el conocimiento como tal cuanto en el conocimiento de Dios, es una de las tareas pendientes de la Modernidad, de la filosofía y de la teología modernas. Conocer es reconocer, entrar en comunidad de diálogo, de interacción, en definitiva, de amor. Sólo quien ama conoce a Dios, dice San Juan; pero también, sólo quien ama conoce al hombre, imagen de Dios, que es comunidad de amor, Trinidad.

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J. J. Sánchez