ANTE UNA MUERTE REPENTINA O POR ACCIDENTE

 

Monición de entrada: Si la muerte resulta siempre dolorosa y amarga, cuando llega de forma inesperada, como la de nuestro hermano (nuestra hermana) N., se convierte en desconcertante. Todos nos sentimos afectados. Y todos queremos compartir nuestra condolencia con vosotros, familiares más cercanos de N., que os encontráis consternados por su marcha, sin tiempo siquiera a despedirlo (la).

Desde la solidaridad, todos estamos con vosotros. Y desde la fe, los creyentes oramos y proclamamos el único mensaje que puede aportar luz de esperanza en estos momentos: el de la palabra de Dios, ya que a nosotros no nos salen las palabras. Con esa fe celebramos en esta eucaristía el misterio salvador de Cristo Jesús: en su muerte toda muerte ha quedado vencida; en su resurrección, N. y cuantos se nos van resucitan a la vida eterna.

Oremos:

Escucha, Señor, las súplicas de tu pueblo,
rociadas con las lágrimas del dolor
en que nos sume la muerte inesperada y, a nuestros ojos; desconcertante;
de nuestro hermano (nuestra hermana) N.;
te pedimos que mitigues nuestra tristeza
con la esperanza de que goza ya para siempre
de la luz de aquella patria
que nunca ningún mal podrá oscurecer.
Por nuestro Señor Jesucristo...

Introducción a las lecturas: San Pablo se une a nuestra situación de desconcierto, que él denomina «frustración». Pero lo hace con la esperanza de que «los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá... aguardando la redención de nuestro cuerpo». «Aunque pase por valles de tinieblas, ningún mal temeré, porque el Señor, mi pastor, va conmigo», expresa el salmo responsorial. Jesús en el evangelio nos dice: «Que no tiemble vuestro corazón... Donde estoy yo, estaréis también vosotros».

Primera lectura: Aguardando la redención de nuestro cuerpo (Rom 8,18-21.23) [RE, Rito breve, 979].

Salmo responsorial: El Señor es mi pastor, nada me falta (Sal 22) [RE, Leccionario adultos, 1206-1207].

Evangelio: En la casa de mi Padre hay muchas estancias (Jn 14,1-3) [RE, Rito breve, 980].

Homilía: Al comenzar la celebración, se decía que, ante la muerte inesperada de N., todos nos sentimos afectados —parroquianos, convecinos, compañeros (de trabajo)...—. Pero vosotros, queridos familiares (esposa, esposo, hijos, padres, abuelos, hermanos...), os encontráis abatidos, desconcertados.

En realidad, la muerte siempre nos conmueve y nos duele hasta los entresijos del ser, pero una muerte repentina, que corta de raíz tantas ilusiones y proyectos, una muerte que trunca de golpe una vida deestabilidad familiar y social, desborda todos nuestros esquemas, da al traste con nuestras seguridades y sacude los cimientos sobre los que basábamos la vida. Tanto trabajo, ¿para qué? Tanto esfuerzo, ¿para qué? Tantos planes y desvelos, ¿para qué?

Es entonces cuando nos topamos de bruces con una dimensión real de nuestra condición humana: la limitación, la fragilidad. Nuestros afanes, por sí solos, son incapaces de conseguir una vida perenne. Nuestras seguridades pueden quebrarse en cualquier momento con la fragilidad del cristal.

Es importante que en tales situaciones caigamos en la cuenta de nuestra condición humana limitada. Nos hace menos ilusos, más humildes, más humanos. Pero ello no ha de llevarnos a una actitud de conformismo derrotista: «iNo somos nada!», «iqué le vamos a hacer. Así es la vida!». Y menos aún a una frustrante visión religiosa: «iDios lo ha querido!», «iconformidad!». Ni lo primero es humano, ni lo segundo es cristiano.

Aceptar la limitación de nuestro ser no significa en modo alguno renunciar a nuestras ansias de vivir ni a nuestros afanes de superación. Al contrario, debe llevarnos a trabajar lo indecible para que la calidad de vida mejore, para que nuestra familia y las de los demás mejoren, para que las condiciones de trabajo (tráfico) mejoren (y no den lugar a accidentes absurdos y, menos aún, evitables). Pero hemos de hacerlo poniendo el acento en lo primordial: que todo ello nos permita crecer como personas y facilite la convivencia de unos con otros. Es más: ni la muerte podrá romper esta cadena de intentos y esfuerzos. Aunque parezcan derrumbarse nuestros planes —como en la muerte de N.— siempre vendrá detrás quien continúe el empeño.

Es esta una primera llamada de ánimo para cuantos lloramos la pérdida irreparable de un ser querido. No nos ha dado tiempo ni a despedirnos, pero en nuestras manos está el que su obra no se pierda, el que la continuemos nosotros. Tantos desvelos, tantos detalles de bondad, tantos aspectos positivos que a buen seguro recordamos y echamos en falta, debemos proseguirlos nosotros. De esta forma, el recuerdo hacia quienes se nos van es una manera de mantenerlos presentes y vivos entre nosotros, formando parte de esa cadena que empuja el mundo hacia adelante.

San Pablo lo expresaba diciendo que «la creación expectante fue sometida a la frustración... pero con la esperanza de que se ha de ver liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios». Y aquí, el apóstol da un paso fundamental para los creyentes. Porque a él —y os digo la verdad, a mí, y pienso que a la mayor parte de vosotros— no nos basta con la idea de que los que mueren continúan presentes pero «diluidos» en la obra de la creación, algo así como un azucarillo en el agua. Es hermoso, pero no nos basta. Por eso, san Pablo añade: «Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención gloriosa de nuestro cuerpo». Eso es: presentes como personas plenas en ese mundo de plenitud.

Este paso, queridos amigos, no lo podemos dar nosotros solos, dada nuestra limitación. Ese paso sólo puede darlo Dios, el Dios de la vida. Y ese paso ya lo, ha dado Dios: es el paso, la pascua, de la muerte a la resurrección de Jesucristo el Señor. Y lo más grande, hermanos, es que ese paso no lo ha dado él solo: lleva cogida de la mano a la humanidad entera, a todos y cada uno de nosotros.

Por eso decíamos que el creyente cristiano no puede adoptar,una actitud derrotista. Dios no quiere la muerte. El quiere la vida. Y porque quiere la vida, sale a nuestro paso cuando nuestra frágil condición parece hacernos añicos con la muerte. Como a su Hijo Jesús, también a nosotros nos rescata y nos lleva a la vida de los hijos de Dios.

Hermanos: rotos y doloridos como nos encontramos por la muerte de N., celebramos en esta eucaristía la pascua del Señor, el paso de la muerte a la vida. Escuchemos esperanzados a Cristo en el evangelio: «Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias... volveré y os llevaré conmigo». Y oremos con el salmo que a buen seguro habrá proclamado ya nuestro hermano (nuestra hermana) N.: «El Señor es mi pastor, nada me falta. Aunque pase por valles oscuros, nada temo porque tú vas conmigo. Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida, y habitaré en la casa del Señor por años sin fin». Amén.

Invitación a la paz: Creo interpretar el sentir de todos los presentes, al desearos la paz, querida familia, y al transmitiros nuestra sincera condolencia. Que nuestro saludo entrañe el deseo de llevar adelante la tarea de quienes se nos van tan inesperadamente.

Comunión: El Señor, buen pastor, nos conduce hacia fuentes tranquilas y repara nuestras fuerzas en la comunión eucarística. Caminemos por las sendas de justicia que El nos señala y El nos acompañará con su bondad todos los días de la vida. Dichosos los llamados a la mesa del Señor.

Canto o responsorio: La muerte no tiene explicación. Sólo la fe puede ayudar a sobreponernos con la esperanza de la resurrección, que ahora cantamos.

Oremos:

Oh Dios, Padre de bondad y misericordia,
inclinándonos humildemente
ante el misterio de unos designios que no comprendemos,
te pedimos que escuches nuestras plegarias,
ilumines las tinieblas en que nos sume nuestro dolor
y concedas a nuestro hermano (nuestra hermana) N.
vivir eternamente contigo en la felicidad de tu reino.

Agradecimiento de la familia: En este duro golpe que estamos sufriendo, vuestra cercanía nos sirve de apoyo. Gracias. Gracias especialmente por vuestra presencia en esta celebración que ha sido un poco como el adiós que no pudimos dar a N. al irse tan deprisa. Ha sido una despedida multitudinaria y hermosa y, sobre todo, llena de esperanza. Adiós, N., ihasta que nos encontremos en Dios!