REFLEXIONES
 

 

1. FE/CONFIANZA

Seguramente la viuda evangélica no podría darnos una definición correcta de fe, de consagración, ni tan siquiera de abnegación. Pero ella entendía vitalmente que no sólo de pan vive el hombre, y dio todo su pan, el pequeño trozo que se podía comprar con su insignificante dinero. No fue un gesto suicida de desesperación. Como reza la oración de Foucauld, se puso sin medida en las manos de Dios.

La fe-confianza, la abnegación y la entrega que manifiesta nos hacen preguntarnos ¿qué puede mover a un hombre a dar su vida a Dios? Patologías aparte, solamente parece existir una respuesta: sentirse profundamente querido por él. La viuda no podía dar gracias a Dios por los bienes materiales de que disfrutaba, pero, a pesar de ello, algo en su interior le hacía sentirse querida y deudora. Ella pertenece al grupo de gentes anónimas que guardan en ellas la esencia de la humanidad y la irradian, aunque muchos las juzguen como personas inútiles e innecesarias. Son, sin embargo, la energía del mundo. En ellas se encarna Dios.

EUCARISTÍA 1988, 53


 

2.

-Dos viudas pobres dan color a las lecturas. La una se fía de la palabra de Elías y le hace un panecillo con el puñado de harina y el poco de aceite que le quedaba y recibe una recompensa multiplicada. La otra echa "dos reales" y recibe el elogio del Señor: "ha echado más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado lo que tenía para vivir".

-Estas dos mujeres son modelo de creyentes. Son personas abiertas a Dios: confían en él. Poca cosa tienen, pero no se aferran celosamente a lo poco que tienen. No dan los restos, sino lo que necesitan para vivir. Dios no quiere que le demos lo que nos sobra (y aún, a menudo de forma exhibicionista, como si demostráramos nuestra generosidad y obtuviéramos mérito por ello). El "primer mandamiento" -que vale para todos- es "amarás al Señor, tu Dios, con todo su corazón..." (domingo pasado). De igual modo, el segundo es "amarás a tu prójimo como a ti mismo" (y no "dales algo de lo que te sobra").

-Estas mujeres son dos "pobres" en el sentido bíblico de los "anawim" (pobres de Yahvé), los que Jesús proclamaba dichosos. No tienen demasiado de que presumir y sentirse orgullosos y ponen en Dios su esperanza. Cualquiera lo reconoce enseguida: ésta es la religión verdadera, "pura e intachable a los ojos de Dios Padre" (St 1,27; d. 22). ¡Qué contraste con aquellos ricos que echan mucho dinero para el Templo y con los escribas que aparecen en el evangelio!

-Alguien, tal vez, diga que son dos mujeres "alienadas". Y que el Templo (Dios, la religión) y los profetas (claro...) devoran los bienes de los pobres, en lugar de ayudarlos a tomar conciencia de su situación injusta de dependencia y opresión, y a luchar por su liberación. ¡Cuidado! "El Señor hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, libera a los cautivos, guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda" (salmo responsorial). Y Jesús, que alaba el gesto de aquella mujer, critica a los que "devoran los bienes de las viudas" y recuerda que Elías "fue enviado" a socorrer a aquella viuda cuando "hubo una gran hambre en todo el país" (Lc 4,25-26). No hay que confundir la "gimnasia" con la "magnesia". Naturalmente la generosidad de la viuda del evangelio no autoriza cualquier uso que hagan de sus "dos reales" -y de tantos otros- los responsables del Templo, ni prácticas que hoy nos parecen fuera de lugar, como vestidos, coronas o construcciones suntuosas.

JOSEP M. TOTOSAUS
MISA DOMINICAL 1988, 21


 

3.

El que se pone a la búsqueda de Dios
y vende todo lo que posee,
salvo el último dinero,
es, sin duda, un loco.
Es precisamente con el último dinero
con el que se compra a Dios.


 

4.

Fue, pues la mujer e hizo lo que Elías le había dicho; y comió Elías, ella y toda su casa. Desde aquel día no faltó nunca harina en la orza ni se disminuyó el aceite de la alcuza; según lo que había prometido el Señor por boca de Elías.

Sus discípulos son siempre muy desconfiados, y su inquieta solicitud impide su acción pacificadora, y obstaculiza la obra de su gracia. A todos nos ha definido con una sola palabra, cuando nos echa en cara en el camino de Emaús el ser necios y tardos en creer y el no atrevernos a confiar en su palabra. El desaliento anticipado, llamado también desconfianza, nos es demasiado natural para no ser más que una necedad, y son raros los corazones que nunca se han dejado sorprender más o menos por este taimado enemigo.

Incluso cuando se ha retirado, cuando la experiencia de la bondad divina ha hecho retroceder la inundación de la pusilanimidad y el flujo de la desconfianza, su desbordamiento deja en el alma como una capa de lodo malsano, como un cieno viscoso, en donde se hunden y ensucian los buenos deseos, en donde se paraliza no bien se ha formado todo impulso de franca cordialidad para con Dios.

¿Cuál es, pues, esa falsa sabiduría que mantiene en nosotros el antiguo error, y qué bendición divina le obligará a emigrar? -Vetus error abiit.- Ese inveterado error al que se encuentra, como a los mendigos andrajosos, sentado en el umbral de las almas, ese inveterado error de la pusilanimidad y la desconfianza, que uno se ha acostumbrado ya a ver y acaba por considerar como necesario, ¿de dónde viene, y con qué derecho se ha instalado a nuestra vera? A veces nos sentimos descorazonados, siempre pusilánimes, porque colocamos nuestra seguridad en un frágil y tambaleante sostén; porque pretendemos cimentar la paz de nuestra alma y la garantía de nuestro valor en el juicio natural que nos formamos de nuestra capacidad y méritos. Nos interrogamos a nosotros mismos con ansiedad; queremos saber las reservas de que disponemos; nos preocupamos de auscultarnos para conocernos mejor, de analizarnos para no ser engañados por las apariencias; perdemos un tiempo infinito en calcular lo que hubiéramos podido hacer antaño, lo que más o menos probablemente podremos hacer en el futuro, y sobre todos estos cálculos y razonamientos pretendemos fundar nuestra confianza. Sostenes precarios, apoyos caducos que hay que apuntalar todos los días y que se derrumban al menor empuje.

No debemos fundar nuestra confianza en la conciencia que tenemos de nuestros medios, sino en la misericordiosa bondad del que nunca abandona a los que su Padre le ha encargado haga vivir -quos dedisti mihi, non predidi ex eis qemquam: "ninguno he perdido de los que tú me diste." Juan, 18, 9-. Nuestra certidumbre, nuestras seguridades se basan en la fe, y lo que nos mantiene en paz con nosotros mismos es algo invisible.

Cuando el profeta Elías, de parte de Dios, bendijo en Sarepta el aceite de la pobre viuda, esa bendición permaneció también invisible. En el fondo de una pequeña alcuza quedaban todavía algunas gotas de aceite y al gesto del profeta, ni siquiera se llenó la alcuza.

Permaneció aparentemente como se encontraba. Pero esas gotas se renovaban a medida de las necesidades, y estando siempre la alcuza a punto de terminarse, contenía siempre bastante aceite para que con ella no faltase nada. Dios se conduce del mismo modo con nuestras almas. Cada día nos da la medida de la gracia que nos basta, sin permitir jamás que la sintamos colmarse, y esto para siempre. La vulgar confianza que nos viene de la posesión consciente de grandes tesoros acumulados, la fácil confianza del granjero que ha entrojado su cosecha, la seguridad y tranquilidad de los propietarios no tienen nada que ver con el espíritu de fe; y no obstante, todas nuestras ansias tienden a conseguirla.

Sentir que somos fuertes y ricos y poderosos; sentir al menos que los cofres divinos en donde podemos sumergir las manos son inexhaustos, que están allí abiertos ante nosotros y a nuestra disposición; sentir que no dependemos de nada, y podernos dormir tranquilos, al abrigo de todos los riesgos y de todas las miserias, nos parece que siempre es la mejor condición, la condición de los que poseen. Y difícilmente nos avenimos a pasarnos sin testimonios de estima, no tanto porque deseemos ser halagados, sino porque tenemos necesidad de ser confortados; no tanto por vanidad como por flaqueza, no tanto por saber lo que se piensa de nosotros como por saber lo que debemos pensar de nosotros mismos.

De esta mala costumbre quiere librarnos Dios. Quiere enseñarnos a poner en él nuestra confianza, y a desprendernos del juicio que nos hacemos de nosotros mismos. Lo que eres, eso eres, y no debes creerte que vales más de Io que eres ante Dios. Y en cuanto se ha renunciado a buscar en sí certidumbres, desde que se ha dejado el cuidado de apreciar lo que valen nuestras almas al que ha sido establecido por juez de vivos y muertos, sentimos en nosotros una gran paz y un inmenso alivio. Porque ciertamente es una carga pesada e inútil esa preocupación que a tantos hombres abruma, sin que a nadie haya reportado el menor provecho: el estar pensando en lo que uno vale o en lo que uno quiere.

Nuestra confianza debe irse formando a base de una incesante dependencia. Cada día nos dará Dios la gota de aceite necesaria, en cada ocasión la medida de gracia suficiente, y sintiéndonos perpetuamente sostenidos, sin ser nunca capaces de caminar solos, sintiéndonos cada día alimentados sin cesar nunca de tener hambre, estaremos unidos a Dios por nuestra misma pobreza. Esta privación indefinidamente reparada, pero nunca suprimida, es la que renueva en nosotros la Redención, haciéndonos comprender cuán necesario nos es Dios -"no se agotó el aceite de la alcuza"-. Le conozco bastante para saber que mañana no se va a olvidar de mí, como tampoco se ha olvidado hoy, y yo sé que su misericordia es inmutable. Por eso cuando me regocijo, cuando, en medio de mi miseria sentida y visible, canto y trabajo, sin ninguna preocupación, como las aves del cielo, mi confianza se halla toda ella penetrada de adoración, y mi alegría es un homenaje al que nada puede reemplazar -"sé de quién me he fiado".

Desgraciadamente nuestra menguada sabiduría comprende poco estas lecciones, y preocupados de agradar a Dios, no sabemos que sin él o lejos de él, no podemos llegar a ser capaces de agradarle. Deseosos de encontrarle no sabemos que con él es como debemos caminar hacia él, y que él solo puede conducirnos a la cita que su amor nos ha dado. Queriendo tener un valor ante sus ojos, olvidamos, nunca hemos sabido, que no tendremos otro que el que quiera él mismo reconocernos, porque él nos lo habrá concedido; y no estamos dispuestos sino difícilmente a gloriarnos, a regocijarnos de ser simplemente redimidos. ¡Redimidos! En el origen de todo lo que somos, hay que poner su gracia, y esta sola palabra hará desaparecer todas las desconfianzas.

P. CHARLES
LA ORACIÓN DE TODAS LAS HORAS
Barcelona 1950. Págs. 48-53


 

5.

COMO LO HABÍA DICHO EL SEÑOR"

Este final de la 1ª lectura de hoy viene a confirmar que verdaderamente se cumplió la Palabra de Dios en aquella viuda que confió en él. Confió en Dios de tal manera que lo dio todo a su huésped. La viuda del evangelio lo dio todo a Dios mismo (la ofrenda al tesoro del templo era expresión de ofrenda a Dios): dándolo todo se ofrecía ella misma, se ponía toda ella en manos de Dios.

- Una buena noticia: la Palabra de Dios se cumple

Esta primera lectura de hoy, por tanto, es una buena noticia de una manera muy directa: la Palabra de Dios se cumple en aquellos que confían en él. "El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente" (salmo responsorial).

- Una interpelación a nuestra "confianza"

Y es al mismo tiempo una interpelación a los creyentes, a los que confesamos que tenemos confianza en el Señor. Interpelación por la misma actitud de las dos viudas; interpelación, también, por el contraste en que Jesús pone el ejemplo de la viuda: ";Cuidado con los escribas!... devoran los bienes de las viudas..."; contraste, también, con los "creyentes" ricos. ¿Confiamos en Dios o, más bien, en el dinero, en el prestigio, en el poder de la imagen...? Y aún: ¿Verdaderamente nos lo creemos lo que leemos o escuchamos en la Sagrada Escritura?

- Sólo confían los pobres

Por eso quizá es muy acertada la colecta de hoy: "Aparta de nosotros todos los males, para que bien dispuesto nuestro cuerpo y nuestro espíritu (podríamos tener el lastre del dinero, del orgullo de creernos superiores, del poder de cualquier clase), podamos libremente cumplir tu voluntad", que se podría identificar con la pobreza en el espíritu de la primera bienaventuranza.

- Confiar es compartir

Si existe la confianza, necesariamente se traducirá en hechos. El que confía comparte, da lo que tiene, se da a sí mismo.

JESÚS, MAESTRO, NOS ENSEÑA

El Señor, con su buena pedagogía: "Estando sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero... llamó a sus discípulos, les dijo...", hoy nos enseña: "Esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie". Debemos preguntarnos: ¿es una buena noticia para nosotros esta enseñanza sobre los pobres? ¿hacemos caso de ella? ¿cómo la concretamos en nuestra vida?

LA EUCARISTÍA, EXPRESIÓN DE CONFIANZA EN JESÚS

La misa es la mesa de los pobres, de los que confían plenamente en el Señor, en su don, en su alimento, en su Palabra. Es la mesa de los pecadores, conscientes de serlo y, por eso mismo, abiertos a la conversión (acto penitencial, signo de paz...).

Es la mesa de los que se ofrecen a Dios junto con la ofrenda de Jesucristo: "Mira con bondad, Señor, los sacrificios que te presentamos, para que, al celebrar la pasión de tu Hijo en este sacramento, gocemos de sus frutos en nuestro corazón" (oración sobre las ofrendas); "que él nos transforme en ofrenda permanente" (plegaria eucarística III).

PARA LA HOMILÍA

- La confianza en Dios como motor de nuestra vida, de nuestras relaciones, de nuestra caridad y solidaridad.

- Confianza en la Sagrada Escritura: debemos leerla, escucharla, meditarla. Y buscar quién nos ayude a interpretarla cuando sea necesario. Y hacer todo lo posible por conocerla más (catequesis, grupos, cursillos...).

- ¿Cómo concretamos, cada uno, nuestra ofrenda a Dios (nuestra caridad, nuestra solidaridad, nuestro servicio)?

JOSEP M. ROMAGUERA
MISA DOMINICAL 1994, 14