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H O M I L Í AS

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DOMINGO XXXII

TIEMPO ORDINARIO

CICLO B

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DOS MUJERES

Dos mujeres ocupan hoy las lecturas del domingo. Dos mujeres que no tienen nada en común con las mujeres que ocupan a diario páginas y páginas de los periódicos que devora la gente. Normalmente, las mujeres que ocupan estos periódicos aparecen allí porque pertenecen a eso que se ha dado en llamar -no sé con que fundamento- "alta sociedad" y aparecen contándonos, por escrito y plásticamente, sus conquistas, sus fiestas extravagantes, sus infidelidades, sus vaciedades sin cuento.

Aparecen luciendo sus joyas y su anatomía. Esos son sus títulos y por eso se les paga para que, con una prosa en todo semejante a sus hazañas, nos cuenten "su vida", una vida que, por otra parte, no comprendo a quién puede interesarle. Hoy y aquí, las dos mujeres que aparecen en las páginas de la Escritura no son jóvenes, ni guapas, ni dan con la medida anatómica exacta, ni han alcanzado un título de "miss", ni dan el tono, ni se lo pasan bien, ni son brillantes decididas y liberadas. Todo lo contrario.

Una de ellas es una viuda que vive en un pequeño pueblo situado al Sur de Sidón, Sarepta, y que, presumiendo que ha llegado al fin de su existencia, se prepara para terminar sus escuálidas provisiones y morir después, junto con su hijo. Si en cualquier momento y cultura ser viuda es símbolo de soledad y vacío, en el momento histórico en el que se nos presenta a la viuda de Sarepta, ser viuda debía ser... ¡como para morirse! Quizá no se podía encontrar una persona menos persona que una viuda. Pues bien, a ella fue Elías y con ella se hizo el milagro, un milagro arrancado por la fe ciega y la generosidad sin límites de aquella mujer. Elías le pidió de comer y ella le entregó, sin reservarse nada, todo lo que tenía, fiada en la promesa de aquel hombre al que no conocía de nada, pero que le hablaba en nombre de Dios. Y el Dios de Israel fue con ella un excelente despensero, que veló cumplidamente para que la "orza de harina no se vaciase y la alcuza de aceite no se agotase". Toda la fuerza de Dios aparece puesta al servicio de una mujer pobre, débil, abandonada e ignorada.

La otra mujer que protagoniza hoy las lecturas es también pobre e insignificante. No sabemos ni siquiera su nombre. También era viuda. También tenía, por consiguiente, una situación difícil. Frente a ella están los ricos echando abundantemente en la bandeja del Templo y pasando desapercibidos para la mirada del lince de Cristo. Pero, de repente, entre las espléndidas limosnas, "dos reales", tintinearon con un sonido especial. Era el don de la viuda, que, al echarlos en la bandeja del Templo en el que creía y confiaba, se quedó sin nada. Y algo sonó en el corazón de Cristo, que acusó el impacto y quiso en seguida que ese impacto que El había recibido lo captasen los suyos, para que jamás olvidaran lo que, a los ojos de Dios, era verdaderamente interesante. "Os aseguro -les dice a los discípulos- que esa pobre viuda ha echado más que nadie... porque ha echado todo lo que tenía para vivir." Dos mujeres que han llegado como una flecha hasta el corazón de Dios. Dos mujeres que merecen, en la Escritura, los honores de una primera página a todo color. Dos mujeres poco decorativas, posiblemente arrugadas, envejecidas, agobiadas por tantos y tantos problemas como su vida difícil les deparaba. Dos mujeres que han atravesado el tiempo para llegar hasta nosotros y golpearnos con su ejemplo espléndido. No importa que no sepamos su nombre ni el color de sus ojos. Lo verdaderamente interesante es que esas dos mujeres fueron, por un momento, protagonistas de una historia vivida con Dios y cumplieron perfectamente su papel en ella.

Son dos historias preciosas y estimulantes, con una clara lección: para conseguir que el corazón de Dios se sienta "tocado" no hace falta ser importante, ni saber mucho, ni ser "letrado", ni impactar con el brillo de amplios ropajes, ni... nada de todo eso que llega tan directamente a nuestro pobre y pequeño corazón. Para llegar al corazón de Dios sólo hace falta dar cuanto se tiene, creer en sus promesas sin reservarse nada, poner la vida "en la bandeja" y esperar confiadamente en el milagro de que El hará que no se acabe nunca la esperanza, la ilusión, la inquietud, esa especial harina y ese aceite sobrenatural que se necesita para caminar por la vida cristiana, aunque, a veces, nos sintamos en ese camino tan angustiados y solos como debieron sentirse en su momento estas dos viudas de la Escritura que hoy contemplamos, al menos yo, con tanto cariño.

DABAR 1982, 55


En su Ética a Nicómaco, Aristóteles define el hombre pródigo como aquel que se arruina por su gusto, de forma que la prodigalidad viene a ser una especie de destrucción de sí mismo, dado que sólo se vive con lo que se tiene. Quien da todo lo que tiene corre el riesgo de morir. La viuda del evangelio de este domingo es, según esta definición, una viuda pródiga porque echó en el cepillo del templo todo lo que tenía para vivir. San Marcos, jugando con las palabras, termina la narracción utilizando una —bios— que tiene, en griego, dos significados: vida y medios de subsistencia. Al decir que la pobre viuda echó toda su subsistencia, dice también que dio toda su vida, porque de las dos monedas dependía, en verdad, su vida entera. Con su limosna, la viuda convirtió su pobreza en auténtico sacrificio e inmolación; como si hubiera derramado su vida en libación sobre el altar o la hubiera quemado como incienso en la presencia de Dios; y todo sin ser notada, como se hacen las cosas grandes: en secreto. Descubierta sólo por la mirada de Cristo que, más allá de las apariencias, penetra en lo interior.

Al descubrirla con la mirada de Cristo, san Marcos la sitúa en contrapunto de los escribas que se pavonean con sus llamativos ropajes, reclamo de reverencias y adulación de la gente. La falsa justicia que Cristo fustigó en el sermón del monte se dramatiza en estos personajillos, hambrientos de vanidad y codicia, que recibirán la sentencia rigurosa de Dios por haber adulterado la oración y extorsionado a las viudas. También éstos son pródigos, como aquel hijo de la parábola que dilapidó todos sus bienes y se destruyó a sí mismo, porque sólo se amó a sí mismo. Los escribas dilapidan todo para ganarse la admiración de los hombres y ser tenidos por justos al margen de Dios. La viuda, por el contrario, todo lo entrega, y conquista, sin ella saberlo, la alabanza del Señor. Con dos monedas se perdió a sí misma y se ganó para Dios.

Esta escena ocupa, en el evangelio de Marcos, un lugar muy significativo. Es el colofón a todos los dichos y hechos de Jesús. Viene a decir que, ante lo que Cristo dice y hace, debemos evitar la actitud de los escribas —¡Cuidaos de los escribas!— con su hueca piedad e hipocresía. Debemos más bien observar a la viuda para descubrir en ella el verdadero fundamento de la religión: ser pródigos en darnos a Dios, sin reservas, con lo que somos y tenemos. Sólo así Dios será lo único importante de nuestra vida al que serviremos pródigamente con lo necesario para vivir y no con lo superfluo.

+ César Franco

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