DOS
MUJERES
Dos
mujeres ocupan hoy las lecturas del domingo. Dos mujeres que no tienen nada en
común con las mujeres que ocupan a diario páginas y páginas de los
periódicos que devora la gente. Normalmente, las mujeres que ocupan estos
periódicos aparecen allí porque pertenecen a eso que se ha dado en llamar -no
sé con que fundamento- "alta sociedad" y aparecen contándonos, por
escrito y plásticamente, sus conquistas, sus fiestas extravagantes, sus
infidelidades, sus vaciedades sin cuento.
Aparecen
luciendo sus joyas y su anatomía. Esos son sus títulos y por eso se les paga
para que, con una prosa en todo semejante a sus hazañas, nos cuenten "su
vida", una vida que, por otra parte, no comprendo a quién puede
interesarle. Hoy y aquí, las dos mujeres que aparecen en las páginas de la
Escritura no son jóvenes, ni guapas, ni dan con la medida anatómica exacta, ni
han alcanzado un título de "miss", ni dan el tono, ni se lo pasan
bien, ni son brillantes decididas y liberadas. Todo lo contrario.
Una
de ellas es una viuda que vive en un pequeño pueblo situado al Sur de Sidón,
Sarepta, y que, presumiendo que ha llegado al fin de su existencia, se prepara
para terminar sus escuálidas provisiones y morir después, junto con su hijo.
Si en cualquier momento y cultura ser viuda es símbolo de soledad y vacío, en
el momento histórico en el que se nos presenta a la viuda de Sarepta, ser viuda
debía ser... ¡como para morirse! Quizá no se podía encontrar una persona
menos persona que una viuda. Pues bien, a ella fue Elías y con ella se hizo el
milagro, un milagro arrancado por la fe ciega y la generosidad sin límites de
aquella mujer. Elías le pidió de comer y ella le entregó, sin reservarse
nada, todo lo que tenía, fiada en la promesa de aquel hombre al que no conocía
de nada, pero que le hablaba en nombre de Dios. Y el Dios de Israel fue con ella
un excelente despensero, que veló cumplidamente para que la "orza de
harina no se vaciase y la alcuza de aceite no se agotase". Toda la fuerza
de Dios aparece puesta al servicio de una mujer pobre, débil, abandonada e
ignorada.
La
otra mujer que protagoniza hoy las lecturas es también pobre e insignificante.
No sabemos ni siquiera su nombre. También era viuda. También tenía, por
consiguiente, una situación difícil. Frente a ella están los ricos echando
abundantemente en la bandeja del Templo y pasando desapercibidos para la mirada
del lince de Cristo. Pero, de repente, entre las espléndidas limosnas,
"dos reales", tintinearon con un sonido especial. Era el don de la
viuda, que, al echarlos en la bandeja del Templo en el que creía y confiaba, se
quedó sin nada. Y algo sonó en el corazón de Cristo, que acusó el impacto y
quiso en seguida que ese impacto que El había recibido lo captasen los suyos,
para que jamás olvidaran lo que, a los ojos de Dios, era verdaderamente
interesante. "Os aseguro -les dice a los discípulos- que esa pobre viuda
ha echado más que nadie... porque ha echado todo lo que tenía para
vivir." Dos mujeres que han llegado como una flecha hasta el corazón de
Dios. Dos mujeres que merecen, en la Escritura, los honores de una primera
página a todo color. Dos mujeres poco decorativas, posiblemente arrugadas,
envejecidas, agobiadas por tantos y tantos problemas como su vida difícil les
deparaba. Dos mujeres que han atravesado el tiempo para llegar hasta nosotros y
golpearnos con su ejemplo espléndido. No importa que no sepamos su nombre ni el
color de sus ojos. Lo verdaderamente interesante es que esas dos mujeres fueron,
por un momento, protagonistas de una historia vivida con Dios y cumplieron
perfectamente su papel en ella.
Son
dos historias preciosas y estimulantes, con una clara lección: para conseguir
que el corazón de Dios se sienta "tocado" no hace falta ser
importante, ni saber mucho, ni ser "letrado", ni impactar con el
brillo de amplios ropajes, ni... nada de todo eso que llega tan directamente a
nuestro pobre y pequeño corazón. Para llegar al corazón de Dios sólo hace
falta dar cuanto se tiene, creer en sus promesas sin reservarse nada, poner la
vida "en la bandeja" y esperar confiadamente en el milagro de que El
hará que no se acabe nunca la esperanza, la ilusión, la inquietud, esa
especial harina y ese aceite sobrenatural que se necesita para caminar por la
vida cristiana, aunque, a veces, nos sintamos en ese camino tan angustiados y
solos como debieron sentirse en su momento estas dos viudas de la Escritura que
hoy contemplamos, al menos yo, con tanto cariño.
DABAR
1982, 55
En
su Ética a Nicómaco, Aristóteles define el hombre pródigo como aquel
que se arruina por su gusto, de forma que la prodigalidad viene a ser una
especie de destrucción de sí mismo, dado que sólo se vive con lo que se
tiene. Quien da todo lo que tiene corre el riesgo de morir. La viuda del
evangelio de este domingo es, según esta definición, una viuda pródiga
porque echó en el cepillo del templo todo lo que tenía para vivir. San
Marcos, jugando con las palabras, termina la narracción utilizando una —bios—
que tiene, en griego, dos significados: vida y medios de subsistencia. Al decir
que la pobre viuda echó toda su subsistencia, dice también que dio toda
su vida, porque de las dos monedas dependía, en verdad, su vida entera. Con su
limosna, la viuda convirtió su pobreza en auténtico sacrificio e inmolación;
como si hubiera derramado su vida en libación sobre el altar o la hubiera
quemado como incienso en la presencia de Dios; y todo sin ser notada, como se
hacen las cosas grandes: en secreto. Descubierta sólo por la mirada de Cristo
que, más allá de las apariencias, penetra en lo interior.
Al
descubrirla con la mirada de Cristo, san Marcos la sitúa en contrapunto de los
escribas que se pavonean con sus llamativos ropajes, reclamo de reverencias y
adulación de la gente. La falsa justicia que Cristo fustigó en el sermón del
monte se dramatiza en estos personajillos, hambrientos de vanidad y codicia, que
recibirán la sentencia rigurosa de Dios por haber adulterado la oración y
extorsionado a las viudas. También éstos son pródigos, como aquel hijo de la
parábola que dilapidó todos sus bienes y se destruyó a sí mismo, porque sólo
se amó a sí mismo. Los escribas dilapidan todo para ganarse la admiración de
los hombres y ser tenidos por justos al margen de Dios. La viuda, por el
contrario, todo lo entrega, y conquista, sin ella saberlo, la alabanza del Señor.
Con dos monedas se perdió a sí misma y se ganó para Dios.
Esta
escena ocupa, en el evangelio de Marcos, un lugar muy significativo. Es el colofón
a todos los dichos y hechos de Jesús. Viene a decir que, ante lo que Cristo
dice y hace, debemos evitar la actitud de los escribas —¡Cuidaos de los
escribas!— con su hueca piedad e hipocresía. Debemos más bien observar a
la viuda para descubrir en ella el verdadero fundamento de la religión: ser pródigos
en darnos a Dios, sin reservas, con lo que somos y tenemos. Sólo así Dios será
lo único importante de nuestra vida al que serviremos pródigamente con lo
necesario para vivir y no con lo superfluo.
+ César
Franco
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