SUGERENCIAS

 

1.FARISEO.FARISEISMO.

Nos encontramos ante un "test" de vida cristiana. Actual y de todos los tiempos: esto es la parábola del fariseo y del publicano.

Jesús la pronunció por algunos que se creían buenos, que estaban seguros de sí mismos (de lo que pensaban y de lo que hacían) y que despreciaban a los demás. Tres características presentes hoy en la vida de muchos cristianos.

El fariseo de entonces y de todos los tiempos tiene una base doctrinal para su actuación. Él piensa: "en la medida en que cumpla la ley de Dios, en esa medida Dios me premiará y me salvará". La salvación para él no depende tanto de Dios cuanto de sí mismo, de su propia fidelidad, de su propia vida. Esto hace que para el fariseo la ley sea fuente de derechos ante Dios. Para él las obras buenas hacen al hombre bueno y merecedor, por derecho propio, de la propia salvación.

Como consecuencia inmediata lo principal para el fariseo es la fidelidad a la ley y en el cumplimiento fiel de todos sus detalles fundamenta la confianza en sí mismo, otra de sus características, y de esta confianza se deriva la seguridad. Se creen "los buenos", los cumplidores, los religiosos, los perfectos. De aquí a despreciar a todos cuantos no cumplan la ley no hay más que un paso que no tardan en dar.

Este fariseísmo está hoy presente en nuestro mundo cristiano tanto a nivel individual, lo cual es grave, como a nivel comunitario, lo que es infinitamente peor.

A nivel individual debemos confesar que hemos educado muchas veces en fariseo a nuestros cristianos. Les hemos dado las leyes como norma fundamental de sus vidas. Como consecuencia tenemos unos cristianos cuya preocupación principal es el cumplimiento de lo mandado, cristianos que, porque han cumplido a la perfección la letra del precepto, ya están tranquilos, ya se sienten con derechos ante Dios, ya están seguros de sí mismos. Cristianos que piensan que sus obras buenas son como ingresos en una caja de ahorros celestial que podrán exhibir ante Dios para reclamar capital e intereses. Cristianos que, juzgando como pecadores a quienes no cumplen las leyes, con la minuciosidad con que ellos lo hacen, si no llegan a despreciarlos, al menos los compadecen y, comparándose con ellos, se creen en el fondo mejores... y hasta agradecen a Dios el serlo.

A nivel comunitario se da también el fariseísmo en la Iglesia de nuestros días. Fariseos son no pocos grupos cristianos, de carácter conservador o de carácter progresista, que se creen, como grupo, los buenos, los cumplidores, los fieles (unos al Derecho Canónico, otros a un espíritu de Jesús de Nazaret que difícilmente se compagina con sus juicios y actitudes), grupos que, menospreciando a los otros (en el sentido literal de la palabras "menos-preciar") los juzgan equivocados, dignos de conmiseración y sin sitio apenas en la comunidad de hermanos.

¡Ah!, eso sí: unos y otros piden por la conversión de quienes no piensan como ellos. ¡Fariseos, siglo XX! ¿Dónde radica el mal del fariseísmo? En su propia visión de Dios a quien ven como un comerciante que vende cielo a cambio de obras; en su visión de J.C. y de su salvación, a la que no ven como una novedad gratuita, como justificación por amor sin pedir nada a cambio, sino solo fe. El fariseo no entiende la Redención.

GRATUIDAD/SV: No comprende que Dios se complazca más en un pecador que ama, confía y se arrepiente (aunque en absoluto pueda ofrecer obras buenas) que en un justo con muchos méritos, abundantes obras y confianza en sí mismo. Esto ya lo ha leído en el evangelio. Pero no acaba de hacerlo vida. Como no entiende la gratuidad de la salvación se cree en la necesidad de comprarla con el cumplimiento de la ley. Su obsesión no es el amor, es lo mandado.

Su actitud profunda no es el riesgo de creer sino la seguridad que da el cumplir. Cristo pide para el cristiano alma de publicano, conciencia de su pobreza de méritos y de su incapacidad de presentar ante Él nada a cambio del perdón y de la justificación. Tan apartado de J.C. vive quien lo olvida y lo rechaza, como aquél que cree que su salvación depende de sus obras y le pasa factura a Dios (consciente o inconscientemente) de cuanto hace bueno. Unos y otros no han conocido a J.C.

Todos tenemos en nuestra vida un ramalazo farisaico que nos lleva a creernos buenos, mejores que otros a quienes quizá compadecemos y hasta amamos, pero desde nuestra situación de "mejores". Todos, en alguna ocasión, hemos pensado en lo que Dios nos dará "como justa paga por nuestros méritos".

Examinemos sinceramente nuestra oración y descubriremos la autenticidad de nuestra fe.

D. ORTEGA GAZO
DABAR 1989/52


2.

La figura del fariseo del evangelio de hoy la podemos encontrar con cierta frecuencia en los círculos cristianos: hombres cumplidores, seguros de sí mismos, que desprecian a los que no son como ellos (y, además, los condenan).

Todo esto debe hacernos pensar si no será que todavía no hemos entendido bien el fondo del Evangelio, que viene a enseñarnos, en definitiva, que lo importante no es: -Cumplir puntualmente todas las normas (a Dios, como nos recuerda S. Pablo, ya no se llega por la ley, sino por el amor).

-Después de cumplirlas, sentirse satisfecho uno de sí mismo (porque el hombre no es un ser cerrado sino abierto, imperfecto y constantemente perfectible). -Para terminar despreciando a los que son de otra manera.

Lo importante es:

-Empezar por confiar en el amor de Dios, que todo lo puede y todo lo supera, (incluso nuestros errores más garrafales).

-Reconocer nuestra pequeñez, nuestra impotencia, nuestra nada, que sólo queda llena, precisamente, por ese amor de Dios.

-Caer en la cuenta de que nuestra principal obligación es tratar de hacer todo el bien que podamos a los hombres (y sin ningún tipo de distinción, a no ser la que nos lleve a preferir a los más pobres), ser reflejo del amor que Dios nos tiene, sabiendo que nada somos y que estamos completamente en manos de Dios.

-Y tener siempre muy presente que nuestra salvación (algo que a tantos les preocupa) no es obra ganada por el hombre a base de cumplimientos sino don generoso del amor de Dios.

Si empezamos a pensar todo esto, y a creérnoslo, quizá empecemos a "cumplir" menos, pero lograríamos amar más. Y, sobre todo, nos sentiríamos hermanos de todos, no superiores a nadie: no nos tendríamos por demasiado justos, ni estaríamos demasiado seguros de nosotros mismos y, en consecuencia, no miraríamos a nadie por encima del hombro.

DABAR 1983/53


3.TENSIÓN DE LA VIDA TEOLOGAL VCR/PROGRESO HUMILDAD/PECADOR  P/CONCIENCIA-DE 

"Cristo no habita sino en los pecadores", llega a afirmar Lutero-M. No cuando te crees justo, sino cuando reconoces tu pecado y Dios te aparece irritado y Cristo hostil, porque esto es lo merecido, entonces te encuentras en la situación adecuada para que opere la salvación. Así el progreso se realiza "a la contra" de lo que espera el hombre, no cuando desaparecen nuestros defectos, sino cuando comprendemos mejor la gravedad de los mismos:

"El Señor nos humilla y nos espanta por la ley y la visión de nuestros pecados de tal forma, que tanto ante los hombres como delante de nosotros mismos, nos veamos como nada, insensatos, malos, como en realidad somos. Cuando confesamos y reconocemos todo esto, no aparece en nosotros beldad alguna ni resplandor de ninguna clase, pero vivimos en el Dios escondido (es decir, en la simple y pura confianza en su misericordia), sin poder apelar dentro de nosotros mismos a nada que no sea pecado, locura, muerte o infierno, conforme a las palabras del apóstol (2Co/06): como tristes, pero siempre alegres; como muertos, pero he aquí que estamos vivos".

Finalizamos nuestras referencias al reformador, traduciendo su comentario a /Rm/03/07: "Sólo es buscada la oveja perdida, sólo es librado el cautivo, sólo el pobre enriquecido, confortado el enfermo, exaltado el humillado, llenado lo que estaba vacío, construido lo que no lo estaba... Es, pues, imposible que el hombre repleto de su propia justicia se llene de la justicia de Dios, que colma solamente a los que tienen hambre y sed. El hombre saciado de su verdad y de su propia justicia no es capaz de la verdad y de la justicia de Dios, que sólo lo vacío y lo informe pueden recibir. Digamos, pues, a Dios: ¡qué gustosos nos vaciaremos para que tú estés lleno en nosotros!, ¡débiles, para que tu fuerza habite en mí!, ¡pecadores, para que tú seas justificado en mí!, ¡insensatos, para que tú seas mi sabiduría!, ¡injustos, para que seas mi justicia!".

PROGRESO/RETROCESO: Otros autores han explicado esta paradójica situación del creyente, de una gran riqueza espiritual. Todo progreso hacia el ideal, dice ·Kierkegaard, aparece como un retroceso, pues progresar consiste precisamente en descubrir la perfección del ideal. Cuando el hombre se acerca en verdad a Dios, Dios lo eleva, pero tal elevación se manifiesta al mismo tiempo como una degradación, pues el hombre adquiere una idea infinitamente más elevada de Dios, y de esta forma el hombre disminuye... al mismo tiempo que se aproxima a Dios.

Así, amar de verdad a Dios -de forma que progresar sea, pues, retroceder- es algo así como odiarse a sí mismo, al menos visto desde un punto de vista egoísta, pues los progresos que hacen avanzar alegran al hombre; pero los que hacen retroceder... ¡ésos sí que duelen! O dicho de otro modo: acercarse a Dios consiste en perder tu propio egoísmo para encontrar tu felicidad en Dios. La ley de los que se acercan a Dios es: A Él le toca crecer, a mí menguar (/Jn/03/30). Por eso, desde el punto de vista religioso, el progreso no es facilidad; al contrario, cuanto más progresas más estrecho es el camino. La facilidad casa difícilmente con el evangelio, y lo que facilita no es ningún progreso.

SANTOS/PECADORES  Es curioso comprobar que los santos, ésos que están de verdad más cerca de Dios, se consideran siempre unos grandes pecadores, pues ellos comprenden de verdad lo que el pecado significa. Sólo a la luz de Dios es posible reconocer la propia miseria. Fuera de esta luz no se conoce ni reconoce el pecado, pero ahí está la máxima gravedad del asunto: en ignorar la propia enfermedad, lo cual es el peligro supremo al imposibilitar toda curación. Al contrario, la conciencia del pecado es lo que paradójicamente nos acerca a Dios. Cuando se toma conciencia del pecado, en toda su terrible amargura, aparece la esperanza de salvación.

La prueba de que Dios te ama es que tú te sientas más miserable que el más miserable. Pues el amor está en relación inversa a la grandeza del objeto. Dios ama a los pecadores, a los abandonados, a los que el mundo rechaza, a los que no cuentan.

MARTIN BALLESTER GELABERT
"EN EL NOMBRE DEL JUSTO"
PAULINAS, Col. Betania 36, Págs 29-32


4. V/SENTIDO  

Eugéne ·Ionesco-E declaraba hace pocos años: "El mundo ha perdido su rumbo, no porque falten ideologías orientadoras, sino porque no conducen a ninguna parte. En la jaula de su planeta los hombres se mueven en círculo porque han olvidado que se puede mirar al cielo... Como solamente queremos vivir, se nos ha hecho imposible vivir. ¡Miren ustedes a su alrededor!" Y el famoso historiador Arnold J. ·Toynbee-A confesaba: "Estoy convencido de que ni la ciencia ni la técnica pueden satisfacer las necesidades espirituales a las que todas las grandes religiones quieren atender. La ciencia no ha suplido nunca a la religión, y confío que no la suplirá nunca. ¿Cómo podemos llegar a una paz duradera y verdadera? Estoy seguro de que para la paz verdadera y permanente es condición imprescindible una revolución religiosa. Tengo para mí que ésta es la única clave para la paz. Hasta que lo consigamos, la supervivencia del género humano seguirá puesta en duda." Es decir, que en este mundo tan tecnificado y consumista, tan racional y seguro, quedan todavía por llenar las grandes cavernas del corazón, aquellos reductos últimos del corazón humano donde habita la necesidad de la paz, de la bondad, del amor y la justicia, de la felicidad verdadera.

Asistimos -diríamos- a un doble movimiento. Por una parte aumenta la ciencia y la racionalidad, la técnica y los bienes, las riquezas..., pero por otra parte disminuye cada vez más el sentido y la felicidad de los hombres. La necesidad de Dios, de algo que esté más allá de los bienes y de las cosas, de los trabajos y del placer, sigue viva en el hombre del siglo XX con idéntica o mayor fuerza que en el hombre primitivo e inculto de las cavernas.

Muchos ateos convencidos y militantes, no han logrado nunca sacudirse de encima el problema de Dios. Feuerbach y Nietzsche, quienes por la proclamación pública de su ateísmo se creyeron más liberados que nadie, permanecieron hasta el final de sus días anclados en el problema de la religión. La utopía que Marx anunciara de la total "extinción" de la religión tras el proceso revolucionario ha sido desmentida por la misma evolución de los estados socialistas (SOCIALISMO): sesenta años después de la revolución de octubre, y tras indescriptibles persecuciones y vejaciones de iglesias e individuos, el cristianismo en la Unión Soviética (URSS) es una realidad en crecimiento más que en regresión; según los datos más recientes (quizá ya superados), uno de cada tres rusos adultos (y los rusos constituyen aproximadamente la mitad de todos los habitantes de la Unión Soviética) y uno de cada cinco ciudadanos soviéticos adultos es cristiano practicante (H. Kung.) La religión no es una ética, una moral, una teoría, una costumbre, una dimensión del hombre. La religión es la dimensión de profundidad del hombre, ese último reducto donde se debaten las opciones profundas ante la vida y la existencia. Porque todo hombre es para sí mismo un misterio. La ciencia nos dice muchas cosas. Hoy no es posible el hombre enciclopédico que sabe todo lo que científicamente se puede saber en este mundo. Sin embargo, las grandes verdades, que suelen ser las más elementales pero a la vez las verdaderamente vitales -las que clásicamente se llamaban las "verdades eternas"- quedan sin contestar por la ciencia. De lo más importante, de lo que realmente necesitamos para vivir, no sabemos nada. Esas verdades no pertenecen al ámbito de la ciencia sino al del misterio, y sólo se resuelven y perciben en la fe, en la creencia o en el ateísmo -que no deja de ser una fe.

Todos los hombres se preguntan. ¿Por qué la vida? ¿Por qué la muerte? ¿Por qué el amor y el egoísmo, la paz y el odio, la calma y la violencia, el hambre, la injusticia, la opresión, el dolor, el tiempo, la enfermedad, la vejez, la soledad, la frustración...? ¿Por qué?

Sin embargo, hace dos mil años, un hombre nació en un lugar oscuro de Palestina y murió a los treinta y tres años clavado en una cruz. Se llamaba Jesús. Muchos han dicho que era un iluso o un impostor. Sin embargo, mil millones de hombres creemos en él.

Creemos que fue un hombre nacido de mujer, pero creemos también que era Dios, el Hijo de Dios, que apareció entre nosotros suscitado por Dios para revelarnos su misterio, que es el nuestro.

Murió, pero resucitó. Por eso, no sólo vivió, sino que sigue vivo, en un modo de existencia que nosotros también tendremos más allá de la muerte y de este cuerpo frágil. Muchos creemos en él porque en él hemos encontrado personalmente el Camino, la Verdad, la Vida. En él hallamos una respuesta a las preguntas esenciales del hombre, que nos satisface más que cualquier otra respuesta balbuciente que se haya aventurado en la historia de todos los pueblos.

Millones de hombres preguntan. Jesucristo es la respuesta. Haberla hallado personalmente -y no otra cosa-, eso es ser cristiano. Trasmitir esa noticia a todos los hombres -lejanos y cercanos- eso es la Misión. Y la Misión comienza por nosotros mismos, en la medida en que nuestra propia vida nos manifiesta que en Jesucristo hemos encontrado realmente la solución de nuestras preguntas y un sentido nuevo y gozoso para nuestra existencia.

DABAR 1977/52


5. PO/PEGUY/FARISEOS

Los fariseos quieren que los demás sean perfectos,
lo exigen.
No saben hablar de otra cosa.
Pero Yo soy menos exigente, dice Dios.
Porque Yo sé bien lo que es la perfección 
y no exijo tanto a los hombres.
Precisamente porque Yo soy perfecto 
y no hay en Mí más que perfección, 
no soy tan difícil como los fariseos.
Soy menos exigente. 
Soy el Santo de los santos 
y sé lo que es ser santo, lo que cuesta, lo que vale.
Son los fariseos los que quieren la perfección.
Pero para los demás.
Encuentran siempre indignos a los demás, 
encuentran indigno a todo el mundo.
Pero Yo, dice Dios, soy menos difícil,
y encuentro que un buen cristiano, 
un buen pecador de la común especie 
es digno de ser mi hijo
y de reclinar su cabeza sobre mi hombro.

CH. Péguy
Palabras cristianas, p. 47


6.

EL FARISEO Y EL PUBLICANO

La parábola del fariseo y del publicano, la última de las parábolas propias de Lucas, marca todo este domingo y centrará, seguramente, todo el interés en la celebración y en la predicación. Ciertamente se lo merece, pero convendrá procurar que los asistentes a la celebración penetren en el sentido de la parábola y no les suene como algo ya muy oído (como algo caricaturizable en un "ir a darse golpes en el pecho" en la oscuridad de las iglesias).

La justificación por medio del reconocimiento del propio pecado y por la fe plena en el amor de Dios, es el tema de fondo de esta parábola (nótese que el publicano no promete cambiar de vida, sólo pide perdón...). Y precisamente hoy leemos en la segunda lectura el "testamento" de Pablo, que tuvo este tema como pieza central del "mensaje" para cuyo "anuncio íntegro" el Señor le "ayudó" y le "dio fuerzas". Vale la pena recordar hoy a Pablo y lo que para Pablo era el centro del Evangelio.

A propósito de la figura del publicano cabe recordar en qué consistía esa profesión, menospreciada (con toda razón) por cualquier judío normal. Los publicanos eran los encargados de recoger el impuesto que exigían los ocupantes romanos, al cual añadían una comisión, a menudo muy crecida, con la que se enriquecían: se trataba por tanto de un grupo de gente que sumaban el colaboracionismo a la extorsión. La escena de Zaqueo, que correspondería leer el domingo próximo pero que no leeremos debido a la solemnidad de Todos los Santos, ilustra bien el tipo de personajes que eran los publicanos.

INDICACIONES PARA LA HOMILÍA

I. El centro de todo: saberse y sentirse pecador y débil.

Quizás parecerá invitar al masoquismo, pero podría ser positivo sugerir hoy que cada uno, al llegar a su casa, escriba una lista de aquellas cosas que se alejan del ideal del Evangelio. Del ideal, es decir, de lo que el Evangelio dice que deberíamos hacer si queremos seguir a Jesús: vender lo que tenemos y entregarlo a los pobres, perdonar siempre, poner la otra mejilla, amar a los enemigos, confiar totalmente en Dios y tenerlo siempre presente en nuestras vidas... no murmurar, no dejarse llevar por la ira, no juzgar, ayudar a quien lo necesite, ser capaz de pedir perdón, orar intensamente. Hay cosas muy radicales que ciertamente no hacemos, y cosas no tan radicales que tampoco hacemos. Somos pecadores. Y muchos son los propósitos que hacemos procurando seguir el Evangelio (y debemos seguir haciéndolos, claro está), pero nunca lo llegamos a seguir: las cosas radicales "las dejamos por imposibles", pero tampoco en las no tan radicales avanzamos demasiado.

Il. "El Señor está cerca de los atribulados".

Esta es la Buena Noticia: que sentirse pecador no es ninguna desgracia, sino más bien un gozo. Es una desgracia para las propias ganas de hacer bien las cosas, y es una desgracia porque nuestro mal hace mal a los demás. Y por eso luchamos contra el mal que hacemos, evidentemente. Pero ante Dios podemos decir que es fuente de gozo. La primera lectura y el salmo, que en principio se refieren a los pobres y oprimidos del mundo, hoy los podemos entender como un canto a este Dios que "le gusta" salvar a los que no tienen manera de salvarse, que somos todos nosotros. Es preciso, sólo, que lo reconozcamos y nos pongamos en sus manos.

III. El apóstol Pablo frente a los que quieren salvarse por la Ley.

La lectura hoy del "testamento" de Pablo en la segunda lectura invita a girar los ojos hacia el apóstol y darse cuenta de cómo fue feliz dedicando su vida y entregándola por el anuncio del Evangelio. Y se podría decir que el núcleo del Evangelio que Pablo predica arranca de esta parábola. Pablo luchó toda su vida para hacer ver que la Ley esclavizaba, porque era una angustia constante. En efecto, pretender salvarse mediante el cumplimiento de la Ley es un imposible, porque nadie podrá decir nunca -si es honesto- que cumple la Ley totalmente. Pero la realidad -la Buena Noticia- es que estamos salvados, porque lo que salva no es llegar a cumplir todo lo que hay que cumplir -que eso no lo lograremos-, sino caminar por el camino de Jesucristo con mucha confianza, con mucha fe. Con la "buena fe" del publicano, que es todo lo contrario de la falsa y soberbia seguridad del fariseo.

IV. Los sacramentos, medicina y fortalecimiento.

Quizás hoy será una buena ocasión para dedicar parte de la homilía a este elemento de la fe cristiana en el cual se visibiliza la presencia de este Dios que viene a ayudar a nuestra debilidad. En los sacramentos se concentran muchos aspectos. Pero hoy podemos destacar este: Dios -Jesucristo- ha querido visibilizar su presencia que cura nuestro mal y fortalece nuestra debilidad en unos signos muy sencillos, unos signos en los que, con la plegaria comunitaria, a través de la acción de la Iglesia, él actúa. Desde el más permanente, la Eucaristía -destaquemos la importancia de la Eucaristía dominical-, hasta este sacramento tan poco valorado y que podría tener tantas posibilidades como es la Unción de los enfermos, en el que, por la oración y la acción de la Iglesia, el enfermo -¡sobre todo el enfermo consciente!- vive la fuerza del Dios que lo ama con especial amor. Y la Penitencia, la Reconciliación. Y todos los demás, cada uno con su sentido y valor peculiar.

JOSEP  LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1992/13


7. PARA/FARISEO-PUBLICANO

Debemos sentir una ternura especial por el publicano del evangelio, ese hombre corriente, inmerso en las dificultades de la vida, en roce constante con el mundo y sus tentaciones, que no practica demasiado la religión pero que sabe encontrar a Dios en la vida y en la comunión con los hombres. Pero advirtamos que Cristo no alaba la situación humana, la indigencia moral, la escasa práctica religiosa del publicano; Cristo subraya su humildad, su arrepentimiento y la abstención de juzgar en su corazón, y esto será lo que le justifique, lo que le haga volver a casa con el sentimiento profundo del perdón de Dios.

Tampoco condena Cristo al fariseo por ser un ser religioso, por llevar una vida moral digna, por practicar fielmente el ayuno y el diezmo. Lo que critica en él es su espíritu de juicio que le lleva a pensar que no existe otra forma de vida religiosa que pueda merecer la gracia de Dios. Únicamente porque juzga a los otros, volverá a casa con escasa seguridad de haber obtenido misericordia de Dios, por ello vivirá inquieto, angustiado.

Si Cristo tuviese que repetir esta parábola hoy, con relación a algunos que se glorían de ser justos y que sienten desprecio hacia los demás, quizás podría trocar los papeles y hacer decir a los publicanos de nuestro tiempo: "Dios mío, te doy gracias porque no soy como los cristianos retrógrados, que permanecen demasiado atados a la fe tradicional, a la liturgia o la moral de la Iglesia; yo soy un cristiano moderno y libre; oro como puedo, pero vivo plenamente integrado en nuestro mundo, donde encuentro a Cristo mucho mejor que en las iglesias..." De seguro que en nuestra parábola invertida el publicado moderno no volvería a casa justificado.

Cristo nos quiere librar del juicio sobre nuestros hermanos en la Iglesia. Cristo no está de mejor grado con los publicanos que con los fariseos; está, eso sí, con los humildes, con los que se arrepienten y no juzgan jamás a los otros.

Se dice de nuestros días que la vida cristiana no tiene nada que ver con la religión, con las actitudes religiosas tradicionales que tanto obstaculizan la penetración del evangelio en el mundo. Se querría preconizar una vida cristiana sin elementos religiosos, consistente únicamente en la presencia en el mundo. Cristo habría condenado la religión tradicional en el fariseo y habría puesto en honor, en el publicado, el mundo no-religioso, que puede llegar a la fe sin la práctica religiosa tradicional.

Cristo condena la actitud de juicio de una postura cristiana respecto de otra. En efecto, la fe cristiana no debe ser confundida con una actitud religiosa, pero tampoco es simplemente a-religiosa: está por encima de estas opciones humanas; entraña, en su dinamismo, tanto al hombre religioso como al no-religioso, al fariseo y al publicano, al tradicionalista y al moderno, a condición de que no juzgue uno al otro, a condición de que se vean más bien como complementarios y no como adversarios en el servicio de Cristo.

Habría una tercera manera de escribir la parábola, en la que tanto el fariseo como el publicano darían gracias a Dios el uno por el otro, pues ambos se sentirían débiles sin el otro y completados, en cambio, mutuamente. De esta forma, uno y otro podrían volver a casa justificados, a pesar de ser tan diferentes, en paz con Dios y con ellos mismos; Cristo nos da la paz no en razón de nuestras opciones humanas, sino en la medida de la fe que nos compromete en la humildad, una humildad que es abstención de juzgar.

La violencia humana se escuda frecuentemente en los cristianos en las tensiones actuales en el seno de la Iglesia. Hay que promover la no-violencia, no solamente entre los hombres, sino también y primeramente entre los cristianos de diversas tendencias. ¿Cómo podrán, en efecto, proclamar a los hombres el evangelio de la reconciliación y de la paz, si no lo viven intensamente entre sí? A este respecto, el pastor Martín Luther King, mártir contemporáneo del evangelio, nos recuerda que todo puede volver a comenzar en el perdón.

Debemos desarrollar y conservar nuestra actitud de perdón. El que es incapaz de perdonar, es también incapaz de amar. Es imposible dar el primer paso en el amor a los enemigos, sin haber aceptado primeramente la necesidad, renovada sin cesar, de perdonar a los que nos infligen el mal o la injusticia. El perdón es un catalizador que crea el clima necesario para un nuevo punto de partida, para un nuevo comienzo.

MAX-THURIAN
LA FE EN CRISIS
SIGUEME. Col. "DIÁLOGO"
Salamanca 1968.Págs. 36-39


8.

"Dijo Jesús esta parábola por algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos, y despreciaban a los demás..." Esta es la enseñanza de fondo en el evangelio que leemos hoy.

Hay un piadoso fariseo que ayuda dos veces por semana, aunque sólo estaría obligado a ayunar una vez al año, no roba, no adultera ni comete injusticias; este fariseo es un modelo de "hombre religioso". Lo malo es que se autoproclama bueno, mejor que otros y, lo peor, desprecia a los demás, especialmente al recaudador de impuestos que está con él, orando en el mismo templo.

El recaudador de impuestos, todo lo contrario, en su oración comienza reconociéndose pecador y culpable ante Dios, en su presencia descubre que debe cambiar su mala vida, no tiene mucho que presentar a Dios, tan sólo sus robos a pobres, huérfanos y viudas, su avaricia, su estafa, su falta de respeto a la ley; está perdido sin remedio.

El desenlace de la parábola sorprenderá a muchos. El fariseo se presenta rico en méritos ante Dios y el recaudador de impuestos, en cambio, como pobre. Esta última actitud es la que gana el corazón de Dios, pues no se aferra a una ley y su cumplimiento, sino confía en el amor de Dios, la ley del amor, presentando, no seguridades, sino su fragilidad humana; su soporte, su auxilio es el Señor y en él pone toda su confianza.

Y nosotros, los que escuchamos esta palabra, corremos el riesgo de tomar una actitud farisaica cada vez que apelamos a nuestra buena conciencia o a nuestro cumplimiento con la misa dominical; al creernos buenos cristianos y despreciar a los marginados a los pobres, alcohólicos, drogadictos, divorciados, prostitutas, ladrones, etc. Pobres de nosotros si rezáramos: Gracias, Señor por no ser como "esa gente".

Recordemos que los destinatarios del evangelio de hoy son justamente los creyentes cumplidores y devotos que se jactan du su buena conducta y condenan a los demás. Al descubrir que todos tenemos cierta dosis del fariseísmo, adoptemos la postura del recaudador de impuestos y oremos junto a nosotros hermanos pecadores como nosotros, para que el Señor tenga piedad de nuestras vidas.

C. E. DE LITURGIA. PERÚ


9.

ORAR EN FARISEO O EN PUBLICANO

"Dos hombres subieron al templo a orar". Así comienza la parábola que se lee en este domingo XXX del tiempo ordinario. Uno fariseo, perteneciente a los observantes de la ley, a los devotos en oraciones, ayunos y limosnas. El otro es pubblicano, recaudador de tributos al servicio de los romanos, despreocupado por cumplir todas las externas prescripciones legales de las abluciones y lavatorios.

El fariseo más que rezar a Dios, se reza a sí mismo; desde el pedestal de sus virtudes se cuenta su historia: "ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo". Y tiene la osadía de dar gracias por no ser como los demás hombres, ladrones, injustos y adúlteros. Por el contrario, el publicano sumergido en su propia indignidad, sólo sabía repetir: "¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador".

Aunque el fariseo nos resulte antipático y bufón, hemos de reconocer que la mayoría de las veces nos situamos junto a él en el templo e imitamos su postura de suficiencia y presunción. Vamos a la iglesia no para escuchar a Dios y sus exigencias sobre nosotros, sino para invitarle a que nos admire por lo bueno que somos. Somos fariseos cuando olvidamos la grandeza de Dios y nuestra nada, y creemos que las virtudes propias exigen el desprecio de los demás. Somos fariseos cuando nos separamos de los demás y nos creemos más justos, menos egoístas y más limpios que los otros. Somos fariseos cuando entendemos que nuestras relaciones con Dios han de ser cuantitativas y medimos solamente nuestra religiosidad por misas y rosarios.

Es preciso colocarse atrás con el publicano, que sabe que la única credencial válida para presentarse ante Dios es reconocer nuestra condición de pecadores. El publicano se siente pequeño, no se atreve a levantar los ojos al cielo; por eso sale del templo engrandecido. Se reconoce pobre y por eso sale enriquecido. Se confiesa pecador y por eso sale justificado.

ANDRÉS Pardo


10. Para orar con la liturgia

"La conciencia que tenemos de nuestra condición de esclavos nos haría meternos bajo tierra, nuestra condición terrena se desharía en polvo, si la autoridad de nuestro mismo Padre y el Espíritu de su Hijo no nos empujase a proferir este grito: ¡Abba, Padre!

S. Pedro Crisólogo


11. La ley que mata

Es un tópico, pero es verdad. Estamos viviendo en una "sociedad permisiva" en la que hay tal maraña de opiniones sobre los comportamientos humanos, que fácilmente se carece de reposo y luz suficientes para calibrar la verdad de los distintos modos de orientar la vida.

Quizá los cristianos somos los más zarandeados en esta situación. Primeramente porque, cada día, encontramos en los medios de comunicación noticias o comentarios que presentan como anticuados los valores evangélicos. Y, en segundo lugar, porque nosotros mismos sentimos la tentación de dejarnos llevar por la opinión mayoritaria y olvidar el Evangelio.

Precisamente, la lectura evangélica nos ayuda a discernir en este estado de confusión. Una simple ojeada a la misma nos lleva inmediatamente a la conclusión de que, para Jesús, no todos los caminos son iguales y ni todos conducen al mismo destino.

Desde luego, ninguno de los dos personajes de la parábola tienen algo que ver con la moral permisiva actual, pero sí que partían de visiones religiosas radicalmente distintas y, por ello, nos pueden ayudar al aludido discernimiento. Es frecuente presentar estos personajes como representantes de la soberbia (el fariseo) o de la humildad (el publicano). Es una visión moralizante que quita garra a la parábola. Se trata, más bien, del fariseo que se siente seguro de su propia integridad moral y sin necesidad de ayuda divina y del publicano que sólo confía en la misericordia de Dios. La conclusión de la parábola desautoriza la permisividad actual al manifestar que a cada comportamiento corresponde un destino distinto.

Antonio Luis Martínez