COMENTARIOS A LA SEGUNDA LECTURA
Hb 5, 1-6

1. J/SACERDOTE.

De todo el N.T., sólo en la carta a los Hebreos Cristo es llamado "sumo sacerdote". Para demostrar esta afirmación, el autor arranca del concepto de sacerdote (5, 1-4), para aplicarlo luego a Cristo (5, 5-10).

En la definición de sacerdote se dan estos dos elementos:

a) Unión con el hombre y oblación: El sacerdote debe ser un miembro de la raza humana. En la antigua alianza, requisito indispensable para ser sacerdote era el pertenecer a la tribu de Leví-Aarón. Esto implicaba ya una separación o segregación (Lv. 8, 33 ss.; Ex. 40, 12-15). Se les apartaba del campo profano (Ex. 29, 9. 44; Nm. 8, 14...). Por el contrario esta carta insiste mucho en la solidaridad humana: el sacerdote es hombre e instituido en favor de los hombres (5, 1); Cristo debe participar de nuestra carne y sangre (2, 14 ss.) y hubo de asemejarse al hombre en todo excepto en el pecado para llegar a ser sacerdote misericordioso (2, 17). Por ser de nuestra raza, ha de ser compasivo también (visto el domingo pasado).

Y continúa el relato de 5, 1ss.: al sacerdote "se le establece para que los represente ante Dios y ofrezca dones y sacrificios por los pecados" (5, 1.3). En el A,. T., los ministerios sacerdotales eran la custodia del santuario, la interpretación de los oráculos, la instrucción en la torah, la ofrenda de sacrificios... En Hb. sólo se nos habla de la ofrenda sacrificial bajo el aspecto expiatorio: "por los pecados". Y lo que Cristo ofrece no es un rito o una ceremonia, sino su vida, su debilidad humana, su miedo a la muerte (5, 7-10; 9, 11-28).

b) Vocación divina (v. 4): La forma de obtener el sacerdocio es "ser llamado", y la llamada de Dios excluye la vanagloria humana. Flavio Josefo habla de la posición de primer rango de la que disfrutaban los sacerdotes en Israel. No hace muchos años, también nosotros adquiríamos un rango social y con orgullo paternal mirábamos al hombre de nuestra carne y sangre. Hoy el pedestal se ha resquebrajado y la nueva postura resulta incómoda, se debe compartir el clamor y el dolor del hombre. Así, muchos recordarán con añoranza los tiempos pasados y otros muchos tendrán miedo de dar un paso al frente aceptando esta nueva responsabilidad. En el fondo de las dos posturas late el miedo. Cristo no se exalta a sí mismo, sino que debe padecer y morir para obtener el sacerdocio.

Por las palabras de los Salm, 2 y 110 (Hb 5, 5. 6). Cristo es declarado Hijo y sacerdote. Estos salmos pueden tener sentido real: pero ninguno de los dos oráculos puede aplicarse a un rey terrestre, de ahí su sentido mesiánico.

DABAR 1976, 57


2. SCDO/AT

El autor quiere aclarar a sus lectores en qué consiste el sacerdocio de Cristo y cuál es su dignidad. Establecer un paralelismo del sacerdocio de Cristo con el de los sacerdotes del A,. T. sin olvidar que el primero está muy por encima del segundo. Ampliando ideas ya expresadas en el capítulo anterior (vv. 14-16), destaca dos rasgos fundamentales que caracterizaban al servicio del A. T. y que se dan también, pero con mayor perfección, en el sacerdocio de Cristo. Uno es la solidaridad con el pueblo, de donde ha sido tomado el sacerdote y a quien éste ha de representar delante de Dios; otro, la vocación con la que ha de ser llamado por Dios.

El sacerdote será tanto más idóneo para desempeñar su misión cuanto más comprensivo se muestre con las miserias ajenas. La experiencia de sus propias debilidades, que le envuelven como un vestido, le ayudará a mantener en vivo el recuerdo de su propio origen y a no distanciarse del pueblo. Esto le hará comprensivo. No obstante, su comprensión no deberá ir más allá de lo que vaya la ignorancia y la debilidad de los hombres; pues Dios, que perdona siempre a los débiles y descarriados (Lv 4, 213. 22. 27; 5, 24), resiste a los soberbios y no perdona a los que pecan "con mano alzada" (Num 1, 30s). Estos deben ser excluidos de la comunidad.

El sacerdote del A. T. que era pecador como todos los hombres, ofrecía sacrificios por los pecados del pueblo y por sus propios pecados. La solidaridad con el pueblo era, en cierto sentido, una consecuencia de la complicidad. En cambio, Jesús se hizo solidario con todos los hombres por amor, pues él no cometió pecado y se ofreció a sí mismo por los pecados ajenos. También la última raíz de su comprensión está en ese amor a los hombres que le llevó a hacerse hombre como nosotros, igual en todo, excepto en el pecado.

El otro rasgo que interesa subrayar al autor en el sacerdocio del A. T., es la vocación; pues nadie puede arrogarse el honor de ser sacerdote si no ha sido llamado por Dios. Para ejercer el sacerdocio Dios llamó a Aaron y a sus descendientes (Ex. 28, 1; Lev 8, 2, etc). También Jesús fue llamado por Dios; pero no como Aaron ni en virtud de la vocación de Aarón, ya que no era su descendiente ni de la tribu de Leví. Cuando llegó la plenitud de los tiempo, Dios llamó de una vez por todas a su propio Hijo, nacido de la Virgen María. El autor prueba ambos extremos con sendos textos bíblicos. El primero, esto es, que Jesús es el Hijo de Dios, con el Sal 2, 7 (cfr. Hebr. 1, 5). Y el segundo, esto es, su vocación con el Sal 110, 4. La alusión al sacerdocio de Melquisedec ilustra, de una parte, que el sacerdocio de Cristo no está en la línea del sacerdocio de Aarón y, de otra, que Cristo es también rey como Melquisedec. En cualquier caso, el sacerdocio de Cristo aparece como algo único e incomparable. En comparación con el sacerdocio del A. T. es analógico y, en cierto sentido, por contraste. Nadie puede ser sacerdote como lo es Cristo, que es el Mediador insustituible. Sin embargo, aquellos que son sacerdotes en la iglesia deben imitar el sacerdocio de Cristo sobre todo en lo que respecta a la solidaridad con los hombres.

EUCARISTÍA 1982, 48


3.

-Jesús, sacerdote para siempre (Heb 5, 1-6)

En nuestros tiempos no resulta indiferente escuchar una lectura que proclama una teología del sacerdocio. Es una ocasión de poner a punto lo referente a nuestra fe en este aspecto.

El sacerdocio del Nuevo Testamento es radicalmente diferente del sacerdocio del Antiguo, no sólo por no ser hereditario como el de Aarón, sino por ser nuevo, gracias al nuevo Mediador, Cristo. El orden de Melquisedec es una analogía, y el sacerdocio de Cristo, prefigurado por el de Melquisedec, lo trasciende. Aunque todo lo dicho del sumo sacerdote puede decirse de Cristo, su sacerdocio, sin embargo, es distinto, y él es, de hecho, el único sacerdote que no debe repetir varias veces su sacrificio. Dado que es a la vez sacerdote y víctima, ofrece una sola vez su sacrificio, que es definitivo. El sacerdocio de la ordenación, lo mismo que el del bautismo, son participación en grados esencialmente diferentes de este único sacerdocio. El sacerdocio de los ordenados se distingue esencialmente por su poder, dado por el Espíritu, de actualizar los misterios pasados.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITÚRGICO: CELEBRAR A JC 7
TIEMPO ORDINARIO: DOMINGOS 22-34
SAL TERRAE SANTANDER 1982.Pág. 141


4.

El tema de Jesucristo como sacerdote verdadero y mediador único entre Dios y los hombres, que ya apareció el domingo anterior y que es uno de los que con mayor amplitud desarrolla la carta a los Hebreos, nos acompaña hoy y los domingos próximos. Jesucristo se convierte así en el centro del escrito.

En el AT, al que nuestro escrito hace una constante referencia, el sacerdote es el que goza de la proximidad con Dios, el que hace conocer al pueblo cuál es la voluntad del Señor (función que posteriormente asumen los profetas, movidos por el Espíritu) y el que ofrece sacrificios por sus pecados y los de todo el pueblo: el fragmento que leemos se detiene en este tercer aspecto, subrayando la parte humana de los sacerdotes, que experimentan las mismas debilidades que los demás y así, al presentar la ofrenda ante Dios, son solidarios de todos los hombres (cf. segunda lectura del domingo pasado).

Todo esto sirve de punto de partida para poder hablar de Cristo, gran sacerdote, elegido por Dios (de la misma manera que el sacerdocio del AT fue en sus inicios fruto de la elección divina) para ofrecer un único sacrificio que restaurara definitivamente las relaciones de los hombres con Dios.

El texto acaba con una doble cita de salmo. En primer lugar, del salmo 2, que recuerda la elección divina. Después, del salmo 109, que recuerda la figura de Melquisedec, el sacerdote misterioso de origen desconocido que bendijo a Abrahán: Melquisedec es símbolo de la absoluta gratuidad e incondicionalmente de la presencia y elección divina, que va más allá del pueblo y las instituciones de Israel, como explica la misma carta a los Hebreos (cf. cap.7).

J. LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1994, 13