-Yo soy el Señor y no hay otro (Is
45, 1.4-6)
El
interés de esta lectura reside en dos elementos: Ciro es un pagano; recibe, sin
embargo, la investidura de parte de Dios. Esto es reconocer, a la vez, que el
Señor puede distribuir sus dones y confiar un encargo a quien él quiere y no
solo a alguien de la nación judía; y es también afirmar que el Señor se
interesa por la vida humana y política de su pueblo. Pero esa misión y encargo
confiado por Dios a Ciro, deben llevar al reconocimiento de que no existe otro
Señor que el Dios de Israel. Ciro ha llegado a ser poderoso, pero su poder lo
tiene por completo del Señor.
Este
texto es significativo y nos ayuda a entender mejor el evangelio de hoy. «Fuera
de mi no hay dios». Esta afirmación del Señor en el momento en que designa y
consagra a Ciro como caudillo político, subraya que en la historia nada
acontece independientemente de Dios. Si Ciro debe ser obedecido, no es por sí
mismo, sino por estar investido del poder de Dios, porque es de Dios de quien
él tiene el poder, de Dios que no se desentiende de la vida de los hombres y de
su política, debiendo ésta última conducir finalmente a los hombres a la
justicia, la paz y la salvación .
La
doctrina del evangelio no es, por lo tanto, ni indiferente ni neutra en lo que a
la política respecta, pero la política no puede ser neutra en lo que respecta
a Dios. «Dar a Dios lo que es de Dios supone fidelidad a los deberes sociales y
políticos, pero en la línea, el espíritu y las exigencias del evangelio,
porque todo depende de Dios. Todo hombre debe, pues, vivir su vida de hombre en
cuanto hombre y en el contexto social en que se encuentre, intentando trabajar
por el progreso y el bienestar. Pero debe hacerlo obedeciendo a lo que el
evangelio le indica. Por otra parte, la proclamación del evangelio por la
Iglesia debe recordar a la política la primacía de Dios y la necesidad de ir
por la vía de sus mandamientos, precisamente en orden a la felicidad humana de
la comunidad, de esa comunidad a la que tiene el encargo de conducirla a la
felicidad. Ambos adagios son, en consecuencia, complementarios, pero el «dad a
Dios lo que es de Dios» es primero y de él dimana la obligación y el
fundamento del segundo: «dad al César lo que es del César».
Pero
Jesús introduce un elemento nuevo que no estaba presente en la pregunta que le
hacían. Jesús añade el «dar a Dios lo que es de Dios«, que supone un
elemento revolucionario y contestatario de su mensaje. Para Jesús, Dios y la
causa del Reino de Dios son el único absoluto. Todas las otras realidades
humanas no son negadas, se les reconoce su valor, pero no constituyen nunca un
absoluto: la familia, la vida misma y, por supuesto, el mismo poder, no pueden
ocupar el primer plano en la escala de valores para el seguidor de Jesús. Hay
situaciones en la vida en que esos valores pueden entrar en tensión y en
conflicto con Dios y su Reino y, entonces, hay que estar dispuestos a
sacrificarlos. Son situaciones en las que hay que repetir con Isaías: «Yo soy
el Señor y no hay otro; fuera de mi no hay Dios».
Para
Jesús ningún César puede ocupar el lugar que Dios debe tener en la vida.
La
frase de Jesús ha sido entendida con cierta frecuencia como si se levantase una
barrera entre la vida religiosa y la vida política y social, de tal forma que
la religión quedase relegada al ámbito de la esfera privada e individual,
arrinconada en las sacristías, sin incidencia alguna en la vida social; como si
Jesús hubiese creado dos reinos distintos, el de Dios y el del César, en donde
cada uno tuviese su poder omnímodo e independiente del otro. Este no es el
pensamiento de Jesús: para El, sólo Dios es el Señor y no hay otro Dios fuera
de él. Para Jesús, ningún poder político podrá ocupar el puesto que sólo
le corresponde a Dios.
Esto
no significa no reconocer la autonomía de la ciudad secular y de sus legítimos
e indiscutibles derechos; no se trata de que el altar sustituya al trono o la
cruz a la espada, ni siquiera de que se hermanen. La historia muestra como esas
situaciones de suplantamiento o de hermanamiento han sido siempre negativas para
la Iglesia y, probablemente, también para el Estado. El creyente en Jesús debe
reconocer y asumir las legítimas exigencias de la sociedad civil, pero debe
tener siempre en la mente que «hay que obedecer a Dios antes que a los
hombres», que Dios es el único Señor y no hay otro fuera de él.
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Un
autor, G. Bornkamm, aporta una sugerente interpretación de la frase de Jesús.
Subraya que Jesús, antes de dar su famosa respuesta, pregunta quién es el que
está representado en una moneda, de quién es esa imagen. En este contexto se
sitúa la respuesta de Jesús: «La imagen de la moneda pertenece al César,
pero los hombres no han de olvidar que llevan en sí mismos la imagen de Dios y,
por lo tanto, sólo le pertenecen a El». Jesús nos quiere decir: «dad al
césar lo que le pertenece a él, pero no olvidéis que vosotros mismos
pertenecéis a Dios». (J. A. Pagola).
¿Hay
algo en el mundo que no sea de Dios? Son de Dios los hombres y las cosas, el
presente y el futuro, los gobernantes de todo tipo. Todos somos de Dios,
llevamos la imagen y la inscripción de Dios en nuestro ser profundo. Imagen que
puede desdibujarse, pero nunca borrarse del todo mientras vivamos. Y porque
somos de Dios, cada uno de nosotros vale más que cualquier autoridad civil o
religiosa de la tierra. Ninguna autoridad puede arrogarse atributos totalitarios
y absolutos; ninguna autoridad es dueña del hombre y de su conciencia. Ser de
Dios nos obliga a realizarnos como personas responsables y solidarias, a llevar
a plenitud el plan que Dios se propuso realizar en nosotros, como individuos y
como humanidad, antes de crear el mundo (Ef 1,4-5).
Pocas
frases de Jesús han sido objeto de interpretaciones más interesadas e,
incluso, de manipulaciones como ésta que escuchamos en el evangelio de hoy:
«Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Estas
palabras de Jesús han sido utilizadas para establecer una frontera clara entre
lo político y lo religioso y defender así la autonomía absoluta del estado
ante cualquier interpelación hecha desde la fe.
Según
esta interpretación, Jesús habría colocado al hombre, por una parte, ante
unas obligaciones de carácter cívico-político y, por otra, ante una
interpelación religiosa. Como si el hombre tuviera que responder de los asuntos
socio-políticos ante el poder político y de los asuntos religiosos ante Dios.
Ha
sido G. Bornkamm quien, con claridad, ha ahondado en el verdadero sentido de la
sentencia de Jesús.
El
acento de las palabras de Jesús está en la parte final. Le han preguntado
insidiosamente por el problema de los tributos y Jesús resuelve prontamente el
problema. Si manejan moneda que pertenece al césar, habrán de someterse a las
consecuencias que ello implica.
Pero
Jesús introduce una idea nueva que no aparecía en la pregunta de los
adversarios.
De
forma inesperada, introduce a Dios en el planteamiento. La imagen de la moneda
pertenece al césar, pero los hombres no han de olvidar que llevan en sí mismos
la imagen de Dios y, por lo tanto, sólo le pertenecen a El.
Es
entonces cuando podemos captar el pensamiento de Jesús.
«Dad
al césar lo que le pertenece a él, pero no olvidéis que vosotros mismos
pertenecéis a Dios».
Para
Jesús, el césar y Dios no son dos autoridades de rango semejante que se han de
repartir la sumisión de los hombres. Dios está por encima de cualquier césar
y éste no puede nunca exigir lo que pertenece a Dios.
En
unos tiempos en que crece el poder del estado de manera insospechada y a los
ciudadanos les resulta cada vez más difícil defender su libertad en medio de
una sociedad burocrática donde casi todo está dirigido y controlado
perfectamente, los creyentes no hemos de dejarnos robar nuestra conciencia y
nuestra libertad por ningún poder.
Hemos
de cumplir con honradez nuestros deberes ciudadanos, pero no hemos de dejarnos
modelar ni dirigir por ningún poder que nos enfrente con las exigencias
fundamentales de la fe.
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La
sentencia evangélica "dad al César lo que es del César y a Dios lo que
es de Dios" ha contribuido a esclarecer lo que es del César y lo que no es
del César.
Pero
no parece haber ayudado en la misma medida a clarificar lo que es de Dios, o
sea, lo que no pertenece al poder.
Y
lo que es de Dios no es, ciertamente, el templo o los lugares sagrados, ni los
objetos religiosos, ni las ceremonias litúrgicas, ni los ornamentos sagrados,
ni mucho menos los tesoros acumulados. Todo eso puede merecer un respeto por su
función, pero son hombres los que deciden destinarlo a eso. No Dios.
En
cambio, para un creyente, hay algo que procede indefectiblemente de Dios y que,
por tanto, a él pertenece en exclusiva. Y eso que es indiscutiblemente de Dios,
según la fe, es la dignidad del hombre y sus derechos. Lo que sí es de Dios,
es, pues, el paro de los que no encuentran trabajo, el hambre de los que no
tienen pan, las lágrimas de los que sufren, la persecución de que son objeto
los que luchan por la justicia. Lo que sí es de Dios es la justicia de los
explotados, la libertad de los oprimidos, la conciencia del individuo. Porque
todo eso pertenece a la naturaleza del hombre, creado a imagen y semejanza de
Dios.
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